LAVAPIES.
TEORIA Y PRACTICA DE LA ESCALERA.
La Eskalera
Karakola
Este texto
analiza algunas consecuencias del modelo de rehabilitación de
Lavapiés, especialmente en lo que se refiere a las cuestiones sociales y
las alternativas a dicho modelo. Lo hace al calor de la última
conversación de La Eskalera Karakola con la EMV.
Lavapiés
entra en estos momentos en una fase de ampliación del Área de
Rehabilitación Integrada. La primera se puso en marcha en 1997 y
arrancó unos cuantos años después con una buena dosis de
desinformación en torno a su contenido. En aquel momento, no
sabíamos hasta dónde podía llegar el cinismo y la ausencia
de propuestas para el vecindario por parte del ayuntamiento del PP.
Esta segunda
fase se prolongará hasta 2006 y contará con un presupuesto de
40,6 millones de euros. Según sostiene el ayuntamiento, esta
ampliación contribuirá a «erradicar la infravivienda,
mejorar el medio ambiente urbano, integrar socialmente a la población
inmigrante, dar preferencia al peatón, mejorar la calidad de vida de los
residentes y atraer a los jóvenes a este barrio con una extensa oferta
cultural y una vivienda de calidad». No obstante, el balance de la
primera fase realizado por la Red de Lavapiés (véase La
rehabilitación de Lavapiés o el despotismo castizo: todo para el
barrio pero sin el barrio, 2001, el Plan de recuperación de
edificios sensibles, 2002 o La carta abierta a Sigfrido Herráez concejal
de vivienda y rehabilitación urbana 2003) o nuestra propia experiencia
de habitar la dificultad invita al escepticismo. La crítica se centra en
varios aspectos: (1) un modelo de intervención que concede un fuerte
peso a la inversión privada, algo que no favorece los usos residenciales
y económicos que dan servicio al barrio, (2) visión fragmentada y
descoordinada con intervenciones «temáticas» gestionadas por
distintos organismos, (3) nula apertura de canales para la consulta y
participación vecinal en el diseño, seguimiento y evaluación
de la rehabilitación, (4) incidencia en los elementos de
promoción del ocio cultural en detrimento de las necesidades primarias,
sobretodo en el campo de la salud, la educación y los espacios sociales,
(5) falta de propuestas en relación a la oferta de vivienda social y
viviendas asequibles de alquiler, (6) no se han ejecutado los realojos, la
erradicación de la infravivienda sigue pendiente y no se ha actuado
expropiando en los casos previstos por la ley y con vistas a favorecer la
rehabilitación de los edificios, (7) no se han respetado los proyectos
asociativos del barrio (algunos de las cuales han sido literalmente
desalojados) y se ha favorecido un modelo asistencialista que genera
dependencia y promueve la privatización de los servios públicos.
En definitiva y tal y como se explica en uno de los documentos: «esta
intervención no busca resolver las carencias y necesidades de los
habitantes de un barrio, sino remodelar un espacio urbano situado en el centro
mismo de la ciudad, convirtiéndolo en un espacio atractivo para
jóvenes profesionales con un elevado poder adquisitivo, con vistas a su
revalorización en el mercado inmobiliario».
Este es el
contexto en el que se debaten algunos proyectos de iniciativa autoorgnizada. La Eskalera Karakola,
una casa de mujeres okupada en noviembre de 1996, hace ya la friolera de siete
años, es uno de ellos. El edificio de la calle Embajadores 40 que
alberga este centro, abandonado durante muchos años por la propiedad, se
halla en un estado lamentable a pesar del interés histórico,
social y arquitectónico del mismo. El pasado mes de septiembre Gerencia
de Urbanismo inició unas obras de apuntalamiento que finalizaron en
enero y que fueron un bonito modo de gastarse el dinero para parchear la
situación. Desde el centro social se ha presentado un proyecto de
recuperación y rehabilitación de la casa que incluye: su
expropiación o compra por parte del ayuntamiento, su
rehabilitación participada
y la cesión con el fin de dar continuidad a un nuevo proyecto
social de mujeres que arranca del que existe actualente y aspira a potenciar su
actividad. Una casa de mujeres que ha peleado todos estos años,
también practicando la «autorehabilitación», contra
una ruina inminente. De llevarse a cabo esta propuesta se abriría en
Madrid un centro social autogestionado de mujeres que podría, una vez
rehabilitado, albergar y dar respuesta a muchas de las necesidades y deseos de
las mujeres de Lavapiés y de Madrid. El proyecto fue presentado
públicamente el pasado mes de marzo con la participación de
distintas organizaciones de mujeres, asociaciones de vecinos, partidos
políticos, instituciones como el Consejo de la Mujer y otros colectivos
.
Tras esta
presentación tubo lugar una reunión con el concejal de urbanismo,
Sigfrido Herráez, que se comprometió a estudiar y dar respuesta a
las demandas de las okupantes,compromiso que no ha cumplido hasta la fecha.
Después vino la guerra, el despotismo, esta vez a escala global, la
política de tierra quemada y una campaña electoral en la que,
como es habitual en los últimos tiempos, lo que menos cuenta son las
iniciativas concretas.
En posterior
reunión con la responsable del Departamento de Infravivienda Urbana de
la EMV, Carmen Casesmeiro, el pasado 1 de octubre, se ha vuelto a reiterar la
propuesta de La Karakola sin obtener ninguna respuesta clara por parte de este
organismo, que afirma tener la voluntad política de abrir una
negociación pero que no acompaña con hechos y compromisos dicha
declaración de intenciones. La actitud de la EMV podría condensarse
acudiendo a su particular teoría de la escalera: primero compramos la
casa, lo de la expropiación, que lo sepais, es muy difícil a
pesar de que existe una legislación bien clara al respecto. Pero ya se
sabe la legislación cuando va contra los intereses de la propiedad no
tiene el mismo peso que cuando la beneficia. Bueno, pues primero la compra y
después ya veremos. La escalera, afirma la EMV, hay que construirla
peldaño a peldaño. Lo cierto es que cualquiera que entienda algo
de construcción sabe que para hacer una escalera hace falta saber
dónde va y cómo se va a llevar a cabo (esto sí que es
tener una visión de la globalidad). En definitiva, la pregunta es
¿comprar para qué? O, en una perspectiva más amplia,
¿cuáles son los planes sociales para Lavapiés?,
¿cómo se van a gestionar y qué papel se prevé tenga
la ciudadanía en su desarrollo, tanto las realidades y propuestas
autoorganizadas, como todas y cada una de las personas que habitamos en este
barrio?
La
sensación hasta el momento es que la concepción de lo social
propugnada desde el ayuntamiento es, en el mejor de los casos, producto de la
improvisación y, en el peor, de un diseño dirigido a convertir
este barrio en un lugar para el espectáculo, el esparcimiento y la
inversión de las nuevas clases profesionales (los «nuevos
colonizadores») y de los especuladores de pequeño y medio pelo. El
resto de las necesidades y deseos –el tan añorado centro de salud,
que ahora parece comenzar a ponerse en marcha, las plazas escolares y las
guarderías públicas, el ambulatorio de especialidades, los pisos
tutelados para mayores, las propuestas para regular la vivienda social y los
pisos baratos de alquiler, los lugares de encuentro, los parques infantiles y
las plazas diseñadas para confluir, los espacios abiertos y participados
para la cultura, los pisos de acogida, los proyectos laborales y talleres de
oficios para personas discriminadas por su edad, sexo, raza o lugar de
origen…todo esto, que no constituye ninguna novedad para cualquiera que
viva aquí, queda pendiente hasta nueva orden. Puede que desconozcamos
los planes, mala señal, puede que, como dice Casesmeiro, las cosas haya
que hacerlas paso a paso y no exista una visión de conjunto sobre
cómo acometer los problemas del barrio, o puede simplemente que los
planes sean otros y no se esté dispuesto a invertir en Rehabi[li]tar
cuando de lo que se trata es de desplazar.
Por
desatender, el ayuntamiento ha desatendido sus propias propuestas, entre las
que figura una partida de tipo «mujer», epígrafe importante
aunque sólo sea a nivel publicitario para cualquier grupo
político que se precie. Así, en la propuesta inicial prevista en
el Programa de Intervención Social y Educativa de Lavapiés, que
tubo que esperar hasta el 2000, se contemplaba un centro batiburrillo de
atención a menores y promoción de la mujer y un espacio para la
conciliación de la vida familiar y laboral (¿en qué
consistirían dichos espacios? nadie lo sabe). De todo esto no hemos
vuelto a escuchar nada aunque tenemos nuestras sospechas.
Si observamos
mínimamente las políticas «de género» del PP
en los últimos años veremos por dónde van los tiros. Lo
primero que advertimos es la consolidación del modelo de estado del
bienestar mediterráneo, se llama mediterráneo por no llamarlo
rudimentario o familista. Esto quiere decir que quien ha de encargarse de la
reproducción en el régimen de «doble jornada»
(flexible y precaria, esto es, como siempre lo hemos hecho las mujeres)
–el cuidado de los demás, dependientes o no, las miles de
gestiones que hay que hacer ahora para todo, el bienestar afectivo, el apoyo y
seguimiento de la salud y la educación, la limpieza, etc.– son las
mujeres en el seno de familias normalizadas (para quien tenga pasta, las
mujeres inmigrantes con bajos salarios), y que sólo en ausencia de una
mujer (ya sea la madre o cualquier otra) intervendrá el estado o sus
agencias privadas. Si hay mujer, no hay intervención y aun no
habiéndola ésta será muy limitada. Podríamos poner
miles de ejemplos de todo esto pero no creemos que haga falta; están
demasiado cerca para todas y para todos. Nos duelen y son una tremenda
injusticia. Lo segundo que llama la atención es cómo las
políticas de
promoción del empleo femenino han pasado a ser políticas de
conciliación; la cuestión aquí es cómo paliar lo
asfixiadas que vamos o cómo alentar que tengamos hijos y otros
familiares y no muramos en el intento. Una vez más, el modelo de la
ayuda y el sálvese quien pueda (mejor si se tiene una madre, eso
sí, que no esté demasiado mayor o con achaques). El tercer
aspecto a señalar es el carácter estrictamente
propagandístico que han adquirido las «perspectivas de
género», el famoso «mainstreaming» o los
capítulos de igualdad; planes, folletos, campañas, etc. En este
campo, la gestión de la violencia contra las mujeres como
fenómeno mediático y electoral, en una vena cada vez más
punitiva y penalista, se lleva la palma. Los créditos se los lleva el
estado, los dineros las agencias privadas. La inversión, en cualquier
caso, merece la pena. La otra posibilidad es que las mujeres figuremos, a
efectos administrativos, entre los
«sin» (sin papeles, sin techo, sin recursos…), paradigma para
la acción caritativa de ONGs o víctimas de políticas
laborales de «inserción» que fomentan los bajos salarios y
el sin vivir .
«Promoción»,
«ayuda», «inserción»,
«conciliación» se han convertido en términos
tremendamente opacos. Pero, volviendo a Lavapiés y al epígrafe
«mujer». Es posible que en los planes del ayuntamiento figure
alguna de estas iniciativas de promoción o apoyo, ya vayan dirigidas a
«la mujer» en exclusiva o a alguna combinatoria de
«sins» (menores, mujeres, inmigrantes, ancianos…). Puede que
estén pensando en un centro (con cursillos y algún servicio) o
puede que piensen en términos de campañas a coordinar desde los
distintos centros existentes y, como se dice en el lenguaje de los servicios
sociales, «desde la globalidad» (aunque esto es demasiado
sofisticado). Puede incluso que tengan en mente una casa de acogida,
perdón, centro integral contra la violencia de género, aunque
todo el mundo sabe que si está en Lavapiés no podrá
albergar a las mujeres de este barrio y si lo ponen en otro lugar será
difícil justificarlo públicamente como parte de las inversiones
sociales de la zona. En cualquier caso y eligan lo que eligan lo que sí
va costar es ver un cambio en cuanto a las premisas y a la gestión.
La propuesta
de La Eskalera Karakola es otra. Y no es que pensemos que no hacen falta casas
de acogida, cursillos, servicios de atención psicológica o
jurídica o todo lo demás. Ya explicamos en el proyecto
que las cosas podían ser de otro modo y que el centro social por el que
apostamos aboga por romper la escisión, tan brutal en el caso de las
mujeres, tan dañina para nuestra propia constitución como
sujetos, tan contraria a las experiencias autoorganizativas del movimiento de
mujeres desde América Latina hasta Europa, desde Asia hasta Africa,
entre usuarias y equipo técnico, entre clientas y agencias, entre
asistidas y benefactores. Esta ha sido nuestra concepción a lo largo de
siete años, una concepción que con todas las limitaciones
físicas y jurídicas de la okupación, la ruina y el
feminismo se ha dejado ver en experiencias que van desde el Campo Internacional
de Trabajo de 1999 junto a mujeres de todo el mundo y un equipo de arquitectas
y arquitectos hasta las distintas iniciativas (debates, campañas,
acciones, etc.) contra la violencia, contra la precariedad, contra el modelo de
identidad sexual único, por un urbanismo alternativo… que hemos
venido realizando a lo largo de estos años.
Nuestro
proyecto no contempla ni ha contemplado nunca la división entre aquello
que las mujeres necesitamos como cuestiones más inmediatas (materiales o
psicológicas) y los deseos de construcción de espacios que vayan
más allá de esa inmediatez y constituyan lugares de
experimentación, relación, sociabilidad, conocimiento. Por una
parte, insistimos en el imperativo de afrontar algunas de las necesidades
más urgentes de las mujeres en nuestro entorno. Nos referimos a
cuestiones como la sobreexplotación laboral, la de las asalariadas y de
las que no lo son, que a la vez deben asumir la gestión del hogar y el
cuidado de las personas dependientes. También nos referimos a problemas
como la soledad, el aislamiento..., cuestiones todas ellas imbricadas
directamente en lo social, o a la condición de las mujeres migrantes
cuya problemática se ve complicada por imperativos que determinan su
exclusión y su absoluta precariedad. Por otra parte, afirmamos la
urgencia de pensar los espacios de lo posible, que engloban toda esa serie de
necesidades urgentes, pero también de deseos que sentimos y que queremos
compartir. Hablamos de espacios y actividades de encuentro entre mujeres que trascienden
la urgencia y se afanan por construir formas de cooperación que alteren
irremisiblemente el cotidiano.
Para nosotras,
ambas líneas de actuación —la que atiende a las necesidades
y a los deseos, a los conflictos cotidianos y a la posibilidad de reconvertirlos
en formas de cooperación y producción común—, que
desde las políticas de la administración se conciben como
separadas en forma de asistencia y ocio, resultan indisociables.
(¿Cómo y hasta dónde separar la necesidad de una
guardería, de una asesoría jurídica, de un servicio de
atención, de la creación de espacios de encuentro, de
comunicación, de relación, de creación de redes de apoyo
mutuo, por los que apostamos para constituirnos como gestoras de nuestra propia
vida? ¿cómo si de lo que se trata es de generar autoestima,
subjetividad, autonomía, comunidad?) Para nosotras, tales espacios de
reunión, cooperación, y asistencia del tipo que sea deben ir
construyéndose a partir de nosotras mismas, de la circulación de
nuestros saberes, de nuestro afectos, desde una relación horizontal con
las denominadas «técnicas» y desde la comprensión
conjunta de los problemas de nuestro entorno. ¿Acaso no es ésta
una visión «integral» o «desde la globalidad»?
Este es el
sentido que damos a la autogestión que tanto miedo da a quienes
pretenden gobernar lo que necesariamente se escapa a una racionalidad de la
escasez y el management. Nuestra propuesta de centro social de mujeres consiste
en un «ir más allá» que implique la participación
activa en la creación del propio espacio, esto es, en la
construcción de la realidad, de lo cotidiano, en la autogestión
de nuestras vidas. De una vida en la que los problemas sean politizados desde
una perspectiva que no se piensa como neutra; las posiciones que ocupamos no
son casuales, sino fruto de un complejo de políticas que nos
sitúan, pero, y he aquí lo que consideramos fundamental, que no
nos sujetan hasta paralizarnos, sino que, por su propia constitución,
nos empujan necesariamente a intervenir en el curso de los acontecimientos. De
ser, ese centro estará necesariamente atravesado por conflictos
fundamentales, conflictos con los propios deseos y conflictos con los
límites, los externos y los internos, los individuales y los colectivos. No es y no va a ser coser y cantar.
Nos
dirán: esto no representa al conjunto de la población, a
«las mujeres». Bien, ninguna propuesta podrá hacerlo, a no
ser que se eriga en representativa a costa de la pasividad, del silencio de
quienes habitan los márgenes o de la imposición del pensamiento o
el sujeto único. La gestión actual de lo social genera
dependencia, sumisión y uniformidad. Además, prefiere crear la
sociedad desde cero antes que reconocer (por no hablar ya de mimar) sus
emergencias, aunque éstas se expresen machaconas salvando obstáculos
practicamente insalvables y afirmando una y otra vez su gusto por la invención, la cooperación
y el crecimiento. Aún así, los gobernantes preferirán la
política de tierra quemada para no hacer peligrar el control y la
modulación que ejercen sobre lo existente. Queremos el edificio, eso por
descontado. Pero entonces… vendrían cientos de miles a reclamar
más… Pues no estaría nada mal. Esta afluencia masiva de
personas, asociaciones y grupos de colegas que quieren edificios para sus cosas
sería un ejemplo, hoy por hoy poco probable, de que la ciudadanía
no es una entelequia, una palabra de moda en los salones y clubes de empresa.
El atolladero
en el que están los servicios sociales es evidente; mientras no existan
plazas de guardería, atención domiciliaria, residencias o, mejor,
formas alternativas, no paternalistas y mercantilizadas para cuidar(se)…
mientras no exista todo esto resulta un chiste hablar de conciliación.
Las mujeres, por nuestro propio interés, tendenmos a organizarnos
–aunque esta organización a menudo no transpase las fronteras de
la propia familia– ya sea para compartir cuidados, intercambiar recursos
e informaciones o romper la soledad y la angustia. La potencia de esta
tendencia a la autoorganización es enorme; el mercado también lo
ha advertido. Genera recursos y lo que es más importante recursos
humanos (de esos que ahora llaman «capital humano»): soluciones
colectivas y cerebros y manos para la acción. Decimos, se nos
dice,incluso desde las instituciones, que no podemos meternos en ciertos
terrenos –autogestionar una guardería, crear una cooperativa de
cuidados, proyectar un grupo de consumo, gestionar el maltrato a nivel vecinal
y familiar, etc,– porque eso compete al estado. Sin embargo, el estado
con sus ventajas y sus inconvenientes desaparece, y va cediento paso a las ONGs
y, lo que es aún peor, a las empresas de servicios desde donde se
fomenta la escasez, la falta de responsabilidad para con los asistidos y la
precariedad: la precariedad femenina, la vieja y la nueva.
El centro que
proyectamos nace de una vivencia y de una reflexión sobre estas
cuestiones y aspira a una apertura, a una práctica que implica un riesgo
innegable. Para hacerlo realidad hace falta romper muchas ideas preestablecidas
acerca de los centros sociales, del trabajo social comunitario y de los propios
sentimientos de impotencia y derrota. Por lo visto, los sociólogos ahora
sostienen que la autogestión no funciona. Y lo de los presupuestos
participativos… ya veremos. Pues deben ser sociólogos de derechas
que no saben leer el cotidiano de las mujeres, para las que la
autogestión es el día a día, una cuestión de
supervivencia, material y emocional, pero de mínimos y no de
máximos, como queremos nosotras.
Quieren
comprar nuestra casa. Se descolgarán con cualquier chorrada, vista la
escala de prioridades que han establecido hasta la fecha, y que hace de la
remodelación de la sala Olimpia un mamotreto más importante que
el centro de salud. Ya me dirás para qué queremos un Circo Estable,
si para circo ya tenemos la Asamble de Madrid. Pues para densificar más
mediante una afluencia de ocio cultureta (con lo apretujados que ya estamos),
para subir los precios del suelo y para que la gente pobre, anciana, migrante,
joven, subempleada, triste o con recursos (humanos) nos vayamos al quinto pino.
Este es modelo
al que nos enfrentamos.
La Eskalera
Karakola
Lavapiés,
3 de octubre de 2003
Asamblea:
martes 8h.