El acontecimiento 11 de Septiembre
Polifemo busca su enemigo
Santiago López Petit
Los análisis de lo ocurrido este 11 de
septiembre del 2001 han perseguido, por lo general, ofrecer una
explicación. Una explicación a lo que todavía nos cuesta
de creer que efectivamente haya pasado. Pero esta explicación o
explicaciones se inscribían dentro de una psicoterapia infantilizante.
En esta medida, el ofrecimiento de explicaciones por parte de intelectuales de
las procedencias más diversas -es curioso ver como en estos casos
aparecen los especialistas más insospechados- tenían la misma
función tranquilizadora que la autocensura en la retransmisión
de las imágenes. No se mostraban los cadáveres, el número
de muertos y desaparecidos no se anunciaba... porque no convenía
desmoralizar. El Gobierno americano sabe muy bien que la guerra de Vietnam se
perdió cuando la continua e imparable llegada de féretros se
hizo insoportable para la opinión pública.
Las explicaciones e imágenes
censuradas debían actuar en este compás de espera entre el
desconcierto absoluto y la decisión. El problema que ha surgido
para el Gobierno americano ha consistido en que la decisión requerida
se le ha desdoblado en una decisión por la que se debía volver
a la normalidad "como si" nada hubiese sucedido (y eso se
contemplaba ya como una victoria) y en una decisión que sólo
podía ser una declaración de guerra.
Las dos decisiones, o más
exactamente, las dos caras de la decisión tenían que mantenerse
unidas. Es lo que no ha ocurrido. Y no ha ocurrido porque el tiempo se ha
convertido en una variable que no se podía controlar. El tiempo
-es decir, el tiempo de la decisión- de pronto ha empezado a
jugar en contra ya que el poder ni sabía ni podía gestionarlo.
El tiempo de la decisión ha paralizado la propia decisión en
tanto que decisión capaz de abrir su propio tiempo.
Por esta razón las dos caras
de la decisión no podían mantenerse unidas. Ambas estaba
socavadas, aunque de distinto modo, por el
acontecimieno 11 de Septiembre, que eran precisamente lo que
querían anular. En definitiva, el acontecimiento 11 de Septiembre
ha interrumpido, como lo hace todo verdadero acontecimiento, las relaciones de
sentido y de poder. Como resultado de ello la decisión del Gobierno
americano ha tardado en venir, incapaz de inscribir otro tiempo, incapaz de
unir las dos caras de la misma haciendo frente a la excepcionalidad.
Un ciudadano de Nueva York
escribió: "Han despertado al gigante dormido" y la
metáfora ha empezado a circular. Conviene precisarla a tenor de lo
dicho hasta ahora. El gigante ciertamente se ha levantado pero resulta que
como Polifemo le han perforado su único ojo. Un Polifemo ciego, que han
herido Ulises y sus amigos, grita buscando a un enemigo que no encuentra. Con
razón los griegos pensaban que Ulises no era un héroe
clásico. Lo veían demasiado sagaz, incluso demasiado tramposo.
Siempre inventando trucos para vencer. Pero la vida es así.
¿Estamos en condiciones de
poder analizar qué supone el acontecimiento 11 de Septiembre?
No, de ninguna manera. Tardaremos años en llegar a comprenderlo, en
empezar a encadenar sus consecuencias. Hay, sin embargo, algo claro de
momento: abordarlo desde la dicotomía terrorismo/víctimas nos
aleja totalmente de su aprehensión. Y es así porque el
acontecimiento 11 de Septiembre no es un acto terrorista. Es un
gesto nihilista que es algo completamente distinto. El gesto
nihilista, a diferencia del acto terrorista, no conlleva ninguna
reivindicación ni en el hecho en sí, ni después. Nadie
lo reclama como propio, nadie se identifica como su ejecutor. Además,
se plantea absolutamente excéntrico respecto a las correlaciones de
fuerzas, sin plegarse a ellas porque sencillamente no las toma en cuenta. El
gesto nihilista no se diferencia del acto terrorista por comportar un
suicidio. Que tenga lugar un suicidio no le es esencial. Esencial sí
es, en cambio, apuntar a lo más alto. Es decir, que su fuerza de
irrupción en tanto que acontecimiento sea tal, que no pueda haber
respuesta posible por parte del poder. O que toda respuesta parezca
ridícula. El acontecimiento 11 de Septiembre entra de pleno en
esta caracterización y no vale la pena perder mucho tiempo para
probarlo.
1) El
acontecimiento 11 de Septiembre ha sido el mayor gesto nihilista de la
historia. Como mayor gesto nihilista de la historia ha demostrado la
más gran verdad del poder: que el poder es una mentira.
Millones y millones de personas han visto en el mismo momento y en directo,
cómo eran atacadas y hundidas las torres gemelas. Con su
derrumbamiento se hacía visible lo que el poder siempre ha ocultado de
sí mismo: que se sustenta sobre nada. Nada quiere decir la pura
amenaza de muerte que no es, precisamente, una mentira. En esta
afirmación no hay ninguna fascinación por el horror ni mucho
menos. Simplemente la constatación fría de un hecho. No se
trata de que se haya demostrado que cualquier territorio puede ser atacado,
incluso el de la mayor potencia. Es mucho más. La dimensió
absoluta del acontecimiento nos deja ante una radical
desfundamentación del orden. Desfundamentación del orden
porque su fundamento, el poder, es nada. El gesto nihilista ha puesto el
poder frente a sí mismo, y como en una lucha de éste con su
sombra, ha sucumbido. Sucumbido porque ha tenido que poner y admitir la
vulneravilidad como una condición esencial. Ya nada volverá a
ser igual. ¿Es de extrañar que este desvelamiento haya
supuesto un verdadero descenso a los infiernos para muchos? El poder se
sustenta impidiendo el conocimiento de los sufrimientos que causa. El
desvelamiento de lo que es el poder no podía sino venir
acompaño de un sufrimiento inmenso.
2) El acontecimiento 11 de
Septiembre no sólo muestra la verdad del poder. Muestra
asímismo la verdad de la resistencia. Este gesto nihilista no es
el nuestro. Pero ¿podía ser otro? La realidad y el capitalismo
forman hoy una inextricable unidad en la que se confunden. Esta identidad,
como sabemos, en el mismo instante estalla en una homonimia. De aquí
que existan, simultáneamente, desde formas feudales de
producción hasta formas postfordistas. Pues bien, la identidad se
realiza como una movilización total de la vida. Un joven
norteamericano escribió una carta a una radio poco después del
atentado en la que resumía perfectamente en qué consiste esta
movilización cuyo resultado es la realidad:
"América no es un edificio o dos... América es una idea.
La idea que puedes ir a un lugar donde puedes ganar tanto como hayas sido
capaz de imaginar, vivir, en gran parte, tal como habías proyectado y
perseguir la felicidad (¡No hay garantía de que lo consigas pero
seguro que puedes intentarlo!)"
Mejor no se puede expresar cómo funciona esta realidad obvia
que se nos cae encima. Mejor no se puede decir cómo cada uno -dentro
de la movilización total de la vida- (re)producimos esta realidad. De
pronto esta rueda ha sido bloqueada. Un grupo extremadamente reducido y con
ínfimos medios lo ha conseguido. Lo ha conseguido porque estaban
dispuestos a morir matando. Ciertamente ésta ha sido una forma
perversa de interrupción. Nos cuesta comprenderla porque morir
matando es un impensado para nosotros. ¿Cómo alguien puede
querer morir matando? ¿Qué extraño gesto nihilista es
éste? Recientemente la policía española encontró
un diario personal que pertenecía a un miembro de un comando
islámico. Las frases que se han publicado hablaban de "todo es
vacío", "odio mi vida" junto con otras de
carácter religios. Los expertos psicólogos, siempre
clarividentes, concluyeron que eran indicaciones claras de que su autor
deseaba autoinmolarse. Vacío, asco, humillación... ¿no
son también los materiales de que está hecha nuestra vida?
Entonces esos fanáticos ¿son tan distintos a nosotros?
Digámoslo de una vez. El acontecimiento 11 de Septiembre es el
triunfo de la desesperanza. Cuando la vida es un infierno -y para
cuántos millones de personas no es así- morir matando es una
salida. En esta medida, aunque sea terrible afirmarlo, es también
nuestro triunfo. Es la crueldad sin fin de los que no tienen nada que
perder.
3) El acontecimiento 11 de
Septiembre constituye el fin de la postmodernidad. La postmodernidad en
la que habitábamos se caracterizaba, especialmente, por la confluencia
entre una estetización extrema de la realidad y una política
de defensa totalmente cínica de los derechos humanos. Los
postmodernos de la indiferencia cool sostenían que habíamos
entrado en la era del simulacro. En ella, habíanse liquidado todos los
referentes, la realidad quedaba suplantada por sus signos. Unos signos que,
finalmente, sólo disimularían justamente que ya no hay nada.
Con este crimen perfecto se abría la puerta a la metamorfosis de todo en
su contrario para sobrevivirse. El poder y la resistencia se
intercambiarían en un proceso sin fin. El gesto nihilista que es el
acontecimiento 11 de Septiembre ha terminado con todas estas
construcciones. El simulacro ha sido por fin destruido. Y lo ha sido con sus
propios medios. Cuando se produjo el atentado de Nueva York la reacción
de los que observaban las torres incendiadas fue de total incredulidad. No
podía ser verdad. Muchos de ellos declararon: "era como en un
videojuego". El paso siguiente en esta desrealización de la
realidad fue declarar la guerra, precisamente, a un enemigo invisible. Hay que
recordar que la televisión mostró, en un momento dado, cuerpos
que se lanzaban al vacío. Este instante terrible que jamás
podremos olvidar fue, en seguida, suprimido y ya no volvió a aparecer.
Como si su eliminación intentase restituir el videojuego, el
simulacro. Pero no podía ser. El proceso de desrealización nos
ha devuelto finalmente la realidad. En otras palabras: el gesto nihilista
vestido de simulacro, el descenso al infierno como viaje en el espacio real
hasta el plano simbólico, ha disuelto el mundo de los simulacros. Con
el fin de la postmodernidad -entendida de esta manera- la historia se ha
puesto en marcha. No hemos sido nosotros quienes lo han hecho. Ni es como nos
gustaría. La pregunta de si podía ser de otro modo está
fuera de lugar cuando la fuerza de irrupción del acontecimiento 11
de Septiembre no admite parangón. La forma islámica
parece tener una relación privilegiada con el gesto nihilista. Por un
lado, gracias a ella es posible superar los propios límites y atacar el
mundo, aunque esto suponga el autosacrificio. Por otro lado, gracias a ella el
enemigo desaparece en un fractal de redes que remiten a otras redes y
así se construye el anonimato.
Si el análisis del
acontecimiento 11 de Septiembre es acertado, indudablemente la
práctica crítica debe reformularse. Pero ¿en qué
sentido? El escenario que se ha abierto es completamente diferente. Intentemos
una aproximación.
En primer lugar, el efecto concreto
que ha tenido el acontecimiento 11 de Septiembre ha sido el
debilitamiento del Estado, de todos los Estados. No se trata de que se
haya herido el orgullo americano como a menudo se dice. Es mucho más.
La desfundamentación del poder, de la que hablábamos
anteriormente, se ha traducido empíricamente en un fracaso absoluto
del Estado. El Estado se ha mostrado incapaz de salvaguardar la vida de
aquellos que son sus súbditos. Este debilitamiento del Estado conlleva
una consecuencia inesperada e importantísima. A partir de ahora toda
acción del Estado podrá interpretarse como una venganza, porque
tendrá necesariamente la forma de una represalia. Que en USA
hayan autorizado a sus servicios secretos todo lo que les había sido
prohibido: secuestros, asesinatos, etc., no hace más que confirmar
este cambio.
En segundo lugar, la
imprevisibilidad en su carácter más absoluto se ha puesto
en el corazón de la realidad. Es una imprevisibilidad que deja
atrás todas las consideraciones que se habían hecho de la
sociedad del riesgo. En la sociedad del riesgo la novedad consistía en
que la lógica de producción de la riqueza ya no era
preponderante en relación a la lógica de producción del
riesgo. Los peligros invisibles se visilizaban cada vez más y, en
última instancia, la sociedad del riesgo se convertía en una
sociedad catastrofista. La seguridad debía neutralizar el miedo. Con el
acontecimiento 11 de Septiembre la imprevisibilidad ya no puede
subsumirse mediante la dicotomía riesgo/peligro. La inseguridad que se
ha producido es un miedo al miedo cuya neutralización sólo
puede venir de la mano de un cambio radical en el propio Estado. Eso es lo que
ha sucedido. Definitivamente hemos pasado del Estado-crisis al Estado-guerra.
Y también, definitivamente, los problemas de legitimación quedan
para las discusiones académicas, o para que la autollamada izquierda se
entretenga hablando de profundizar la democracia. En el Estado-crisis
existía la ilusión de un espacio público protagonizado
por el Sistema de partidos. Por su parte la crisis, en la medida que se
empleaba activamente por el capital, servía como modo de
reducción de complejidad. Así las imprevisibilidades
(antagonismos, conflictos...) eran reducidas a inestabilidades que
podían ser gestionadas, reconducidas al interior de procesos. Siendo
la crisis el proceso más general. El espacio político real
quedaba entonces redefinido. O de otro modo: la práctica crítica
tenía que abrirse un espacio propio entre la marginación
(tribus urbanas, etc.) y el sindicalismo radicalizado. Con el Estado-guerra
esto evidentemente va a cambiar. Ahora es la guerra que actúa
como reductor de complejidad: todo conflicto se resolverá en
términos de amigo/enemigo. No es que desaparezca la política, al
contrario, la política pasa a un primer plano, pero como guerra. Y es
iluso, por tanto, sostener que existe un déficit de política. La
nueva política de la relación, porque se guía
únicamente por el problema de la seguridad, es tarea de policía
y servicios secretos. En el Estado-guerra el secreto se transforma en
atributo de la Institución. No es de extrañar que el
Estado-guerra pueda perfectamente evolucionar hacia un Estado paranoico que
-extrayendo de los signos erráticos emitidos por la realidad un
"todo tiene sentido"- invente enemigos a los cuales atacar.
Sería un error que la práctica crítica cayera en la
trampa que le tiende el Estado-guerra, y que no es otra que militarizarse.
Ciertamente hay que plantear la cuestión de la violencia aunque no de
este modo.
Especialmente, y es lo que faltaba
decir para completar la aproximación a esta nuevo escenario, cuando el
acontecimiento 11 de Septiembre sobredetermina un giro represivo que ya
venía produciéndose. Génova supuso una
intervención directa para detener el crecimiento del movimiento de
resistencia global. Allí se demostró que la gestión del
conflicto entraba en barrena, y que el asesinato cabía en los planes
del poder. Evidentemente, esta estrategia ha ido acompañada de
llamadas a que los pacíficos se separen de los violentos. Sin
profundizar sobre el surgimiento o no de un nuevo ciclo de luchas, no sobre la
composición del movimiento de resistencia global que nos
llevaría demasiado lejos ¿Qué significa decir entonces
que el acontecimiento 11 de Septiembre sobredetermina el giro
represivo? Significa que el Estado-guerra con su lógica de
resolución de conflictos se generaliza. Pero sobredeterminación
del giro represivo no quiere decir simple aumento de la
represión. Por supuesto que habrá más
criminalización, y que la línea de demarcación entre
legalidad e ilegalidad se hará cada vez más rígida. Es un
error, sin embargo, asimilar Estado-guerra con pura represión. El
Estado-guerra comporta un uso militar de la política de la
relación evidentemente, pero no por eso deja de ser una política
de la relación. De aquí que bajo el concepto de
sobredeterminación haya todavía lugar para un ejercicio de la
política. No es una contradicción con lo anterior. La
política efectiva girará totalmente en torno a la seguridad (y a
la guerra que es su correlato) aunque pueda presentarse localmente como un
discurso de la diferencia o de la interculturalidad. Es en estas condiciones
que el espacio para una práctica crítica puede abrirse. En otras
palabras: la dualización polarizadora en amigo/enemigo que la
lógica del Estado-guerra impone, por lo menos en Europa, debe ser
compatible con un discurso de la diferencia. Esta
compatibilización no es fácil ya que se trata de dos
lógicas distintas que apelan a un mismo Otro. Los esfuerzos
titánicos de los gobiernos para separar y no confundir
"islamistas" y "terroristas" serían un buen
ejemplo.
La práctica crítica -que
además se quiere subversiva- debe tener en cuenta todas estas
implicaciones del acontecimiento 11 de Septiembre y saberlas aprovechar.
Una vez más no debe caerse en la tentación del militarismo. Es
empezar perdiendo. Hay que reflexionar una y mil veces sobre qué es un
gesto radical. La okupación, el "dinero gratis" lo
son. ¿Cómo desplegar un gesto (radical) en esta nueva
época? ¿Puede pensarse un gesto nihilista que no conlleve el
lastre del que hemos presenciado: sus muertos y la identidad? Las preguntas son
muchas. Es buena señal. La historia se ha puesto en marcha.
volver a paremos la guerra