INTERROGAR AL
FEMINISMO. ACCION, VIOLENCIA Y GUBERNAMENTALIDAD
Cristina Vega
Sí, yo llego a este servicio y me dicen, tienes que derivar, pero claro la persona me dice (…) por ejemplo, en un caso de violación, era muy claro, le dices tiene que ir a una policía de estas que tienen servicio a la mujer y te dicen, ya, pero es que en mi pueblo no hay, porque trabajas para toda España y si viven en un pueblo-, ya, pero está a 200 km, pues nada la mandas a su comisaría, y no va a ser lo mismo, entonces tendrás que darle unas pautas de decirle, pues tiene que hacer esto, esto y esto, pero yo eso lo digo porque quiero, y la empresa quiere que yo lo diga, pero sin embargo no me obliga a hacerlo, no me ha dado formación, con lo que si yo lo hago mal ¿que responsabilidad tengo? Tengo una responsabilidad personal, pero la empresa te puede decir esto lo has dicho tú y no estas obligada a decir eso y, de hecho, no lo puedes decir… («A la escucha», deriva guiada por Lourdes, teleoperadora, Precarias a la Deriva, Madrid, diciembre 2002)
En el Foro Social Europeo, celebrado en
Florencia el pasado mes de noviembre de 2002, hemos tratado de aferrar, una vez
más, el deseo de entender dónde estamos, dónde está
el feminismo en relación a sí mismo, a sus movimientos
históricos de corto y largo recorrido, a sus multiplicidades
irreductibles e irrenunciables y a otros lugares de la política
articulados en torno a lo que hoy llamamos el movimiento de movimientos[1].
Dónde estamos nosotras, activistas expulsadas por los noventa,
expropiadas de la acción colectiva de masas, desmemoriadas respecto de
las luchas desarrolladas a lo largo de las décadas anteriores,
instaladas en la precariedad como condición existencial y precipitadas a
un espacio incierto, apasionante, de reinvención política e
hibridaciones subjetivas. Y quién es ese nosotras que se (re)crea en el
mero de hecho de estar, como estuvimos en Florencia, de reclamar una presencia,
y si debemos o no atrevernos al plural (cuando aún no nos hemos
encontrado) y cómo cuando somos nosotras mismas también quienes
lo nombramos.
Algunas compañeras han manifestado
sentirse cansadas ante lo que perciben como un estancamiento o incluso un
retroceso del feminismo; «seguimos siendo invisibilizadas»,
afirman, o «tenemos que volver constantemente sobre las mismas
cuestiones». En definitiva, desde hace ya tiempo decimos las mismas cosas
acerca de los mismos problemas. Pareciera que el feminismo se hubiera dicho ya
y que fuera justamente a través de la recurrencia de este lamento como
se consumara el género como un modelo clausurado que no alcanza a
entender que nosotras siempre somos ya unas otras, que los lugares que
transitamos han cambiado y que se hacen necesarias nuevas preguntas y
respuestas. Este lamento se produce, además, en un contexto de supuesta
falta de herramientas para la acción; la naturaleza paradójica
del poder –en palabras de Judith Butler, el problema de
«cómo adoptar una actitud de oposición ante el poder aun
reconociendo que toda oposición está comprometida con el mismo
poder al que se opone»[2]–,
el fantasma de la totalización y la asunción de que no existe un afuera atenazan las capacidades propositivas
del feminismo condenándonos, en el mejor de los casos, a una
retórica deslocalizada que renuncia a enunciarse en posiciones
particulares desde las que poder proseguir el diálogo. En este impasse
se imponen la prudencia y sus aliadas: la esencialización de la
experiencia, la deflacción de las diferencias en el régimen
dominante del pluralismo y la diversidad, la competencia por situarse
correctamente en la abigarrada escala de la opresión o el escapismo o el
repliegue al refugio (cada vez menos seguro) de las «cosas de
mujeres».
Se podría decir que a esta
intuición certera acerca del retroceso le falta dos cosas: una
estimación de la travesía del feminismo orientada a analizar las
mutaciones históricas de las relaciones sexuadas –en la familia,
en el mundo laboral, en la reproducción, en el acceso y la
crítica a la educación, en la sexualidad, etc.– que se han
desatado a lo largo de las dos últimas décadas y contra las que
es preciso pensar nuestros presentes, y una percepción
micropolítica capaz de captar las modificaciones del sensorium, de los
hábitos y de los desplazamientos subjetivos de género que nos
constituyen, que constituimos. Le falta además reconocer algunas
aportaciones que desde los propios análisis y prácticas
feministas han modificado a lo largo de los últimos años los
modos de comprensión de la realidad. Las identidades como procesos
complejos de articulación irreductibles al género, el
descentramiento del sujeto masculino pero también de un sujeto mujer constantemente naturalizado a
través de las tecnologías del género[3], la teorización de la experiencia
corporeizada como fundación de un nuevo materialismo alejado de las
abstracciones androcéntricas perpetradas por el liberalismo pero
también por el marxismo, las epistemologías situadas como
principio para una nueva objetividad ética, las alianzas como
operaciones radicales de las diferencias y las figuraciones como artefactos
híbridos de la política-ficción son algunas de ellas.
Ontología, epistemología y política para una metodología
de las oprimidas, por
emplear la expresión de Chela Sandoval[4],
que apenas ha asestado sus primeros zarpazos.
Tránsitos
Frente a la idea del retroceso
–vuelta a donde estábamos anteriormente– como mecanismo para
describir el momento actual del feminismo propongo la del tránsito, que desde mi punto de vista ilustra de
un modo más adecuado los desplazamientos desacompasados que el feminismo
experimenta al tratar de leer las posiciones recombinadas de las mujeres en el
mundo globalizado.
El tránsito atañe tanto a
los cambios en las vidas de las mujeres –que migran, que intentan
incorporarse al mundo laboral, que lo consiguen a duras penas y en condiciones
desventajosas, que tienen que conciliar vínculos y exigencias al precio
de una gran sobrecarga, que se quieren pensar como sujetos autónomos
pero dependen de sus progenitores, etc.– que el feminismo aspira a
comprender como al descubrimiento, en nuestras reflexiones, de que la materia
viva de la que están hechos estos cambios, las identificaciones
híbridas que producen –lesboprecaria, madre-solaperiférica,
transmigrante, etc.– y, por consiguiente, los modos de análisis
que precisan resultan enormemente complejos y exceden a las categorías
estabilizadas del feminismo hegemónico.
Una de las claves para entender esta
multiplicación de operaciones de recombinación que nos empujan a
transitar por territorios inciertos se refiere al modo en el que los
imperativos económicos que hoy determinan la vulnerabilidad, la
sobrecarga de trabajo y la movilidad obligada intiman con decisiones que conciernen a la
sexualidad, a la composición de los hogares, a la adecuación de
los estilos y ritmos de vida o a las decisiones reproductivas. De algún
modo cabría hablar de un grado de integración mayor entre lo que
tradicionalmente hemos considerado trabajo productivo y reproductivo, este último, en el
sentido clásico de trabajo doméstico y de cuidado y en otro mucho
ampliado que incluye las regulaciones inscritas en los cuerpos o lo que algunas
autoras llaman la «vida personal»[5]:
la producción social entre sujetos y los procesos de (auto)producción de/en los sujetos.
Alejándose de las teorías
de los sistemas duales o de las jerarquizaciones propias de los debates
marxistas de los 70, Donna Haraway ha acudido a las imágenes planas del circuito
integrado y la informática
de la dominación
para cartografiar de un modo sugerente la reordenación de las conexiones
entre los hogares, las sexualidades, los empleos, las modalidades de gobierno,
las manifestaciones culturales o las prácticas médicas y
tecnocientíficas[6].
De acuerdo con esta perspectiva, las conexiones son múltiples en
función de la clase, el género, la etnicidad, la proveniencia o
la edad, pero están todas ellas atravesadas por modulaciones variables e
incorporadas de la explotación en todo lugar[7];
se trata, como advierte Haraway, de un nivel de ensamblaje intensivo sometido a
un fuerte estrés. Lo cierto es que estas modulaciones hacen necesaria
aunque difícil, una intervención conjunta que ataque a los
distintos centros desde los que hoy se organiza la dominación.
Así pues, cabría pensar los
tránsitos en distintos niveles. Estos se refieren, en primer lugar, a
las exigencias de movilidad en el capitalismo; las que empujan constantemente a
la teleoperadora, a la joven enfermera o a la migrante en sus travesías
vitales estratégicas. Los tránsitos aluden, en segundo lugar, a
la confusión de las demarcaciones existenciales e identitarias del
dentro y fuera, de lo público y lo privado, del trabajo y la existencia,
de lo propio y lo ajeno en un continuum biopolítico que desafía
las categorías –identidad, integración, igualdad,
emancipación, etc.– con las que pensar la realidad. Finalmente,
los tránsitos tienen que ver con una travesía histórica en
el feminismo, que se enfrenta hoy a un conjunto de discontinuidades que nos
fuerza a un cambio en el pensamiento y en la acción. Para desplazarnos
por esta topografía irregular es preciso recuperar el impulso
genealógico[8], establecer líneas de ruptura y
continuidad con respecto a nuestras historias pasadas.
En el presente texto trataré de
aproximarme a algunos de estas travesías refiriéndome, en
particular, a la cuestión de la violencia contra las mujeres. La
modificación del tratamiento de la violencia en el ámbito
público a lo largo de las últimas décadas ilustra, junto a
las políticas orientadas hacia lo que la Comisión Europea
denomina conciliación de la vida familiar y laboral, expresión que evoca vagamente
los problemas reproductivos que hoy suscita la división sexual del
trabajo en la era de la flexibilidad y la precariedad, uno de los
ámbitos más activos en el gobierno de las relaciones de
género. La transformación de la violencia en problema social pone de manifiesto, asimismo, los
desplazamientos que ha experimentado la acción feminista en
relación a lo que Foucault denominara la gubernamentalidad. La incesante proliferación
discursiva, en el campo jurídico, en el de los saberes especializados y
en el comunicativo, ha contribuido en los últimos años al
desplazamiento del protagonismo feminista afianzando simultáneamente una
práctica administrativa dirigida fundamentalmente a la domesticación simbólica y a la
regulación de trabajos, afectos y vida cotidiana.
Así pues, hablaré de
violencia en dos sentidos: como terreno en el que podemos leer las
modificaciones a las que he aludido anteriormente y como lugar de condensación
de las nuevas tecnologías de gobierno.
El deseo de la ley
En el Estado español, donde la
memoria de la dictadura y el análisis de la transición
continúan siendo cuestiones[9]. impracticables, la transformación
de la vida de las mujeres y el modo específico en el que ésta se
imbricó con las luchas por los derechos civiles constituye un episodio
fundamental en los relatos feministas de este período
Este proceso de cambio, que ya se
había extendido en otros países europeos, no se limitó,
desde luego, a reclamar la igualdad con los hombres, sino que inauguró
una política creativa –entretejida con la contracultura, con la
crítica a las instituciones heredadas de la dictadura y con la
tematización de la sexualidad– que se inmiscuyó irreverente
en las alcobas abordando la cotidianeidad como un continuum atravesado por el
poder. Este planteamiento trastocaba irremisiblemente las segmentaciones
propias de la modernidad, especialmente la que escindía en la
teoría política y en la ordenación social la esfera
política de lo público y la esfera natural de lo privado. Las
feministas indagaron las potencialidades de lo común en la
autoconciencia, es decir, en una conciencia sujeta pero no sobredeterminada, y
cuestionaron la composición de las representaciones dominantes (por
ejemplo, en los mitos de la feminidad) y del propio placer en la normatividad
difusa de la existencia toda. La sexualidad y las políticas del cuerpo[10],
de una parte, y las aportaciones feministas marxistas sobre el trabajo de las
mujeres en los análisis sistémicos del patriarcado y el
capitalismo protagonizaron los debates de aquel período.
En este contexto, que es el de la
década de los 70 y los 80, se perfilaron en el feminismo dos ejes
estrechamente imbricados: el de los derechos y el de los deseos. La
tensión productiva entre ambos impulsos, el que desata la experiencia en
un proceso de subjetivación que desborda los fines normalizadores (y que
muchas feministas ubican en la sexualidad) y el que la articula mediante los
derechos, se ha resuelto, finalmente, a favor de este último, asentando
una visión progresiva de la libertad en la historia según la cual
la destrucción del orden patriarcal se interpreta, cada vez más,
de acuerdo con un programa de modificaciones legales y jurídicas ya
conformadas (como el propio patriarcado) que traerían consigo un cambio
irreversible en las relaciones de género.
Así, si bien en un comienzo los
cambios legislativos fueron considerados como la expresión de campos de
resistencia y antagonismo en lo social, hacia finales de los 80, y en muchos
casos gracias a la creciente labor legitimadora de las instituciones
internacionales, más propicias a las declaraciones de principios y menos
comprometidas en los conflictos locales, las formulaciones legales que afectan
a las mujeres –sobretodo en el terreno de la violencia– pasan a
representar un elemento clave de la pedagogía social de género, es decir, un motor de sensibilización en unas sociedades en las que los
estados llevan ya la delantera en lo tocante a la producción
simbólica al codificar la liberación en términos de
igualdad planificada.
En el Estado español, las batallas
políticas en torno a la violencia que culminaron en 1989 con la reforma
del Código Penal heredado del franquismo, se saldaron con un repliegue
del movimiento feminista, que asumió la ley como horizonte último
de la política. A esto se sumó una intensa intervención
institucional llevada a cabo por el PSOE y dirigida a supeditar la acción
de los grupos de mujeres, fundamentalmente a través del sistema de
subvenciones[11], a la
iniciativa estatal, más interesada en la legitimidad política y
la gestión de lo social que, cómo no, en la transformación
y la reinvención de la acción de los movimientos y de la
ciudadanía en su conjunto. Sobre este transfondo, la enunciación
de la violencia ha pasado progresivamente a formularse como «un problema
de estado».
El efecto de esta descompensación
en la capacidad deseante del feminismo durante los 90 propició que los
derechos (humanos) de las mujeres se conformaran en el imaginario colectivo
como un catálogo más o menos acabado y, en este sentido,
consumado o consumable cuya consecución se hacía depender
exclusivamente del curso irrevocable de la teleología
democrática. A un lado quedó lo inaferrable de las actuaciones
excesivas del cuerpo contra-puesto, así como la crítica al carácter
necesariamente constrictivo de toda segmentación, de toda
regulación, siempre acechada por su momento no normativo, por los
estallidos inauditos e ingobernables desde los que se que apuntarían
nuevamente los límites y la caducidad de las legislaciones existentes.
Las políticas queer de mediados de los 90 recuperaron, en
parte a causa de la irrupción del sida como gran dispositivo de
normalización social contra las desviaciones, este pulso dinámico
de derechos y deseos, transformándolo en un campo de
experimentación performativa en el que ejercitar una función
constante de extrañamiento entra la norma, solidificada también,
aunque no sólo en el derecho, y sus ejecuciones vivas, entre la ley y
los comportamientos sociales.
Al estado concierne salvar una y otra vez
este salto, acudiendo para ello a los mecanismos jurídicos y de
representación cuyo resultado son, como señaló Foucault,
la propia producción de los sujetos (con género) a gobernar[12].
En lo tocante a la violencia contra las mujeres, gracias a la preeminencia de
los aparatos jurídicos y administrativos, el estado ha consumado a
finales de los 90 su aspiración de asentarse como marco de
inteligibilidad exclusivo de la dominación de género: el estado
se ha situado finalmente de parte de las mujeres transformado la inscripción del
poder de los hombres en el cuerpo de las mujeres en un problema de
gestión individualizada del maltrato visible/existente necesariamente
mediada por los dispositivos –casa de acogida, centro integral,
teléfono de atención, etc.– y los saberes –estadísticas, catálogos
de buenas prácticas, declaraciones, protocolos, etc.–
diseñados a tal efecto.
La ley, en esta ocasión en su
vertiente securitaria, no sólo se dibuja como horizonte posible, sino
como horizonte deseable para las mujeres. El giro penal en las cuestiones
relativas a la violencia, con su énfasis en el sistema de sanciones y en
la mediación obligatoria de los agentes judiciales, se convierte en un
instrumente preventivo
o incluso de erradicación de la violencia. La nueva legitimidad del sistema penal
como instrumento de liberación de los coletivos más
desfavorecidos es un rasgo de algunos discursos feministas que curiosamente se
aproximan a los mensajes políticos conservadores sobre el aumento de la
criminalidad. En ellos vemos actualizarse el imaginario ya clásico de la
protección de las mujeres y los ciudadanos. El nuevo lenguaje de la
violencia doméstica, privado de su crítica radical a la
institución familiar y sometido a una difuminación creciente del
entramado de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, se agrupa en la
actualidad sin ningún pudor junto a la extranjería, la
delincuencia y el terrorismo; en el Estado español, esta tendencia ha
cobrado forma en los célebres planes anticriminalidad. Los discursos de tolerancia
cero, tan evocados por
algunas corrientes del feminismo, constituyen, en este sentido, la
expresión popularizada de una orientación represiva de
inspiración estadounidense que aspira a traducir los problemas sociales
y políticos a cuestiones de defensa, seguridad,
reclusión/expulsión y castigo.
Así pues, la andadura feminista
que forzó el aparato jurídico introduciendo nuevos valores, como
la «libertad sexual» o la «integridad moral», que
tomaban en cuenta la singularidad de los sujetos-ciudadanos, se ha
descompensado definitivamente a favor de una política desplazada hacia
el control (punitivo) y la gestión (diferida y de emergencia) de un
conjunto más o menos coherente de excepcionalidades. La
proliferación del derecho penal, frente al civil, las limitaciones que
éste impone, por ejemplo en el caso de las mujeres inmigrantes sin
papeles[13],
o la falta de imaginación a la hora de afrontar la violencia como un
asunto relativo a la sociabilidad común –como lo fue cuando el
feminismo ideó la acogida como parte de las redes de apoyo entre
mujeres– ponen de manifiesto la estratificación del derecho y la
extenuación del deseo.
En términos generales, la rigidez
y maleabilidad de los derechos –¿cuántos serían
todos y para todas?– nos sitúa hoy nuevamente ante las
asimetrías que para los distintos sujetos conlleva la ciudadanía
estrangulada (en el matrimonio, la nacionalidad, la reunificación
familiar, la adopción, el aborto, la reproducción asistida, el
registro de la identidad sexual, la herencia o el ejercicio autodeterminado de
la prostitución) y la flexible (fundamentalmente en el campo del trabajo
y de los flujos financieros y comunicativos). El desequilibrio histórico
entre la proliferación de los deseos y los derechos a favor de estos
últimos en su vertiente más punitiva y excluyente pone de relieve
al papel cambiante del estado y las limitaciones del feminismo a la hora de
imaginar un ámbito de alianzas y reconocimiento que graviten en torno a
otros centros y desestabilizen una y otra vez las regulaciones que distribuyen
legitimidad y titularidad entre los distintos sujetos.
Más allá de «la
liberación posible»[14]
Lo cierto es que la generalización
del feminismo a lo largo de las últimas dos décadas con sus
gestos masivos, más o menos perceptibles, más o menos colectivos
y organizados, de fuga[15] –fuga matrimonial, fuga de la
maternidad como destino, fuga de la norma heterosexual, fuga intelectual, fuga
de la autoridad religiosa y paterna, fuga de la madre-patria, etc.– ha
tocado techo en tanto imaginario emancipatorio de la liberación posible.
Esto no significa que se haya realizado plenamente, tal y como ponen de manifiesto
las leyes que regulan el aborto o las diferencias salariales en la
mayoría de los países europeos, sino, más bien, que se ha
instalado como afirmación unilateral del «a mi tú no me
pones la mano encima». A ello han contribuido de modo significativo las
manifestaciones culturales puestas en circulación por las mujeres,
manifestaciones que en la actualidad se están viendo contestadas por una
nueva ola conservadora en el ámbito de la representación y por el
imaginario de parodia feminista competitiva «a la Nike».
En relación a este ciclo de la
segunda ola que hemos empezado a dejar atrás cabría destacar
varios rasgos que componen, en realidad, una suerte de balance extremadamente
parcial.
El primero se refiere a la capilaridad
del feminismo en tanto idea común de autodeterminación femenina
que ha ido generalizándose a distintos sectores de la sociedad aunque
estos no se autodefinan necesariamente como «feministas»[16].
Uno de los elementos más relevantes de esta extensión es el
carácter individualizador que en adelante tendrá para muchas mujeres la
posibilidad de conformar su propio destino. La concepción liberal de la
independencia y la libre elección desencarnada asoma nuevamente en esta
identificación, en esta ocasión, en un escenario en el que la
emancipación se ha introyectado como capacidad de éxito social
oportunista. El sentimiento de inseguridad, aislamiento y, en particular, de
sobrecarga conforman la otra cara, siempre al acecho, en las tareas de gestión
de una existencia no autoritaria.
Las representaciones de las mujeres y de
lo femenino elaboradas desde los medios de comunicación han tenido un
influjo decisivo a este respecto. Han logrado consolidar una
redefinición de los términos en los que el feminismo había
comprendido, entre otros, el fenómeno de la violencia, al actualizarlo
en el régimen comunicativo del reality show[17]. Las características de esta
redefinición, de la que han participado también las sucesivas
campañas de sensibilización, son: (1) el surgimiento de la
categoría mujer maltratada como un perfil específico, con un acusado componente de clase
y etnia, extrañado con respecto al resto de las mujeres, (2) su
inclusión victimizada en el paradigma de los excluidos y asistidos, (3)
la reducción del campo de la violencia, atomizado en la
espectacularización de la agresión física pero por encima
de todo de la muerte, (4) la simplificación de las causas, los
recorridos y las fugas que, en la actualidad, aparecen condensadas en torno al
momento de la denuncia y (5) la difuminación de las relaciones de poder
entre mujeres y hombres y su reemplazo por otros marcos de comprensión
como el intrafamiliar,
que remiten en último término a la existencia de unidades
disfuncionales que habrán de ser sometidas un minucioso examen y, en
ocasiones, a la propia intervención de la televisión
hiperrealista.
El caso de la violencia representa, en
realidad, una porción mínima, si bien significativa, de un
proceso más vasto en el que están implicadas distintas tecnologías
de gobierno de género dirigidas a suscitar el extrañamiento y la
desidentificación entre individualidades femeninas capacitadas o
discapacitas para la gestión sus vidas privadas. Junto a esta
visión individualizadora se refuerza la impenetrabilidad de las formas aberrantes de la dominación y el sentimiento
de estar asistiendo a una excepcionalidad permanente aunque controlable.
Acción feminista y
gubernamentalidad
El segundo rasgo que me gustaría
destacar, y al que ya me he referido al hablar de la proliferación de
las regulaciones penales en el ámbito de la violencia, se refiere al
protagonismo creciente del estado y sus agencias en lo que atañe a las
políticas de género, articuladas en sus aspectos más propagandísticos
–los menos populares pasan frecuentemente inadvertidos a través de
medidas que aparentemente nada tienen que ver con las mujeres– en los
célebres planes de igualdad. En escasos años, el estado ha pasado de ser
un agente antagonista para el feminismo, que tradicionalmente ha criticado su
complicidad en la opresión de las mujeres, a un garante de la libertad
de las mismas. Su intervención se enfrenta, por un lado, a algunos
hombres que aún se resisten al cambio y, por otro, a lo que se presenta
como un código patriarcal difuso, evocado mediante el lenguaje de la lacra o el drama, envuelto en un proceso de
descomposición irreversible.
Las nuevas modalidades gubernamentales
han visto en el feminismo una importante fuente de legitimidad en su
apelación a la protección de las mujeres frente a los violentos.
Han incorporado, además, aunque sólo sea mediante declaraciones,
la necesidad de armonizar las relaciones entre mujeres y hombres en el escenario conflictivo de
la reproducción flexible. Esto se produce en un periodo inestable en lo
tocante a la natalidad y al envejecimiento de la población nacional, al modelo de familia y empleo típicos, a la titularidad de los derechos
regulados mediante uniones legales (es decir, homologables según la sexualidad y
la proveniencia), a la transferencia del cuidado hacia las mujeres inmigrantes
y al trasvase parcial de trabajo gratuito desde ciertos hogares hacia el empleo
precario feminizado. En el presente, la puesta a punto u optimización de
la familia o, en una formulación más neutra, de las unidades domésticas
(por ejemplo, a traves de las llamadas parejas de compañeros), representa un reto deliberadamente
silenciado para la intervención de los estados.
El gobierno, tal y como lo entendía Foucault,
es decir, en sus tres acepciones de actividad práctica que tiene el
propósito de conformar, guiar o afectar la conducta de una misma y/o de
otras personas, racionalidad política y tecnologías de gobierno,
se caracteriza hoy por el paradigma conformado en torno a lo que algunos autores
denominan la gestión de la emergencia y al gobierno a distancia[18]. El tratamiento público de la
violencia nos sirve nuevamente como caso y lugar estratégico de esta
modalidad administrativa. El tratamiento de la violencia en el Estado
español ha entrado de lleno en un período en el que la
privatización, la minimización y la externalización de las
políticas sociales son el paradigma dominante en el marco de los cambios
del estado-nación y la ofensiva neoliberal.
De acuerdo con esta nueva racionalidad, el estado
«está obligado a economizar su propio ejercicio de poder»
acudiendo a la movilización permanente de su conocimiento sobre los
individuos; «la regulación será en gran medida obra de
agentes no estatales»[19].
El nuevo gobierno se sirve de técnicas que
crean una aparente distancia entre las decisiones de las instituciones
políticas formales y otros actores sociales más autónomos
que, como las asociaciones de mujeres, vienen encargándose desde
mediados de los 80 de la asistencia a las mujeres animadas por la idea de que
lo que les sucede a éstas es un grado específico de lo que de uno
u otro modo sucede a la mayoría. Estas asociaciones, creadas al calor de
la militancia feminista, se están enfrentando a un choque de
racionalidades que ha sustituido la motivación política de
partida por una lógica dominada por las subvenciones y los
súbitos virajes en la orientación administrativa.
Apoyándose en este impulso de autonomía civil, el estado
externaliza y precariza gran parte de la atención generando un
vínculo más cómodo y ágil que descansa,
además de en las asociaciones, en un sin número de empresas
subcontratadas con fuerza laboral femenina (cualificada, voluntarista pero
barata) que van rotando el tipo de servicios ofertados: hoy mujeres golpeadas,
mañana ancianas y pasado mañana jóvenes consumidores de
alcohol. El compromiso, la empatía, la creatividad y la responsabilidad
de las trabajadoras de estos centros, pisos tutelados, teléfonos de
atención, etc., hará el resto.
Indudablemente, las intervenciones
estatales en este terreno no pretenden acabar con la violencia, ni siquiera paliar
sus consecuencias, sino limitar sus manifestaciones más brutales,
aquellas que en el plano simbólico representan los aspectos más
llamativos de un orden de género profundamente opresivo que se aborda,
como veíamos al aludir al régimen televisivo, en términos
de emergencia, es decir, como un conjunto más o menos coherente de
excepcionalidades. Esto se puede ver claramente en el diseño de los
dispositivos de acogida, que
siguiendo el ejemplo de otras instituciones de encierro, se han
convertido en unidades que, condicionadas al proceso de juridización,
aíslan a las mujeres de sus entornos vitales. La casa de acogida se
convierte así en una auténtica pantalla psicológica que
sirve en gran medida para disolver la importancia de otros aspectos, entre los
que se sitúan las condiciones materiales que facilitarían la
independencia de algunas que han sufrido malos tratos. Las medidas de
carácter económico son, de modo significativo, las grandes
ausentes en el debate sobre la violencia. De contemplarse, como ha ocurrido
recientemente en el caso español, se recurre al sistema de incentivos,
algo que el gobierno no se cansó de esgrimir durante la pasada huelga
general del 20 de junio, desde el
que, como sabemos, no se hace sino fomentar los empleos flexibles, sin derechos
y con bajos salarios para las mujeres.
«… de parte del
estado»
La modificación de las
tecnologías de gobierno ha ejercido, a su vez, una enorme influencia
sobre lo que constituye el tercer elemento que me gustaría destacar en
este balance provisional: el que concierne a los cambios de la acción
feminista.
En la actualidad, ésta está
hegemonizada por el lobby o grupo de presión, que ha asumido la capilaridad del feminismo
y las prácticas institucionales y laborales de fragmentación, y trabaja a destajo desde la universidad, la ONG,
las empresas de consultoría y formación o el sindicato elaborando
listas, proyectos, servicios, redactando informes, viajando a Bruselas o
montando alguna que otra concentración. La integración y el
isomorfismo entre la práctica estatal de parte de las mujeres y la acción feminista de parte
del estado ha sido el
resultado, por un lado, de la estrategia de cooptación,
fragmentación e incluso aniquilación de los movimientos sociales
a la que me he referido anteriormente y, por otro, del éxito de las
tecnologías del gobierno liberal avanzado, en especial, las que se
dirigen específicamente a las mujeres o tematizan la diferencia sexual,
como sucede en el caso de la violencia o, por poner otro ejemplo, las que
abordan la prostitución, y las que se dirigen al conjunto de la
población pero tienen una especial incidencia sobre las mujeres, como
sucede con las políticas laborales y de conciliación.
El disciplinamiento de la acción feminista en las
universidades, en los programas asistenciales, en el tercer sector y en el
mercado de trabajo han sido una componente esencial de este tránsito
hacia lo que Foucault denominó gobierno de la
individualización[20].
Lo privado productivo
Finalmente, el cuarto rasgo se refiere a
la adecuación de los procesos de valorización impulsados por el
feminismo, que además de haber socavado las componentes más
autoritarias de la dominación de género, han contribuido a
visibilizar y afirmar las cualidades subjetivas de la reproducción en
tanto producción de valores e individuos con género socialmente
aptos, la naturaleza «expresiva» (no esencial) y contingente del
género y las potencialidades de otras formas de vida al margen de la
familia heteropatriarcal. El momento de condensación de todo ello ha
quedado plasmado en el eslogan «lo privado es político». La
importancia de esta invención ha adquirido en el presente un
carácter ambivalente que es preciso desgranar.
En primer lugar, no ha logrado construir
un imaginario lo suficientemente atractivo como para arrastrar a un mayor
número de mujeres hacia otras formas de vida (colectiva). (¿Por qué,
nos hemos preguntado repetidamente, tienen que morir Thelma y Louis al final de
la película?). La crítica radical a la familia nuclear
heteropatriarcal como modelo de relación aceptable y/o viable o la
complicidad de los estados en las transformaciones del modelo de trabajo
desregulado han pasado, en los discursos feministas de los 90, a un segundo
plano. Por otro lado, la fascinación que ejercen las actuaciones subversivas de género no han dejado de
convertirse en materia viva para el mercado de productos materiales o
inmateriales dirigidas a las clases profesionales heterosexuales y homosexuales emergentes. En este sentido, las
políticas feministas y queers aún tienen pendiente la tarea de elaborar una
crítica y una intervención encaminada a desequilibrar y desplazar
(¡producir no es suficiente!) los deseos y las diferencias sexuadas,
constantemente pacificadas bajo el signo de la coexistencia y la libre
elección en el supermercado.
En segundo lugar, las constricciones que
condicionan la independencia económica de las mujeres se han visto
parcialmente acentuadas gracias a la integración de las capacidades y
habilidades sociales privadas, incluido el amor[21],
en el postfordismo. Lo privado se ha tornado verdaderamente productivo en todo
el planeta; las cadenas mundiales de afecto[22], en las que participan muchas migrantes que
transfieren remesas pero también cuidado y sociabilidad a las
niñas y niños del Primer Mundo así lo atestiguan. Por otra
parte, las propuestas de valorización encarnadas en la sociedad civil
recombinada en el tercer sector, defendidas por algunas feministas por sus
virtualidades para la acción política[23],
son, cuando menos, una herramienta de doble filo debido a su dependencia
política y económica con respecto a las instituciones y al
tinglado empresarial[24].
En cualquier caso, no cabe duda que estos
procesos han dado lugar a un espacio de indecibilidad a partir del cual es
preciso hoy reinventar la acción feminista. El imaginario de la joven
precarizada que no quiere atarse de por vida a un trabajo fijo, no pudiendo ser
nombrada ni por su estado civil, ni por su formación, ni por su
categoría profesional, apenas por su empresa virtual, o el de la
migrante, que además de experimentar la doble responsabilidad que en
adelante descansa sobre sus espaldas, se presta a experimentar con las
potencialidades del desplazamiento, son ejemplos del vínculo
paradójico de las nuevas subjetividades femeninas en la economía
global.
Nos hallamos, entonces, ante
manifestaciones de una agencia histórica que habita en el tránsito entre,
de una parte, la autodeterminación como condición
individual (en el trabajo flexible, a tiempo parcial, casero), de otra, la libre
elección en lo que se refiere a la identidad sexual y a la
disposición del afecto y la convivencia y, finalmente, las jerarquizaciones
de género, raza y sexualidad que fijan a cada paso las aristocracias y
las subalternidades existenciales.
Los procesos de valorización:
visibilización (de lo doméstico con y sin salario, del trabajo
sexual, de aspectos tan difusos como la inteligencia emocional, el trato
personalizado, la disponibilidad o las estilizaciones corporeizadas en la
sexualidad, la medicina o la alimentación), producción (de nuevos
derechos en el ámbito de la extranjería, de la identidad sexual,
del parentesco, etc.) y desplazamiento (expresado por las formulaciones
feminista «situar la reproducción en el centro» o
«hagamos de nuestros deseos, nuestros saberes y nuestros afectos un
desorden global» o por la desobediencia masiva pero callada e
individualizada en el ejercicio del derecho al aborto) habrán de
desencadenar, en nosotras, una apasionante reinvención política
en los próximos años.
[1] Algunos acontemientos recientes que han puntuado y puntúan diariamente este encuentro han sido, en el FSE, el taller impulsado por Nextgenderation (www.nextgenderation.let.uu.nl) o el apasionante debate organizado por Punto di Partenza (www.puntodipartenza.org) en el que participaron mujeres migrantes y europeas de distintos países y aquí, en Madrid, el que tiene lugar con las compañeras de Precarias a la Deriva y La Eskalera Karakola (www.eskalerakarakola.org) y la reflexión sostenida con Begoña Marugán, de la que parten muchas ideas de este artículo.
[2] Véase J. Butler, Mecanismos psíquicos del poder. Teoría sobre la sujeción, Barcelona, Cátedra, 2001.
[3] Véase T. De Lauretis, Technologies of Gender. Essays in Theory, Film and Fiction, Bloomington, Indiana University Press, 1987.
[4] Véase Ch. Sandoval, Methodology of the Opressed, Minneapolis, University of Minnesota Press.
[5] N. Fraser, siguiendo a Eli Zaretsky defiende la autonomía de lo que esta autora llama «vida personal», «un espacio de relaciones íntimas que incluye la sexualidad, la amistad y el amor, que ya no puede ser identificado con la familia y que es experimentado en su desconexión con respecto a los imperativos de la producción y la reproducción». En «Heterosexismo, falta de reconocimiento y capitalismo: una respuesta a Judith Butler», New Left Review 2, 2000.
[6] Véase D. Haraway, Ciencia, cyborg y mujeres, la reinvención de la naturaleza, Barcelona, Cátedra, 1991.
[7] Un ejemplo de esta integración modificada lo proporcionan las estrategias de las jóvenes trabajadoras de Telepizza y otras chainworkers. Éstas reajustan las oportunidades laborales limitadas y la imposibilidad de que éstas aseguren su independencia económica, su autonomía con respecto a la autoridad que emana del núcleo paterno, aprovechando la flexibilidad (horaria) que les proporciona este empleo y derivando sus energías y deseos de independencia hacia actividades de ocio y consumo que, como la «fiesta», un espacio muy problemático en lo que se refiere a la autoridad en las relaciones de género, atomizan en la actualidad la sociabilidad autodeterminada de muchas jóvenes.
[8] Véase R. Andrijasevic y S. Bracke en este número.
[9] La siguiente periodización puede ayudar a ubicar las luchas feministas recientes en el Estado Español en lo que atañen la cuestión específica de la violencia: (1) de 1975 a 1984, que podemos definir como un periodo de lucha por la igualdad y los derechos civiles, (2) de 1985 a 1989, momento centrado en la defensa de la libertad sexual y el derecho al propio cuerpo que culmina, en lo que se refiere a la violencia, con la modificación del Código Penal y (3) hasta 1995, años en los que de luchar por la libertad sexual se pasó a defender la integridad; el asesinato y violación de las niñas de Alcásser determinó en gran medida la transición en los discursos feministas durante esta fase. Cada uno de estos períodos se relaciona con distintos momentos del tránsito público de la violencia: la invisibilidad e indecibilidad de la violencia, la violencia en su vinculación con los derechos y las libertades, la violencia como delito y, finalmente, la violencia como campo de gestión, Véase B. Marugán y C. Vega, «El cuerpo contra-puesto. Discursos feministas sobre la violencia contra las mujeres», en Bernárdez, A. (Comp.) La violencia contra las mujeres. Una cuestión de poder, Ayuntamiento de Madrid. 2001 (www.cholonautas.edu.pe/genero.htm).
[10] Reflexionando acerca de las limitaciones del discurso feminista en el análisis del poder en relación a los cuerpos, S. Bordo se refiere al feminismo de finales de los 60 y de los 70 utilizando la metáfora del territorio colonizado que más tarde se transformaría en inscrito. «Dicha imaginación acerca del cuerpo femenino era la de un territorio socialmente conformado e históricamente 'colonizado', no la de un lugar de autodeterminación individual. Aquí, el feminismo invirtió y transformó la vieja metáfora del 'cuerpo político', que se encontraba en Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Maquiavelo, Hobbes y tantos otros, por una nueva metáfora: 'la política del cuerpo'. En la vieja metáfora del cuerpo político, el estado o sociedad era imaginado como un cuerpo humano, con diferentes órganos y partes que simbolizaban diferentes funciones, necesidades, componentes sociales, fuerzas, etc. (...) Ahora, el feminismo imaginaba el propio cuerpo humano como una entidad inscrita, con una fisiología y una morfología conformada y marcada por historias y prácticas de restricción y control que iban desde el vendaje de los pies y el encorsetamiento hasta la violación y el maltrato, desde el mandato de la heterosexualidad, a la esterilización forzada, el embarazo no deseado y (en el caso de las esclavas afroamericanas) la mercantilización explícita», (pág. 251).«Feminism, Foucault and the politics of the body», en J. Price y M. Shildrick, Feminist theory and the body. A reader, Nueva York, Routledge 1999.
[11] Véase M. Ayllón, «Ética y estética: aportes feministas a los movimientos sociales», Jornadas Feministas, Córdoba 2000, Feminismo es y será, Universidad de Córdoba, 2001.
[12] Tal y como lo ha expresado recientemente J. Butler: «Its regulations [las del estado] do not always seek to order what exists but to figure social life in certain imaginary ways. The incommesurability between state stipulation and existing social life means that this gap must be covered over for the stato to continue to exercise its authority and to exemplify the kind of coherence that it is expected to confer on its subjects. As Rose reminds us, ‘It is because the state has become so alien and distant from the people it is meant to represent that, according to Engels, it has to rely, more and more desperately, on the sacredness and inviolability of its won laws» (pág. 15), «Is kiship always already heterosexual?», Differences, 13.1, 2002.
[13] Véase Malika Abdelaziz, «Sobre la ley contra la violencia de género y la situación de las mujeres inmigrantes» en www.mujeresenred.net/v-inmigrantes-Malika_Abdelaziz.html
[14] M. V. Abril y M. J. Miranda, La liberación posible, Madrid, Akal, 1978.
[15] Yann Moulier Boutang ha empleado la figuración de la fuga –de la plantación, de la servidumbre, del trabajo asalariado– para explicar la positividad de los sujetos frente a los aparatos de captura y el modo en el que éstos están constantemente nutriéndose y modificándose con el fin de aprehender la liberación. La historia del capitalismo, sostiene Boutang, es la historia del control de estas fugas, que van mucho más allá del trabajo en tanto avatar del sujeto y se extienden a la totalidad de la existencia cotidiana. Véase la entrevista realizada en 1999 por Stanley Grelet «El arte de la fuga» en: http://vacarme.eu.org/article15.html.
[16] No se trata aquí de lo que Ch. T. Mohanty ha denominado tesis de la ósmosis femenina, según la cual desde algunos enfoques feministas «las mujeres son feministas por asociación e identificación con las experiencias que nos constituyen como mujeres» (pág. 93), sino de pensar cómo los discursos feministas, como una tecnología de género entre otras conforma hoy las subjetividades femeninas. «Encuentros feministas: situar la política de la experiencia», M. Barret y A. Phillips (Comp.), Desestabilizar la teoría. Debates feministas contemporáneos, Barcelona, Paidós, 2002.
[17] Véase B. Marugán y C. Vega, «Gobernar la violencia. Apuntes para un análisis de la rearticulación del patriarcado», Política y Sociedad, (en prensa), http://www.cholonautas.edu.pe/genero.htm.
[18] Véase N. Rose «El gobierno en las democracias liberales `avanzadas ´: del liberalismo al neoliberalismo», Archipiélgo, n° 29 y P. de Marinis «Gobierno, gubernamentalidad, Foucault y los anglofoucaultianos (o un ensayo sobre la racionalidad política del neoliberalismo)», R. Torres y F. García Selgas (Comp.), Globalidad, riesgo, flexibilidad. Tres temas de la teoría social contemporánea, Madrid, CIS, 1999.
[19] Ibid.
[20] Véase, M. Foucault, «El sujeto y el poder», B. Wallis (Ed.), Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Madrid, Akal, 2001.
[21] Véase C. Vega, «Tránsitos feministas», Pueblos Revista Pueblos. Revista de Información y debate, n° 3, II, www.e-leusis.net.
[22] Véase R. A. Hochschild «Las cadenas mundiales de afecto y asistencia y la plusvalía emocional», A. Giddens y W. Hutton, En el límite, Barcelona, Tusquets, 2001 y S. Narotzky, «El afecto y el trabajo: la nueva economía, entre la reciprocidad y el capital social», Archipiélago, 48, 2001.
[23] Véase L. Benerías «Mercados globales, género y el Hombre de Davos», C. Carrasco (Ed.), Mujeres y economía, Barcelona, Icaria, 1999 y S. Sassen ¿Perdiendo el control? La soberanía en la era de la globalización, Barcelona, Bellaterra, 2001.