¿Hacia
una Economía Feminista de la sospecha?
Amaia Pérez Orozco
Becaria Predoctoral en el Departamento de Economía Aplicada I, Universidad Complutense de Madrid
amaiapo@terra.es
1. Introducción
La teoría feminista experimentó un fuerte impulso a finales de la década de los sesenta con la denominada segunda ola del feminismo. A partir de ese momento, su evolución ha sido constante[1]. El estudio económico se ha visto influenciado por dicha teoría, dando lugar al surgimiento de la llamada economía feminista. Esta corriente puede decirse que nació de una sospecha que Amorós, refiriéndose a otra rama del conocimiento, formula en los siguientes términos:
“Constatar el hecho de que la filosofía la han hecho los hombres y, básicamente, la siguen haciendo es una trivialidad, pero, como ocurre con todas las trivialidades en este terreno, habría que partir de la sospecha de que es significativo.” (Amorós, 1985: 21)
De aquí surgió una inquietud que se ha traducido –y se sigue traduciendo- en una constante revisión de las corrientes de pensamiento mayoritarias, descubriéndose en ellas numerosos sesgos androcéntricos en todos los niveles: descriptivo, explicativo e ideológico. Tras este descubrimiento, se impone la necesidad de rescribir la teoría económica eliminando dichos sesgos e incorporando los avances teóricos feministas. Es esta reformulación de la economía y su nexo con la teoría feminista la que pretende mostrarse en el actual texto. En él, se intenta dar una imagen de cómo la economía feminista va incorporando, con mayor o menor prontitud y acierto, los avances teóricos. El planteamiento mismo del documento parte de la creencia en la interdisciplinariedad y en la necesidad de una base teórica feminista para poder hacer cualquier ejercicio de economía feminista coherente.
El análisis se centra en dos momentos fundamentales. Primeramente, en los desarrollos que tuvieron lugar alrededor de la década de los setenta, cuando comienzan a formarse los conceptos de género y patriarcado, y se plantea el dilema de las relaciones de este sistema patriarcal con el capitalismo. A continuación, se pasa a hablar de propuestas más actuales, elaboradas a medida que se da una crítica de aquellos conceptos iniciales y se formulan nuevas ideas acerca de los sistemas de opresión. El conjunto del análisis gira, por tanto, en torno a un eje crucial –la evolución del concepto de género- a partir del cual se modifican otras teorizaciones feministas las cuales, a su vez, conllevan cambios en la esfera del pensamiento económico (feminista).
2 Primeras Construcciones en torno al
género
La denominada segunda ola del feminismo, comenzada a finales de la década de los sesenta, se toma como referencia de un renovado interés por la opresión de la mujer[2]. Se constata la existencia de un sistema de política sexual en el que las mujeres se encuentran dominadas por los hombres en todos los ámbitos de sus vidas (Millet, 1969). A dicho sistema pasa a denominársele patriarcado[3]. Además, se observa que dicho sistema opera en todas las sociedades conocidas, es por tanto, universal. Simultáneamente, De Beauvoir (1968) realiza una adaptación feminista del recién creado concepto de género para referirse a la asignación cultural de un status político, un papel social y un temperamento psicológico a hombres y mujeres en función de su sexo: “la mujer no nace, se hace”. Los hombres se otorgan a sí mismos las características socialmente más valoradas, por lo que a la mujer se le desprovee de poder. Esta creencia en la existencia de un patriarcado, implementado mediante los géneros –que funcionan a nivel universal- tiene dos consecuencias importantes. Por una parte, si la idea de que los sistemas de conocimiento no son ideológicamente neutrales ya había sido desarrollada por el marxismo para el conflicto de clases, ahora puede extenderse para el conflicto de géneros. Así, se critica la pretendida neutralidad de las ciencias y se comienza a rescribirlas desde un posicionamiento feminista. Por otra parte, en general, se dedica un gran interés académico y político a la idea de la subordinación de la mujer. Se intentan analizar las causas de ésta, así como –entre los círculos próximos al marxismo- sus bases materiales, ya que de ellas se desprende la estrategia de liberación oportuna.
Veamos, a continuación, cómo se tradujo esta teoría en términos de los enfoques económicos. Cómo se incorporó, desde la economía, la idea de la existencia de un sistema patriarcal que dividía a la sociedad en dos grupos enfrentados –hombres y mujeres- y cómo se relacionó este enfrentamiento con el ya teorizado conflicto de clases
3. Enemigo Principal Y Sistemas Duales
En lo que se refiere a las influencias de esta teoría feminista en la economía (feminista), hay que destacar el nacimiento de un debate que durará desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta y cuyo nudo principal es la cuestión de cuál es la relación entre capitalismo y patriarcado, cómo puede abordarse el estudio del conflicto de géneros desde la esfera económica. El interés por encontrar una base material de la opresión de la mujer lleva a una atención primordial al trabajo doméstico. Éste es visto como la (o una) forma crucial de subordinación de la mujer. Es necesario dilucidar quién es su beneficiario último, si el capital, o el hombre. O, en los términos en los que se formula la pregunta tras el artículo de Delphy (1970), dilucidar quién es el enemigo principal. Esto implica resolver el dilema analítico de las relaciones entre ambos sistemas, proponer un marco alternativo de análisis que integre estas nuevas cuestiones. Aparecen dos posturas enfrentadas. La primera de ellas sigue la conocida como lógica del capital, es decir, encuentra el origen de la subordinación de la mujer en el capitalismo, su lucha, por tanto, se subsume en la lucha de clases. Su vertiente económica se agrupa en torno al debate sobre el trabajo doméstico (DTD). Por otra parte, el feminismo radical remarca la independencia (o primacía) del patriarcado con respecto al capitalismo y, por tanto, la independencia de la lucha de las mujeres. Posteriormente, en un intento de cerrar el debate, aparece la (o las) Teoría de los Sistemas Duales (TSD) que consideran a los dos sistemas como semiautónomos. La realidad de la opresión de la mujer, así como su realidad económica, sólo puede explicarse mediante un estudio simultáneo de ambos.
Antes de referirnos brevemente a estas tres corrientes, sus postulados, principales críticas y aportaciones a la economía feminista, hemos de señalar, como puede observarse, que todas ellas parten de postulados marxistas. Las razones son varias. Por un lado, en los comienzos de la segunda ola del feminismo, es desde esta epistemología desde donde se da un mayor desarrollo teórico intentando incorporar la temática de los conflictos de género. Por otro lado, porque, dado que sus raíces marxistas implican un reconocimiento de que no es posible la objetividad de los conocimientos, adoptan un compromiso con la superación de la opresión de la mujer. Hay un desarrollo neoclásico que comenzó por la misma época y que aborda un tema crucial para esas tres corrientes como es el trabajo doméstico es la Nueva Economía de la Familia[4]. Sin embargo, en torno a su orientación feminista, cabe apuntar que “el decir que los ‘nuevos economistas del hogar’ no son feministas en su orientación sería tan atenuado como decir que los tigres de Bengala no son vegetarianos” (Bergmann, 1987:132-33)[5]. Es decir, no hay otras corrientes que presenten intentos de incorporar esa noción clave feminista de la no neutralidad de los conocimientos, ni explícita ni implícitamente[6]. Si el reconocimiento de que no existe ciencia objetiva es crucial para la teoría feminista y pretendemos atender a las conexiones de esta teoría con la economía (feminista), podemos rechazar, de entrada, todo análisis que se presente como objetivo y neutral[7]
Bajo el nombre de DTD englobamos toda una serie de artículos que abordan el tema del trabajo doméstico, desde una impronta marxista, en una doble vertiente: Teórica, porque, creyendo que la opresión femenina tiene una base material –el trabajo doméstico- es necesario discutir su naturaleza conceptual y sus relaciones con el sistema capitalista para aclarar si el beneficiario último de dicho trabajo es el capital o el hombre. Y política, porque de ese conocimiento de la base material de opresión debía derivarse una estrategia de liberación. Iniciado con Benston (1969), tomó verdadero impulso con Dalla Costa (1972) cuyo reivindicación del salario para el ama de casa tuvo grandes repercusiones en el activismo feminista. A partir de ahí, el debate se fue volviendo cada vez más teórico y alejado de las motivaciones feministas. Se estructuró en torno a quienes creían que el trabajo doméstico configuraba un modo de producción aparte (MPD) –fundamental es Harrison (1975)- y quienes lo analizaban dentro del modo de producción capitalista –autor clave, Seccombe (1975). Sin embargo, la conclusión común era que el enemigo principal era el capitalismo[8]. Como ninguna postura resultó satisfactoria, el debate continuó durante un tiempo. Las críticas fundamentales que se han vertido a estos artículos son: su funcionalismo, el reduccionismo y economicismo (Barrett, 1980); la pérdida de atención a los conflictos de género que subyacen[9] y el abuso de las categorías marxistas. Como aportación crucial está la idea de recuperar a la familia como unidad productora (y, por tanto, objeto de estudio económico), lo cual lleva a una nueva valoración del trabajo no remunerado de la mujer. De las mismas críticas se extraen –por parte de autoras/es que intentaron cerrar el debate- otras conclusiones importantes: por una parte, que era necesario el desarrollo de nuevas categorías y conceptos (Benería, 1987); por otra, que la relación con el MPC no era la de ser modo aparte, sino que había sido funcional al mismo, pero no era ésta una característica estructural, sino producto de unas circunstancias históricas concretas (Molyneux, 1979). Vemos aquí ya una idea que desarrollaremos más adelante, la necesidad de contextualizar y de obtener respuestas a preguntas formuladas a situaciones sociales concretas, en lugar de elaborar teorías transhistóricas y transculturales. Además, Molyneux propone un desplazamiento teórico desde el análisis de modos de producción al de formaciones sociales
Por otra pare, defendiendo la lógica del patriarcado, se sitúa el feminismo radical[10]. En su vertiente más económica, hemos de hablar de Delphy[11] (1970). Esta autora considera que una sociedad, en la creación de bienes, utiliza trabajo asalariado y trabajo doméstico. Mientras que el primero se inserta en el modo de producción industrial, en el que se experimenta una explotación capitalista; el segundo se da dentro del modo de producción familiar (MPF), responsable de una explotación patriarcal. Este modo se caracteriza, no por lo en él producido, sino por las relaciones de producción de exclusividad y gratuidad, las cuales generan la mencionada explotación patriarcal y se dan dentro del matrimonio. Las mujeres conforman una clase propia por esas relaciones y se integran en ella de forma universal, específica y primordial. Por tanto, el enemigo principal es el patriarcado[12]. Las críticas fundamentales se dirigen hacia el uso de una versión “algo simplificada y caricaturizada” (Molyneux, 1979:119) del marxismo; la universalidad que pretende incluir a todas las mujeres dentro de las relaciones matrimoniales; y la relación de supuesta autonomía entre el MPC y el MPF (que no coincide con sus conclusiones políticas de que las mujeres, en tanto que tal, deben luchar contra el capitalismo además de contra el patriarcado y con el análisis de la evolución histórica del trabajo doméstico a medida que se transforma el capitalismo). La aportación crucial de este enfoque es la negativa a subordinar las relaciones de género a las de clase. Les conceden un estatuto analítico propio (Delphy) o, incluso, superior (Firestone)[13]. Además, éstas determinan la relación de las mujeres con el sistema económico. En conjunto, no es posible atender igual a las relaciones de mujeres y hombres con el sistema económico y, al mismo tiempo, las relaciones entre estos dos colectivos determinan la actividad económica de cada uno.
3.3 La Teoría de los Sistemas Duales
3.3.1 Ideas principales
Vamos a centrarnos ahora en la corriente que se ha denominado feminismo socialista contemporáneo anglosajón[14]. La mayoría de sus discusiones se dieron a lo largo de la década de los setenta y originaron la ya citada TSD, surgida de ese intento de poner fin al debate sobre el enemigo principal[15]. Parten de la idea de Engels de que el análisis materialista de la producción y reproducción de la vida inmediata refleja un carácter doble: producción de los medios de existencia –al que corresponde el modo de producción, el MPC, la esfera de lo público- y de los seres humanos –modo de reproducción, el patriarcado, esfera privada. Como vemos, esta concepción rechaza tanto la idea de incluir el análisis del trabajo doméstico dentro del MPC, como la de crear analíticamente otro modo de producción apoyándose en las categorías marxistas creadas para el MPC. Estas autoras remarcan que las categorías marxistas son “ciegas al sexo” (Hartmann, 1980), por lo que el análisis marxista no es suficiente. Así nace la idea de la necesidad de una teoría dual. Una teoría dual en una doble acepción. Por una parte, porque, en la realidad, se constata la coexistencia de dos sistemas de organización social –capitalismo y patriarcado- que, juntos, explican la opresión de la mujer. Por otra parte, porque, para aprehenderlos es necesaria una doble metodología; un análisis marxista para comprender el capitalismo y un análisis feminista radical para entender el patriarcado.
Resumamos las ideas generales vertidas por estas autoras. En primer lugar, consideran que capitalismo y patriarcado son dos sistemas diferentes. Ni la división entre géneros proviene del capitalismo ni la de clases es consecuencia de una primaria entre géneros. Existe un sistema de dominación de las mujeres, la opresión femenina tiene carácter sistemático, aunque ocurra generalmente en el terreno de lo privado. En segundo lugar, se reconoce que el patriarcado tiene una base material y ésta es la división sexual del trabajo, la apropiación por parte del hombre de la fuerza de trabajo femenina. Aquí es Mitchell quien discrepa, situando el patriarcado en un nivel meramente ideológico. Como tercer punto, el que capitalismo y patriarcado aparecen unidos en la realidad. No son sistemas paralelos sino que interactúan, a veces, con conflictos; en general, se refuerzan. Aquí las autoras enfatizan el hecho de que el patriarcado provee al capital de una ordenación social de la que éste carece y que, sin embargo, necesita dada su estructura intrínsecamente jerárquica. La cuarta idea es la de la necesidad de superar los esquemas analíticos existentes, tanto los marxistas como los feministas. Ninguno de ellos es de por sí satisfactorio. Hay dos vías cruciales de avance. Primeramente, el imperativo de realizar estudios contextualizados en un momento histórico y lugar concreto. La más clara a este respecto es Eisenstein, quien se propone estudiar el patriarcado capitalita, tal como parece hoy día. De Eisensteisn hay que destacar que, aunque ella reconoce limitar su análisis a estos dos sistemas, afirma la existencia de otros factores claves a la hora de definir el poder, sobretodo, la raza; todos ellos han de tenerse en cuenta para poder construir una teoría que explique la formación social del poder (idea que conecta directamente con los desarrollos posteriores en materia de teoría feminista)[16]. En cambio, Hartmann apunta la necesidad de extraer un análisis específico, sin contextualizar, del patriarcado; teorizar sus rasgos al margen de su plasmación histórica concreta. El resto de autoras no contemplan como viable ni adecuada esta opción. Siguiendo esta propuesto de historización, Hartmann realiza un análisis de cómo fueron los conflictos de intereses entre el capital y los movimientos obreros (masculinos) en los inicios de la industrialización que terminaron por relegar, mayoritariamente, a las mujeres al hogar e instaurando el salario doméstico[17]. Por su parte, Eisenstein realiza una análisis de la situación contemporánea norteamericana donde interpreta la ofensiva de la llamada Nueva Derecha en clave de intereses, al mismo tiempo, patriarcales y capitalistas. En general, se ve cómo, en cada momento del desarrollo histórico, se han enfrentado, colaborado o reforzado los dos sistemas de los que se parte. En segundo lugar, se propone una superación analítica utilizando cierta dualidad teórica: el análisis feminista para lo que se relacione con patriarcado; el marxista para el capitalismo. Esta dualidad es propuesta, aunque en diferentes términos y con distinto alcance, por Hartmann y Mitchell. Por su parte, Eisenstein hace una propuesta de superación, en la medida en que es imposible entender un sistema sin referencia al resto de sistemas de jerarquización social. Esto lo ejemplifica para la clase, que carece de auténtico significado si no se atiende al género y la raza; lo mismo podría decirse al contrario.
3.3.2 Críticas y otras propuestas de avance
Las críticas a estas teorías han estado dirigidas, fundamentalmente, a dos puntos de las mismas. En primer lugar, su comprensión de la opresión femenina, es decir, lo que denominan –aunque no todas- patriarcado. Sitúan a éste de manera muy especial en la familia. Su análisis, en principio, permite adoptar una idea más amplia de lo que es patriarcado, y ellas mismas apuntan, en ocasiones, en esa dirección; pero, finalmente, terminan circunscribiéndolo al ámbito de “lo privado”, del hogar, en definitiva. Situando en su seno la opresión, son incapaces de abordar otro tipo de opresiones (p.e. Young, 1980). Esta circunscripción de la opresión a la familia se relaciona con otros dos puntos. Primero, el no reconocimiento de la otra base material del patriarcado, la apropiación del cuerpo femenino, aunque sí abordan, en parte, el tema de la sexualidad –Mitchell, Eisenstein- pero no desde la visión de que constituye, efectivamente, un realidad material. Por otra parte, se relaciona con la caída –y ésta es la segunda crítica- en el dualismo analítico. Para hablar de patriarcado y capitalismo, pretender analizarlos simultáneamente, pero con métodos diferentes, ambos tienen que ocurrir en esferas diferenciadas; así, el primero, tiene lugar fundamentalmente en la familia y, el segundo, en el ámbito público. Dicho dualismo analítico conlleva dos problemas: si se pretende analizar el patriarcado por separado –como propone Hartmann- no logra superarse la limitación de caer en un análisis ahistórico (Benería, 1987). Si se pretende concretar las relaciones entre dos sistemas semiautónomos, nos encontramos con que “Cuando observamos la realidad concreta respecto a la situación de la mujer, ¿cómo diferenciar lo que es patriarcado de lo que es (en nuestra sociedad) capitalismo?” (Benería, 1987:44). Esta autora señala que resulta extremadamente difícil mantener el dualismo analítico sin caer en reconocer una mayor influencia de un sistema sobre el otro. Así, por ejemplo, Hartmann ha sido acusada de, en última instancia, dar preferencia a la causalidad económica (Scott, 1986).
Se han realizado propuestas de superación desde dos vías. Por una parte, intentando incorporar el área de la reproducción al análisis de la producción (p.e. Benería, 1987). Sin embargo, desde el punto en que estos análisis suelen situar las relaciones de clase en la primera esfera y las de género en la segunda, están cayendo en el mismo tipo de error inicial de restringir la opresión de género a la familia –la esfera reproductiva. Otra propuesta de solución es la de los análisis en términos de relaciones sociales (p.e. Kergoat, 1984), poniendo en duda “la alteridad de los órdenes productivo y reproductivo” (1984:519). Esto permite no deslizarse en los campos teóricos producción / reproducción y, de ahí, a los lugares concretos fábrica / familia, donde se da una división de trabajo entre clases / géneros. Evitar estos deslices introduce una visión dinámica de los sistemas sociales, al evitar visiones deterministas de un sistema sobre otros e introducir la contradicción, el antagonismo, la negación de la existencia de un sistema dominante. Al fin y al cabo, no se diferencia de lo que Eisenstein propone, pero implementado de forma más coherente y superando el análisis de patriarcado – capitalismo, para introducir otra serie de sistemas de ordenación social y visualizar en un solo sistema las relaciones de género junto con otras, mediante las que y a través de las cuales toman formas específicas. Las personas están integradas de forma integral aunque cambiante en la estructura socioeconómica.. Estas ideas están muy relacionadas con la teoría que veremos a continuación, que las refuerza, las expande, las complementa y extrae consecuencias metodológicas claras.
4. Fin De La Concepción Binaria De Los Géneros
Las anteriores concepciones del patriarcado y de los géneros –que subyacían a las teorías económicas expuestas- pretendían que el patriarcado era un fenómeno universal, es decir, que tanto el proceso de construcción de los géneros como los rasgos característicos de cada género en sí eran universales. Estas ideas tenían un fundamento teórico crucial en el sistema sexo/género formulado por Gayle Rubin. En su traducción económica, daban fundamento al intento de crear una teoría explicativa integral de las relaciones del capitalismo –sistema también universal- con el patriarcado; bien entendiendo un sistema como producto del otro, bien viéndolos como autónomos o semiautónomos. Sin embargo, las discusiones entre corrientes o dentro de cada una, apuntan ya rasgos que van contra esa idea de universalidad. Así, tanto en el DTD como en la TSD, se ve la necesidad de contextualizar los análisis, en lugar de dar respuestas válidas para todo tiempo y lugar –teorías puras, descontextualizadas. En la TSD se comienza a pensar en la influencia de otras variables normativas como la “raza” y en la inevitabilidad de introducirlas en el estudio; aunque no se traduce en términos de propuestas analíticas concretas. Ese énfasis en la no universalidad, así como un renovado interés en las concepciones de la objetividad, caracterizan a los desarrollos teóricos posteriores de los conceptos de género, patriarcado y diferencia sexual.
Frente a la estructura dualista del sistema de sexo/género, se levantan fuertes críticas desde, entre otras, las voces de las feministas negras. Se descubre cómo lo que se había presentado como sistema universal sólo explicaba la esfera de la mujer blanca y burguesa. El discurso feminista estaba inmerso en un discurso etnocéntrico y clasista. El género deja de ser visto como una variable monolítica que indica una recodificación cultural de una realidad biológica[18] para entenderse como una marca de posición de subordinación que está cualificada por otras poderosas variables. En palabras de Eagleton: “Nuestro entendimiento mismo de lo que es masculino o femenino varía constantemente a lo largo del tiempo, de las culturas y de los grupos sociales” (1996:158, t.p.). Esta ruptura con una concepción universalista de los géneros va ligada a otros dos puntos. Por una parte, un énfasis en las diferencias entre las mujeres y las personas, en general. El interés por la(s) diferencia(s) proviene de dos cuerpos teóricos distintos: el enfoque de la diversidad de la experiencia y el postmodernismo (Maynard, 1994). Ambos reaccionan contra la corriente de la “política de la experiencia”, de claras raíces epistemológicas marxistas que pretendía contrastar toda teoría sobre la opresión femenina con la realidad vital de las mujeres. A pesar de sus distintas fundamentaciones teóricas, los dos enfoques extraen conclusiones similares: énfasis en la heterogeneidad; desconfianza de los análisis que hacen generalizaciones y desarrollan grandiosos marcos teóricos sobre la naturaleza de la opresión de género; y reto a las polarizaciones fijas (negro vs blanco, masculino vs femenino...). Por otra parte, se realiza una extensión coherente de la idea del poder que ya aparecía en el lema crucial del feminismo de la segunda ola “lo personal es político”. Si también es poder aquel que se encuentra difuso, que se ejerce de forma fragmentada en las relaciones interpersonales, pero emanando de sistemas colectivos de jerarquización social; si el género está determinado por otras variables normativas, entonces “No existe un lugar fuera del poder: todas/os estamos en él, en todo momento, aunque de formas disimétricas, jerárquicas y, a menudo, fatales” (Braidotti, 1998:5, t.p.). Este reconocimiento de la inserción propia en un complejo entramado de relaciones sociales de poder es piedra angular de la “política de la localización” de Rich[19], de la que luego hablaremos con más calma. Y dicho reconocimiento tiene consecuencias cruciales cuando se liga a las reflexiones postestructuralistas sobre las construcciones de los discursos y los conocimientos. Es decir, cuando se profundiza en la idea de que el terreno epistemológico es una esfera de lucha y de confrontación de sistemas sociales de poder. Si bien esta creencia en la no objetividad del conocimiento ya había aparecido en la teoría feminista, en general, y en la economía feminista, en particular, en un primer momento; convertirla ahora -unida a esa constatación de las diferencias entre mujeres- en una autocrítica conlleva consecuencias fundamentales.
Además de esta concepción del género como de una compleja red de relaciones de poder, se sitúa el interés por los procesos en que se construyen las identidades, la concepción del género como un performance, su construcción como un proceso en constante (re)creación. Por tanto, no existe una identidad coherente ni fija, ni de las mujeres como colectivo ni de cada mujer en particular. Los aspectos de nuestra identidad múltiple nunca son igual de importantes en cada una de las situaciones.
En general, por tanto, reflexiones sobre la universalidad de los géneros y la objetividad de las construcciones epistemológicas que pretenden conocerlos. Como una propuesta de avance en ambas direcciones, encontramos los “conocimientos situados complejos” (Haraway, 1995). Éstos están indisolublemente ligados a las propuestas de Rich con su “política de la localización”. Veamos cuáles son sus postulados y algunas derivaciones para la economía feminista.
5. Los Conocimientos Situados Complejos
5.1
Concepto
Dicha forma de conocer la realidad y de construir discursos sobre ella, pretende acabar con las concepciones clásicas de universalidad y objetividad. Aunque la crítica a la objetividad frente a los conflictos de género ya aparece en las primeras construcciones de economía feminista, éstas aún pretendían –al menos, muchas de las autoras en ellas incluidas- ofrecer marcos analíticos que respondieran, de forma universal, a las relaciones entre el patriarcado y capitalismo. Los nuevos postulados teóricos que hemos mencionado, hacen imposible un planteamiento en estos términos. En su lugar, se propone una metodología alternativa que rescriba los significados de objetividad y universalidad.
La idea de conocimientos situados preconiza las perspectivas parciales como una nueva objetividad feminista y como una forma no universalista de entender la realidad. Podemos implementar este concepto a diferentes niveles. En un nivel individual[20], significa localizarse a una misma, situarse en la especificidad de su realidad social, étnica, de clase, económica y sexual (Rich). El objetivo es poder identificar las condiciones materiales que están sobredeterminando la posición de quien habla[21]. Los discursos se construyen en una especificidad histórica, social e institucional y su elaboración implica conflictos y relaciones de poder. Por lo tanto, es necesario identificar cuáles son los que sesgan nuestro discurso, nuestra forma de elaborar conocimientos, para evitar errores como los cometidos con aquellas concepciones primarias de los géneros que, posteriormente, fueron tachadas de clasistas y etnocéntricas. En un nivel colectivo, hay que localizar la posición de las mujeres –o personas- de las que se está hablando, qué posición de poder o de no poder ocupan con respecto a quien habla de ellas (Eagleton, 1996). Es la natural derivación del primer nivel; implica atender no sólo a la posición de poder o no poder en términos absolutos, sino relativos, es decir, con respecto a de quien se habla. Si la posición de quien habla es de poder relativo (con respecto a), existirá un riesgo implícito de calificar al otro colectivo como un “Otro”[22] homogéneo, otorgándole un papel pasivo de objeto de estudio. En otras palabras, se trata del riesgo de apropiarse de la visión de quienes tienen menos poder. En un tercer nivel, un nivel de análisis, los conocimientos situados implican una necesaria contingencia y, por tanto, una renuncia a dar respuestas válidas a través del tiempo y de las culturas. Como lo explica Rich: “ ‘Siempre’ oculta lo que de verdad queremos saber: Cuándo, cómo y bajo qué condiciones ha sido cierta la afirmación” (Rich, en Eagleton, 1996:212). Esta necesidad de situar los análisis en contextos concretos, de hacer análisis –o, incluso, teorías- situados era ya apuntada por algunas teóricas del DTD como Molyneux y de la TSD como Eisenstein o, posteriormente, Kergoat.
Por otra parte, se encuentra la denominación de conocimientos complejos haciendo referencia a dos puntos claves, la complejidad en sí de los análisis y la sensibilidad a las diferencias. Complejidad porque, frente a una ontología patriarcal dualista y jerárquica, se debe oponer una ontología feminista que vea el mundo como un conjunto orgánico en el que todo está conectado con todo (Jaggar, 1983). Esta misma complejidad implica la necesidad de deconstruir los conceptos binarios[23] (los cuales impregnan el conjunto del conocimiento), es decir, aquellos que se han formado en oposición o en negación a sus contrarios. Deconstruirlos significa revertirlos y analizar su creación histórica. Así, conseguiremos observar la interdependencia de conceptos aparentemente dicotómicos; su significado en relación con un cierto momento histórico; y los motivos que han llevado a su misma construcción. A la par, es necesario intentar trabajar con conceptos no binarios que reflejen toda la diversidad de la realidad social y sus interconexiones. Posteriormente veremos ejemplos de la aplicabilidad de esta propuesta en una versión feminista de la economía al analizar los opuestos le económico / lo no económico, actividad / inactividad... Asimismo, podríamos decir que los términos del debate sobre el enemigo principal, por su misma estructura dicotómica, estaban viciados desde un primer momento.
Con respecto a la sensibilidad hacia las diferencias, ésta implica la necesidad de hacer de ellas una parte constructiva de la investigación empírica así como de la acción política. El riesgo es la caída en el relativismo cultural. De ahí que haya, por tanto, “una necesidad de cambiar la atención del análisis de la diferencia en sí a las relaciones sociales que convierten esta diferencia en opresión” (Maynard, 1994:20). Podemos encontrar ciertas similitudes de ésta doble argumentación con la de Kergoat (1974).
5.2
Otras implicaciones
Estas mismas concepciones previamente comentadas tienen otra serie de implicaciones concretas para los análisis; implicaciones que están constantemente apareciendo en la medida en que se intenta hacer realidad esa metodología de los conocimientos situados complejos. Mencionemos algunas de ellas.
Como ya hemos comentado, esta propuesta de conocimiento parte de un rechazo de la “política de la experiencia”, epistemología que propone validar los discursos contrastándolos con la experiencia de la mujer o de las mujeres. Sin embargo, “la experiencia” no existe, pues las experiencias son múltiples. Al mismo tiempo, no existe un acceso directo a la(s) experiencia(s); sino que toda experiencia está mediatizada por nuestra propia localización (Rich) y, en el mundo actual, por la tecnología (Haraway). Más que atender a la vida “real”, más que tomar ésta como un terreno de verificación, es necesario una mayor preocupación por la racionalización de los discursos científicos. Estas ideas son especialmente perturbadoras para el caso de la ciencia económica. ¿Es conveniente un rechazo total del mundo real, de la posibilidad de contraste de los análisis y teorías? Para las autoras defensoras de la teoría del “punto de vista feminista” (p.e. Harding, 1987), la experiencia de las mujeres (ya no más de la mujer) sigue siendo un punto de partida válido, pero no más que eso. Además, hay que atender al hecho de la diversidad de ese punto de partida, reconociendo las relaciones desiguales de poder entre las mujeres. Ese punto de partida debe de ser reescrito, revisado en cada momento. En todo el proceso hay que aplicar las discusiones feministas sobre epistemología, viendo cómo el contexto y nuestra propia localización en el poder estructura e influye en el análisis.
Mohanty (1994) aporta dos ideas importantes. En primer lugar, aplica la política de la localización a la literatura y ciencias occidentales. El feminismo occidental debe reconocer la hegemonía de éstas, por tanto, su hegemonía, en lo que concierne a la producción, publicación, distribución y consumo de información e ideas. “La literatura feminista occidental no puede negarse al reto de situarse a sí misma y examinar su papel en semejante marco económico y político global” (Mohanty, 1994:210). Los riesgos de no hacerlo son, claro está, caer en el etnocentrismo y en la colonización a través del conocimiento de los que hablaremos más adelante. En segundo lugar, aboga por cuidadosos análisis, que aborden contextos locales y que estudien las relaciones políticas (de poder) que se dan en ellos. En dichos contextos debe construirse la categoría mujeres, en vez de crear una categoría que exista previamente a ellos, es decir, que exista previamente a las relaciones sociales en las que se enmarca. Además, los análisis deben reflejar las realidades contradictorias a las que se enfrentan las mujeres, sin pretender coherencia u homogeneidad colectiva o individual.
Para Bhavnani, “la objetividad feminista trata de una localización limitada y de los conocimientos situados, no sobre la trascendencia y la escisión entre sujeto y objeto” (1994:73). Según ella, el concepto de conocimientos parciales se traduce, en términos de metodología de análisis, en tres principios básicos. Por una parte, el principio de reinscripción que implica que, cuando se está analizando la situación de personas en una situación de subordinación estructural, éstas no deben ser representadas de la misma forma en que la están en la sociedad dominante, ya que no sería más que reforzar las inequidades existentes. Fundamentalmente, hay que revertir las ideas de víctimas pasivas o elementos anormales o desviados. Sin embargo, tampoco hay que caer en visiones románticas. El segundo principio, principio de micropolítica, hace referencia a la necesidad de discutir las relaciones de dominación y subordinación que han entrado en juego y se han negociado entre quien investiga y las personas sobre las que se investiga. El tercer y último principio es el de la diferencia, contestando a la pregunta de “¿de qué maneras se han enfrentado los temas de las diferencias en la investigación –diseño, realización, redacción y diseminación?” (1994:76). Éstos serían los puntos claves que lograrían esa objetividad feminista para un trabajo empírico.
La atención a las diferencias implica la no idoneidad de las teorías discutidas al comienzo de este trabajo en tanto en cuanto estructuran la realidad en torno a dos únicos sistemas: capitalismo y patriarcado, por tanto, atienden únicamente a las diferencias de género y clase. Sin embargo, en cada contexto concreto –conocimientos situados - habrá una serie de variables normativas a identificar que organicen la realidad, como pueden ser la “raza”, la nacionalidad, la casta, la orientación sexual, el entorno urbano o rural... Fijémonos en dos de ellas: la dimensión internacional y la dimensión de “raza”.
Como Walby (1990) apunta, el género, la etnicidad o la clase no pueden ser comprendidas si no se atiende a la dimensión internacional, si no se teorizan a una escala global, debido a la profunda interconexión de los sistemas de opresión a través de la acción del capital transnacional. Sin embargo, la atención a dicha dimensión no implica prescindir de los análisis locales, contingentes. Lo que sí implica, entre otras cosas, es ser conscientes de la ya comentada hegemonía del pensamiento occidental. Partiendo de una ampliación del pensamiento de Mohanty, veremos dos ejemplos en los que se desvela ese etnocentrismo y sus consecuencias para casos de estudios económicos.
Mohanty asegura que las mujeres blancas occidentales aún tienen el “poder de nombrar” en un mundo dominado por occidente. Un inadecuado reconocimiento de este hecho suele ir unido a las asunciones etnocéntricas de universalidad. Es decir, a una categoría monolítica del patriarcado válida para todas las culturas que, empleada al hablar de países no occidentales, crea una noción reduccionista de lo que la autora denomina “la diferencia del Tercer Mundo”. Con este concepto se refiere a la creación de una imagen homogénea de “la mujer del Tercer Mundo”, apropiándose así de las complejidades constitutivas que caracterizan sus vidas. Además, dicha imagen se define por los elementos comentados en la anterior mención a esta autora: el estatuto de objeto y el ser sujetos fuera de las relaciones sociales, definidos por su género antes de entrar en las mismas. Este discurso, dada esa hegemonía occidental, se impone a nivel internacional. Se produce entonces un fenómeno de colonización a través del conocimiento. Veamos cómo puede suceder esto en la literatura económica feminista.
Lim (1990) acusa a numerosos estudios que tratan el tema del empleo femenino en las industrias para la exportación de manejar estereotipos sobre las mujeres empleadas nacidos de un etnocentrismo no reconocido. Dicho estereotipo da una imagen muy homogénea de las mujeres empleadas como “mujeres del Tercer Mundo atacadas por la pobreza, sufriendo bajos salarios, condiciones laborales míseras y una explotación despiadada” (1990:101). Este estereotipo no coincide con una realidad mucho más amplia en la, entre las consecuencias de sus empleos, se entremezclan fenómenos liberadores y de explotación, además de variar enormemente en función del contexto concreto. Esta desconexión del estereotipo con la realidad se deriva de diversos problemas metodológicos, además de ese etnocentrismo subyacente: la falta de un enfoque histórico dinámico –léase, no situar correctamente el análisis-; la ausencia de un estándar comparativo o el uso de los estándares occidentales –universalización y etnocentrismo-; y la ausencia de una aproximación multivariante a la causalidad –no complejidad del estudio.
Chant (1997), tras sus estudios sobre familias monomarentales de países periféricos, critica una cierta versión del concepto de feminización de la pobreza que proporciona el doble estereotipo de, por una parte, el aumento de estos hogares como resultado de la pobreza; y, por otra, que este aumento incrementa a su vez la pobreza[24]. Sin embargo, existen diversos argumentos para contrarresta esta visión. La pobreza es algo más amplio que la simple falta de ingresos (concepto androcéntrico de la pobreza). Pero ni siquiera está claro que los hogares liderados por mujeres ganen menos que los encabezados por hombres. Los hogares no son unidades homogéneas, sino escenario de relaciones de poder, sobretodo de género. Por tanto, no es posible dar una imagen general. Podríamos decir, de nuevo, que hacerlo es otra colonización cultural. Sin embargo, la misma Chant recomienda no caer tampoco en el estereotipo contrario. Como vemos, aplicados a casos distintos, tanto las ideas de Lim como las de Chant ejemplifican esas advertencias teóricas que hacía Mohanty.
Otra dimensión fundamental a tener en cuenta en el análisis es la de la “raza”[25]. Integrar en el estudio la “raza” y el género no puede significar referirse a dos sistemas separados de patriarcado y racismo; tampoco existe un marco simple de análisis para entender cómo las dinámicas de género y raciales se interrelacionan. Se pueden repetir en este ámbito los mismos problemas que se han identificado para el caso del capitalismo y el patriarcado. Por el contrario, incluir la esfera racial debe conllevar el destacar las complejidades y variedades de las experiencias y de las formas de opresión; se trata de esa comentada preocupación por las relaciones sociales que hacen de la diferencia una opresión. Esto se deriva de que la “raza” no puede ser simplemente añadida, ya que no conlleva un sencillo aumento de la opresión, sino que cambia su naturaleza misma. Por tanto, es necesario descubrir la forma en que cada subordinación –o, su contraparte, cada dominación- está implicada en y se experimenta a través de la otra. Por todo ello, hay que atender a “los aspectos racializados del género, el género como un concepto con características de clase, los aspectos racializados de la clase, y así constantemente” (Maynard, 1994:21). Por otra parte, se ha de destruir la imagen de la “raza” como una categoría binaria estructurada en torno al ser blanco o negro. Es decir, introducir la diferencia en el seno de cada término y problematizar la categoría blanco, explicitando que también conlleva una posición racial, expropiándola de las cualidades de normalidad y normatividad de las que se había apropiado (como se hizo previamente con las categorías masculinas, del hombre erigido en metonimia de lo humano –Amorós, 1985).
6. Redefiniendo El Objeto De Estudio De La
Economía
6.1
Transformando los conceptos de economía y trabajo
Una de las tareas fundamentales en la metodología de los conocimientos situados complejos, es la de deconstruir los conceptos aparentemente dicotómicos para descubrir su interconexión y las razones por las que han sido así construidos. Claro está, para la economía feminista, es una tarea ineludible llevar a cabo este proceso con el significado mismo de lo que es económico y lo que no. En las teorías discutidas en la primera parte de este texto, podemos decir que este proceso ya comienza. Así, abordan la temática del trabajo doméstico, hasta entonces mantenido fuera del ámbito de estudio económico. Además, se pretende descubrir sus vinculaciones con el capitalismo, introduciendo nociones de interdependencia previamente ocultas en las que profundizan las autoras de la TSD, al no intentar éstas buscar primacía en ningún sistema y proponer incluso la necesidad de crear nuevas categorías analíticas. Sin embargo, los avances no llegan mucho más lejos. Es la economía feminista posterior la que se encarga de ello.
Con respecto al qué se ha entendido por economía y el por qué de las restricciones y negaciones que este concepto implicaba, citemos en primer lugar a Harding:
“(La ciencia social tradicional) se ha preguntado sólo por las cuestiones de la vida social que resultaban problemáticas desde las experiencias sociales que son características para los hombres (blancos, occidentales, burgueses). Inconscientemente ha seguido una “lógica del descubrimiento” que podríamos formular de la siguiente manera: pregunta solamente aquellas cuestiones sobre la naturaleza y la vida social que los hombres (blancos, occidentales, burgueses) quieren que sean respondidas.” (1987: 6, t.,p.)
Y dichas cuestiones de interés para los hombres (blancos, occidentales, burgueses) eran aquellas relacionadas con los mercados, con las actividades monetizadas[26]. Por tanto, se oculta una enorme parte de la actividad de las mujeres, el trabajo no remunerado en sus diversas formas –en el mejor de los casos, se propone para ella un estudio no económico. Esta invisibilización supone una infravaloración ya que lo valorado es lo económico y porque no se reconoce la importancia de la actividad no mercantil para explicar el funcionamiento de los sistemas económico-sociales. Por último, esta concepción de lo económico sitúa el centro de atención en el mercado y los procesos de acumulación capitalistas, desatendiendo los procesos de satisfacción de las necesidades humanas[27]. Revertir estos sesgos son objetivos feministas cruciales que se buscan al reformular las nociones de economía, producción y trabajo. Claro está, no todas las autoras reformulan de igual forma el objeto de estudio; a continuación agruparemos desarrollos diversos que se han ido dando sin que esto signifique la creación de un objeto de análisis alternativo comúnmente aceptado.
En primer lugar, se reconoce que la economía está formada, además de por los sectores monetizados –público y privado- por un sector no monetizado y enmarcada en un sistema ecológico[28] (p.e. Henderson en Pietilä, 1998)[29]. Las interacciones entre las diversas esferas son motivo de debate –y de análisis contingentes-, pero el sólo reconocimiento de su coexistencia supone una complejización básica de la noción de sistema económico y una ruptura con una visión excluyente del mismo. Otro tema de discusión es el de las diferencias entre los sectores monetizados y no monetizados. Para algunas autoras (p.e. Delphy, 1970) la diferencia no es la naturaleza de lo producido en el sector no monetizado, sino las relaciones de gratuidad bajo las que se produce. Para otras (p.e. Carrasco et al., 2001) sí se producen ciertos servicios de naturaleza distinta por el tipo de necesidades –afectivas- que satisfacen.
Una ampliación del concepto de economía implica una simultánea redefinición del concepto de trabajo. Por trabajo, por tanto, entenderemos no sólo trabajo asalariado –empleo- sino también trabajo no remunerado; es decir, “toda actividad humana destinada a producir bienes y servicios para satisfacer necesidades humanas” (Carrasco et al. 2000:5). Claramente, existen actividades donde las fronteras de la definición son difusas; pero, acorde con las mismas autoras: “creemos que es más fértil un concepto con límites ambiguos, pero ajustado a la realidad, que una noción muy precisa del fenómeno, pero poco útil para el análisis” (2000:5). Estamos ante un intento de creación de conocimientos complejos. La necesidad de situar el análisis viene al intentar aplicar estas concepciones más amplias de trabajo, ya que en cada contexto tendrán una importancia distinta y específica los diferentes tipos de trabajos no remunerados[30]: comunitario, agrícola de subsistencia, familiar doméstico... Asimismo, pueden encontrarse trabajos que se sitúen a caballo entre lo remunerado y lo no remunerado, como cierto tipo de “trabajos informales” realizados en el hogar, a veces como extensión de las tareas domésticas.
Estas distintas definiciones de trabajo rompen con los esquemas clásicos de actividad / inactividad, empleo / desempleo. De nuevo, la inactividad se ha definido como negación –de la actividad- ocultando lo variado de las situaciones que en ella se agrupan y creando una idea de no-trabajo, por tanto, de no-valor, que oculta una claro sesgo androcéntrico. Además de homogeneizar y negativizar lo que se sale de lo que se define como normal normativo (la inserción en el mercado laboral) y de crear modelos de personas trabajadoras basados únicamente en las experiencias masculinas, se da una imagen totalmente distorsionada de la realidad económica y laboral de las personas que oculta la esencialidad del trabajo no remunerado para el mantenimiento del funcionamiento del sistema. La distorsión es tal que, desde posiciones no feministas, ha tenido que ser reconocida[31] para poder definir correctamente las políticas de empleo. Tampoco la división empleo / desempleo es clara, existiendo numerosos colectivos que se encuentran en un terreno indefinido, por ejemplo, el colectivo desanimado o el subempleado. Por tanto, los conceptos han de ser amplios, complejos y especificados para situaciones concretas.
El binomio producción / reproducción es uno de los que más está costando redefinir. Clásicamente, partiendo de la distinción de Engels de los sistemas de producción de bienes y seres humanos, se ha identificado la primera con la producción y la segunda con la reproducción[32], definiéndose ambas exclusivamente en referencia al modo de producción capitalista. Producción es sólo la de valores de cambio, reproducción es la de la fuerza de trabajo y las relaciones de producción capitalistas. El trabajo doméstico se ve como funcional para el capitalismo al encargarse de estas dos últimas dimensiones. A parte de las acusaciones a estas ideas de reduccionistas y funcionalistas (por ejemplo, Barrett, 1980), no casan con la redefinición de producción que las feministas han logrado. Dentro de la literatura feminista, no hay consenso sobre qué entender por reproducción. Una posibilidad es considerar la reproducción en un sentido biológico estricto (p.e. Nicholson, 1990). Pero más común es la de hablar de reproducción social en un sentido amplio como “conjunto de procesos que producen y reproducen los bienes de consumo y producen las relaciones sociales, las personas y la fuerza de trabajo” (Carrasco y Mayordomo, 2000:2), intentando, paralelamente, rescatar, el “lado oscuro y oculto del trabajo de las mujeres: el trabajo de reproducción” (Picchio, 1994:453). Se da en algunas de estas teorías una importante confusión teórica. Por un lado, se intenta ampliar la idea de economía y producción para incluir ese trabajo femenino, a la par que se lo denomina trabajo de reproducción. Al mismo tiempo, se habla de reproducción social de la fuerza de trabajo, lo cual es una definición en términos del capitalismo de la misma. A la vez que se habla de poner en el centro del análisis la satisfacción de las necesidades humanas, lo que lleva a una correlacionada ampliación del término reproducción; se habla de poner en el centro el proceso de reproducción de la clase trabajadora, de nuevo restringiendo el término; o se menciona trabajo reproductivo, más que derivado de un determinado concepto, en función de que su objetivo directo sea el bienestar humano. En conjunto, en una misma obra podemos encontrar contradicciones significativas, hasta el punto de que, por ejemplo, Carrasco et al., en sus últimos trabajos, prescinden totalmente de hacer referencia al manido concepto de reproducción.
6.2
Cambios en la unidad de análisis
Otro ejemplo claro de cómo avanzar hacia una forma situada y compleja de análisis, es lo que se refiere a los agentes económicos y las motivaciones que se sitúan tras sus decisiones económicas. El marxismo analiza el funcionamiento económico basándose en la confrontación de clases. Pero el análisis en términos de diferencias impide hablar de estos grupos homogéneos. Son las personas las que conectan los diferentes niveles económicos en una doble dimensión: una activa, es decir, dónde se enmarca su trabajo[33]; y una pasiva, o de dónde proviene la satisfacción, directa o indirecta, de sus necesidades[34]. Al estar esas mismas personas insertas en el complicado entramado de poder donde intersectan muy diversos sistemas normativos –clase, género, “raza”...- del que habla la teoría feminista, todos estos sistemas ordenan, crean y modifican constantemente el sistema económico. Por otra parte, tampoco es posible posicionar a los individuos aislados como unidad básica de análisis –es decir, caer en la lógica de la escuela marginalista y neoclásica-, ya que las decisiones económicas de las personas responden a estrategias globales del grupo doméstico[35]. Por tanto, el grupo doméstico, al ser la “unidad básica de reproducción [...] debe ser la unidad primaria de análisis” (Evers et al., 1984, t.p.). Y es éste quien, en última instancia, debe encajar los cambios en el resto de niveles para seguir asegurando la reproducción; es necesario reconocer “su rol de variable de ajuste en el ciclo económico” (Carrasco y Mayordomo, 2000:7). No reconocerlo, implica que se considera infinita la flexibilidad de la economía del cuidado, de la esfera no remunerada[36]. Pero tampoco puede detenerse aquí el análisis:
“Es importante distinguir entre el hogar como la unidad colectiva y los miembros individuales que son parte de ella. Esto es especialmente relevante si nuestro interés se centra en el análisis y los mecanismos y formas de subordinación / dominación.” (Benería, 1988:383, t.p.)
Y la atención a los miembros individuales supone reconocer las relaciones de poder intrafamiliares, en lugar de caer en la retórica del interés –característica de la economía política clásica y heredada por la neoclásica (Hartmann y Folbre, 1988)- que supone que. en los hogares, se impone el altruismo (conducta que, por otra parte, se considera no económica). En su lugar, son necesarios modelos más complejos –y situados, contextualizados- que combinen relaciones de poder, motivos de afecto y de interés personal etc[37]. (p.e. la idea de “conflicto cooperativo” desarrollada por Sen, 1990).
6.3
Las bases materiales de la opresión
Hagamos referencia a un último aspecto que ilustra cómo la economía feminista –o, cuando menos, determinadas autoras- ha ido incorporando al estudio económico nuevas ideas provenientes de la teoría feminista, haciendo cada vez más complejo tanto el objeto de estudio como la forma de abordarlo. Refirámonos al tema de las bases materiales de opresión de las mujeres. En la etapa anterior, la atención se centraba en la apropiación de la fuerza de trabajo femenina como la base material de opresión fundamental[38]. Además, dicha apropiación se leía en términos de la gratuidad del trabajo doméstico en la familia. La economía feminista posterior ha hecho aportaciones cruciales al ampliar esa idea de apropiación de la fuerza de trabajo, ampliando las formas en que puede producirse, dando con ello una visión más completa y que responde a dinámicas concretas que varían en cada entorno. Así, esa misma apropiación puede verse en fenómenos como la reducción de gastos estatales a cambio de trasladar costes al trabajo gratuito que realizan las mujeres (artículos diversos en Villota, 1999; Villota, 2000) o el incremento de las tasas de ganancia a costa de la feminización del trabajo (p.e. Mies, 1994). Por otra parte, el reconocimiento de la existencia de otra base material de opresión –la apropiación del cuerpo femenino (p.e. Barry, 1994)- ya puede encontrarse en Delphy, no así el análisis de cómo se integra con el sistema económico. La integración entre los procesos de apropiación de los cuerpos de las mujeres y los estudios económicos es dificultosa. Un ejemplo puede verse en Sassen (2000) que habla de formas de extracción de beneficio basadas en esta apropiación de los cuerpos –p.e. tráfico de mujeres, redes de migración para la prostitución...
7. Breves Conclusiones
Con el actual texto, hemos pretendido ofrecer una visión dinámica de las interrelaciones entre las elaboraciones de teoría feminista y las de economía feminista así como dar muestras de la necesidad de una profunda conexión e integración entre ambas. Del inicial “descubrimiento” del patriarcado y los intentos de estudiarlo en conexión con el sistema económico; hemos pasado a visiones más actuales de las relaciones de género, así como de otras relaciones de poder. También estas nuevas ideas tienen su reflejo en los enfoques económicos, que constantemente van complejizándose y enriqueciéndose. Es necesario que la conexión entre ambas esferas de pensamiento feminista se mantenga viva.
Si una sospecha inicial llevó a descubrir el androcentrismo del pensamiento económico, este espíritu de desconfianza no puede desaparecer de la economía feminista. La sospecha debe de seguir viva en múltiples aspectos. Si el hecho de que la economía fuera una ciencia hecha por hombres generaba dudas, éstas no desaparecen porque la corriente a la que nos estamos refiriendo la creen, básicamente, mujeres. Las relaciones de poder entre el colectivo mujeres han de llevar a la auto-sospecha, a esa política de la localización. Sospecha también ante los análisis sencillos que pretenden integrar el género en los ya existentes; o crear toda una serie de nuevos conceptos que se apliquen paralela, que no simultáneamente, a los ya desarrollados para el sector monetizado. Sospecha ante las teorías universales y ante las neutrales. Sospecha de que siempre queda una nueva elaboración teórica a incorporar al estudio económico. Sospecha como mecanismo de auto-evaluación constante y de incorporación de los nuevos desarrollos de teoría feminista. Si nuestra intuición es compleja –como lo es el pretender analizar desde las subjetividades individuales y colectivas hasta las diversas esferas económicas, pasando por los hogares y desentrañando los procesos de reproducción, ejecución y creación de los sistemas de ordenación social a través de las estructuras económicas-, si nuestra intuición es compleja, decíamos, podemos sospechar que vamos por buen camino.
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[1] La teoría y la práctica política feminista han ido estrechamente unidas. Aunque el actual texto sólo preste atención a la primera, esto no debe ser interpretado como una minusvaloración de la segunda, sino como una limitación del documento.
[2] Hablemos deliberadamente en términos de oposición binaria la mujer / el hombre y de colectivos coherentes (reducción del colectivo mujeres a la imagen de “la mujer”) ya que las formulaciones por esta época se realizan en estos mismos.
[3] Concepto previamente utilizado por la antropología para referirse a sociedades con estrictos sistemas de parentesco en los que se unía una jerarquía de los hombres sobre las mujeres y una jerarquía por edades.
[4] Dentro de esta teoría, el autor fundamental es G. Becker y sus obras más relevantes Becker (1965), “A Theory of the Allocation of Time”, The Economic Journal, vol. 75, num. 299; y Becker (1981), A Treatise on the Family.
[5] La cita original es de Bergmann, B. R. (1987), “The Task of a Feminist Economics: A More Equitable Future”, en Farnham, C. (ed.), The Impact of Feminist Research in Academy, Indiana University Press; pero la hemos recogido en Nelson, (2000:42)
[6] Como se verá a continuación, autoras/es en torno al DTD han sido acusadas/os de carecer de dicha sensibilidad feminista. Sin embargo, tanto el comienzo del debate como los intentos de cerrarlo –desde dentro- sí poseen dicha orientación.
[7] Así, al hablar de teoría feminista más actual, no se centrará la atención el las reelaboraciones actuales neoclásicas, por esa pretensión de neutralidad. Nelson, una de sus principales autoras, asegura que “siempre he escrito sobre el enriquecimiento de la corriente principal en economía y no sobre su demolición y siempre he argumentado que todas las cualidades arriba nombradas (lógica, rigor, cuantificación, abstracción, precisión y objetividad) deberían ser reconocidas como entre los ‘legítimos objetivos de la práctica económica’” (1996:124, t.p.).
[8] El trabajo doméstico, aunque pareciera beneficiar al hombre, realmente beneficiaba a la clase capitalista, al reducir el valor de la fuerza de trabajo y proporcionar un ejército industrial de reserva.
[9] Más aún, de ocultación deliberada: “(el marxismo) Para mantenerlo (al movimiento feminista) bajo la hegemonía del movimiento obrero ha intentado mostrar la existencia de una relación esencial entre el problema de la mujer y la opresión de clase, en general, o el modo de producción capitalista, en particular.” (Paramio, 1982:172)[9]. La misma denominación “la cuestión de la mujer” evita un compromiso feminista.
[10] Resulta difícil definir qué se entiende por tal, en parte porque las mismas autoras que se encuadran en esta teoría han dedicado poco tiempo a elaborarla, prefiriendo crearla en la práctica y en los escritos. Podemos apuntar ciertas líneas definitorias: el intento de ir a la raíz de la opresión femenina; ver a las mujeres como una clase social –su opresión por los hombres es la primaria y fundamental-; y partir del lema “lo personal es político” –su opresión se debe a sistemas colectivos de poder.
[11] Hay quienes enmarcan a esta autora dentro del debate sobre el trabajo doméstico (Molyneux, 1979) y quienes, al efectuar un balance del mismo, no la incluyen (p.e. Rubio, 1982). Esto da una idea del terreno resbaladizo en el que se mueve, entre su tema y su método marxista (o pseudomarxista) y su sensibilidad y conclusiones políticas feministas radicales. Por estas últimas, la incluimos aquí dentro del feminismo radical.
[12] Para comprender el patriarcado sería necesaria, según Delphy, otra elaboración teórica que estudiara la apropiación de la fuerza de reproducción de las mujeres). No abordamos este punto porque la misma autora no lo deja pendiente y porque se sitúa fuera de un análisis económico.
[13] No hemos abordado la teoría de Firestone (1971) porque no amplía la vertiente económica, pero hay que decir que dentro del feminismo radical es crucial, al hacer una relectura del marxismo que establece como raíz de todas las opresiones el conflicto de sexos, a partir del cual se explica toda la realidad socioeconómica.
[14] Como su propio nombre indica, se trata de feministas anglosajonas que proceden del entorno socialista (o marxista, ellas mismas se denominan feministas socialistas o marxistas según los casos), al cual estuvieron muy ligadas diferenciándose así de las feministas norteamericanas, más cercanas, bien al feminismo radical, bien al liberal.
[15] Aunque hay muchas más autoras - S. Rowbotham; G. Rubin; C. MacKinnon; B. Ehrenreich; I. Young; M. O’Brien...- este análisis se ha elaborado a partir de obras de tres de ellas que resultaron clave y que, podemos decir, mantuvieron una línea de análisis que fue, progresivamente, elaborándose: Mitchell (1971), Hartmann (1980) y Eisenstein (1979b, 1979c). Hay que señalar que la denominación de teóricas de los sistemas duales no fue adoptada por ellas mismas, sino que se debe a Young (1980), por lo que no queda claro dónde podemos poner la línea divisoria entre la TSD y otro tipo de feminismo marxista.
[16] En este sentido, el trabajo de Eisenstein es un adelanto a toda la teoría que se generará posteriormente –o se estaba comenzando a crear- y mercería una mayor atención de la que, en este documento, podemos otorgarle.
[17] Esta es una idea que ha generado mucha controversia. Entre quienes ven el salario familiar como un logro de la clase obrera, Humphries (1977), “Class Struggle and the Persistence of the Working Class Family”, Cambridge Journal of Economics, 1:1.
[18] La crítica es mucho más amplia y abarca muchos más aspectos de los que, aquí, abordaremos; entre ellos, la posibilidad de diferenciar entre naturaleza y cultura, por tanto, qué es la realidad biológica; los géneros como expresión misma de la epistemología patriarcal etc.
[19] Su artículo clave es “Notes Toward a Politics of Location”, en Blood, Bread, and Poetry.
[20] Hablaremos desde la perspectiva de las mujeres que elaboran teorías (económicas) o estudios (económicos), por tanto, de quienes crean conocimientos y discursos.
[21] Evidentemente, aquí se incluye también la necesidad de clarificar la perspectiva política de la que se parte. Sin embargo, esto ya había sido establecido por desarrollos previos de la teoría feminista y aplicado a la Economía feminista, de ahí su mismo nombre.
[22] “Lo Mismo” y “Lo Otro”, conceptos introducidos por De Beauvoir (1971) para referirse a la construcción binaria de los conceptos de la que hablaremos posteriormente. Mientras que “Lo Mismo” representa lo normal y valorado, “Lo Otro” es lo diferente, en una sistema en el que “la diferencia significa inferioridad” (Braidotti, 1998:8, t.p.).
[23] Con la ciencia moderna se extiende a todo el conocimiento una epistemología dual –organiza la realidad en pares dicotómicos-, jerárquica –en cada par, un miembro tiene el poder-; y con pretensiones de universalidad- el elemento que representa el poder encarna lo normal y normativo. Ver Amorós (1985).
[24] El estereotipo de que los hogares monomarentales son los más pobres argumenta el menor acceso de las mujeres al mercado de trabajo; sus menores salarios; el mayor tiempo dedicado al trabajo no remunerado; y que estos hogares reciben menos apoyo de los gobiernos y de los hombres.
[25] Mientras que el término de “raza” está basado en la biología y la fisonomía, el de etnicidad tiene que ver con el lenguaje, derechos territoriales y la cultura. Sin embargo, el racismo puede utilizar argumentos basados en uno u otro. Omi (en Afshar y Maynard, 1994) propone hablar de ““raza”” como de un “complejo de significación social inestable y descentrado que constantemente está siendo transformado por la lucha política”.
[26] No vamos a entrar a detallar cómo se construyen los conceptos de lo económico, producción, trabajo etc. en cada corriente de pensamiento económico. Baste con decir que todas ellas, pese a breves apuntes que, en ocasiones, apuntan hacia otra dirección –reconocimiento, pero no estudio de los vínculos entre las esferas de (re)producción de bienes y personas en la economía política clásica; tensiones entre las teorías transcultural e histórica de Marx-, van consolidando la idea de lo económico con los valores de cambio, lo intercambiable, hasta llegar a una completa identificación en la escuela marginalista –donde economía es el mundo de lo escaso, lo intercambiable, lo que tiene precio.
[27] Situar a los mercados como prioridad teórica y política está ligado, en última instancia, a una visión patriarcal de la civilización y lo humano como un progresivo desapego de la naturaleza.
[28] La atención no se centra en ese marco ecológico, ya que, al asumir una perspectiva parcial, el centro de interés es recuperar la invisibilizada aportación femenina, lo cual no significa restar importancia a dicho marco.
[29] Esta autora establece una relación de dependencia unidireccional entre economía de los recursos naturales, contra-economía social cooperativa, sector público y privado. Sin negar esta forma de dependencia, un análisis complejo revelaría que existen otras interdependencias e interconexiones no reconocidas por la autora.
[30] Por ejemplo, en los países industrializados, el trabajo doméstico es, de lejos, el trabajo no remunerado más importante; además, actualmente va cobrando cierta relevancia el trabajo voluntario en el denominado tercer sector (para una discusión del término, ver Vega, 2000). Por el contrario, en países periféricos, al trabajo doméstico se une el de subsistencia y un trabajo comunitario con unas características muy distintas a las del nombrado tercer sector. A estas ideas generales, sin mayor validez que la de mostrar divergencias, hay que añadir estudios localizados.
[31] Por ejemplo Freyssinet, J. (1998),
“Definición y medición del desempleo”, en
Gautié, J. y Neffa, J. C., Desempleo y políticas de empleo en
Europa y EEUU, Lumer
Humanitas, Buenos Aires, pp. 21-38.
[32] Edholm et al., citados en Barrett (1980), distinguen tres niveles: primeramente, la reproducción humana o biológica que acabamos de comentar; en segundo lugar, la reproducción de la fuerza de trabajo, donde se incluye el mantenimiento diario y, además, la asignación de unos determinados puestos a unas determinadas personas; por último, la reproducción social, es decir, la reproducción de las condiciones que sostienen un determinado sistema social.
[33] En un juego de presencias y ausencias de una persona en las diversas esferas; presencias y ausencias simultáneas y/o a lo largo de la trayectoria vital. Esta idea parte de la noción de la “doble presencia” (Balbo, 1978), pero va más allá.
[34] Desde esta doble perspectiva de inserción activa y pasiva en el sistema socioeconómico y la libertad para moverse en y a través de las esferas, pueden entenderse estudios del Estado del Bienestar como los de Esping-Andersen que analizan el bienestar en términos de ausencia del mercado laboral sin perder capacidad de satisfacción de las necesidades (desmercantilización). Sin embargo, estudiosas feministas (p.e. Lewis, 2000) critican la falta de un análisis en términos de ausencia de la esfera no remunerada sin perder por eso capacidad social de satisfacer los cuidados de quienes los necesiten (desfamilización).
[35] Hay una interesante discusión sobre la conveniencia de utilizar los términos hogar, familia o parentesco (p.e. Seccombe, 1984), “Marxism, and Demography”, New Left Review, vol. 137, enero–febrero, pp. 22-47.
[36] Como ha ocurrido, por ejemplo, con la implementación de los Programas de Ajuste Estructural en numerosos países (p.e. artículos varios en Villota, 1999)
[37] Por ejemplo, la
idea de conflicto cooperativo desarrollada por Sen, A. (1990), “Gender
and Cooperative Coflicts”, en Tinker, I. (ed.), Persistent
Inequalities: Women and World Development, Oxford University Press, New
York.
[38] Fundamental en diversos sentidos: bien la única –algunas/os autoras/es del DTD y TSD-; bien la que es sensible de un análisis en términos económicos –Delphy.