LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES COMO
CUESTION DE ESTADO.
UNOS APUNTES CRITICOS[1]
La
desnaturalización de la violencia. Un recorrido
En el Estado
español la visibilización
de la violencia contra las mujeres estuvo hasta hace escasos años
protagonizada por el
Movimiento Feminista. Desde los años setenta, los discursos feministas
politizan la experiencia encarnada –el sexo socialmente
construído– y sitúan la cuestión de la libertad
sexual en el centro de una experimentación que recorre aspectos como la
autodeterminación reproductiva, el cuestionamiento de la heteronormatividad,
el desafío a los dictados médicos y religiosos o el rechazo a la
miseria sexual en el matrimonio. Lo privado irrumpe en la vida social
inaugurando una revolución micropolítica, una
insubordinación que se generaliza en su afirmación de una presencia-sujeto
colectiva y de un cuerpo que se desobjetualiza conviertiéndose en
agencia materializada. El derecho al placer aparece desde el principio
vinculado a la denuncia de la violación y del miedo como condicionante
subjetiva de todas las mujeres. «La calle y la noche también son
nuestras».
Poco después, ya en los
ochenta, se cuestiona la privacidad de las relaciones familiares y la bondad de
las mismas. La violencia en los hogares, hasta entonces silenciada en lo
público y regulada en el seno de las familias, se convierte en uno de
los aspectos fundamentales para un movimiento con una fuerte presencia en la
calle. Se señala la complicidad entre el patriarcado –sistema de
poder que ejercen los hombres sobre las mujeres–, el Estado y el
capitalismo, y se insite en el discurso de aquellos años en lo que se
denomina «violencia económica» e «institucional»
(Miranda 2001). La violencia es la expresión de articulaciones complejas
que abarcan desde los aspectos simbólicos –la constante
objetualización e «intercambio» de mujeres–, la
dependencia económica como condición de posibilidad de la
violencia, hasta el belicismo como agresión historicamente legitimada
que tiene un impacto directo sobre las violencias civiles[2].
En definitiva, la violencia contra las mujeres ha de comprenderse en el marco
de las relaciones sexuadas de poder y, más allá de las mismas, en
su articulación con otros órdenes de dominio[3].
Las luchas de los ochenta
obligaron a las instituciones a aceptar ciertos planteamientos
feministas sobre la necesidad de auxiliar a las mujeres víctimas de
violencia. Desde el Estado, se inicia alguna campaña de denuncia, se
crean las unidades especiales de mujeres policías, las comisarías
comienzan a recoger datos estadísticos y se abren las primeras casas de
acogida. A partir de
experiencias como las de las casas de acogida nacidas en el entorno de las
redes de apoyo feministas, la Comisión para la Investigación de
Malos Tratos, los despachos profesionales de abogadas o los incipientes
servicios sociales, las feministas generaron un estado de opinión que
condujo a la reforma, en 1989, de un Código Penal[4]
que continuaba concibiendo los delitos contra la integridad y la libertad
sexual de las mujeres como delitos contra su honestidad y, por consiguiente,
contra la honorabilidad de los hombres y de las familias a su cargo.
Tras el éxito obtenido con la reforma del Código Penal, en la que el título «delitos contra la honestidad» se sustituyó por el de «delitos contra la libertad sexual», se introdujo por primera vez el término «agresión sexual» y en los Artículos 419 y siguientes se reguló la violación, también la anal y la bucal, el protagonismo del Movimiento Feminista en las calles cedió ante una intensa intervención institucional de la mano del PSOE dirigida a supeditar la acción de los grupos de mujeres, fundamentalmente a través del sistema de subvenciones, a la iniciativa estatal, más interesada en la legitimidad política y la gestión de lo social que en la transformación y la activación de los movimientos y de la ciudadanía en su conjunto.
En la década de los
noventa, el Movimiento Feminista desaparece, salvo algunas excepciones, como
enunciador principal de la violencia en la escena pública. Las
instituciones, fundamentalmente los organismos internacionales, y los medios de
comunicación pasan a un primer plano en la conceptualización y el
modo de abordar los malos tratos en la familia, violencia que desde mediados de
los noventa se situará en el centro del debate. La práctica
política hegemónica de los grupos activos más visibles
durante estos años y en adelante es la del lobby o grupo de presión
dirigido sobretodo a propiciar cambios en la legislación. Estos grupos,
muchos de ellos miméticos con respecto a la intervención
institucional, entienden la acción política estrictamente en
relación a la esfera estatal y asistencial perdiendo de vista la
componente crítica y de producción de subjetividad, de
crítica social y de una sociabilidad otra que impulsaran los grupos
feministas en las décadas anteriores.
Durante la década de los noventa, la
creciente legitimación de los organismos internacionales, menos
expuestos a los conflictos situados en el ámbito de los
Estados-nación europeos, se deja sentir de un modo especial en
relación a los núcleos de legitimidad articulados en torno a los
«excluidos». Asistimos en la década de los 90 a una
cristalización de las reivindicaciones feministas en foros
internacionales que ofrecerán recomendaciones a los Estados sobre las
llamadas «cuestiones de género». En 1993, la Conferencia
Mundial de Viena sobre los Derechos Humanos reconoció, en la Declaración
sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, los derechos
específicos de las mujeres como derechos humanos y la responsabilidad de
los Estados en las
violaciones de derechos humanos «de puertas a dentro». Dos años después, la Cuarta
Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la mujer en Beijin establecía una serie de
objetivos estratégicos para prevenir y eliminar la violencia contra las
mujeres. Además de las declaraciones y en línea con éstas,
el Parlamento Europeo formuló la Resolución A4-02250/97, de
Tolerancia Cero ante
la violencia contra las mujeres. En consonancia con ésta última, el Instituto de la Mujer
incluyó la violencia contra las mujeres en el III Plan de Igualdad de
Oportunidades entre Mujeres y Hombres. Tras éste se han aprobado dos
planes específicos –I Plan Integral contra la violencia
doméstica, 1998-2000, y II Plan Integral contra la violencia
doméstica, 2001-2004–. La práctica de estos planes, entre
otras cosas, estimula la transferencia de la gestión y las subvenciones
a distintos organismos no gubernamentales –el célebre
reconocimiento a la iniciativa de los grupos de mujeres, ahora bajo otra
racionalidad– y a empresas de servicios que serán las encargadas
de impartir cursos a funcionarios, gestionar las casas de acogida y elaborar
campañas de sensibilización.
Las áreas de
actuación del I Plan fueron seis: (1) Sensibilización y
prevención, (2) Educación y formación, (3) Recursos
sociales, (4) Sanidad, (5) Legislación e (6) Investigación.
En el área de sensibilización y
prevención, además de instar a los órganos rectores de
medios de comunicación a no reproducir contenidos sexistas o violentos y
promover un premio, el Instituto de la Mujer se ha centrado en la
realización de tres campañas oficiales. La primera, en 1999,
decía «si ocultas la verdad, nadie sabrá que necesitas
ayuda, que no te marque el miedo, marca este teléfono»; la segunda, un año
después, tenía como lema: «La violencia contra las
mujeres nos duele a todas, nos duele a todos. La sociedad condena, la ley también» y, la última, en el 2001, «Si
te quedas sin palabras, te quedarás sin nada. Recupera tu vida.
Habla». Las
imágenes de estas campañas inciden en la centralidad de la
denuncia como momento clave en la interrupción de los malos tratos y
muestran a mujeres golpeadas, llorosas y paralizadas (Marugán y Vega
2002).
Nuevamente y a pesar de la simplificación de
esta aproximación, que además se entiende como salida exclusiva
(Colectivo Abierto de Sociología 1999, pp. 71-72 y Villavicencio 2000),
vemos cómo se va acotando el campo de la violencia y cómo la
mediación estatal se convierte de forma progresiva en el único
ámbito de inteligibilidad en lo tocante a la violencia contra las
mujeres. Con respecto a lo primero, nos gustaría llamar la
atención sobre la segmentación de «la mujer
maltratada» con respecto al resto de las mujeres y de la «violencia
doméstica» en relación al resto de las formas de violencia
–la simbólica, la institucional, la económica, la
bélica, etc.– con las que establece un continuum con distintos
rasgos e intensidades pero con el denominador común de perpetuar la
dominación masculina. Las maltratadas conforman un «perfil»
en el que la clase social y, recientemente, la etnicidad y el lugar de
procedencia aparecen magnificados como parte de una estrategia mediática
que aspira a explotar los aspectos morbosos y estigmatizantes en su particular
batalla por las audiencias. A pesar de la aparición durante el
último año de algunas campañas que introducen a la
sociedad en la lucha contra la violencia, algunas con una clara
orientación hacia la auto-vigilacia ciudadana como la del Ayuntamiento
de Madrid, lo cierto es que se viene primando una concepción centrada en
la relación individualizada de la maltratada vis a vis el Estado
promoviendo la idea de que las instituciones tienen la solución pero que
son las víctimas las que tienen que decidirse[5].
La proliferación de estos mensajes de
sensibilidación se produce, además, en un contexto agravado por
la incertidumbre económica que como sabemos afecta en mayor medida a las
mujeres y por la desestabilización de las identidades masculinas y de
los vínculos socioafectivos tradicionales. En este contexto, los
discursos acerca de la familia y/o el parentesco –sobre el modo en el que
ha de regularse, las formas de «conciliar» lo familiar y lo
laboral, la natalidad y la titularidad o el acceso (de parejas de hecho,
homosexuales, extranjeros, madres solas, etc.) a los derechos
(económicos, de adopción, de nacionalidad, de reproducción
asistida, etc.) que ésta confiere– revisten una importancia cada
vez mayor como fuente de legitimidad. Tal y como lo ha expresado Judith Butler
recientemente,
«Sus regulaciones [las del Estado] no siempre
pretenden ordenar lo existente sino conformar la vida social de acuerdo con
ciertos modos imaginarios. La inconmesurabilidad entre la estipulación
del Estado y la vida social existente significa que este salto debe salvarse
para que el Estado continue ejerciendo su autoridad y ejemplificando el tipo de
coherencia que se espera confiera a los sujetos. Tal y como nos recuerda Rose,
‘el Estado se a vuelto tan ajeno y distante para la gente que se supone
representa que, de acuerdo con Engels, tiene que apoyarse, más y
más desesperadamente, en lo sagrado e inviolable de sus propias
leyes’» (2002, p 15)
La visibilización de la violencia llevada a
cabo por el Movimiento Feminista representa un cuestionamiento serio de la
familia, de la división sexual del trabajo y de la «mística
de la feminidad». La forma de comprensión de este fenómeno
que proponen las instituciones y los medios de comunicación en la
actualidad está encaminada, a nuestro entender, a apaciguar esta
crítica convirtiendo la violencia contra las mujeres en algo
disfuncional y, desde el endurecimiento del Código Penal en el 95 y a lo
largo del último año, en un problema de «seguridad»
que en la campaña electoral de los partidos políticos, tanto del
PP como del PSOE, se agrupa junto a la extranjería, la delincuencia y el
terrorismo. Los discursos de «Tolerancia Cero» son la
expresión popularizada de un giro penal y represivo de inspiración
estadounidense que aspira a traducir los problemas sociales y políticos
a cuestiones de defensa, seguridad, reclusión/expulsión y
castigo. El plan anticriminalidad del gobierno que incorpora medidas para
combatir la violencia doméstica eleva este espíritu a su
máxima expresión[6].
Por otro lado, las campañas a las que hemos aludido anteriormente no aspiran, como sostienen sus impulsores, a «prevenir la violencia». Lo que se está abordando es el maltrato existente y, dentro del mismo, el que reviste un carácter más escandaloso: el físico, puesto que el psicológico y el sexual son prácticamente ignorados. La denuncia, momento primero de mediación instituonal, que en muchos casos se presenta, más bien, como un fin, queda a menudo desatendida y como se ha observado durante los últimos años, las denunciantes se exponen a riesgos mayores ocasionados por la virulencia que desarrollan los agresores al verse cuestionados en lo público[7] y por la falta de sensibilidad de los jueces a la hora de decretar medidas cautelares.
En lo que
respecta a las medidas educativas en el área de educación y
formación, con frecuencia los protocolos y las «buenas
prácticas» señaladas resultan excesivamente abstractas y
ajenas al curriculum; “Los
agentes que deberían liderar el cambio educativo, entre los que cabe
destacar al profesorado, suelen manifestar serias dudas sobre cómo
llevarlo a la práctica” (Díaz-Aguado y Martínez
2002, p. 63). Por otro lado, estas medidas están pensadas
únicamente para la educación reglada y no contempla otros
ámbitos como los programas televisivos, los video juegos o las
actividades de los centros culturales. Sobre el alcance real de la
formación de profesionales (personal sanitario, de servicios sociales, cuerpos y fuerza de
seguridad del Estado, judicatura y ámbito del derecho y profesorado), en la que se ha avanzado en los
últimos años, poco sabemos puesto que no se han puesto en marcha
proyectos de evaluación. En términos generales, la acción
de la sociedad aparece en un plano muy secundario con respecto a la iniciativa
y el nivel de exigencia que se descarga sobre las maltratadas, reproduciendo en
otra clave la responsabilidad de las mujeres, no ya en el orígen de la
violencia y el fracaso de la vida familiar, sino en la detención de la
misma (Marugán y Vega 2001).
La implicación de la sociedad como fuente
de cooperación, de alternativas y de debate se ha convertido en una
coletilla superficial frente al reforzamiento del poder de los distintos
cuerpos de expertos que serán, finalmente, los agentes legitimados a la
hora de opinar, gestionar y resolver los problemas de los sectores
«vulnerables».
Los recursos y servicios sociales son el
ámbito de intervención europea prioritario. La mayoría de las
actuaciones van dirigidas a la violencia doméstica ya cometida, por lo
que los ejes centrales de actuación son la recuperación de las
mujeres; en la mayoría de los casos sólo se aborda la protección,
y la sanción de los maltratadores.
La casa de acogida, dispositivo
central de atención, reproduce a nuestro entender algunos de los
problemas ya estudiados de las instituciones cerradas[8].
El centro integral, enfatizado por grupos como la Federación de Mujeres
Separadas y Divorciadas, solventa algunas de las carencias de la mera acogida y
tiene como objetivo potenciar la autoestima de las mujeres y desarrollar
dinámicas de terapia colectiva con una orientación feminista y
no, como observa Ana Mª Pérez del Campo, liderada por
organizaciones religiosas directamente responsables de la secular
sumisión y resignación femenina cuando no de la
explotación directa de las acogidas[9].
En estos centros, el
ámbito terapéutico y de gestión ha cobrado importancia en
estos últimos años. No obstante, el problema se plantea cuando
las mujeres no quieren o no pueden alejarse de su entorno inmediato para
refugiarse en una de estas instituciones de recuperación, o cuando su
recorrido –en ocasiones contradictorio– les impide acceder a unos
recursos que responden a una concepción de vía única:
denuncia-alejamiento-refugio-tratamiento-salida y después
¿qué? A diferencia de países como Austria, donde
los agresores son inmediatamente expulsados de la vivienda durante la
investigación del caso y donde es el juez el que dictamina quién
empleará el domicilio conyugal, y ante la falta de aplicación de
las medidas cautelares, paradójicamente la seguridad de las mujeres
víctimas de agresiones reduce su libertad en lugar de la de sus
agresores. Este debe ser el único caso en el que el presunto delincuente
no se ve extrañado de su medio mientras que la víctima debe
abandonarlo.
Se podrían diseñar
otro tipo de medidas, muchas de ellas de carácter económico
–salario social, pisos, excedencias, etc.– junto a otras de
carácter terapeutico, hoy por hoy prácticamente inexistentes en
«régimen abierto» y gratuitas. La Proposición de Ley Orgánica Integral
Contra la Violencia de Género, proyecto presentado en la Cámara
baja por el PSOE y realizado con las aportaciones de destacados grupos de
mujeres, adopta este paradigma de atención y no alcanza a imaginar un
horizonte en el que las redes de apoyo cuenten con medios pero no pasen por la
reclusión o la institucionalización.
Las ideas de seguridad y protección, importantes cuando estamos hablando de la vida de las mujeres, prevalecen sobre las de apoyo y cooperación en lo social. Se trata de una descompesanción excesiva que cede todo el protagonismo a los nuevos grupos de expertos que se están formando en este campo y que lejos de estar animados por lo que se ha dado en llamar «perspectiva de género», reproducen algunos de los peores estereotipos –patologización, paternalismo, dependencia, etc.– de la intervención asistencial.
Desde 1998 se han incrementaron las unidades del Servicio de Atención a Mujeres víctimas de violencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado –de 26 a 46 en el 2000–, se han creado servicios específicos dentro de las policías locales, se ha puesto en funcionamiento el Teléfono de Emergencias 24 horas y se lanzan iniciativas nuevas como las pulseras-alarmas o los localizadores GPS que además de avisar a los centros de emergencia gravan la interacción con el agresor[10]. La denuncia se ha convertido en un requisito imprescindible para cualquier paso últerior y el énfasis sobre la protección inmediata entendida bajo el paradigma securitario y penalista, y no como fortalecimiento del posible entorno –familiar, de salud, laboral, vecinal, amostoso, etc.– de apoyo y cuidado con recursos contribuye al régimen de aislamiento que padecen muchas mujeres[11]. No estamos diciendo aquí que los centros integrales no sean útiles y necesarios, estamos pensando en la diversificación de las medidas; al fin y al cabo, no todas las mujeres tienen cabida en ellos, tanto por la limitación de las plazas existentes como por las condiciones exigidas[12].
Las mujeres
inmigrantes sin papeles, sin ir más lejos, no pueden acceder a estos
recursos aunque estén siendo atendidas por muchas personas sensibles que
desobeden diaramente las leyes que impiden a las mujeres huir de situaciones de
violencia. Como ha explicado recientemente Malika Abdelaziz,
«Es imposible por otra parte seguir dando la espalda a la realidad. Existen mujeres inmigrantes indocumentadas y son cada vez más numerosas las víctimas de violencia de género que ven denegado el acceso a los centros de emergencia contra malos tratos, pisos protegidos y residencias, por carecer de permiso de residencia. El dispositivo de acogida y apoyo –tanto el que actualmente se establece como el propuesto por la Ley Integral– debería estar asimilado a los servicios sociales /derechos básicos actualmente accesibles a los extranjeros y extranjeras presentes en el territorio español sea cual sea su situación administrativa.» (http://www.mujeresenred.net/v-inmigrantes-Malika_Abdelaziz.html)
En el contexto
actual no proponer una reforma de la Ley de Extranjería
y del Reglamento, no sólo en lo tocante al acceso a recursos sino en
relación a la renovación de la residencia o al permiso de trabajo
resulta absolutamente inmoral.
Con respecto a la «recuperación» del maltratador[13]
existe una polémica sobre su utilidad y sobre su rango con respecto a
las medidas y recursos destinados a las mujeres maltratadas. En este tema
existe una corriente, hoy minoritaria, que se plantea la utilidad constata las
limitaciones del Código Penal como instrumento para abordar la violencia
como problema estructural y no individualizado (Ortubai 2001, pp. 304-305).
Quienes están en contra de esta vía argumentan que diseñar
terapias o tratamientos para los agresores podría contribuir a fijar
aún más la imagen de «loco o enfermo» de los
maltradores y a vanalizar esta clase de violencia. Se trata, indudablemente, de
una cuestión sobre la que tenemos que seguir pensando y evaluando lo que
se está haciendo aquí y en otros países.
En lo que se refiere a la gestión, nos hallamos ante un caso ejemplar de lo que en otro trabajo, y siguiendo a otros autores, hemos caracterizado como gestión de la emergencia y gobierno a distancia (Marugán y Vega 2002). El tratamiento de la violencia en el Estado Español ha entrado de lleno en un periodo en el que la privatización, la minimización y la externalización de las políticas sociales son el paradigma dominante en el marco de los cambios del Estado-nación y la ofensiva neoliberal.
De acuerdo con
esta nueva racionalidad, el Estado «está obligado a economizar su
propio ejercicio de poder» acudiendo a la movilización permanente
de su conocimiento sobre los individuos; «la regulación
será en gran medida obra de agentes no estatales» (de Marinis 1999,
pp.77-78). El
nuevo gobierno se sirve de técnicas que crean una aparente distancia
entre las decisiones de las instituciones políticas formales y otros
actores sociales más autónomos que, como las asociaciones de
mujeres, vienen encargándose desde mediados de los 80 de la asistencia a
las mujeres, animadas por la idea de que lo les sucede a éstas es un
grado específico de lo que de uno u otro modo sucede a la
mayoría. Estas asociaciones, creadas al calor de la militancia
feminista, se están enfrentando a un choque de racionalidades que ha
sustituido la motivación política de partida por una
lógica dominada por las subvenciones y los súbitos virages en la
orientación administrativa. Apoyándose en este impulso de autonomía
civil, el Estado externaliza y precariza gran parte de la atención
generando un vínculo más cómodo y ágil que
descansa, además de en las asociaciones, en un sin número de
empresas subcontratadas que van rotando el tipo de servicios ofertados; hoy
mujeres golpeadas, mañana ancianas y pasado jóvenes consumidores
de alcohol. El compromiso, la empatía, la creatividad y la
responsabilidad de las trabajadoras de estos centros, pisos tutelados,
teléfonos de atención, etc. hará el resto.
El caso de las
teleoperadoras, contratadas por un entramado de empresas en red ligadas a los
grandes operadores de las telecomunicaciones, que cuentan con poco más
que un contrato de alquiler en un edificio anónimo y una línea
telefónica resulta paradigmático. El teléfono de
atención del que tanto se jacta la administración no es sino un
conjunto de trabajadoras precarias en turnos maratonianos con un listado de
teléfonos que no han recibido ningún tipo de formación,
sensibilización o como se quiera llamar para atender a llamadas de
mujeres que acaban de sufrir una violanción o ser golpeadas por sus
esposos. Estas trabajadoras en constante rotación, en su mayoría
sensibles por propia iniciativa al sufrimiento de otra mujer que evidentemente
no se limita a pedirles un número de teléfono, son las que
están dando curso a un servicio que debería gestionarse con unas
condiciones y una preparación o disposición consciente y
preparada.
El ámbito más
importante en los discursos actuales sobre la violencia contra las mujeres es,
sin lugar a dudas, el de la intervención jurídica. Las
modificaciones legislativas de los últimos años han dado cuenta
del recorrido desde la invisibilidad y la negación de las mujeres como
sujetos de derecho hacia una mayor consideración en lo público
con el que iniciabamos el presente artículo. El avance en este campo ha
sido notable y se ha centrado en gran medida en el ámbito penal. Tal y
como subraya Zabala refiriéndose a los ochenta, «el Código
Penal sólo está pensado para delincuentes que tienen culpabilidad
subjetiva (...) No está pensado para esos ‘hombres normales’
que, teniendo una convicción cívica estupenda, cada día
muelen a palos a sus mujeres en sus felices hogares» (2001, p. 445).
No sólo era necesario
tipificar como delito las agresiones a las mujeres, sino que había que
modificar el tipo de penas impuestas, entre las que se situaba el arresto
domiciliario. Desde las movilizaciones feministas que impulsaron la reforma de
1989, se han incrementado las actuaciones, reclamaciones e informes sobre la
violencia contra las mujeres que giran en torno al Código Penal y la Ley
de Enjuiciamiento Criminal como textos susceptibles de reforma. Esta andadura
ha producido cambios sustanciales como el reconocimiento de un delito
específico de «malos tratos físicos domésticos habituales»,
la definición de habitualidad, la conyugalidad o relación de
pareja como agravante, la sanción del maltrato psíquico en el que
el bien a proteger es la integridad moral, las medidas de alejamiento
cautelares o como penas accesorias (bajo criterio judicial) o la
perseguibilidad de oficio (Sanchez Vidanes y Carrasco Serrano 2001). Este
avance ha forzado el aparato jurídico, introduciendo nuevos valores y
tomando en cuenta la singularidad de los sujetos-ciudadanos.
Lo cierto es que en muchos casos
se ha entendido que el carácter de protección de los bienes
jurídicos de la legislación penal, con su sistema de sanciones y
su supuesto objetivo de reinserción social es, en realidad, un
instrumento preventivo o incluso de erradicación de la violencia.
«De
manera perversa la ley penal se utiliza como medio de dirección social,
instrumento de pedagogía social para ‘sensibilizar a la
gente’ ante problemas como los del medio ecológico o la
marginación de la mujer. Bajo esta coartada, el derecho penal deja de
ser una última razón, y se recurre a él como medio normal
de composición del conflicto. Así se crean en la opinión
pública unas expectativas respecto al derecho penal, como
vehículo de solución de realidades conflictivas, que nunca
podrá cubrir. Cuando se constata el fracaso, inevitablemente se fuerza
la herramienta penal.» (Sáez 1995, p.
7)
Tal y como observan algunas profesionales del derecho,
el endurecimiento de las penas como parte de la reforma del CP en 1995 no tiene
prácticamente transcendencia en el número de agresiones
(Sánchez y Carrasco 2001). El sistema penal es, además, un
instrumento violento y represivo cuyas graves e irreversibles consecuencias,
por ejemplo para las mujeres y sus hijas e hijos que tienen que atravesarlo,
aconsejan utilizarlo como último remedio (Pineda, Ortubai y Caro 2001).
Sin embargo, tal y como explican estas autoras, esta idea, hasta hace dos
décadas incuestionable para los grupos progresistas de izquierda, se ha
ido modificando a lo largo de la última década. La relegitimización
del sistema penal como «instrumento de liberación de los coletivos
más desfavorecidos» es un rasgo de algunos discursos feministas
que curiosamente se aproximan a los mensajes políticos conservadores
sobre el aumento de la criminalidad. Por ello, frente a esta tendencia, la
medida de privación del derecho a residir en determinados lugares o a
acudir a ellos o la prohibición de aproximarse a la víctima o a
sus familiares es una de las medidas de mayor calado. Así, desde estas
posiciones, se hace hincapié en todas aquellas propuestas dirigidas
hacia la prevención y a la reparación material y moral de las
mujeres víctimas de violencia.
El problema con la medida de alejamiento,
así como con otras[14],
sigue siendo según la Federación de Mujeres Separadas y
Divorciadas la falta de aplicación de la misma. Tal y como observan las
abogadas, el alejamiento queda a discrecionalidad de los jueces y esto impide
una intervención adecuada en la protección de las mujeres. A esto
se suma la consideración de la mayor parte de las agresiones como faltas
y no como delitos, hecho que entre otras cosas no permite –en
general– la adopción de medidas cautelares, no genera antecedentes
y no da derecho a las mujeres a recibir asistencia jurídica gratuita.
Además de las posibles modificaciones y
mejoras de la legislación para proteger a las mujeres, una de las
reformas más importantes ha sido la concepción del maltrato como
delito semipúblico. «Este calificativo tan clarificador permite
contraponer ‘el principio de deseo’ –que la violencia
familiar deje de ser un problema oculto– con ‘el de realidad’
–que la gente no se quiere implicar en éste problema–»
(Colectivo Abierto de Sociología 1999, p. 52). La ambigüedad de
este «semi» tiene la ventaja de haber roto la concepción
ilustrada de la división sexuada de los ámbitos[15]
y otorgado reconocimiento al hecho de que no existe un «bien
común», producto de un supuesto acuerdo social, que coincida
necesariamente con los intereses de todos los ciudadanos. Aunque el delito se
cometa en el hogar, ámbito privado por excelencia y por parte del
esposo, compañero o «ex», el Ministerio Fiscal tiene la
obligación de perseguir de oficio los delitos y faltas por malos tratos
aunque se haya retirado la denuncia.
«Patrimonios sociales»
Resulta significativo que frente a la
proliferación de las medidas y posibles reformas penales, los recursos
de carácter económico sean los grandes ausentes en el debate,
siendo la autonomía económica un factor tan importante a la hora
de posibilitar una ruptura con los agresores y afirmar la independencia
respecto a los mismos.
En primer lugar habría que decir que la
casa de acogida, incluso el centro integral, constituye una solución
inmediata enormemente limitada en el tiempo. Apenas se han desarrollado
alternativas para el «después de», por no hablar de las que
tendría que ponerse en marcha para aquellas mujeres que prefirieran optar
por otro tipo de soluciones a las que les ofrece el proceso judicial, tal y
como está estipulado, y la acogida.
Se nos vende como medida específica contra
la violencia el salario de integración, una ayuda miserable para todas las mujeres sin recursos, entre ellas,
las que sufren malos tratos. Los contratos en formación para mujeres
víctimas de violencia son una burla al empleo y un modo
«políticamente correcto» de engrosar la fuerza de trabajo
femenina, ya de por sí barata y temporal. Esto tuvimos ocasión de
verlo reflejado en el célebre «Decretazo» que
desencadenó la Huelga General del pasado 20J. Entre las medidas finales
del gobierno aparecían las ayudas a las mujeres maltratadas, medidas que
fueron esgrimidas en distintas ocasiones para justificar la idoneidad de dicha
reforma laboral.
En cuanto a los incentivos a las empresas por
contratar a mujeres maltratadas, indudablemente se trata de una medida
útil que desgraciadamente responde más a los intereses de las
empresas que a los de las propias contratadas.
Por último, existe el subsidio de
desempleo, al que pueden acceder las empleadas víctimas de la violencia
que demuestren haber cumplido con la obligación jurídica
pertienente. Y para de contar. Es decir, que las que son amas de casa, estudiantes
con trabajos precarios sumergidos, jóvenes que no han encontrado su
primer empleo y desempleadas, entre otras, no pueden recurrir a ningún
tipo de ayuda viable. Esto sí que constituye un paquete de medidas
disuasorio.
En el contexto actual, la cuestión de la
vivienda es muy importante y la preferencia de las víctimas de violencia
a la hora de acceder a pisos de protección oficial resulta insuficiente.
Lo que está ocurriendo en algunos casos es que los procesos de divorcio
de aquellos matrimonios con piso se saldan con la adquisición de los
mismos por parte del hombre ante la falta de empleo o de empleo
«típico» por parte de las mujeres; desde ese momento,
éstas pasan a ser solventes, aunque estén desempleadas, y por lo
tanto no pueden acceder a los pisos de protección.
La propuesta de Ley Integral, que repara en todo
tipo de reformas legislativas (a excepción de la Ley de
Extranjería ya señalada), introduce únicamente dos medidas
novedosas en este campo: que el Estado se convierta en responsable civil
subsidiario anticipando las pensiones alimenticias de aquellas mujeres con
hijas e hijos a su cargo y las «ayudas a víctimas de delitos
violentos y contra la libertad sexual» justificados judicialmente. Estas
ayudas están destinadas a las mujeres que carecen de renta y consisten
en el 75% del salario mínimo interprofesional excluida la parte
proporcional de las dos pagas, es decir, unas 55.00
pesetas durante 6 meses o 18 para las que tienen responsabilidades familiares;
nada de contratos y nada de paro de por medio. Esto no es fomentar la
independencia económica y, por lo tanto, posibilitar la ruptura de
relaciones violentas sino fomentar la precariedad y la resignación.
La propuesta habla también de
extinción del contrato con derecho a paro y derecho preferente a la
movilidad geográfica cuando la empresa cuente con una plaza vacante.
Medidas que tal y como está la política de contratación
actual resultan un tanto irrealizables.
…una cuestión de Estado
A partir de la revisión de las actuaciones efectuadas en el marco del I Plan Integral contra la Violencia Doméstica podemos realizar algunas consideraciones. La primera es de carácter pragmático y tiene que ver con las posibles salidas que tienen hoy en día las mujeres que están siendo agredidas. Los recursos y servicios que se ofrecen tienen el efecto de homogeneizar o excluir a las destinatarias proporcionando pocas alternativas a las que no responden al «perfil» tipo de la asistida, tal y como ha sido definido por las instituciones. Pero además, se ha invertido tanto en publicitar los nuevos servicios que se han puesto en marcha –algunos tan frágiles como la línea 900 del Instituto de la Mujer a la hemos aludido anteriormente– que se ha generalizado la idea de que el Estado está, de hecho, desarrollando actuaciones eficaces y que son las mujeres, en último término, las que no dan el paso y acuden a realizar la denuncia correspondiente para ponerse en manos de los expertos. Si hasta hace escasos años se depositaba en las mujeres a título individual la causa de la violencia –«algo habrá hecho»–, ahora se nos devuelve la responsabilidad por «no dar los pasos necesarios para salir del infierno doméstico».
La visión hegemónica que se propicia desde las instituciones y los medios de comunicación responde a una concepción médica –ahora como asistida– de la violencia. La idea es clara: en esta sociedad democrática existen aún algunos hombres anclados en un pasado de dominio patriarcal que no se adaptan a los cambios que las mujeres han experimentado, y es por ello que un Estado que se precie de moderno y europeo debe intervenir. Algunas feministas se suman a este relato sobre el progreso y el avance ininterrumpido de las mujeres en las llamadas sociedades democráticas sin advertir las constantes recodificaciones y modulaciones de lo que Matas y Alberdi (2002) denominan el «código patriarcal». Las condenas de la violencia como «lacra», «residuo» o «drama» intensifican esta idea de la sociedad sana que combate un virus resistente pero controlado. El problema tiene dos vertientes, la de unos hombres que no sólo usan sino que abusa de su poder empleando métodos expeditivos y la de las víctimas, patologizadas y semi-irracionales en virtud de su aceptación continuada de la violencia. Como señalabamos más arriba, la segmentación de los maltratadores y las maltratadas con respecto al resto de la población contribuye a generar un clima en el que la violencia se convierte en un hecho disfuncional que genera un sentimiento de inseguridad difusa que adecuadamente amalgamado reproduce una sociedad paranoica y punitiva atomizada en torno a la totalización del terrorismo.
Los medios de comunicación y los discursos intitucionales repiten macabras conductas de vejaciones y asesinatos. En los informativos emitidos por los distintos canales televisivos durante el pasado 25 de noviembre, las acciones de los grupos de mujeres eran reducidas a la mínima expresión frente a la profusión de relatos morbosos sobre torturas, asesinatos y suicidios. La excesiva focalización de la violencia más brutal y accidental imposibilita visibilizar las relaciones cambiantes de poder en el conjunto de la sociedad y la violencia simbólica –la que organiza y jerarquiza las construcciones de la masculinidad y la feminidad–, sobre la que en buena medida descansa la violencia física que tanto interés despierta entre los mercaderes de imágenes. Pensamos que este tratamiento no favorece una visión global de la violencia; de hecho, se pueden hacer todo tipo de alegatos contra la violencia doméstica, tal y como el PP hace constantemente, y acto seguido proponer medidas familistas tradicionales sin que ésto represente conflicto alguno.
En este contexto, creemos que es necesario
repensar desde el feminismo la cuestión de la violencia al calor del
papel cambiante de las agencias del Estado y los organismos transnacionales,
los medios de comunicación y los poderes económicos. Frente a
quienes piensan que la violencia es una rémora del pasado, los
últimos aletazos de un orden que se resiste ante el irresistible
protagonismo de las mujeres, consideramos que si bien sí se ha hecho
efectivo dicho desplazamiento de los aspectos más autoritarios de este
orden, el patriarcado está rearticulando su coherencia interna, su
impulso naturalizador, en un periodo de crisis del vínculo familiar
tradicional, de hibridaciones múltiples e inestabilidades materiales.
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[1] Nos gustaría dar las gracias a Ana Mª Perez del Campo, presidenta de la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, por compartir con nosotras sus reflexiones al hilo de los últimos acontecimientos y a Mª Miranda por participar de un diálogo continuo del que forma parte el presente artículo. Otros artículos en: www.cholonautas.edu.pe/genero.htm y en www.la-morada.com
[2] Nancy Hartsock observa: «El poder del método que desarrollaron las feministas surge del hecho de que permite a las mujeres relacionar su vida cotidiana con un análisis de las instituciones sociales que las moldean. Las instituciones del capitalismo (incluido su aspecto imperialista), del patriarcado y de la supremacía blanca dejaron de ser abstracciones para convertirse en aspectos vividos y reales de la experiencia y la actividad diarias; podemos ver las interrelaciones concretas que se dan entre ellos» (1980 [1978], p. 65)
[3] Desde mediados de los sesenta, se produce un intenso debate sobre la interralación entre los sistemas de opresión. Así, mientras para las feministas radicales –por ejemplo, la teoría de los sistemas duales– el patriarcado es relativamente independiente del capitalismo, para las distintas corrientes marxistas, que en muchos casos trasladaron sin más los análisis que el marxismo había elaborado sobre la sociedad de clases al campo de la opresión femenina, se trata de dos (o más) sistemas entre los que se establece una complicidad histórica. Otro tanto sucede con la opresión racial. Hartmann, por ejemplo, sostendrá que el capitalismo en alianza con los hombres subordinados por la clase tiene interés en explotar a las mujeres como fuerza laboral lo más barata posible; de esta unión saldrán beneficiados tanto los hombres como el sistema económico en su conjunto. Existen distintas corrientes acerca de la naturaleza de esta alianza y sobre la relación entre el nivel sistémico y el que se refiere al ámbito de los individuos que participan del mismo. Las aportaciones feministas desde el postestructuralismo, el psicoanálisis, el postcolonialismo y la teoría crítica han reelaborado, en los últimos años, los interrogantes y los modos de analizar la articulación entre las distintas formas de dominación.
[4] En un artículo anterior (2002) situabamos este periodo como un segundo momento en el discurso feminista sobre la violencia. A efectos analíticos, establecíamos la siguiente periodización: (1) de 1975 a 1984, que podemos definir como un periodo de lucha por la igualdad y los derechos civiles en el que la proclamación de la Constitución constituye un acontecimiento clave (2) de 1985 a 1989, momento centrado en la defensa de la libertad sexual y el derecho al propio cuerpo que culmina con la modificación del Código Penal y (3) hasta 1995, años en los que de luchar por la libertad sexual se pasó a defender la integridad; el asesinato y violación de las niñas de Alcásser determinó, en gran medida, la transición en los discursos feministas en esta fase.
[5] En algunos casos, la indecisión de la víctima se presenta como absolutamente irracional, incomprensible en una sociedad que se supone ha cambiado su percepción acerca de este problema. Así, la noticia aparecida en EL PAIS, periódico que destaca por su tratamiento regresivo de esta cuestión, al día siguiente del Día Internacional contra la Violencia contra la Mujer de 2002 destaca lo siguiente: «Las maltratadas tardan una media de 10 años en abandonar al agresor» y continua hablando acerca de «una década de suplicio» sin que se explique mínimamente cómo los dondicionantes afectivos y/o económicos intervienen en las decisiones de las mujeres, no sólo en los casos en los que se producen agresiones físicas sino en otros muchos en los que la violencia emocional no se traduce en separación (26 de noviembre de 2002). Otra sección íntegra del mismo artículo está dedicada a «los apuñalamientos», el método de asesinato más frecuente.
[6] El Plan de Lucha contra la Delincuencia del gobierno «plantea reformas legislativas y medidas operativas para combatir el grave aumento de las tasas de delincuencia». Esto se traduce fundamentalmente en un endurecimiento de las penas, un aumento de las causas de prisión preventiva y de nuevas figuras delictivas, además de la creación de 20.00 plazas de policías entre 2002 y 2004. (EL PAIS, viernes 13 de septiembre de 2002).
[7] En 1997, por ejemplo, de un total de 91 mujeres asesinadas todas ellas habían interpuesto denuncia contra sus agresores y el 75% estaba en trámites de separación.
[8] Véase Foucault, M. (1996) Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI.
[9] Véase la denuncia pública del centro Florencia, http://www.nodo50.org/mujeresred/v-denuncia_florencia.html. Estas situaciones se podrían evitar mediante una regulación de estos centros. No obstante, el Art. 9 de la propuesta de la Ley Integral se limita explicar lo que es un centro de emergencia y un centro de recuperación integral, mencionando la necesidad de contar con un equipo interdisciplinar y de prestar los siguientes servicios: psicológico, de apoyo, seguimiento de las reclamaciones, apoyo educativo a la unidad familiar, formación preventiva en los aspectos de igualdad y habilidades sociales para la resolución no violenta de conflictos.
[10] Los localizadores responden a un nuevo tipo de medidas aún poco extendidas que frente a la acogida habilitan dispositivos de control «extitucional». De acuerdo con Tirado y Domenech, «a diferencia de lo que ocurre en la institución (...) [las extituciones] se caracterizan por la potenciación del movimiento y el desplazamiento. No más encierro, no más reclusión, el control continuo y abierto permite que el movimiento deje de ser un problema» (2001, p. 201).
[11] A propósito de esta cuestión de la denuncia, Begoña Zabala Gonzalez de Emakume Internacionalistak comenta lo siguiente: «El sentido de la consigna ‘mujer denuncia’, yo creo que debe ir en un sentido más amplio que la denuncia penal; publicita tu agresión, verbaliza, pide ayuda, sal de ahí, que no vuelva a suceder…» (2001, p. 448).
[12] No pueden acceder a este recurso las mujeres con alguna addicción, con problemas psíquicos o con hijos mayores de 14 años. Por otro lado, existe una plaza por cada 17.000 habitantes, cifra que está lejos de la media europea de 1 por cada 10.000 habitantes. Si las campañas de concienciación centradas en la denuncia dieran su frutos y los dos millones de españolas que, según la macroencuesta del Instituto de la Mujer (1999), están siendo maltratadas solicitaran este recurso, esto supondría un colapso de los servicios sociales.
[13] Se ha puesto en marcha, en el año 2001, un programa piloto de tratamiento y atención psicológica y educativa para perpetradores de actos de violencia doméstica. Este tratamiento se aplica como complemento, en su caso, de las medidas penales correspondientes.
[14] Con respecto a los juicios rápidos cabe esperar que estos se realizen en condiciones negativas para las agredidas debido fundamentalmente a las declaraciones que prestan las mujeres ante agentes que, en muchos casos, no saben o no quiere recoger los testimonios, a menudo desordenados y nerviosos, adecuadamente.
[15] Una de las líneas
de trabajo más importante desde el feminismo ha sido la crítica y
reconceptualización de nociones filosóficas pretendidamente
universales como la dicotomía público/privado. Se ha cuestionado
el carácter abstracto de los términos y su profunda
ambigüedad. Se ha señalado el profundo carácter patriarcal
de esta división realizada tanto a partir de las características
naturales de los sexos, como de una concepción de sociedad civil que
prescinde de la vida doméstica. Además de la
desvalorización del espacio «privado», las feministas han
destacado el hecho de que público y privado sean esferas presuntamente
separadas
y opuestas, cuando en realidad están inextricablemente interrelacionadas
(Pateman 1996).