Reordenación
de territorios
Por publicación en Brumaria, Octubre 2003
Silvia López Gil, desde la Eskalera Karakola
“Los derechos son una limosna
útil pero insuficiente, perversa en su capacidad disciplinaria. Ahora
que el capital se ha hecho cuerpo en nosotras con una violencia callada y
persistente: cuerpo (re) productor, cuerpo consumidor, cuerpo limpio y
desinfectado que ha reprimido el fantasma del estigma y la muerte, cuerpo
versátil en la aceleración, cabe preguntarse: ¿es posible
otro cuerpo? Tiene que serlo puesto que aquí estamos”
(Manifiesto 28- J 2002. Bollera no es una
marca, es un desorden global. La Eskalera Karakola)
La idea de participación ciudadana está constituyendo uno
de los engranajes del discurso de las políticas gubernamentales desde
una práctica discursiva que se apoya en un vaciado absoluto de todo tipo
de participación ciudadana real. Mientras que el PP diseña una
nueva concejalía que por si quedaba alguna duda de por dónde iban
los derroteros es bautizada con el nombre de Participación Ciudadana, asistimos a la supresión de todo tipo de
canales que posibiliten cualquier tipo de intervención, de
decisión, o de reivindicación (pensemos en la nueva
cláusula que retira la palabra de las y los ciudadanos en los plenos del
ayuntamiento o en la negación absoluta de las movilizaciones del 20-J
por no hablar de la toma de calles contra la guerra, reprimida y criminalizada).
La cuestión sin embargo resulta ser mucho más compleja, porque la
supresión clásica de la palabra por estos medios no
podrían sostener políticas que sigan hablando de
‘Participación Ciudadana’. La sutilidad de los movimientos
que realiza la Administración en este sentido no tienen desperdicio:
cuáles sean los interlocutores válidos y reconocidos es una de
las partes punzantes de estas políticas que se basan en la no menos
punzante cuestión de la representación. Quiénes son las
organizaciones, colectivos, ong’s, más representativos de la
ciudadanía para entablar el
diálogo con la Administración que sustenten esas
‘políticas de participación’ y se hagan cargo de las
demandas de la ciudadanía y que den lugar a la promoción de una política
‘ambiciosa en el terreno de lo social’. En este sentido, los
movimientos sociales son colocados en una posición complicada, porque,
¿de quién o quiénes, dice la Administración, son
representativos? Y es más, si son representativos, ¿no tienen que
serlo pero también dejando espacios a otras alternativas como partidos,
sindicatos, instituciones o ong’s? ¿O es que los movimientos
sociales van a apropiarse de un espacio que también lo es del resto de
la ciudadanía?
Las cartas están echadas: o inclusión y
recuperación o exclusión en los márgenes de la ilegalidad
y de la criminalización. El reconocimiento y la visibilidad son entonces
claves fundamentales en este conflicto y que sin embargo constituyen un terreno
que debe ser repensado, re- activado e incluso re-inventado. Las
políticas de recuperación nos dejan un espacio movedizo,
fracturado, fragmentado y aislado. Políticas que siguen vaciando todo
tipo de propuestas, que nos son devueltas como escaparate- virtual, recorte absoluto de la capacidad de
decisión sobre nuestras vidas, precarización cada vez mayor de
nuestra existencia, privatización de todos los recursos, y que
constituyen a la vez y sin pudor las que construyen nuestros espacios vitales,
nuestros barrios, nuestras plazas, nuestras calles, nuestras ciudades, nuestro
mundo .
Los centros sociales surgen en este sentido como formas de
intervención política en el corazón de lo urbano. Formas
de ‘reorganización del territorio’ que desde la Eskalera
Karakola materializamos en estos casi ya siete años de existencia del
proyecto y desde el cual hemos emprendido la batalla por la recuperación
del edificio en el que se ubica la casa.
La Karakola fue ocupada allá por el año 96. Un proyecto
que tras un largo proceso de
discusión colectiva, se constituye como un espacio de, por, y para mujeres,
como un laboratorio de experimentación colectiva de relaciones entre
mujeres en el ámbito autónomo y desde la autogestión, como
la apuesta por ese constituirnos como interlocutoras válidas en el plano
de lo político y como la necesidad de construir espacios propios de
visibilidad desde los que lanzar las propuestas feministas. Desde entonces la
Karakola ha albergado a infinidad de proyectos, intervenciones, acciones,
discusiones, actividades, con límites muy pronunciados en algunos
momentos, con momentos realmente ricos en otros, con prácticas
políticas y formas de entendernos que lógicamente han variado y
se han transformado muchísimo durante todos estos años. En
cualquier caso y más allá de las actividades que en la Karakola
se puedan desarrollar, lo que ponemos en el centro constantemente es la
necesidad de crear espacios colectivos que posibiliten la intervención
activa de la ciudadanía en general y de las mujeres en particular en los
procesos que conforman el espacio que habitamos. Este ‘habitar’ es
un habitar muy amplio, que se entrelaza con las cuestiones acerca de la
participación, de la conformación de territorios, de la
recuperación de la capacidad de decisión sobre nuestras vidas, de
la politización de lo cotidiano pero también y no dejamos de
insistir en máxima
feminista de ‘lo personal es político’.
A partir de la idea de ‘territorio’ como
deconstrucción de los mapas delimitados impuestos que nos delimitan y reapropiación consecuente de
los mismos, trazo y reconstrucción colectiva de otros y nuevos
territorios transformadores, podemos transitar algunos de los territorios que
el proyecto de la Karakola pone en el centro:
LOS TERRITORIOS DESDE EL ESPACIO URBANO:
Los procesos que configuran el espacio donde nos movemos, el espacio que habitamos, son procesos que se encuentran saturados de relaciones de poder. El espacio urbano está configurado desde múltiples transformaciones y negociaciones políticas, sociales y económicas. El espacio urbano es entonces un terreno que no podemos pensar como un espacio neutro. Es en este terreno donde se inscriben las marcas del orden del capitalismo global, pero es desde aquí, también, desde estos micro- espacios (desde las ciudades, desde los barrios, desde los centros sociales, desde la karakola), desde donde se batalla constantemente y se re-negocia la configuración de los territorios. Los distintos deseos, las diferentes necesidades o los intereses, las prácticas políticas, las victorias, las derrotas, van configurando estos territorios múltiples, móviles y en constante reinvención. De ahí, que las calles que transitamos, las plazas que ocupamos, el mercado, las aceras, los árboles, las casas que habitamos, son producto de políticas determinadas, de su contestación o aceptación, de intereses privados o luchas vecinales y sociales, de nuevas formas de acumulación capitalista (por ejemplo, el mercado inmobiliario), y de formas de contestación y recuperación del espacio urbano (por ejemplo, los centros sociales).
La karakola se inserta en este complejo mapa y lejos de situarse como
un espacio fuera de este marco de relaciones de poder, más bien se
constituye como una invitación constante a pensarnos y situarnos como
sujetos políticos capaces de
decisión y acción tanto en nuestro entorno como en nuestra propias
vidas.
Este territorio surge entonces como el espacio urbano donde nos
reconocemos, donde nos situamos, donde nos posicionamos: un espacio
físico y simbólico del que nos reapropiamos. La okupación
de una casa de mujeres supone la apuesta por la reapropiación de esos
mapas impuestos para
diseñar nuevos territorios
de actuación para el feminismo. Okupación como
reapropiación física y simbólica que nos sitúa en
la boca del propio monstruo: insertas en el conglomerado de las relaciones de
poder dejamos de entender la línea divisoria que consagra la
separación neta entre el adentro y el afuera. En este sentido la
Karakola no puede ser entendida sin la compleja posición que la casa
‘okupa’ en el barrio donde se ubica, sin el empeño de la
misma por situarse como constantemente
atravesada y constantemente atravesando las relaciones de poder que se
dan cita en nuestro entorno. De este modo hablar de Lavapiés resulta
más que necesario.
Este barrio es único en Madrid por ciertas
características de composición social, urbanísticas y
económicas. Su población proviene en un tanto por ciento muy
elevado de diferentes países como Marruecos, Argelia, Túnez,
Nigeria, Senegal, Pakistán, India, China, Ecuador, Perú, México.
Esta composición social es en parte nueva, pero en ciudadanos por
ejemplo marroquíes, hay
segundas e incluso terceras
generaciones. Lavapiés ha sido históricamente un barrio obrero,
con pocos recursos, pero con una enorme tradición popular que ha dado
paso a una rica, aunque no exenta de conflictos convivencia multiétnica.
Se constituye por una parte como un enclave privilegiado en cuanto a esta
composición social y en cuanto a su tradición vinculada a los
movimientos barriales y a los movimientos sociales en general (centros sociales,
viviendas okupadas, redes de apoyo e intervención, tiendas alternativas,
de comercio justo, cooperativas de autoempleo, grupos de mujeres,
distribuidoras, proyectos mediáticos como Madrid Wireless o
TelePiés, y una infinidad de iniciativas múltiples y potentes).
Por otra parte, es uno de los barrios de Madrid más marcado por la
exclusión, la precariedad, la marginalidad, la falta de recursos
sociales, de infraestructura, de equipamientos, de espacios verdes, de lugares de encuentro, de pasos
peatonales, de parkings adecuados, de colegios, de guarderías, de
ambulatorios. Podemos decir que
Lavapiés es un barrio carente de todo tipo de recursos sociales y de
planes urbanísticos que hablen de las necesidades y los deseos de las
vecinas y vecinos de este barrio.
Y esto ni mucho menos es casual. Responde de forma deliberada a una
serie de políticas que ponen por encima de los intereses sociales y
públicos, los intereses individuales y privados. Planificaciones
urbanísticas marcadamente machistas que no tienen en cuenta ni mucho menos
las necesidades y deseos de los ciudadanos en general y especialmente de las
mujeres. Lavapiés es un espacio privilegiado para los procesos
especulativos y el mercado inmobiliario. Asistimos a procesos reales de
expulsión y marginalización de los ‘elementos
conflictivos’ del barrio (viejas y viejos, migrantes, okupas, gentes sin
recursos) a través de la remodelación del mismo y de la
mercantilización de un imaginario joven, bohemio, alternativo,
diferente, multicultural. Estas son algunas de las herramientas de las que se
ha servido el capital para conseguir vender el barrio como uno de los espacios
más caros y solicitados de todo Madrid. De este modo, nos
enfrentamos a toda una operación de
remodelación
urbanística del barrio con vistas a un nuevo público joven
y adinerado y al proceso de segregación (imposible por otra parte) de la
población más pobre, anciana, migrante, okupa, etc. Muchas
vecinas y vecinos de renta antigua son expulsados de sus casas por
inmobiliarias o por la propia Empresa Municipal de la Vivienda con excusas como
los realojos que llegan a vender los nuevos pisos a precios absolutamente
inasequibles. Las condiciones para las que se quedan, son igualmente
espeluznantes: alquileres que oscilan en torno a los 600 y 700 euros por 30 metros
cuadrados y sin luz natural;
viviendas de doce metros cuadrados sin baño en el interior del
habitáculo; edificios enteros sostenidos por puntales y con peligro
constante de derrumbe; viviendas sin salidas de humos, sin ventilación y
con humedades. Desde que comenzase en julio de 1997 el Plan de
Rehabilitación de Lavapiés, y desde que en el mismo año la
Red de Colectivos del Barrio diagnosticase que el 74% de los edificios
debían ser rehabilitados,
en enero de 2002, ni siquiera se había rehabilitado el 20%. La
razón: falta de voluntad política para atender a las necesidades
de la población y proveer de mecanismos adecuados de actuación. A
día de hoy, el panorama no ha cambiado mucho: las vecinas y los vecinos
no tienen dinero para pagar las rehabilitaciones que les imponen o simplemente
no existen los canales adecuados para solucionar los problemas que surgen a la
hora de rehabilitar, las casas destinadas para realojos siguen abandonadas
(pese a haber sido desalojadas varias casas por dicho motivo, como la Biblio o
La Fuga) y ni un equipamiento de los que se prometían para el barrio ha
sido construido (ni siquiera el tan ansiado ambulatorio).
Este no es sino un pequeño esbozo del territorio donde se
inscribe la Karakola. Para nosotras, la denuncia de la falta de espacios
públicos de reunión para mujeres, la falta de viviendas dignas,
la salvaje especulación, son cuestiones centrales desde donde entender
el proyecto. Y es desde ahí desde donde arrancamos la presentación
del proyecto de recuperación y rehabilitación del inmueble que
okupa la Karakola.
Un inmueble antiquísimo, exactamente una tahona y taberna del
siglo XVII que vio casi nacer la calle Embajadores y lo que sería el
barrio de Lavapiés. Una propiedad a la que claramente sólo le
interesa que el edificio acabe derrumbándose por su propio pie y un
pequeño desprendimiento en la fachada en otoño de 2000 que nos
empuja a un inminente expediente de ruina total y a un desalojo garantizado del
proyecto. Sin embargo, la presión ejercida a los técnicos del
ayuntamiento para que firmasen la posibilidad de separación de la casa
en dos partes claramente distinguibles (la de la nave donde se ubicaban los
hornos de construcción posterior), dio sus frutos: Gerencia de Urbanismo
hizo las obras pertinentes de demolición de la parte de la casa en ruina
y de sujeción (que no rehabilitación) en la otra.
Para nosotras, esto no significaba sino el empujón de lo que
comenzaría a andar con la presentación pública del
proyecto de recuperación de un Centro Social Feminista en
Lavapiés en marzo de 2003. La apuesta política de este proyecto
consiste en la exigencia de la expropiación, herramienta que contempla
la propia Administración para casos como el de la Karakola en los que el
deber de conservación y mantenimiento por parte de la propiedad ha sido
incumplido. Apostar por la expropiación significa apostar por un
cuestionamiento de las políticas de no intervención de la
Administración que resulta ser una política de protección
de la privatización, de los intereses privados, de la
especulación y del monopolio del suelo que pasa por encima de las
enormes necesidades y deseos de la ciudadanía en general y de las
mujeres en particular.
Hablamos de expropiación, pero lógicamente también
y sin hacer una separación en ningún momento, de cesión y
de rehabilitación. Porque la apuesta en su conjunto
(expropiación, cesión y rehabilitación) supone ahondar y
hacer hincapié en la necesidad de crear espacios públicos para
mujeres desde los que poder experimentar, participar, decidir, accionar, y que
rompan directamente con la concepción usual asistencial de los centros
culturales o de ayudas de todo tipo. Hablamos de autogestión de un
centro social para mujeres donde tengan cabida todo tipo de propuestas y donde
podamos realmente experimentar otra forma de ‘hacer ciudad’ y los
poderes públicos se echan las manos a la cabeza. Cómo se ha
conformado y se conforma el espacio urbano, cómo se han desarrollado y
se desarrolla las políticas de la igualdad, las políticas de
apoyo, las políticas de conciliación de la vida familiar y
laboral, o las políticas proteccionistas, nos muestran un panorama desde
el que se niega absolutamente la posibilidad de un deseo de autogestión
de nuestras propias vidas, un deseo que se encuentra proscrito de antemano, de
forma que no sólo se genera un espacio urbano hostil para las mujeres,
sino que coarta cualquier tipo de iniciativa de creación de otros modos
de habitar la ciudad y este barrio desde un terreno propio, autónomo y
que permita constituirnos realmente en interlocutoras válidas en el
plano de lo político.
Pero sabemos que ninguna configuración de poder es absolutamente
determinante. En su propio seno se maquinan otros modos de relación y
praxis de resistencia. Los territorios se reorganizan y ponen en cuestión
las estructuras de poder. La Karakola surge así como el intento de practicar otras
construcciones políticas que irrumpan en el espacio urbano y sean
capaces de crear redes reales que hagan comunidad; prácticas desde las
cuales desplacemos los mapas y rediseñemos nuevos territorios que puedan
hacer frente al orden heteropatrtiarcal y al proceso más que voraz del
capitalismo global que se inscribe violentamente en lo cotidiano y en nuestros
cuerpos.
LOS TERRITORIOS DESDE LA CIUDADANÍA.
Pasar de un mapa a un territorio tiene que ver con la
reapropiación física y simbólica que mencionábamos
antes del espacio que habitamos. Porque cuando dejamos de concebir nuestro
entorno como un elemento neutro y reaparece como un espacio saturado de
relaciones de poder en el que participamos y en el que nos movemos, resulta que
el mapa se desdibuja y surge entonces la capacidad de trazar de nuevo las
líneas, de deconstruir los límites, de marcar territorios que
pasan a constituir verdaderos emplazamientos de acción política.
Las mujeres históricamente han sido excluidas de la actividad
política. La eterna consagración al espacio privado o
doméstico se diluye, sin embargo, cuando no dejamos de insistir en que
‘lo personal es político’. Si el territorio nos emplaza a entender
que nuestro entorno, nuestra forma de habitar, nuestra vida, no puede
comprenderse sin atender a las relaciones de poder que lo configuran, resulta
entonces imposible seguir entendiendo la dicotomía entre lo
público y lo privado. No hay un terreno social extraño por una
parte y por otra un ámbito privado que mantendría nuestras vidas
y nuestros cuerpos de forma aislada. Pese a que desde la Administración
se nos invita a una gestión privada e individualizada de todos los
problemas, necesidades y deseos, seguimos insistiendo en la dimensión
social, política y compartida de nuestras vidas. A partir de aquí
podemos volver a recolocarnos, a re- situarnos, a territorializarnos, en
definitiva, a poner el cuerpo en el centro. Un cuerpo donde no se distingue un
adentro y un afuera, donde las marcas de eso público y de lo otro
privado se desdibujan, y donde entonces la incapacidad de entendernos fuera del
entramado político nos invita a la apuesta total de una constante
politización de nuestras vidas.
Para nosotras, la okupación tiene que ver con esto: que lo
personal sea político significa también que el poder se
inscribe en lo más
cotidiano, en los espacios más recónditos, se hace cuerpo, conforma el deseo y
satura el placer. La okupación es una apuesta por dejar de entender la
política como algo separado de la vida y de lo personal. Hacer de lo personal, de lo cotidiano,
de lo más ínfimo una constante reinvención, una constante
problematización, una constante creación que rompe con las
antiguas concepciones de la política tradicional.
En este sentido, para nosotras, la autogestión es algo
fundamental a lo que no renunciamos en ningún caso. La
autogestión no significa sino hacer real esta apuesta política
por la constante experimentación, y sobre todo desde una
participación activa y colectiva. La Karakola es un envite a romper con
las relaciones asistenciales que como señalábamos más
arriba, son la única forma de participación que las instituciones
promueven. Es un envite a poner en acción la capacidad creativa desde lo
colectivo, a pensar formas de cooperación reales que muchas de las veces
han supuesto la capacidad real de generar verdaderos dispositivos
políticos.
Desde aquí, desde lo personal es político, desde la
inserción de una nueva concepción de la política en lo
cotidiano, desde la autogestión y lo colectivo, es desde donde
insistimos en otra forma de hacer ciudad. Los procesos políticos no nos
son ajenos; por lo mismo, se trata entonces de buscar mecanismos que promuevan
la participación en ellos, la capacidad de decisión, de
acción, de transformación, en lo que vendríamos a llamar
la conformación de una ciudadanía activa, participativa y
pública. Esto sin embargo,
no es algo que venga dado, y sobre todo para las mujeres que han visto
desde siempre coartada cualquier posibilidad de decisión sobre sus
vidas, sobre su entorno, sobre su ciudad, su mundo. Los espacios
públicos de este modo De lo que se trata entonces es de generar
agenciamientos colectivos que sean capaces de contagiarse, de fluctuar, de crear
formas inéditas de intervención y de construcción desde
nosotras mismas que puedan realmente conformar la ciudad y el mundo que
queremos y que deseamos. Porque somos parte de estos territorios decidimos y
luchamos diariamente para construirlos y reorganizarlos. Diseños
plásticos del mundo que queremos. Expansión brutal de los deseos
constreñidos. Reapropiación legítima de nuestro espacio de
vida, de nuestros cuerpos, de nuestros barrios, de nuestro mundo...
LOS TERRITORIOS DESDE LA
KARAKOLA:
Hablar de territorios es entonces situarnos. Y situarnos significa
desentrañar el entramado de relaciones que nos configuran y que
configuramos, es ahondar en la necesidad de entendernos no como un sujeto
estable (no desde una perspectiva esencialista del ser mujer), sino como un
proceso constante que puede más o menos ser localizado pese a la
complejidad de la composición social y del nuevo orden mundial. Al situarnos, al entendernos desde una posición
parcial pero no por ello indefinible e insuficiente, miles de cuestiones son
las que se abren y a las que consideramos necesario enfrentarnos. Algunas de
las inquietudes que desde la karakola se plantean son:
1/La investigación, el análisis y la reflexión de
los procesos de transformación del trabajo. Partimos de la
hipótesis de que si bien antes el trabajo se encontraba centralizado en
la fábrica fordista y en la cadena de producción, tal modelo ha
virado hacia una creciente intensificación del proceso productivo que
por una parte ha excedido en su totalidad a la antigua fábrica para
llegar a los rincones más insospechados de la vida en todas sus dimensiones, y , por otra parte, ha
supuesto el final del trabajo tal y como lo conocíamos y la aparición
de toda una serie de actividades pluriformes que se han denominado precarias.
Lo importante para nosotras es pensar la imposibilidad de desligar tal
análisis de la cuestión de la feminización del trabajo.
Esto tiene que ver tanto con la transformación del poder que se extiende
desde lo social hasta lo más íntimo y viceversa (la
característica de este poder es tanto la de su producción como la
de su reproducción, no es un poder unidireccional, sino circular, sin
origen definido) que coloca al cuerpo como enclave privilegiado desde el que
leer y donde se inscriben las prácticas políticas, como con la
expropiación por parte del capital para su producción central de
cualidades históricamente definidas como ‘femeninas’. Cuestiones como el cuidado en
términos generales, la capacidad afectiva, el componente relacional, la
inestabilidad, la invisibilidad, la vulnerabilidad, han pasado a ser no sólo el sostén, sino
la exigencia y el punto clave de los nuevos modos de producción del
capitalismo global. Transitar por esta cuestión de la
feminización del trabajo supone pensar que tal forma del trabajo no es
algo nuevo, sino que se trata más bien de la extensión del
trabajo ‘típicamente femenino’ que las mujeres han
desempeñado siempre en el ámbito privado, hacia toda la sociedad.
En este sentido, la precariedad no la definimos sólo como la forma de
los nuevos trabajos, sino que, al
encontrarse completamente imbricada en la vida y al no poder ser
diferenciada de la misma, preferimos hablar de la precarización de la existencia.
La precarización de la existencia y la feminización del trabajo
son entonces los enclaves desde
los cuales partir para comenzar a entender el nuevo escenario político y
social y poder articular hipótesis generales (que no universales) que
nos permitan pensar posibilidades de subversión y
desestabilización del orden impuesto. Como parte de esta inquietud que consideramos primordial
para poder enfrentarnos al complejo social actual, en la Karakola han surgido
dos proyectos que trabajaban en esta línea: Sexo, Mentiras y Precariedad
explora los nuevos circuitos del trabajo, tomando como ejemplo privilegiado la
multinacional Inditex, donde la explotación del trabajo de mujeres es
una constante central en su modo de producción. Pero además,
donde temas como la representación de la mujer o la normalización corporal se
convierten en verdaderos dispositivos de producción de cuerpos y del
cuerpo femenino, ¿cómo cambia la dependienta de Zara su uniforme
cuando se lo lleva puesto a casa? ¿Dónde distinguir las fronteras
de trabajo/ no trabajo? Lo que se pone en juego, lo que se producen son
cuerpos, modos de vida normalizados, regularizados y controlados, y
aquí, el cuerpo de la mujer tiene mucho que decir: Sexo, Mentiras y
Precariedad, culmina con una acción en un establecimiento de Zara en el
que unas 100 mujeres entran para denunciar la explotación laboral, los
contratos precarios, la talla normalizada y estandarizada que propone modelos
anoréxicos que promueven terribles enfermedades como la anorexia, que
nos somete a seguir estereotipos de lo que ‘debe ser una mujer’, y
que nos sigue proponiendo modelos de sujeción al orden heteropatriarcal.
Por otra parte, Precarias a la Deriva, que comienza con una propuesta:
la de ‘derivar’ por
los circuitos del trabajo tanto físico como simbólico de
diferentes áreas: el trabajo de las hosteleras, de las trabajadoras
inmateriales (traductoras, profesoras, correctoras), de las teleoperadoras, de las enfermeras,
de las trabajadoras audiovisuales (radio y televisión), de las ‘cuidadoras’
(amas de casa, internas, por horas, y del cuidado en general) y de las
trabajadoras del sexo. Como parte también del entramado social, la
perspectiva planteada es la de un análisis parcial, localizado,
fragmentado, pero no por ello menos válido. La cuestión que se
abre aquí es la de la posibilidad de hacer re- escrituras comunes,
buscar los nodos de relación, los puntos de inflexión, generar
espacios reales de conectividad y los nombres comunes que nos permitan trazar
un mapa más o menos claro, y la posibilidad de articular un discurso
político contestatario potente.
2/ La reflexión e intervención entorno a la guerra global
permanente y la guerra cotidiana.
“Lo Rosa asalta la plaza pública, la redefine y la hace nuestra. Frente a la mercantilización de todos los espacios de la vida; frente a la privatización de los recursos; frente a las calles como escaparates y espejos de lo intocable; frente a un orden vital impuesto por las normas del capital, lo Rosa sale a la calle, reorganiza el territorio y lo desajusta como experimento de participación ciudadana.” (Manifiesto Rosa. Marzo 2003. )
El nuevo orden mundial que se abre tras el 11 de septiembre y los
acontecimientos de Génova
sientan las bases de la lógica de guerra que subsume al mundo en
una guerra continuada y en dos bandos: terroristas, no terroristas, violentos
no violentos, se convierten en estructuras de sujeción, de
legitimación del orden impuesto, y de criminalización de los
movimientos sociales. Salir de estas dicotomías, buscar nuevas formas de
expresión que realmente nos permitan subvertir estas marcas
simplificadoras y opresoras, en definitiva posicionarnos desde otra perspectiva totalmente
desconcertante y que haga estallar los dualismos del imperio de la guerra.
Las movilizaciones contra Irak fueron realmente una expresión
fascinante de ruptura con este discurso. Para nosotras la cuestión
radicaba en cómo posicionarnos en las movilizaciones: formar parte de la
espontaneidad y del flujo que corría por las calles en esos días
a la vez que intentar posicionarnos de una forma no neutra, es decir, expresar
nuestra incomodidad con los cantos machistas y homófobos, colocar
nuestros cuerpos como marcas
complejas que imposibilitasen cualquier intento por parte del poder de
someternos al discurso simplificador, divisor y criminalizador de violentos/ no
violentos, a la vez que expresar la necesidad de ampliar el discurso contra la
guerra. La guerra decíamos, ni comienza ni se acaba en Irak. El cuerpo
de las mujeres es utilizado en los conflictos bélicos como campo de
batalla; pero también es en ellos donde se imprime el peso de la
economía soterrada de los países en conflicto. Donde se imprimen
la pobreza que origina y produce las guerras. La guerra global también
tiene que ver entonces con el orden heteropatriarcal. La guerra global,
decíamos, es también la guerra cotidiana que sufrimos, peleamos y
negociamos diariamente. Estos procesos no pueden separarse de la realidad
social e inmediata de nuestra existencia, de la militarización de nuestra vida con discursos
espeluznantes sobre el control y sobre la ‘legalidad’, de la
precarización de la existencia, de la interrupción de los
derechos, de la explotación, de la marginalidad, de la miseria.
Con estas cuestiones, creamos un dispositivo que para nosotras iba
mucho más allá de la Karakola, y al que de hecho se unió
una gran diversidad de gente: la Operación Rosa y su arma, el Para- War,
un paraguas rosa con el que ridiculizar la represión policial,
descontextualizarla y sacar fuera de juego la más que incipiente criminalización. Pero también un arma que
desplegar ante los cánticos machistas y homófobos. Inventamos
consignas, hablamos de las diferencias, pusimos nuestros cuerpos irreductibles
en el centro, hablamos de una política creativa, activa, pública.
De la participación ciudadana y de la crisis de la representación
del poder. Salimos a la calle de rosa para gritar que las calles de rosa son
otra cosa, para acabar con los bandos, para hablar de la sexualidad, de lo
subversivo de nuestro cuerpos, para desplegar el Para- War frente a la lógica
militar, para hacer nuestros los espacios de vida mercantilizados: lo rosa,
decíamos, circula libremente por las calles de nuestras ciudades, no
tiene fronteras y quiere que te lo apropies. Se sale de los circuitos
normalizados impuestos y se coloca directamente sobre los cuerpos que hoy se
enfrentan a la guerra para hacer reales otras lógicas.
3/ Sobre las sexualidades y su visibilidad.
“La imagen de las queers, las descocadas, las fieras corrupias, las cyborgs, las histéricas, las camioneras, las frígidas y las salidas, las de tacones quebrados y las descalzas asaltando el supermercado , la tienda de artículos del mundo, el jardín privatizado y la ceremonia de boda es nuestro sueño más querido. Ser divina es experimentar siempre con la práctica de la impostura que revela la disciplina sexual modificada del Hogar y la Caspa; es desorganizar nuevamente todas las clasificaciones, incluidas las que determinan el lugar de las transexuales.”
(Manifiesto 28-J. Bollera no es una marca es un desorden global. La Eskalera Karakola)
La sexualidad, el cuerpo,
se encuentran en el mismísimo centro. Por una parte pensar el orden
social como un orden regido por el
imperio del enclave heterosexual, que ha sido uno de los ejes más
importantes a través de los que se sostiene la lógica del
capital. Una noción de sexualidad ahistórica, inmóvil, que
no hace sino mantener los roles de género de forma rígida. Pero
también y más allá, pensar no sólo el género
como un constructo social y político, sino la sexualidad como una
tecnología muy potente a partir de la cual se normalizan formas de
relación social, se tejen lazos de cohesión, se fabrican cuerpos,
se institucionalizan, se trazan fronteras, límites. Pensar entonces el espacio de sujeción como la
línea que normaliza y estabiliza el sexo/ el género y el deseo.
La proliferación de otras sexualidades, posibilita entonces la
desnaturalización, y el desplazamiento del sistema sexo/ género/
deseo. Pero sin embargo, asistimos, a un proceso en el que la proliferación
de las sexualidades gays y lésbicas están siendo constantemente
absorbidas y recuperadas por parte
del capital. Un producto que el propio capital rediseña de forma
atractiva, que incluye con una capacidad pasmosa de reapropiación y que
devuelve normalizando el discurso,
las prácticas cotidianas de vida y trazando nuevas y más complejas fronteras de exclusión.
Para nosotras, romper con el discurso normalizador, con las
reivindicaciones de igualdad, con la creación de los estereotipos y el
mercado creciente de consumo sobre todo gay, visibilizar las sexualidades que
se quedan ‘fuera’, son cuestiones primordiales para realizar una
crítica política al orden heteropatriarcal. Propuestas como las de la campaña ‘Bollo no es una marca, es un
Desorden Global’, van en esta línea. Por una parte, insistir en la
desnaturalización del sexo que impide trazar un correlato
armónico, basado en nociones biológicas o anatómicas,
entre el sexo el género y la sexualidad. Esto a su vez supone la
imposibilidad de pensar las identidades en un sentido fuerte ( desde el ser
mujer a las heterosexuales o las homosexuales). Por otra parte se trata de apostar por la irreductivilidad del
capital de nuestra sexualidad. Ésta es siempre un exceso, un exceso que
abre y posibilita subversiones constantes y resistencias al capital.
Pero también propuestas como las del grupo de Retóricas
de Género: la deconstrucción de los carnéts de identidad
que se realizó en el Día del Orgullo Gay, Lésbico y
Transexual de este año, tiene que ver con atender también a otras
diferencias y cuestiones transversales. No sólo la sexualidad, sino
también el lugar de procedencia, la raza, la etnia, son cuestiones
cruciales en la configuración de las identidades. En estos documentos,
todo quedaba trastocado, de tal forma que se pone en evidencia la
sujeción a tales categoría y su construcción
política y social.
Este es un pequeño esbozo del territorio de la Karakola. Estas
cuestiones, la precarización de la existencia, la guerra global, y la
deconstrucción del sistema sexo / género / deseo, son cuestiones
que constantemente se cruzan, se solapan, se apoyan y se articulan en
prácticas discursivas comunes. Pero son otras muchas las cuestiones que se han planteado desde la Karakola (desde
la creación de un área telemática – cyborgcentrifuga-
donde se hablaba de las relaciones entre mujeres y tecnología, o la
campaña contra las agresiones sexuales con el lema de ‘las calles
y las noches también son nuestras’, o el taller de herramientas
contra el racismo, o las acciones contra Zara y Bershka , pero también
contra Telefónica, pasando por proyectos de autoempleo para mujeres
hasta el campo de rehabilitación internacional donde cuestiones como la
cooperación y la circulación del saber se plasmaban en un experimentar
constante).
El feminismo se encuentra en un punto estanco a caballo entre su
institucionalización casi absoluta y las políticas asistenciales.
El reclamo y la insistencia de aquello de
‘lo personal es político’, y de la
politización de la vida, supone también irrumpir en la todas las
dicotomías asentadas y que asientan una separación entre lo
público y lo privado, pero también entre lo práctico y lo
teórico, entre lo académico y lo no académico como base de
localización del saber y de la teoría, pero también la
dicotomía entre gestoras y usuarias Los espacios públicos de
mujeres son necesarios para experimentar desde este otro lado: desde donde
estas fronteras se desdibujan y desde donde la propuesta feminista no puede
sino ser la de la politización constante de nuestras vidas; la de la
creación de espacios colectivos realmente plurales y diversos a
través de los cuales recuperemos la capacidad de intervención y
transformación de nuestro mundo.
Decíamos al principio que la Administración recupera las
propuestas de participación ciudadana para encauzarlas en sus propios
circuitos vaciados y constreñidos. La tarea en este sentido y frente a
un negociación harto difícil, se convierte en la de la
creación de una fuerza política suficientemente fuerte para poder
arremeter contra todo tipo de discurso que intente poner un proyecto por encima
del otro (¿Por qué, nos dicen, contemplar el proyecto de la
Karakola y no el de una casa, por ejemplo, cultural para mujeres o un centro de
acogida? ). La visibilidad constante, la intervención en distintos
espacios se convierten en una tarea que como el propio proyecto de la Karakola,
trasciende a la misma. El espacio de la Karakola se encuentra en peligro ( la
E.M.V. ha visto el filón que se le presenta en el terreno que okupa la
Karakola), pero nosotras insistimos en esta batalla. Los Centros Sociales son
espacios más que necesarios para crear nodos de conectividad que sena
capaces de albergar las distintas y múltiples propuestas en este
escenario cada vez más frágil y fragmentado desde los que potenciar
las enormes posibilidades indivuduales y colectivas de intervención para
hablar realmente de otra forma de ‘hacer ciudad’, de
territorializar y de habitar.
“Desde esta diversidad, que no es un
mero despliegue de colores bonitos, sino un conjunto de experiencias
íntimas, una multitud compleja e incontrolable, una alianza inminente,
lanzamos un desafío a cualquier esfuerzo por invisibilizarnos o
patologizarnos: aquí estamos. Haremos espacios para nosotras.”
(Proyecto de recuperación y rehabilitación de embajadores 40. La
Eskalera Karakola: un proyecto de Centro Social Autogestionado Feminista.
Marzo. 2002. p. 20)