Panegírico

tomo primero (extractos)

Guy Debord

La versión original de este documento fue publicada en francés por Gallimard en 1993. Los extractos recopilados en este documento corresponden a la traducción castellana de Tomás González López y Amador Fernández-Savater: Panegírico, Madrid, Acuarela Libros, 1999, acuarela@get.es

En toda mi vida, no he visto más que tiempos de desorden, desgarros extremos en la sociedad e inmensas destrucciones; yo he participado en esos desórdenes. Tales circunstancias bastarían si duda para impedir que el más transparente de mis actos o de mis juicios obtuviera alguna vez aprobación universal. Pero muchos de ellos, así lo creo yo, pueden haber sido mal comprendidos. [I]

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Mi método será muy sencillo. Hablaré de lo que he amado; y lo demás, bajo esta luz, se mostrará y se hará suficientemente comprensible. [I]

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Nuestras únicas manifestaciones, escasas y breves en los primeros años, querían ser completamente inaceptables; al principio sobre todo por su forma y más tarde, ahondando en sí mismas, sobre todo por su contenido. No fueron aceptadas. "La destrucción fue mi Beatriz", escribía Mallarmé, que fue, él mismo, guía de algunos otros en exploraciones bastante peligrosas. Para quien se dedica únicamente a hacer tales manifestaciones históricas, y rechaza pues el trabajo existente en cualquier sitio, es muy cierto que debe saber vivir a salto de mata. Más adelante trataré esta cuestión de manera más detallada. Limitándome aquí a exponer el asunto en su más amplia generalidad, diré que siempre me he conformado con dar la vaga impresión de que yo poseía grandes cualidades intelectuales, y también artísticas, de las cuales había preferido privar a mi época, que no me parecía merecedora de su empleo. Siempre ha habido personas para lamentar esta negativa mía y, paradójicamente, para ayudarme a mantenerla. Si esto ha salido bien se debe a que nunca he acudido en busca de nadie, a ningún lugar. Mi propio entorno lo han compuesto aquellos que se han acercado por sí mismos, y han sabido hacerse aceptar. Desconozco si algún otro se ha atrevido a comportarse en esta época como yo lo he hecho. También hay que reconocer que la degradación de todas las condiciones existentes surge precisamente en ese mismo momento, como si quisiera dar la razón a mi singular locura. [I]

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En el barrio de perdición al que llegó mi juventud, como para acabar de instruirse, se diría que se habían dado cita los signos precursores de un próximo hundimiento de todo el edificio de la civilización. Allí siempre había personas a las que sólo era posible definir negativamente, por la sencilla razón de que carecían de oficio alguno, no realizaban ningún estudio y no practicaban ningún arte. Eran muchos los que habían participado en las guerras recientes, dentro de alguno de los distintos ejércitos que se habían disputado el continente: el alemán, el francés, el ruso, el ejército de los Estados Unidos, los ejércitos de los dos bandos españoles y muchos otros más. El resto, que eran unos cinco o seis años más jóvenes, había llegado allí directamente, porque había comenzado a disolverse la idea de familia, como todas las otras. Ninguna doctrina recibida moderaba la conducta de nadie; ni tampoco lograba introducir en su existencia un objetivo ilusorio. Diversas prácticas puntuales se hallaban siempre listas para exponer, a la luz de la evidencia, su tranquila defensa. El nihilismo es tajante para moralizar en cuanto le roza la idea de justificarse: uno robaba bancos y se vanagloriaba de no robar a los pobres, y otro nunca había matado a nadie cuando no estaba encolerizado. A pesar de toda esa elocuencia disponible, era gente de lo más imprevisible de un momento para otro, y a veces bastante peligrosa. Es el hecho de haber pasado por un ambiente así lo que, más tarde, me ha permitido decir algunas veces con el mismo orgullo que el demagogo de Los Caballeros de Aristófanes: "¡yo también me he criado en la vía pública!".[II]

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Después de las circunstancias que acabo de evocar, lo que sin duda alguna marcó mi vida entera fue el hábito de beber, que adquirí rápidamente. Los vinos, los licores y las cervezas, los momentos en que unos se imponían a otros o los momentos en que se repetían, fueron trazando el curso principal y los meandros de los días, de las semanas, de los años. Otras dos o tres pasiones, de las que hablaré, han ocupado casi continuamente un amplio espacio de esta vida. Pero beber ha sido la más constante y la más presente. Del escaso número de cosas que me han gustado y he sabido hacer bien, lo que seguramente he sabido hacer mejor es beber. Aunque he leído mucho, he bebido más. He escrito mucho menos que la mayoría de la gente que escribe; pero he bebido mucho más que la mayoría de la gente que bebe. Me puedo contar entre aquellos de los que Baltasar Gracián, pensando en un grupo de escogidos que identificaba sólo con los alemanes -siendo aquí muy injusto en detrimento de los franceses, como creo haber demostrado- podía decir: "Hay algunos que no se han emborrachado más que una sola vez, pero les ha durado toda la vida". [III]

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Ni yo ni la gente que ha bebido conmigo nos hemos sentido avergonzados en ningún momento por nuestros excesos. Al "banquete de la vida", por lo menos ahí buenos convidados, nos habíamos sentado sin pensar un solo instante que todo lo que bebíamos con tanta prodigalidad no les iba a ser ulteriormente repuesto a aquellos que vendrían detrás de nosotros. En lo que alcanza la memoria del borracho, nunca se había imaginado que era posible ver desaparecer del mundo algunas bebidas antes de que lo hiciera el bebedor. [III]

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Chateaubriand señalaba, al fin y al cabo con bastante exactitud: "De los autores franceses modernos de mi edad, soy asimismo el único cuya vida se parece a sus obras". En todo caso, yo desde luego he vivido como he dicho que había que vivir; y esto ha sido quizá aún más raro entre los de mi generación, que han parecido creer todos que debían vivir simplemente siguiendo las instrucciones de quienes detentan la producción económica actual y el poder de comunicación con el que se ha armado. Viví en Italia y en España, principalmente en Florencia y Sevilla -en Babilonia, como decían en el Siglo de Oro-, aunque también en otras ciudades aúun vivas, y hasta en el campo. De esa manera me gané unos cuantos años agradables. Mucho más tarde, cuando la marea de destrucciones, contaminaciones y falsificaciones alcanzó a toda la faz de la tierra y la hubo penetrado casi en toda su profundidad, pude volver a las ruinas que subsisten de París, porque para entonces ya no quedaba nada mejor en ninguna parte. En un mundo unificado, no es posible exiliarse. [IV]

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Tengo una clase de espíritu que de entrada me lleva a asombrarme de ello, pero hay que reconocer que muchas experiencias de la vida no hacen más que corroborar e ilustrar las ideas más convencionales, que ya antes habíamos podido encontrar en numerosos libros, pero sin darles crédito. Evocando lo conocido por uno mismo, no hará falta, por tanto, buscar exhaustivamente aquella observación nunca realizada o la paradoja sorprendente. Así es como debo en verdad señalar, después de otros, que la policía inglesa me ha parecido la más suspicaz y la más educada; la francesa, la más peligrosamente entrenada en la interpretación histórica; la italiana, la más cínica; la belga, la más tosca; y la alemana, la más arrogante; y era la policía española la que todavía se mostraba menos racional y más incapaz. [V]

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Hay que reconocer que los que hemos podido hacer maravillas con la escritura, hemos dado a menudo menores pruebas de maestría en el mando de la guerra. Las penas y los sinsabores son en este terreno sin cuento. El capitán Vauvenargues, en la retirada de Praga, caminaba junto a las tropas lanzadas precipitadamente en la única dirección todavía abierta. "El hambre, el desorden, avanzan sobre sus huellas fugitivas; la noche envuelve sus pasos y la muerte les sigue en silencio... Fuegos encendidos sobre el hielo alumbran sus últimos momentos; la tierra es su temible lecho". A Gondi se le partió el corazón al ver cómo se volvía atrás, en el puente de Antony, el regimiento que acababa de reclutar; al oír nombrar aquella desbandada como la "Primera a los Corintios". Carlos de Orléans se hallaba a la cabeza de aquel infortunado ataque contra Azincourt, que fue acribillado a flechazos en todo su recorrido y finalmente roto, donde se pudo ver cómo "toda esa noble caballería e hidalguía de Francia que, respecto a los ingleses, eran unos diez contra uno, quedaba desarbolada"; tuvo que pasar veinticinco años cautivo en Inglaterra, y a su vuelta le gustaron poco los modales de la nueva generación ("El mundo se ha cansado de mí / y yo igualmente de él"). Y, lamentablemente, Tucídides llegó, con la escuadra que comandaba, unas cuantas horas tarde para impedir la caída de Anfípolis; sólo pudo paliar una de las numerosas consecuencias del desastre lanzado sobre Elión la infantería que llevaba embarcada, que salvó la plaza. Hasta el mismo teniente Von Clausewitz, con aquel hermoso ejército camino de Jena, se hallaba lejos de imaginar lo que allí vería. [VI]

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Aunque yo soy el ejemplo destacado de lo que esta época no quería, saber lo que ha querido no me parece tal vez bastante para dejar constancia de mi excelencia. Dice Swift, con mucha razón, en el primer capítulo de su Historia de los cuatro últimos años del reinado de la reina Ana: "Y no quiero en modo alguno mezclar el panegírico o la sátira con la historia, habida cuenta de que no tengo otra intención que la de informar a la posteridad e instruir a aquellos de mis contemporáneos que se hallen ignorantes o hayan sido inducidos a error. Porque los hechos relatados con exactitud son los que constituyen las mejores alabanzas y los más duraderos reproches". Nadie mejor que Shakespeare ha sabido cómo pasa la vida. Él considera que "nosotros estamos tejidos con la tela de la que están hechos los sueños". Calderón llegaba a la misma conclusión. Estoy al menos seguro de haber conseguido transmitir, con todo lo anterior, unos elementos de juicio suficientes para que se entienda con toda precisión, sin que pueda quedar lugar para ninguna clase de misterio o engaño, todo lo que yo soy. [VII]

 

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