Publicado en Internationale Situationiste # 7-8 (1963). Traducción extraída de Internacional
Situacionista vol. II: La supresión de la política, Madrid, Literatura Gris, 2000.
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El capitalismo burocrático encontró en Marx su justificación legítima. No se trata aquí de conceder al marxismo ortodoxo el dudoso mérito de haber reforzado las estructuras neocapitalistas cuya reorganización actual lleva consigo el elogio del totalitarismo soviético, sino de subrayar cómo los análisis más profundos de Marx sobre la alienación se han vulgarizado en hechos de una banalidad extrema, que despojados de su caparazón mágico y materializados en cada gesto forman día tras día la vida de un número creciente de personas. En suma, el capitalismo burocrático contiene la verdad evidente de la alienación, la ha puesto al alcance de todos mejor de lo que Marx podía esperar, la ha banalizado a medida que, al atenuarse la miseria, la mediocridad de la existencia se extendía cual mancha de aceite. El pauperismo gana en profundidad sobre el modo de vida lo que pierde en extensión sobre la estricta supervivencia, he aquí al menos un sentimiento unánimemente compartido que exime a Marx de todas las interpretaciones que extrajo de él un bolchevismo degenerado, aun cuando la "teoría" de la coexistencia pacífica intervenga a tiempo para acelerar una toma de conciencia semejante y extreme los escrúpulos hasta el punto de revelar, a quien hubiera podido no comprenderlo, que es posible el entendimiento entre explotadores a pesar de sus divergencias espectaculares.
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"Todo acto" escribe Mircea Eliade, "es susceptible de convertirse en religioso. La existencia humana se realiza simultáneamente en dos planos paralelos: el de lo temporal, el devenir, la ilusión, y el de la eternidad, la substancia, la realidad." En el siglo XIX se probó, mediante el divorcio brutal entre los dos planos, que hubiera sido preferible para el poder mantener la realidad en un baño de trascendencia divina. Todavía tendremos que concederle al reformismo esta justicia: allí donde Bonaparte fracasa, el devenir llega a sumergirse en la eternidad y lo real en la ilusión; la unión no tiene el valor sacramental del matrimonio religioso, pero dura, es lo máximo que pueden exigir de ella los gerentes de la coexistencia y de la paz social. Es también lo que nos hace definirnos -en la perspectiva ilusoria de la duración, a la cual no escapa nada- como el fin de la temporalidad abstracta, del tiempo reificado de nuestros actos. ¿Hace falta traducir: definirnos en el polo positivo de la alienación como fin de la alienación social, de la permanencia de la humanidad en la alienación social?
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La socialización de los grupos humanos primitivos demuestra una voluntad de luchar más
eficazmente contra las fuerzas misteriosas y terroríficas de la naturaleza. Pero luchar en el medio
natural, a la vez contra él y con él, someterse a sus más inhumanas leyes para arrancarle una
posibilidad suplementaria de supervivencia, no podía más que originar una forma evolucionada
de defensa agresiva, una actitud más compleja y menos primitiva que presentaba en un plano
superior las contradicciones que no cesaban de imponerle las fuerzas incontroladas y sin
embargo influenciables de la naturaleza. Al socializarse, la lucha contra el dominio ciego de la
naturaleza impone sus victorias en la medida en que asimila poco a poco, aunque con otra
forma, la alienación primitiva, la alienación natural. La alienación se hizo social en el combate
contra la alienación natural. Por azar, una civilización técnica se desarrolló hasta el punto en que
la alienación social se reveló chocando con los últimos puntos de resistencia natural que el poder
técnico no lograba reducir, y con motivo. Los tecnócratas nos proponen hoy llevar a su término
la alienación primitiva en un bello arrebato humanitario, nos incitan a desarrollar ante todo los
medios técnicos que permitirían "en sí mismos" combatir eficazmente la muerte, el sufrimiento,
el malestar, la fatiga de vivir. Pero sería menos milagroso suprimir la muerte que el suicidio y el
deseo de morir. Hay una forma de abolir la pena de muerte que hace que se la eche de menos.
Hasta ahora, el empleo particular de la técnica o, en un sentido más amplio, el contexto
económico-social donde se define la actividad humana, ha disminuido cuantitativamente las
posibilidades de sufrimiento y de muerte, mientras que la muerte se instalaba en la vida de cada
uno como una enfermedad incurable.
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Al período prehistórico de la recolección sucede el de la caza, en el transcurso del cual se
forman los clanes y se esfuerzan por aumentar sus posibilidades de supervivencia. Una época
parecida ve constituirse y delimitarse las reservas y los terrenos de caza explotados en provecho
del grupo, del que los extraños permanecen excluidos, prohibición tanto más absoluta por cuanto
de ella depende la salud de todo el clan. De forma que la libertad obtenida gracias a una
instalación más confortable en el medio natural y a una protección más eficaz contra sus rigores
engendra su negación fuera de los límites fijados por el clan y obliga al grupo a moderar su
actividad lícita mediante la organización de relaciones con los grupos excluidos y amenazantes.
Desde su aparición, la supervivencia económica socialmente constituida postula la existencia de
límites, de restricciones, de derechos contradictorios. Hay que recordarlo como se recita el ABC:
hasta el presente el devenir histórico no ha dejado de definirse y de definirnos en función del
movimiento de apropiación privativa, de la toma a su cargo por parte de una clase, un grupo, una
casta o un individuo, de un poder general de supervivencia económico-social cuya forma sigue
siendo compleja, desde la propiedad de un terreno, de un territorio, de una fábrica, de capital, al
ejercicio "puro" del poder sobre los hombres (jerarquía). Más allá de la lucha contra los
regímenes que sitúan su paraíso en un welfare-state cibernético, aparece la necesidad de
extender el combate contra un estado de cosas fundamental e inicialmente natural, en cuyo
movimiento el capitalismo no desempeña más que un papel episódico, y que no desaparecerá sin
que desaparezcan las últimas huellas del poder jerarquizado o los "jabatos de la humanidad".
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Ser propietario es arrogarse un bien de cuyo disfrute se excluye a los demás; al mismo tiempo,
es reconocer a cada uno un derecho abstracto de posesión. Acaparando el derecho real a la
propiedad, el poseedor extiende su propiedad sobre los excluidos (de modo absoluto sobre los
no-poseedores y relativo sobre los demás poseedores) sin los cuales no es nada. Por su parte, los
no-poseedores no tienen elección. El propietario se apropia de ellos y los aliena como
productores de su propio poder mientras que la necesidad de asegurar su existencia física los
obliga a colaborar a pesar suyo en su propia exclusión, a producirla y a sobrevivir a la
imposibilidad de vivir. Excluidos, participan en la posesión por mediación del poseedor,
participación mística puesto que así se organizan desde su origen todas las relaciones de clanes y
todas la relaciones sociales, que poco a poco suceden al principio de cohesión obligada según el
cual cada miembro es función integrante del grupo ("interdependencia orgánica"). Su garantía
de supervivencia depende de su actividad en el marco de la apropiación privativa, refuerzan un
derecho de propiedad del que están descartados y, por esta ambigüedad, cada uno de ellos se
siente como partícipe de la propiedad, como parcela viva del derecho a poseer, aunque
semejante creencia lo define, a medida que se refuerza, a la vez como excluido y como poseído.
(Caso límite de esta alienación: el esclavo fiel, el policía, el guardaespaldas, el centurión que,
por una especie de unión con su propia muerte, da a la muerte un poder idéntico a las fuerzas de
la vida, identifica en una energía destructora el polo negativo de la alienación y el polo positivo,
el esclavo absolutamente sumiso y el amo absoluto). En interés del explotador, es importante
que la apariencia se mantenga y se refine; no se trata de ningún maquiavelismo sino de simple
instinto de supervivencia. La organización de la apariencia está ligada a la supervivencia del
poseedor que está ligada a su vez a la de sus privilegios, y pasa por la supervivencia física del
no-poseedor, una forma de seguir vivo en medio de la explotación y la imposibilidad de ser
hombre. El acaparamiento y la dominación con fines privados son impuestos y sentidos
primitivamente como un derecho positivo, pero en forma de universalidad negativa. Valioso
para todos, justificado a sus ojos por causa divina o natural, el derecho de apropiación privativa
se objetiva en medio de una ilusión general, de una trascendencia universal, de una ley esencial
donde cada uno, a título individual, encuentra acomodo suficiente para soportar los límites más
o menos estrechos asignados a su derecho de vivir y a las condiciones de vida en general.
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Hay que comprender la alienación como condición de supervivencia en este contexto social. El trabajo de los no-poseedores obedece a las mismas contradicciones que el derecho de apropiación particular. Los convierte en poseídos, en fabricantes de apropiación y en autores de su propia exclusión, pero representa la única posibilidad de supervivencia para los esclavos, los siervos, los trabajadores, por cuanto la actividad que prolonga la existencia quitándole todo contenido acaba por adquirir un sentido positivo mediante una inversión óptica explicable y siniestra. No sólo se ha valorizado el trabajo (en forma de sacrificio en el antiguo régimen, en su aspecto embrutecedor en la ideo-logía burguesa y en las democracias supuestamente populares), sino que, desde muy pronto, trabajar para un amo, alienarse con la buena conciencia de la aquiescencia, ha llegado a ser el precio honorable y apenas contestable de la supervivencia. La satisfacción de las necesidades elementales sigue siendo la mejor garantía de la alienación, lo que la disimula mejor al justificarla en base a una exigencia inatacable. La alienación permite innumerables necesidades porque no satisface ninguna. Hoy la insatisfacción se mide por el número de coches, frigoríficos, televisores: los objetos alienantes ya no tienen la astucia ni el misterio de la trascendencia, están ahí en su pobreza concreta. Hoy es rico el que posee mayor número de objetos pobres.
Hasta ahora, sobrevivir nos ha impedido vivir. Por ello hay que esperar mucho de la
imposibilidad de sobrevivir que se anuncia desde ahora con una evidencia tanto menos
contestable cuanto que el confort y la superabundancia en los elementos de la supervivencia nos
llevan al suicidio o a la revolución.
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Lo sagrado preside también la lucha contra la alienación. Tan pronto como, revelando su trama, el velo místico deja de ocultar las relaciones de explotación y la violencia que expresa su movimiento, la lucha contra la alienación se desvela y se define como el espacio de un destello, de una ruptura, como un cuerpo a cuerpo despiadado con el poder al desnudo, repentinamente descubierto en su fuerza brutal y en su debilidad, un gigante al que se hace blanco con todos los golpes, del que cada herida confiere al agresor la fama maldita de Erostrato. Mientras sobreviva el poder, que cada cual se busque la vida. Praxis de destrucción, momento sublime en el que la complejidad del mundo se hace tangible, cristalina, al alcance de todos, revueltas imperdonables como las de los esclavos, los Jacques, los iconoclastas, los Enragés, los Federados, Kronstadt, Asturias y, como promesas para el futuro, los blousons noirs de Estocolmo y las huelgas salvajes, he aquí lo que únicamente la destrucción de todo poder jerarquizado nos hará olvidar. Pensamos ocuparnos de ello.
El desgaste de las estructuras míticas y su tardanza en renovarse, que favorecen y posibilitan la toma de conciencia y la profundidad crítica de la insurrección, son también la causa de que, pasados los "excesos" revolucionarios, la lucha contra la alienación se tome en un plano teórico, como prolongación de la desmitificación preparatoria para la revuelta. Es el momento en que el aspecto más verdadero de la revuelta, el más auténticamente comprendido, se encuentra reexaminado y arrojado por la borda por el "no hemos querido eso" de los teóricos encargados de explicar el sentido de una insurrección a quienes la han hecho, a los que quieren desmistificar con actos, no sólo con palabras.
Todos los actos que contestan el poder exigen hoy un análisis y un desarrollo táctico. Hay que esperar mucho de:
a) el nuevo proletariado que descubre su indigencia en la abundancia consumible (ver el desarrollo de las luchas obreras que comienzan actualmente en Inglaterra, así como la actitud de la juventud rebelde de todos los países modernos).
b) los países que, insatisfechos de sus revoluciones parciales y amañadas, relegan a los museos a sus teóricos pasados y presentes (ver el papel de la intelligentsia en los países del Este).
c) el tercer mundo, cuya desconfianza con respecto a los mitos tecnicistas fue mantenida por la bofia y por los mercenarios del colonialismo, últimos militantes demasiado celosos de una trascendencia de la que ellos mismos son la mejor vacuna preventiva.
d) la fuerza de la I.S. ("nuestras ideas están en todas las cabezas"), capaz de impedir las
revueltas teledirigidas, las "noches de los cristales rotos" y las revueltas consentidas.
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La apropiación privativa está ligada a la dialéctica de lo particular y de lo general. En la mística en la que se basan las contradicciones de los sistemas esclavista y feudal, el no poseedor, particularmente excluido del sistema de posesión, se esfuerza por asegurar su supervivencia por medio del trabajo: su éxito es mayor cuanto más se esfuerce por identificarse con los intereses del amo. No conoce a los demás no poseedores más que a través de esfuerzos semejantes a los suyos, de la cesión obligatoria de la fuerza del trabajo (el cristianismo recomendará la cesión voluntaria; la esclavitud acaba en cuanto el esclavo ofrece "con gusto" su fuerza de trabajo) y de la búsqueda de condiciones óptimas de supervivencia e identificación mística. Nacida de una voluntad de supervivencia común a todos, la lucha se libra sin embargo en un plano aparente donde pone en juego la identificación con la voluntad del amo y desencadena así una rivalidad individual que refleja las rivalidades de los amos entre sí. La competición se desarrollará en este plano mientras las relaciones de explotación permanezcan disimuladas en una opacidad mística y mientras subsistan las condiciones de semejante opacidad; o mejor aún, mientras el grado de esclavitud determine en la conciencia del esclavo el grado de realidad vivida (todavía seguimos llamando conciencia objetiva a lo que es conciencia de ser objeto). Por su parte, el poseedor se encuentra ligado al reconocimiento de un derecho del que él es el único que no está excluido, pero que se percibe en el plano de lo aparente como un derecho valioso para cada uno de los excluidos individualmente. Su privilegio depende de esta creencia, sobre la que también reposa la fuerza indispensable para hacer frente y mantener a raya a los demás poseedores, su fuerza; cuando a su vez renuncia aparentemente a la apropiación exclusiva de todo y de todos, cuando se presenta menos como amo y más como servidor del bien público y defensor del bienestar común, entonces el prestigio viene a coronar la fuerza y añade a sus privilegios el de negar en el plano de la apariencia (único plano de referencia en la comunicación mutilada) la noción misma de apropiación personal, niega a todos este derecho, niega a los demás poseedores. En la perspectiva feudal, el poseedor no se integra en la apariencia de la misma forma que los no poseedores, esclavos, soldados, funcionarios, servidores de todo tipo. Estos conocen una vida tan sórdida que la mayoría no tiene otra alternativa que vivirla como una caricatura del Amo (el feudal, el príncipe, el mayordomo, el vigilante, el gran sacerdote, Dios, Satán...) Sin embargo, el amo está obligado a mantener el papel de semejante caricatura. Y lo logra sin gran esfuerzo, en la medida en que, en su pretensión caricaturesca de vivir totalmente en el aislamiento en que lo mantienen quienes sólo pueden sobrevivir, él es ya (con la grandeza de una época acabada por añadidura, grandeza pasada que confería a la tristeza un sabor amable y fuerte) de esa especie que es hoy la nuestra, triste, igual a cada uno de nosotros, acechando la aventura en la que anhelamos reunirnos, encontrarnos en el camino de la total perdición. Lo que el amo toma de los demás en el momento mismo en que los aliena ¿no será su naturaleza de excluidos y de poseídos? En este caso, se revelaría a sí mismo como explotador, como ser puramente negativo. Semejante conciencia es poco probable y peligrosa. Al aumentar su autoridad y su poder sobre el mayor número posible de sujetos, ¿no les permite mantenerse con vida, no les concede una posibilidad única de salvación? (Sin los patronos que se dignan emplearlos ¿qué sería de los obreros?, le gustaba repetir a la buena gente del siglo XIX). De hecho, el poseedor se excluye oficialmente de la pretensión a la propiedad privativa. Al sacrificio del no poseedor, que mediante su trabajo cambia su vida real por una vida aparente (la única que le impide escoger deliberadamente la muerte y que permite al amo escogerla por él), el poseedor responde sacrificando aparentemente su naturaleza de poseedor y de explotador. Se excluye míticamente, se pone al servicio de todos y del mito (al servicio de Dios y de su pueblo, por ejemplo). Mediante un gesto añadido, una gratuidad que lo circunda de un aura maravillosa, da a la renuncia su forma pura de realidad mítica. Renunciando a la vida común, es el pobre entre la riqueza ilusoria, el que se sacrifica por todos mientras que los demás no se sacrifican más que por sí mismos, por su supervivencia. Al hacer esto, transmuta la necesidad en que se encuentra en prestigio. Su sacrificio da la medida de su poder. Se convierte en el punto de referencia viviente de toda vida ilusoria, de la más alta escala tangible de los valores míticos. Aspira al mundo de los dioses alejado "voluntariamente" del común de los mortales, y es su participación más o menos reconocida en la divinidad lo que, en el plano de la apariencia (único plano de referencia comúnmente admitido), consagra su posición en la jerarquía de los demás poseedores. En la organización de la trascendencia, el feudal
-y por ósmosis, los propietarios del poder o de los bienes de producción en grados diversos- es
llevado a interpretar el papel protagonista, lo que hace efectivamente en la organización
económica de la supervivencia del grupo. De forma que la existencia del grupo se encuentra
vinculada en todos los planos a la existencia de los poseedores como tales que, propietarios de
todas las cosas por la propiedad de todos los seres, arrancan igualmente la renuncia de todos con
su renuncia única, absoluta, divina. (Del Dios Prometeo castigado por los dioses al Dios Cristo
castigado por los hombres, el sacrificio del Propietario se vulgariza, de desacraliza, se
humaniza). El mito une pues al poseedor y al no poseedor, los envuelve en una forma en la que
la necesidad de sobrevivir, como ser físico o como ser privilegiado, obliga a vivir en forma de
apariencia y bajo el signo invertido de la vida real, que es la de la praxis cotidiana. Estamos
todavía ahí, esperando vivir a un lado u otro de una mística contra la que cada uno de nuestros
gestos protesta obedeciendo.
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El mito, el absoluto unitario donde las contradicciones del mundo se encuentran ilusoriamente
resueltas, la visión armoniosa y armonizada a cada instante donde el orden se contempla y se
refuerza, he aquí el lugar de lo sagrado, la zona extrahumana de la que con todo cuidado se ha
desterrado, entre otras revelaciones, la revelación del movimiento de apropiación privativa.
Nietzsche lo vio claramente cuando escribió: "Todo devenir es una emancipación culpable con
respecto al ser eterno que hay que pagar con la muerte". Cuando la burguesía quiso sustituir el
Ser puro del feudalismo por el Devenir, se limitó a desacralizar el ser y a resacralizar en su
provecho el Devenir, su devenir elevado así a la condición de Ser, no ya de la propiedad
absoluta, sino de la apropiación relativa; un pequeño devenir democrático y mecánico, con su
noción de progreso, de mérito y de sucesión causal. Lo que el poseedor vive se lo disimula.
Ligado al mito por un pacto de vida o muerte, le está prohibido tomar un bien para su goce
positivo y exclusivo si no lo hace a través de la apariencia de vivir su propia exclusión -¿y no es
a través de esta exclusión mítica como los no poseedores captarán la realidad de su exclusión?-.
El poseedor lleva la responsabilidad de un grupo, asume la dimensión de un dios. Sometido
tanto a su bendición como a su venganza, se inviste de prohibiciones y se consume en ellas.
Modelo de dioses y de héroes, el amo, el poseedor es el verdadero rostro de Prometeo, de Cristo
y de todos los que se sacrifican espectacularmente permitiendo que la gran mayoría de los
hombres no deje de sacrificarse a los amos, a la extrema minoría (convendría, por otra parte,
matizar el análisis del sacrificio del Propietario: en el caso de Cristo ¿no hay que admitir más
bien que se trata del hijo del propietario? Ahora bien, como el propietario sólo puede
sacrificarse en apariencia asistimos, cuando la coyuntura lo exige imperiosamente, a la
inmolación efectiva del hijo del propietario, puesto que él no es más que un propietario
inacabado, un esbozo, una simple esperanza de propiedad futura. En esta dimensión mítica hay
que comprender la famosa frase de Barrés, periodista, cuando la guerra de 1914 vino por fin a
colmar sus deseos: "Nuestra juventud, como convenía hacer, ha ido a derramar nuestra sangre a
chorros"). Este juego un tanto repugnante conoció, antes de incorporarse a los ritos y al folklore,
una época heroica en la que ritualmente se mataba a los reyes y a los jefes de las tribus conforme
a su "voluntad". Los historiadores aseguran que se llegó rápidamente a reemplazar los augustos
mártires por prisioneros, esclavos o criminales. Desaparecido el suplicio, la aureola permaneció.
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El sacrificio del poseedor y del no-poseedor fundan el concepto de suerte común; en otras
palabras, la noción de condición humana se define en base a una imagen ideal y dolorosa en la
que trata de resolverse la oposición irreductible entre el sacrificio mítico de unos y la vida
sacrificada de otros. Al mito corresponde unificar y eternizar, en una sucesión de instantes
estáticos, la dialéctica del "querer vivir" y de su contrario. Semejante unidad ficticia y
dominante en todas partes alcanza en la comunicación, y en particular en el lenguaje, su
representación más tangible y concreta. A este nivel, la ambigüedad es más manifiesta, se abre
sobre la ausencia de comunicación real, dejando al analista a merced de fantasmas irrisorios, de
palabras -instantes eternos y cambiantes- cuyo contenido es distinto según quién las pronuncia,
como difiere la noción de sacrificio. Puesto a prueba, el lenguaje deja de disimular el
malentendido fundamental y pone al descubierto la crisis de la participación. En el lenguaje de
una época podemos seguir las huellas de una revolución total, incumplida y siempre inminente.
Son signos exaltadores y aterradores por las transformaciones que auguran, pero ¿quién los toma
en serio? El descrédito que afecta al lenguaje es tan profundo e instintivo como la desconfianza
con la que se rodea a los mitos, a los que por otra parte permanecemos firmemente afiliados.
¿Cómo eludir las palabras clave con otras palabras? ¿Cómo mostrar por medio de frases qué
signos denuncian la organización fraseológica de la apariencia? Los mejores textos esperan su
justificación. Cuando se considere como única explicación de un poema de Mallarmé un acto de
rebelión, entonces se podrá hablar sin ambigüedad de poesía y de revolución. Esperar y preparar
este momento es manipular la información, no como la última onda de choque cuya importancia
todo el mundo ignora, sino como la primera repercusión de un acto venidero.
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Nacido de la voluntad de los hombres de sobrevivir a las fuerzas incontrolables de la naturaleza, el mito es una política de salud pública que se ha mantenido más allá de lo necesario y ha confirmado su fuerza tiránica al reducir la vida a su dimensión de supervivencia, negándola como movimiento y como totalidad.
Contestado, el mito unifica sus contradicciones, las engloba y las digiere tarde o temprano. No se le resiste nada, imagen o concepto, que intente destruir las estructuras espirituales dominantes. Reina sobre la expresión de los actos y de lo vivido, a la que impone su estructura de interpretación (dramatización). La conciencia de lo vivido que encuentra su expresión en la apariencia organizada define la conciencia privada.
El sacrificio compensado alimenta el mito. Puesto que toda vida individual implica una
renuncia a sí misma, es necesario que lo vivido se defina como sacrificio y recompensa. Como
premio a su ascesis, el iniciado (el obrero ascendido, el especialista, el gerente -nuevos mártires
canonizados democráticamente-) recibe un refugio construido en la organización de las
apariencias y se instala confortablemente en la alienación. Ahora bien, los refugios colectivos
han desaparecido con las sociedades unitarias, subsisten sólo sus expresiones concretas para uso
común: templos, iglesias, palacios..., recuerdos de una protección universal. Hoy quedan los
refugios individuales, cuya eficacia se puede discutir, pero cuyo precio se conoce con toda
certeza.
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La vida "privada" se define ante todo en un contexto formal. Surge evidentemente de las
relaciones sociales nacidas de la apropiación privativa, pero lo que le da su forma esencial es la
apropiación de estas relaciones. Universal, incontestable y contestada a cada momento, esta
forma hace de la apropiación un derecho reconocido para todos y del que cada uno está
excluido, un derecho al que no se accede más que renunciando. En la medida en que no rompe
el contexto donde se encuentra aprisionado (ruptura que se llama revolución), lo auténticamente
vivido no se hace consciente, no se expresa y comunica más que por un movimiento de inversión
de signo en el que se disimula su contradicción fundamental. En otros términos, si renuncia a
prolongar una praxis de trastorno radical de las condiciones de vida -condiciones que, en todas
sus formas, son las condiciones de la apropiación privativa- un proyecto positivo no tiene la
menor posibilidad de evitar tomarlas a su cargo por la negatividad que reina sobre la expresión
de las relaciones sociales. Es recuperado como imagen en el espejo, en sentido inverso. En la
perspectiva totalizante a través de la que condiciona la vida de todos, donde ya no se distinguen
su poder real y su poder mítico (los dos reales y los dos míticos), el movimiento de apropiación
privativa no deja a lo vivido otra vía de expresión que la vía negativa. La vida entera se baña en
una negatividad que la corroe y la define formalmente. Hablar hoy de vida es lo mismo que
hablar de cuerdas en la casa de un ahorcado. Perdida la llave del querer-vivir, todas las puertas
se abren sobre tumbas. Ahora bien, ya no basta el diálogo del golpe de dados y del azar para
justificar nuestra laxitud. Los que aceptan vivir recogidos en su propia fatiga se forman tan
fácilmente una imagen indolente de sí mismos que no observan en cada uno de sus gestos
cotidianos un desmentido viviente de su desesperación, un desmentido que más bien debiera
incitarlos a no desesperar más que de su pobreza de imaginación. El abanico de la elección se
despliega entre los dos extremos de estas imágenes que son como un olvido de vivir: por una
parte el bruto conquistador y el bruto esclavo, y por otra el santo y el héroe puro. Hace tiempo
que el aire se hizo irrespirable en este retrete. El mundo y el hombre como representación
apestan a carroña y ya no queda ningún dios para transformar los osarios en parterres de lirios. A
partir del momento en que los hombres mueren, sería lógico plantearse la cuestión de saber
-después de haber aceptado, sin cambios apreciables, la respuesta venida de los dioses, la
Naturaleza y las leyes biológicas- si esto no ocurre porque una gran parte de muerte entra, por
razones muy precisas, en cada instante de nuestra vida.
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La apropiación privativa puede definirse particularmente como apropiación de las cosas mediante la apropiación de los seres. Es la fuente y el agua turbia donde todos los reflejos se confunden en imágenes indistintas. Su campo de acción e influencia, que cubre toda la historia, parece haberse caracterizado hasta ahora por una doble determinación básica del comportamiento: una ontología basada en la autonegación y el sacrificio (sus aspectos subjetivo y objetivo respectivamente), y una dualidad fundamental, una división entre particular y general, individual y colectivo, privado y público, teórico y práctico, espiritual y material, intelectual y manual, etc. La contradicción entre apropiación universal y expropiación universal postula que el amo sea puesto en evidencia y aislado. Esta imagen mítica de terror, de necesidad y de renuncia que se ofrece a los esclavos, a los sirvientes, a todos los que aspiran a cambiar de piel y de condición, es el reflejo ilusorio de su participación en la propiedad, ilusión natural puesto que participan en ella efectivamente mediante el sacrificio cotidiano de sus energías (lo que los antiguos llamaban pena o suplicio, y que nosotros llamamos labor o trabajo), puesto que fabrican dicha propiedad en un sentido que los excluye. El amo no tiene otra alternativa que aferrarse a la noción de sacrificio-trabajo, como Cristo se aferra a su cruz y a sus clavos; le corresponde autentificar el sacrificio a su manera, renunciar aparentemente a su derecho de goce exclusivo y dejar de expropiar utilizando una violencia puramente humana (es decir, sin mediación). Lo sublime del acto difumina la violencia inicial, la nobleza del sacrificio absuelve al hombre de las tropas especiales, la brutalidad del conquistador se irradia en una trascendencia cuyo reino es inmanente, los dioses son los depositarios intransigentes de los derechos, los pastores iracundos de un rebaño pacífico y apacible de "Ser y Querer-Ser Propietario". La apuesta por la trascendencia y el sacrificio que implica son la mejor conquista del amo, su más hermosa sumisión a la necesidad de conquistar. Quien intriga algún poder y rehúsa a la purificación de la renuncia (intrigante o tirano) se verá tarde o temprano acosado como una bestia, o peor, como el que no persigue otros fines que los suyos y para quien el trabajo se concibe sin la menor concesión a la serenidad de espíritu de los demás: Troppmann, Landru, Petiot, equilibrando su presupuesto sin tener en cuenta la defensa del mundo libre, del occidente cristiano, del Estado o del valor humano, estaban vencidos de antemano. Al rechazar las reglas del juego, los piratas, los gangsters, los fuera de la ley perturban las buenas conciencias (las conciencias-reflejo del mito), pero al matar al furtivo o al hacerlo policía restituyen su poder total a la "verdad de siempre": quien no paga con su persona pierde hasta la supervivencia, quien se endeuda para pagar ha pagado con su derecho a vivir. El sacrificio del amo es lo que da sus contornos al humanismo, lo que hace del humanismo -y que se entienda de una vez por todas- la ridícula negación de lo humano. El humanismo es el amo tomado en serio en su propio juego y plebiscitado por los que ven en el sacrificio aparente ese reflejo caricaturesco de su sacrificio real, una razón para esperar la salvación. Justicia, dignidad, grandeza, libertad... estas palabras que ladran o gimen ¿qué son sino perritos de apartamento, cuyos dueños esperan su regreso con toda tranquilidad dado que unos heroicos criados han conseguido el derecho de llevarlos atados a capricho por las calles? Emplearlas es olvidar que son el lastre que el poder arroja para elevarse y ponerse fuera de nuestro alcance. Y suponiendo que un régimen, juzgando que el sacrificio mítico de los amos no tiene por qué vulgarizarse en formas tan universales, se ensañe en destruirlas y perseguirlas, entonces tenemos derecho a inquietarnos de que la izquierda no encuentre para combatirlo más que una logomaquia balante en la que cada palabra, recordando el "sacrificio" del antiguo amo, apela al sacrificio no menos mítico de un amo nuevo (un amo de izquierdas, un poder que fusilará a los trabajadores en nombre del proletariado). Ligado a la noción de sacrificio, lo que define el humanismo corresponde al miedo de los amos y al miedo de los esclavos, no es más que la solidaridad de una humanidad de caguetas. Pero no importa qué palabra adquiera el valor de un arma mientras sirva para escandir la acción de cualquiera que rechace todo poder jerarquizado, Lautréamont y los anarquistas ilegales lo habían comprendido, los dadaístas también.
El apropiador se hace poseedor desde el momento en que vuelve a poner la propiedad de los seres y de las cosas en manos de Dios o de una trascendencia universal, cuyo poder total repercute sobre él como una gracia que santifica sus menores actos. Contestar al propietario así consagrado es hacerlo a Dios, a la naturaleza, a la patria, al pueblo. Excluirse, en suma, del mundo físico y espiritual. Para quien surte de violencia el humor de Marcel Havrenne cuando escribía tan preciosamente: "no se trata de gobernar y menos de ser", no hay salvación ni condena, ni lugar en la comprensión universal de las cosas, ni con Satán, el gran recuperador de creyentes, ni con ningún mito, puesto que es la inutilidad viviente. Han nacido para una vida que está aún por inventar. En la medida en que han vivido, han acabado por morir con esta esperanza.
Dos corolarios de la singularización en la trascendencia:
a) Si la ontología implica la trascendencia, está claro que toda ontología justifica a priori el ser del amo y el poder jerarquizado con el que el amo se refleja en imágenes degradadas más o menos fieles.
b) A la distinción entre trabajo individual y trabajo intelectual, entre práctica y teoría, se sobrepone la distinción entre trabajo-sacrificio real y su organización en forma de sacrificio aparente.
Sería bastante tentador explicar el fascismo -entre otras razones- como un acto de fe, el auto de fe de una burguesía atormentada por la muerte de Dios y por la destrucción del gran espectáculo sagrado que se consagra al diablo, a una mística invertida, una mística negra con sus ritos y holocaustos. Mística y gran capital.
Recordemos también que el poder jerarquizado no se concibe sin trascendencia, sin ideología, sin mitos. El mito de la desmitificación está por otra parte dispuesto a tomar el relevo, basta "olvidarse", muy filosóficamente, de desmitificar con actos. Después de lo cual, toda desmitificación limpiamente desarmada se hace indolora, eutanásica, en una palabra humanitaria. No era el movimiento de desmitificación que acabará por desmitificar a los desmitificadores.
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Al atacar de frente la organización mítica de la apariencia, las revoluciones burguesas se aferraban -aunque a pesar suyo- al punto neurálgico no sólo del poder unitario, sino principalmente del poder jerarquizado en cualquiera de sus formas. ¿Explica este error inevitable el complejo de culpa que es uno de los rasgos dominantes del espíritu burgués? Lo que sí está fuera de duda es que se trata de un error inevitable.
Error, en primer lugar, porque una vez rota la engañosa opacidad que disimula la apropiación privativa, el mito explota y deja un vacío que sólo se puede llegar a llenar con una libertad delirante en la gran poesía. Ciertamente, la poesía orgiástica no ha derribado hasta hoy al poder. No lo ha logrado por razones fácilmente explicables, y sus ambiguos signos denuncian los golpes asestados a la vez que cicatrizan las heridas. Y sin embargo -dejemos a los historiadores y a los estetas con sus colecciones- basta rascar la costra del recuerdo para que los viejos gritos, las palabras, los gestos hagan sangrar de nuevo al poder en toda su extensión. La organización de la supervivencia de los recuerdos no impedirá que el olvido los borre a medida que, reanimados, comiencen a disolverse, lo mismo que nuestra supervivencia en la construcción de nuestra vida cotidiana.
Proceso inevitable: como había demostrado Marx, la aparición del valor de cambio y su sustitución simbólica por el dinero abren una crisis latente y profunda en el seno del mundo unitario. La mercancía introduce en las relaciones humanas un carácter universal (un billete de 1.000 francos representa todo lo que puedo adquirir por esa suma) e igualitario (hay un intercambio de cosas iguales.) Esta "universalidad igualitaria" escapa en parte tanto al explotador como al explotado, pero uno y otro se reconocen en ella. Ambos se encuentran cara a cara, confrontados no ya en el misterio del nacimiento y de la ascendencia divina, como en el caso de la nobleza, sino en una trascendencia inteligible, que es el Logos, un conjunto de leyes comprensibles por todos, aún cuando dicha comprensión permanezca sumida en el misterio. Un misterio que tiene sus iniciados, en primer lugar los sacerdotes, quienes se esfuerzan por mantener el Logos en el limbo de la mística divina, para dejar pronto a los filósofos, y luego a los técnicos, el lugar y la dignidad de su misión sagrada. De la República platónica al Estado cibernético.
Así, bajo la presión del valor de cambio y de la técnica (lo que podríamos llamar la "mediación al alcance de la mano"), el mito se hace laico lentamente. No obstante, hay que anotar dos hechos:
a) Al liberarse de la unidad mística, el Logos se afirma a la vez en ella y contra ella. Sobre las estructuras comportamentales mágicas y analógicas se superponen estructuras de comportamiento racionales y lógicas que las niegan y las conservan (matemática, poética, economía, estética, psicología, etc.).
b) Cada vez que el Logos u "organización de la apariencia inteligible" gana autonomía, tiende a desprenderse de lo sagrado y a fragmentarse. De tal forma que presenta un doble peligro para el poder unitario. Ya sabemos que lo sagrado representa la manumisión de la totalidad por parte del poder, y que quien quiera acceder a la totalidad debe pasar a través del poder: la prohibición que afecta a los místicos, a los alquimistas, a los agnósticos, lo prueba suficientemente. Ello explica también por qué el poder actual "protege" a los especialistas, a los que reconoce confusamente como misioneros de un Logos resacralizado sin otorgarles plena confianza. Existen signos históricos que atestiguan los esfuerzos realizados para fundar dentro del poder místico unitario un poder rival que reivindica su unidad de Logos: así aparecen el sincretismo cristiano, que permite explicar a Dios psicológicamente, el Renacimiento, la Reforma y la Aufklärung.
Puesto que se esforzaban por mantener la unidad del Logos, todos los amos tenían plena
conciencia de que sólo la unidad hace estable el poder. Si se contemplan más de cerca, sus
esfuerzos no han sido tan vanos como parece mostrar la fragmentación del Logos en lo siglos
XIX y XX. En el movimiento general de atomización, el Logos se ha desmoronado en técnicas
especializadas (física, biología, sociología, papirología, etc.), pero el retorno a la totalidad se
impone simultáneamente con más fuerza. No lo olvidemos, basta con un poder
tecnocráticamente todopoderoso para comenzar la planificación de la totalidad, para que el
Logos suceda al mito en tanto que manumisor del poder unitario futuro (cibernética) sobre la
totalidad. Desde una perspectiva semejante, el sueño de los Enciclopedistas (progreso indefinido
estrictamente racionalizado) sólo habría conocido un retraso de dos siglos antes de realizarse. En
este sentido preparan los estalino-cibernéticos el futuro. Desde esta perspectiva hay que
comprender que la coexistencia pacífica alienta una unidad totalitaria. Ha llegado el momento
de que cada uno tome conciencia de que ya está en la resistencia.
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Conocemos el campo de batalla. Se trata de preparar el combate antes de que sea debidamente bendecido el coito político del patafísico provisto de su totalidad sin técnica y del cibernético con su técnica sin totalidad.
Desde el punto de vista del poder jerarquizado, desacralizar el mito sólo era admisible si se resacralizaba el Logos o al menos sus elementos desacralizantes. Atacar lo sagrado era al mismo tiempo -canción que nos suena- liberar la totalidad, destruir el poder. Ahora bien, el poder de la burguesía, desmigajado, pobre, contestado sin descanso, guarda un equilibrio relativo al apoyarse en esta ambigüedad: la técnica, que desa-craliza objetivamente, aparece subjetivamente como un instrumento de liberación. No la liberación real que sólo la desacralización permitiría, es decir el fin del espectáculo, sino una caricatura, un ersatz, una alucinación provocada. Lo que la visión unitaria del mundo rechazaba a un más allá (imagen de la elevación) el poder fragmentario lo inscribe en un mejorestar futuro (imagen del proyecto), en los mañanas que cantan sobre la basura del presente y que no son sino el presente multiplicado por el número de gad-gets a producir. Del slogan "vivid con Dios" se ha pasado a la fórmula humanista "sobrevivid viejos" que quiere decir "vivid jóvenes, vivid mucho tiempo".
El mito desacralizado y fragmentado pierde su soberbia y su espiritualidad. Se convierte en
una forma pobre, que conserva sus antiguas características pero revelándolas de forma concreta,
brutal, tangible. Dios ha dejado de ser director de escena, y a la espera de que el Logos le suceda
con las armas de la técnica y de la ciencia, los fantasmas de la alienación se materializan por
todas partes y siembran el desorden. Tengamos cuidado: se encuentran allí los pródromos de un
orden futuro. Desde ahora, nos toca jugar si queremos evitar que el futuro se sitúe bajo el signo
de la supervivencia, o incluso que la supervivencia hecha imposible desaparezca radicalmente
(hipótesis del suicidio de la humanidad). Y con ella, evidentemente, toda experiencia de
construcción de la vida cotidiana. Los objetivos vitales de la lucha por la construcción de la vida
cotidiana son los puntos neurálgicos de todo poder jerarquizado. Construir aquélla es destruir
éste. Atrapados en el torbellino de la desacralización y de la resacralización, los elementos
contra los que nos definimos prioritariamente son: la organización de la apariencia como un
espectáculo en el que cada uno es negado; la separación en la que se basa la vida privada, ya
que es el lugar donde la separación objetiva entre poseedores y desposeídos se vive y se refleja a
todos los niveles; y el sacrificio. No es preciso decir que los tres elementos son solidarios, como
lo son por otra parte sus antagonismos: participación, comunicación y realización. Y lo mismo
puede aplicarse a su contexto: no-totalidad (mundo deficitario, o de la totalidad bajo control) y
totalidad.
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Las relaciones humanas antaño disueltas en la trascendencia divina (dicho de otra forma: la totalidad peinada por lo sagrado) se decantaron y solidificaron cuando lo sagrado dejó de actuar como catalizador. Se reveló su materialidad, y mientras las leyes caprichosas de la economía sucedían a la Providencia, tras el poder de los dioses se traslucía el poder de los hombres. Al papel entonces mítico jugado por cada uno bajo los destellos divinos responde hoy una multitud de papeles, cuyas máscaras, por ser caras humanas, no exigen en menor medida al actor -como al figurante- que niegue su vida real según la dialéctica del sacrificio mítico y del sacrificio real. El espectáculo no es más que el mito desacralizado y fragmentado. Constituye el caparazón de un poder (que podríamos llamar también mediación esencial) que se hace vulnerable a todos los golpes en cuanto ya no consigue disimular, en la cacofonía donde todos los gritos se ahogan y se armonizan, su naturaleza de apropiación privativa. Y la desdicha que difunde a todos en dosis más o menos fuertes.
En el marco de un poder fragmentado carcomido por la desacralización, los roles se empobrecen en la misma medida en que el espectáculo marca un empobrecimiento en relación con el mito. Traicionan lo mecánico y el artificio tan torpemente que el poder, para prevenir la denuncia popular del espectáculo, no tiene otro remedio que tomar la iniciativa de esta denuncia con más torpeza todavía, cambiando tanto de actores como de ministerios u organizando pogromos de escenógrafos putativos o prefabricados (agentes de Moscú, de Wall Street, de la judeocracia, de las doscientas familias). Esto significa también que cada actor o cada figurante de la vida ha dado lugar a pesar suyo al titiritero, que el estilo se ha eclipsado ante la manera.
El mito, en tanto que totalidad inmóvil, engloba el movimiento (ejemplo del peregrinaje, que es la realización y la aventura en la inmovilidad). Por un lado, el espectáculo ya no absorbe la totalidad si no es reduciéndola a fragmento y a sucesión de fragmentos (los Weltanschauung psicológico, sociológico, biológico, filológico, mitológico); por otro lado se sitúa en la confluencia del movimiento de desacralización y de los intentos de resacralización. No logra imponer la inmovilidad más que en el interior del movimiento real, del movimiento que lo transforma a pesar de su resistencia. En la era fragmentaria, la organización de la apariencia hace del movimiento una sucesión lineal de instantes inmóviles (esta progresión en cremallera se ilustra perfectamente por el diamat estaliniano). En el marco de lo que hemos llamado "colonización de la vida cotidiana" no hay otros cambios que los cambios de roles fragmentarios. Somos sucesivamente, según conveniencias más o menos imperativas, ciudadanos, padres de familia, amantes, productores, consumidores. Y sin embargo ¿Qué gobernante no se siente gobernado? A todos se aplica el adagio: ¡Abusador a veces, abusado siempre!
La época fragmentaria al menos no habrá dejado ninguna duda sobre este punto: la vida cotidiana es el campo de batalla donde se desarrolla el combate entre la totalidad y el poder, que utiliza toda su energía para controlarla.
Lo que reivindicamos al exigir el poder de la vida cotidiana contra el poder jerarquizado, es
todo. Nos situamos en el conflicto generalizado que va de la disputa doméstica a la guerra
revolucionaria, y nos posicionamos en el campo de la voluntad de vivir. Esto significa que
tenemos que sobrevivir como anti-supervivientes. Nos interesamos fundamentalmente en los
momentos en que brota la vida en medio del glaciar de la supervivencia (sean estos momentos
inconscientes o teorizados, históricos -como la revolución- o personales). Pero hay que rendirse
ante la evidencia, nos está también impedido seguir libremente el curso de tales momentos
(exceptuando el momento mismo de la revolución), tanto por la represión general del poder
como por las necesidades de nuestra lucha, de nuestra táctica, etc. Es igualmente importante
encontrar la forma de compensar este "porcentaje de error" añadido en la extensión de estos
momentos y al poner en evidencia su alcance cualitativo. Lo que impide que lo que decimos
sobre la construcción de la vida cotidiana sea recuperado por la cultura y la subcultura,
(Arguments, los pensadores del cuestionamiento con vacaciones pagadas) es precisamente que
cada una de las ideas situacionistas es la prolongación fiel de actos esbozados a cada instante por
miles de personas para evitar que un día sean veinticuatro horas de vida chapucera. ¿Somos una
vanguardia? Si lo somos, estar en vanguardia es marchar al paso de la realidad.
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No pretendemos tener el monopolio de la inteligencia sino el de su empleo. Nuestra posición es estratégica, estamos en el centro de todo conflicto. Lo cualitativo es nuestra fuerza de choque. Si alguien tira esta revista por el retrete porque le horroriza, su gesto está mucho menos vacío que si la lee, la comprende a medias y nos pide una memoria ampliada gracias a la cual pueda probarse a sí mismo que es un hombre inteligente y cultivado, es decir un imbécil. Es preciso que se comprenda antes o después que las palabras y las frases que empleamos están retrasadas con respecto a la realidad; en otras palabras, que la distorsión y la torpeza de nuestra forma de expresarnos (lo que un hombre de gusto llama, no sin razón, "hermetismo terrorista provocador") se debe a que, también aquí, estamos en el centro, en la confusa frontera donde se libra el combate infinitamente complejo entre el lenguaje secuestrado por el poder (condicionamiento) y el lenguaje liberado (poesía). Nosotros preferimos a quien nos rechaza por impaciencia, porque nuestro lenguaje no es aún la auténtica poesía, es decir la construcción de la vida cotidiana, que a quien nos sigue un paso por detrás.
Todo lo que concierne al pensamiento concierne al espectáculo. La mayoría de los hombres
viven con miedo a despertarse del sueño sabiamente mantenido por el poder. El
condicionamiento, que es la poesía específica del poder, lleva su dominio tan lejos (todo el
equipo material le pertenece: prensa, televisión, estereotipos, magia, tradición, economía,
técnica -lo que nosotros llamamos lenguaje secuestrado-) que casi llega a disolver lo que Marx
llamaba sector no dominado para reemplazarlo por otro (ver más abajo el retrato robot del
"superviviente"). Pero lo vivido no se deja reducir tan fácilmente a una sucesión de imágenes
vacías. La resistencia a la organización exterior de la vida, es decir a la organización de la vida
como supervivencia, contiene más poesía que todo lo que se ha publicado nunca en prosa o en
verso, y el poeta, en el sentido literal del término, es aquél que al menos ha comprendido o
sentido esto. Pero una gran amenaza se cierne sobre semejante poesía. Ciertamente, en la
acepción situacionista, esta poesía es irreductible e irrecuperable por el poder (en cuanto un
gesto es recuperado, se convierte en estereotipo, en condicionamiento, en lenguaje del poder).
Lo cual no impide que se encuentre rodeada por el poder. Por medio del aislamiento el poder
cerca y fija lo irreductible; y sin embargo, el aislamiento es invivible. Los dos brazos de la
tenaza son la amenaza de desintegración (locura, enfermedad, marginalización, suicidio) y las
terapias teledirigidas; aquéllas permiten la muerte, éstas la supervivencia sin más (comunicación
vacía, cohesión familiar o amistosa, psicoanálisis al servicio de la alienación, curas médicas,
ergoterapia). La I.S. tendrá que definirse tarde o temprano como terapéutica: estamos dispuestos
a proteger la poesía hecha por todos contra la falsa poesía agenciada únicamente por el poder
(condicionamiento). Es importante que médicos y psicoanalistas lo comprendan también, so
pena de sufrir un día, junto a los arquitectos y los demás apóstoles de la supervivencia, las
consecuencias de sus actos.
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Todos los antagonismos no resueltos, no superados, se debilitan. Estos antagonismos no pueden evolucionar más que permaneciendo presos de viejas fórmulas no superadas (por ejemplo, el arte anticultural en el espectáculo cultural). Toda oposición radical no victoriosa o parcialmente victoriosa -lo que es lo mismo- se marchita poco a poco convirtiéndose en oposición reformista. Las oposiciones parciales son como los dientes de las ruedas, que engranan una en otra y hacen rodar la máquina del espectáculo, del poder.
El mito mantenía todos los antagonismos bajo el arquetipo del maniqueísmo ¿Dónde encontrar el arquetipo en una sociedad fragmentaria? En verdad, el recuerdo de los viejos antagonismos, tomados en su forma evidentemente desvalorizada y no agresiva, aparece hoy como el último esfuerzo de coherencia en la organización de la apariencia, ya que el espectáculo se ha convertido en espectáculo de la confusión y de las equivalencias. Nosotros estamos dispuestos a borrar toda huella de estos recuerdos uniendo en una próxima lucha radical toda la energía contenida en los viejos antagonismos. De las fuentes tapiadas por el poder puede brotar un río que modificará el relieve del mundo.
Caricatura de los antagonismos, el poder obliga a cada uno a estar a favor o en contra de
Brigitte Bardot, la nouveau roman, el Citröen 4 caballos, los spaghetti, el mezcal, la minifalda,
la ONU, las antiguas humanidades, las nacionalizaciones, la guerra termo-nuclear y el auto-stop.
A todos se les pregunta su opinión sobre todos los detalles para impedir que tengan una sobre la
totalidad. La maniobra, por torpe que sea, triunfaría si los viajantes encargados de presentarla de
puerta en puerta no se dieran también cuenta de su alienación. A la pasividad impuesta a las
masas desposeídas se añade la creciente pasividad de los dirigentes y de los actores sometidos a
las leyes abstractas del mercado y del espectáculo, que gozan de un poder cada vez menos
efectivo sobre el mundo. Los signos de la revuelta se manifiestan ya entre los actores, vedettes
que tratan de escapar a la publicidad o dirigentes que critican su propio poder, Brigitte Bardot o
Fidel Castro. Los instrumentos del poder se gastan, hay que contar con ellos en la medida que,
como instrumentos, reivindican su estatuto de libertad.
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En el instante en que la revuelta de los esclavos amenazaba con trastornar la estructura del poder
y desvelar lo que unía las trascendencias al mecanismo de apropiación privativa, el cristianismo
apareció para desarrollar un reformismo de gran estilo cuya democrática reivindicación central
consistía en hacer acceder a los esclavos, no a la realidad de una vida humana -lo que hubiera
sido imposible sin denunciar la apropiación en su movimiento de exclusión- sino más bien a la
irrealidad de una existencia cuya fuente de felicidad es mítica (la imitación de Jesucristo como
precio por el más allá). ¿Qué cambió allí? La espera del más allá se convirtió en la espera del
mañana cantarín; el sacrificio de la vida real e inmediata es el precio de venta al público de la
ilusoria libertad de una vida aparente. El espectáculo es el lugar donde el trabajo forzado se
transforma en sacrificio consentido. Nada más sospechoso que la fórmula "a cada uno según su
trabajo" en un mundo donde el trabajo es un chantaje a la supervivencia; por no hablar de la
fórmula "a cada uno según sus necesidades" en un mundo donde las necesidades están
determinadas por el poder. Entra en el proyecto reformista toda construcción que crea definirse
de forma autónoma, o sea parcial, y no tenga en cuenta que de hecho está definida por la
negatividad de la que todas las cosas dependen. Tratan de instalarse sobre arenas movedizas
como si se trataran de una pista de cemento. El desprecio y el desconocimiento del contexto
fijado por el poder jerarquizado sólo conduce a reforzar este contexto. Por el contrario, los actos
espontáneos que vemos aparecer por todas partes contra el poder y su espectáculo deben ser
conscientes de todos los obstáculos y encontrar una táctica teniendo en cuenta la fuerza del
adversario y sus medios de recuperación. Esta táctica que nosotros vamos a popularizar es el
desvío.
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No se concibe el sacrificio sin recompensa. A cambio de su sacrificio real, los trabajadores reciben los instrumentos de su liberación (confort, gadgets) pero se trata de una liberación puramente ficticia puesto que el poder controla el uso del equipo material y utiliza para sus propios fines los instrumentos y a quienes los utilizan. Las revoluciones cristiana y burguesa han democratizado el sacrificio mítico o "sacrificio del amo". Hoy son legión los iniciados que recogen migajas de poder poniendo al servicio de todos la totalidad de su saber parcial. No se les llama ya "iniciados", ni siquiera "sacerdotes del Logos", sino especialistas sin más.
En el plano del espectáculo su poder es incontestable: el concursante televisivo y el funcionario de Correos, detallando durante todo el día los refinamientos mecánicos de su 2CV, se identifican uno y otro con el especialista, y ya sabemos el partido que los jefes de producción sacan de semejantes identificaciones para domesticar a los O.S. [obreros especializados]. La verdadera misión de los tecnócratas consistiría sobre todo en unificar el Logos, aunque por una de las contradicciones del poder fragmentario permanecen acantonados en un aislamiento ridículo. Alienados por sus mutuas interferencias, conocen la totalidad de un sólo fragmento y toda realización del mismo se les escapa. ¿Qué control real pueden ejercer sobre un arma nuclear el técnico atómico, el estratega, el especialista político, etc.? ¿Qué control absoluto puede esperar imponer el poder contra todos los actos que se prefiguran contra él? Los actores que van a aparecer en escena son tan numerosos que sólo el caos reina como amo. "El orden reina pero no gobierna" (Notas editoriales de I. S. 6).
En la medida en que el especialista participa en la elaboración de los instrumentos que condicionan y transforman el mundo, atrae la revuelta de los privilegiados. Hasta ahora, esta revuelta se llamó fascismo. Es esencialmente una revuelta de ópera -¿No vio Nietszche un precusor en Wagner?- donde los actores, relegados durante mucho tiempo o estimándose cada vez menos libres, reivindican de repente los papeles estelares. Clínicamente hablando, el fascismo es la histeria del mundo espectacular llevada al paroxismo. En este paroxismo, el espectáculo asegura momentáneamente su unidad, aunque revelando por las mismas causas su inhumanidad radical. A través del fascismo y del estalinismo, que no son más que sus crisis románticas, el espectáculo revela su verdadera naturaleza: es una enfermedad.
Estamos intoxicados por el espectáculo. Pero los elementos que llevan a una cura de desintoxicación (tradúzcase: construir nosotros mismos nuestra vida cotidiana) están en manos de los especialistas. Estos nos interesan por tanto en el grado más alto, aunque por razones diferentes. Hay casos desesperados: no vamos a tratar de mostrar a los especialistas del poder, a los dirigentes, la amplitud de su delirio. Por el contrario, estamos dispuestos a tener en cuenta el rencor de los especialistas, presos en la estrechez de su papel ridículo o infamante. Se admitirá sin embargo que nuestra indulgencia tiene un límite. Si, a pesar de nuestros esfuerzos, ellos se obstinan en poner su mala conciencia y su amargura al servicio del poder fabricando el acondicionamiento que coloniza su propia vida cotidiana, si prefieren a la realización verdadera una representación ilusoria en la jerarquía, si blanden con ostentación su especialidad (su pintura, sus novelas, sus ecuaciones, su sociometría, su psicoanálisis, sus conocimientos de balística), si, en fin, sabiendo bien -y dentro de poco se considerará que ya no pueden ignorarlo- que sólo la I.S. y el poder poseen el modo de empleo de su especialización, eligen de todas formas servir al poder porque éste los ha escogido por inercia hasta hoy para su servicio, entonces ¡que tiemblen! No podemos mostrarnos ya generosos. Que lo comprendan y que comprendan por encima de todo que, en lo sucesivo, la revuelta de los actores no dirigentes está ligada a la revuelta contra el espectáculo (ver la I.S. y el poder).
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El generalizado anatema lanzado sobre el lumpenproletariado se debe al uso que la burguesía hacía de él, a la que proporcionaba, además de un regulador del poder, las fuerzas ambiguas del orden: polis, soplones, matones a sueldo, artistas.... Sin embargo, la crítica de la sociedad del trabajo se halla latente en él en un grado notable de radicalismo. El desprecio que se profesa en este medio por los criados y los patronos contiene una valiosa crítica del trabajo como alienación, crítica que no ha sido tomada en consideración hasta el presente porque el lumpenproletariado era el lugar de las ambigüedades, pero también porque la lucha contra la alienación natural y la producción del bienestar aparecen todavía en el siglo XIX y a principios del XX como pretextos válidos.
Una vez sabido que la abundancia de bienes de consumo no era más que la otra cara de la alienación en la producción, el lumpenproletariado adquiere una dimensión nueva; libera su desprecio, que asume poco a poco hacia el trabajo organizado en la época del Welfare State el peso de una reivindicación que sólo los dirigentes se niegan a admitir todavía. A pesar de los intentos de recuperación con los que el poder la agobia, toda experiencia efectuada sobre la vida cotidiana, es decir con la intención de construirla (paso ilegal desde la destrucción del mundo feudal, donde se había encontrado limitada y reservada a unos cuantos), se concreta actualmente en la crítica del trabajo alienante y el rechazo a someterse al trabajo forzado, cuando el nuevo proletariado tiende a definirse negativamente como un "Frente contra el trabajo forzado" en el que se encuentran reunidos todos los que se resisten a la recuperación por el poder. Esto define nuestro campo de acción, el lugar donde se enfrentan la astucia de la historia contra la astucia del poder, el ring donde apostamos por el trabajador (metalo o artista) que -conscientemente o no- rechaza el trabajo y la vida organizados y contra el que -conscientemente o no- acepta trabajar a las órdenes del poder. Desde esta perspectiva, no es arbitrario prever un período transitorio en el que la automatización y la voluntad del nuevo proletariado abandonen el trabajo a los especialistas solos, reduciendo a gerentes y burócratas a la categoría de esclavos momentáneos. En una automatización generalizada, los "obreros", en lugar de vigilar las máquinas, podrían rodearlas con la solicitud de los especialistas cibernéticos reducidos a la simple función de acrecentar una producción que habrá dejado de ser el sector prioritario para obedecer, por una inversión de las líneas de fuerza y de perspectiva, a la primacía de la vida sobre la supervivencia.
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El poder unitario se esforzaba por disolver la existencia individual en una conciencia colectiva, de forma que cada unidad social se definía subjetivamente como una partícula de un peso determinado en suspensión en un líquido oleaginoso. Era preciso que cada uno se sintiera sumido en la evidencia de que sólo la mano de Dios, sacudiendo el recipiente, utilizaba todo para sus designios que, superando naturalmente la incomprensión de cada ser humano particular, se imponían como emanaciones de una voluntad suprema y daban su sentido al menor cambio. (Cada remolino no era por otra parte más que un camino ascendente y descendente a la armonía: los cuatro Reinos, la Rueda de la fortuna, las pruebas enviadas por los dioses). Podemos hablar de una conciencia colectiva en el sentido de que es a la vez para cada uno y para todos: conciencia del mito y conciencia de la existencia-particular-en-el-mito. La fuerza de la ilusión es tal que la vida auténticamente vivida saca su significado de lo que no es ella; de aquí la condena clerical de la vida, reducida a la pura contingencia, a la materialidad sórdida, a la vana apariencia y al estado más bajo de una trascendencia que se degrada a medida que escapa de la organización mítica.
Dios se hace garante del espacio y del tiempo cuyas coordenadas definían la sociedad unitaria. Él era el punto de referencia común a todos los hombres; en él se reunían el espacio y el tiempo igual que los seres se unían a su destino en él. En la era fragmentaria el hombre sigue estando descuartizado entre un espacio y un tiempo que ninguna trascendencia llega a unificar por medio de un poder centralizado. Vivimos en un espacio-tiempo disociado, privado de todo punto de referencia y de toda coordenada, como si jamás debiéramos entrar en contacto con nosotros mismos aunque todo nos invite a ello.
Hay un lugar donde se produce y un tiempo en el que se juega. El espacio de la vida cotidiana, en el que realmente uno se realiza, está cercado por todos los acondicionamientos. El estrecho espacio de nuestra realización efectiva nos define, y sin embargo nosotros nos definimos en el tiempo del espectáculo. Es más: nuestra conciencia ya no es conciencia del mito y del ser-particular-en-el-mito, sino del espectáculo y del rol-particular-en-el-espectáculo (más arriba he señalado los vínculos de toda ontología con el poder unitario, y podríamos recordar aquí que la crisis de la ontología aparece con la tendencia fragmentaria). O, por decirlo de nuevo en otros términos: en la relación espacio-tiempo, donde se sitúan todo ser y toda cosa, el tiempo ha pasado a ser el imaginario (el campo de las identificaciones); el espacio nos define, aunque nosotros nos definamos en el imaginario y aunque el imaginario nos defina en tanto que subjetividad.
Nuestra libertad es la de una temporalidad abstracta en la que somos nombrados con el
lenguaje del poder (estos nombres son los roles que se nos asignan) dejándonos la elección de
encontrar sinónimos oficialmente reconocidos como tales. Por contra, el espacio de nuestra
realización auténtica (el espacio de nuestra vida cotidiana) está bajo el imperio del silencio. No
hay nombre para designar el espacio de lo vivido, si no es en la poesía, en el lenguaje que se
libera de la dominación del poder.
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Al desacralizar y fragmentar el mito, la burguesía puso al frente de sus reivindicaciones la independencia de la conciencia (cf. las reivindicaciones de libertad de pensamiento, libertad de prensa, libertad de investigación, el rechazo de los dogmas). La conciencia deja por tanto de ser más o menos reflejo del mito. Se hace conciencia de los roles sucesivos desempeñados en el espectáculo. Lo que la burguesía exigió por encima de todo es la libertad de los actores y de los comparsas en un espectáculo organizado no ya por Dios, sus policías y sus sacerdotes, sino por leyes naturales y económicas, "leyes caprichosas e inexorables" a cuyo servicio encontramos una vez más policías y especialistas.
Dios ha sido arrancado como un vendaje inútil y la herida ha seguido abierta. Ciertamente, el vendaje impedía que la herida cicatrizase, pero justificaba el sufrimiento, le daba un sentido que bien valía algunas dosis de morfina. Ahora, el sufrimiento ya no se justifica, y la morfina está cara. La separación se ha hecho concreta. No importa quién trace la línea, y todo lo que puede proponernos la sociedad cibernética como remedio es que nos volvamos espectadores de la gangrena y de la putrefacción, espectadores de la supervivencia.
El drama de la conciencia del que habla Hegel es más bien la conciencia del drama. El
Romanticismo resuena como un grito del alma arrancada del cuerpo, un sufrimiento más agudo
cuanto más aislado se encuentre cada uno para afrontar la caída de la totalidad sagrada y de
todas las casas de Usher.
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La totalidad es la realidad objetiva en cuyo movimiento la subjetividad sólo puede insertarse en
forma de realización. Todo lo que no es realización de la vida cotidiana se incorpora al
espectáculo donde se congela la supervivencia (hibernación) y se suministra en rebanadas. Sólo
hay realización auténtica en la realidad objetiva, en la totalidad. El resto es caricatura. La
realización objetiva que se opera en el mecanismo del espectáculo no es más que el triunfo de
los objetos manipulados por el poder (es la "realización objetiva en la subjetividad" de los
artistas famosos, de las vedettes, de los personajes de Who's who). En la organización de la
apariencia, todo éxito -e igualmente todo fracaso- se encuentra inflado hasta hacerse estereotipo
y vulgarizado por la información como si se tratara del único éxito o del único fracaso posibles.
Hasta ahora, el poder ha sido el único juez, aunque su juicio esté sometido a presiones. Sus
criterios son los únicos válidos para los que aceptan el espectáculo y se contentan con tener un
papel en él. Sobre este escenario ya no hay artistas, sólo figurantes.
25
El espacio-tiempo de la vida privada se armoniza con el espacio-tiempo del mito. A esta
armonía pervertida responde la armonía universal de Fourier. Desde el momento en que el mito
deja de englobar lo individual y lo parcial en una totalidad dominada por lo sagrado, cada
fragmento se erige en totalidad. El fragmento erigido en totalidad es lo totalitario. En el
espacio-tiempo disociado que constituye la vida privada, el tiempo, absolutizado en forma de
libertad abstracta que es la del espectáculo, consolida por su misma disociación lo absoluto
espacial de la vida privada, su aislamiento, su estrechez. El mecanismo del espectáculo alienante
despliega una fuerza tal que la vida privada llega a definirse como privación del espectáculo, y
el hecho de escapar a las categorías espectaculares y a los roles se percibe como una privación
añadida, un malestar del que el poder saca un pretexto para reducir la vida cotidiana a actos sin
importancia (sentarse, lavarse, abrir una puerta).
26
El espectáculo que impone su forma a lo vivido tiene su origen en lo vivido. El tiempo del espectáculo, vivido en forma de roles sucesivos, hace del espacio de lo auténticamente vivido el lugar de la impotencia objetiva, mientras que simultáneamente la impotencia objetiva, que se debe al condicionamiento de la propiedad privativa, hace del espectáculo el absoluto de la libertad virtual.
Los elementos nacidos de lo vivido sólo son reconocidos en el espectáculo, donde se expresan en forma de estereotipos, aún cuando semejante expresión es desmentida y contestada a cada instante en lo vivido y por lo auténticamente vivido. El retrato-robot de los supervivientes -a quienes Nietzsche llamaba "pequeños" o "últimos hombres"- no puede concebirse más que en la dialéctica de lo posible-imposible comprendida de esta forma:
a) lo posible en el espectáculo (la variedad de roles abstraídos) refuerza lo imposible en lo autenticamente vivido;
b) lo imposible (es decir los límites impuestos a lo realmente vivido por la propiedad privativa) determina el campo de las posibles abstracciones.
La supervivencia se da en dos dimensiones. Contra semejante reducción ¿cuáles son las
fuerzas que pueden poner el acento sobre lo que constituye el problema cotidiano de todos los
seres humanos: la dialéctica de la supervivencia y de la vida? O bien las fuerzas precisas con las
que ha contado la Internacional Situacionista harán posible la superación de estos contrarios y
reunirán el espacio y el tiempo en la construcción de la vida cotidiana, o bien vida y
supervivencia van a esclerotizarse en un antagonismo atenuado hasta la última confusión y la
última pobreza.
27
La realidad vivida es fragmentada y etiquetada espectacularmente en categorías biológicas, sociológicas u otras, que revelan algo comunicable, pero que no comunican más que hechos vaciados de todo su contenido auténticamente vivido. Por ello el poder jerarquizado, que aprisiona a cada uno en el mecanismo objetivo de la apropiación privativa (admisión-exclusión, ver parágrafo 3) es también una dictadura sobre la subjetividad. En tanto que dictador de la subjetividad obliga con limitadas posibilidades de éxito a cada subjetividad individual a objetivizarse, es decir, a convertirse en un objeto que él manipula. Aquí se da una dialéctica extremadamente interesante que convendría analizar más de cerca (cf. la realización objetiva en la subjetividad -que es la del poder- y la realización subjetiva en la objetividad -que entra en la praxis de la construcción de la vida cotidiana y la destrucción del poder-).
Los hechos son privados de contenido en nombre de lo comunicable, de una universalidad abstracta, una armonía pervertida en la que cada uno se realiza en sentido inverso. Con esta perspectiva, la I.S. se sitúa en la línea de contestación que pasa por Sade, Fourier, Lewis Caroll, Lautréamont, el surrealismo y el letrismo -al menos en sus corrientes menos conocidas que fueron las más extremas-.
En un fragmento erigido en totalidad, cada parcela es ella misma totalitaria. El
individualismo ha tratado la sensibilidad, el deseo, la voluntad, el buen gusto, el subconsciente y
todas las categorías del yo como absolutos. La sociología viene hoy a enriquecer las categorías
psicológicas, pero la variedad introducida en los roles no hace más que acentuar todavía más la
monotonía del reflejo de identificación. La libertad del "superviviente" será asumir el
constituyente abstracto al que habrá "elegido" reducirse. Una vez descartada toda realización
real, no queda más que una dramaturgia psicosociológica cuya interioridad sirve de desagüe para
evacuar los despojos con los que estamos revestidos en la exhibición cotidiana. La supervivencia
se convierte en el estadio más acabado de la vida organizada en forma de recuerdo reproducido
mecánicamente.
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Hasta ahora, la aproximación a la totalidad ha estado falsificada. El poder se intercala parasitariamente como una mediación indispensable entre los hombres y la naturaleza. Ahora bien, sólo la praxis funda la relación entre el hombre y la naturaleza. Sólo ella rompe sin cesar la capa de mentira cuya coherencia tratan de expresar el mito y sus sucedáneos. La praxis, incluso cuando se encuentra alienada, es lo que mantiene el contacto con la totalidad. Revelando su carácter fragmentario, la praxis revela al mismo tiempo la totalidad real (la realidad), es la totalidad que se realiza a través de su contrario, el fragmento.
En la perspectiva de la praxis, todo fragmento es totalidad. En la perspectiva del poder, que aliena la praxis, todo fragmento es totalitario. Esto debe bastar para torpedear los esfuerzos que el poder cibernético va a desplegar para englobar la praxis en una mística, aunque no hay que subestimar la importancia de estos esfuerzos.
Todo lo que es praxis entra en nuestro proyecto, y lo hace con su parte de alienación, con las
impurezas del poder. Pero nosotros estamos para filtrarlos. Nosotros sacamos a la luz tanto la
fuerza y la pureza de los gestos de negación como las maniobras de sujección, no con una visión
maniquea, sino haciendo evolucionar con nuestra propia estrategia el combate en el que, por
todas partes y a cada momento, nuestros adversarios buscan el contacto y chocan sin método en
una noche y una incertidumbre sin remedio.
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La vida cotidiana siempre ha sido vaciada en beneficio de la vida aparente, pero la apariencia, en su cohesión mítica, tenía suficiente fuerza para que jamás se hablase de vida cotidiana. La pobreza, el vacío del espectáculo que se transparenta a través de todas las variedades de capitalismo y de todas las variedades burguesas, ha revelado a la vez la existencia de una vida cotidiana (una vida-refugio, pero refugio ¿de qué y contra qué?) y la pobreza de esa vida cotidiana. A medida que la reificación y la burocratización se fortalecen, la debilidad del espectáculo y de la vida cotidiana se hacen más evidentes. El conflicto entre lo humano y lo inhumano ha pasado al plano de lo aparente. Desde el momento en que el marxismo se convierte en una ideología, la lucha que Marx persigue contra la ideología en nombre de la riqueza de la vida se transforma en una antiideología ideológica, un espectáculo del antiespectáculo (así como en la cultura de vanguardia el fracaso del espectáculo antiespectacular consiste en permanecer solamente entre los actores, en que el arte antiartístico no sea hecho ni comprendido más que por artistas. Hay que examinar las relaciones de esta antiideología ideológica con el papel del revolucionario profesional en el leninismo). Así, el maniqueísmo se encontró revivificado por un tiempo. ¿Por qué San Agustín combatió a los maniqueos con tanto rigor? Porque sopesó el peligro de un mito que sólo ofrece una solución, la victoria de lo bueno sobre lo malo. Sabía que semejante imposibilidad corre el riesgo de provocar el desmoronamiento de todas las estructuras míticas y de volver a poner en primer plano la contradicción entre vida mítica y vida auténtica. El cristianismo ofrece la tercera vía, la de la sagrada comunión. Lo que el cristianismo realizó por la fuerza del mito se realiza hoy por la fuerza de las cosas. Ya no hay antagonismo posible entre trabajadores sovietizados y trabajadores capitalizados, ni entre la bomba de los burócratas estalinistas y la de los burócratas no estalinistas; ya no hay más que una unidad en la confusión de los seres reificados.
¿Dónde están los responsables, los hombres que hay que abatir? Es un sistema el que nos domina, una forma abstracta. Los grados de humanidad y no humanidad se miden según variaciones puramente cuantitativas de pasividad. La cualidad es la misma en todas partes: todos estamos proletarizados o en camino de estarlo. ¿Qué hacen los "revolucionarios" tradicionales? Reducen niveles, procuran que ciertos proletarios no lo sean más que otros. ¿Qué partido ha puesto en su programa el fin del proletariado?
La perspectiva de la supervivencia se ha vuelto insoportable. Soportamos el peso de las cosas en el vacío. La reificación es esto: cada ser y cada cosa cayendo a la misma velocidad, cada ser y cada cosa llevando el mismo valor como una tara. El reino de las equivalencias ha realizado el proyecto cristiano, pero lo ha realizado fuera del cristianismo (como suponía Pascal), y sobre todo lo ha realizado sobre el cadáver de Dios, contrariamente a las previsiones pascalianas.
Espectáculo y vida cotidiana coexisten en el reino de las equivalencias. Los seres y las cosas
son intercambiables. El mundo de la reificación es el mundo privado de centro, como las nuevas
ciudades que son su decorado. El presente se esfuma ante la promesa de un futuro perpetuo que
no es más que la extensión mecánica del pasado. La propia temporalidad está privada de centro.
En este universo concentracionario, donde las víctimas y los torturadores llevan la misma
máscara, la única realidad auténtica es la de las torturas. Ninguna nueva ideología puede aliviar
estas torturas, ni la ideología de la totalidad (Logos), ni la del nihilismo, que serán las muletas de
la sociedad cibernética. Ellas condenan todo poder jerarquizado, por muy organizado y
disimulado que esté. El antagonismo que la I.S. va a renovar es el más antiguo de todos, el
antagonismo radical, y por ello vuelve a tomar a su cargo todo lo que los movimientos
insurreccionales o las grandes individualidades han descuidado en el curso de la historia.
30
Habría muchas otras banalidades que reconsiderar y subvertir. Las mejores cosas nunca tienen fin. Antes de releer lo anterior, que un espíritu mediocre puede comprender al tercer intento, no estaría mal consagrar al texto siguiente una atención tanto más concentrada cuanto que estas notas, fragmentarias como las demás, requieren discusión y puesta a punto. Se trata de un problema central: el de la I.S. y el poder revolucionario.
Considerando conjuntamente la crisis de los partidos de masa y la crisis de las "élites", deberá definirse como superación del Comité Central bolchevique (superación del partido de masas) y del proyecto nietzscheano (superación de la Intelligentsia).
a) Cada vez que un poder se ha presentado como dirigente de una voluntad revolucionaria, ha socavado a priori el poder de la revolución. El C.C. bolchevique se definía simultáneamente como concentración y como representación. Concentración de un poder antagonista del poder burgués y representación de la voluntad de las masas. Esta doble característica lo determinaba a no ser pronto más que un poder vacío, un poder de representación vacía y, por consiguiente a reunir en una forma común (la burocracia) el poder burgués, sometido bajo su presión a una evolución similar. Virtualmente, las condiciones del poder concentrado y de la representación de masas existen en la I.S. cuando reclama que está en posesión de lo cualitativo y que sus ideas están en la cabeza de todos. Sin embargo, nosotros rechazamos a la vez la concentración del poder y el derecho de representación, conscientes de que tomamos desde este momento la única actitud pública (pues no podemos evitar darnos a conocer hasta cierto punto de una forma espectacular) que puede darse a quienes descubren en nuestras posiciones teóricas y prácticas el poder revolucionario, el poder sin mediación, el poder que contiene la acción directa de todos. La imagen-piloto sería la de la columna Durruti pasando de pueblo en pueblo, liquidando los elementos burgueses y dejando a los trabajadores la responsabilidad de organizarse.
b) La Intelligentsia es la galería de espejos del poder. Al contestar el poder no ofrece más que identificaciones catárticas a la pasividad de aquellos que en cada acto esbozan una contestación real. El radicalismo -del acto, no de la teoría evidentemente- que se ha podido ver en la declaración de "los 121" ha mostrado sin embargo algunas posibilidades diferentes. Nosotros somos capaces de precipitar esta crisis, pero no podemos hacerlo más que entrando como poder en la Intelligentsia (y contra ella). Esta fase -que debe preceder a la descrita en el punto a) y ser englobada por ella- va a situarnos en la perspectiva del proyecto nietzscheano. Vamos a constituir en efecto un pequeño grupo experimental, casi alquímico, en el que se estimule la realización del hombre total. Semejante empresa no es concebida por Nietzsche más que en el marco de un principio jerárquico. Ahora bien, es en este marco donde nos encontramos de hecho. Será por tanto extremadamente importante que nos presentemos sin la menor ambigüedad (en el grupo parece ahora acabada la purificación del núcleo y la eliminación de los elementos residuales). Nosotros no aceptamos el marco jerárquico en el que nos encontramos situados más que impacientes por exterminar a quienes dominamos, a quienes no tenemos más remedio que dominar sobre la base de nuestros criterios de reconocimiento.
c) En el plano táctico, nuestra comunicación debe ser una irradiación que parta de un centro más o menos oculto. Estableceremos redes no materializadas (relaciones directas, episódicas, contactos no forzados, desarrollo de relaciones vagas de simpatía y comprensión, a la manera de los agitadores rojos antes de la llegada de los ejércitos revolucionarios). Reivindicamos como nuestros, analizándolos, los actos radicales (acciones, escritos, actitudes políticas, obras) y consideramos que nuestros actos y nuestros análisis son reivindicados por la inmensa mayoría.
Así como Dios constituía el punto de referencia de la sociedad unitaria del pasado, nosotros nos preparamos para suministrar a la sociedad unitaria ahora posible su punto de referencia central. Pero no se puede fijar este punto. Representa, contra la confusión siempre repetida que la sociedad cibernética saca del pasado de la inhumanidad, el juego de todos los hombres, "el orden móvil del futuro".
Raoul VANEIGEM