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La cárcel y la vida No soy masoquista, y no pretendo que haya que pasar por la privación para llegar a construir algo. En realidad, no creo que haya una diferencia tan esencial entre la cárcel y el resto de la vida. La vida es una cárcel cuando no se la construye, y cuando el tiempo de la vida no es aprehendido libremente. Uno puede ser tan libre en la cárcel como fuera de la cárcel. La cárcel no es una carencia de libertad, así como la vida no es la libertad- al menos la vida de los trabajadores. El problema entonces no es que haga falta necesariamente pasar por la cárcel, no hago de ello una filosofía. No tiene por qué pasar por la privación, no es una condición de la filosofía. El hecho es que hay que hacer vivir las pasiones positivas, es decir, las que son capaces de construir algo tanto en la cárcel como en el exterior. Las pasiones positivas son las que construyen las comunidades, que liberan las relaciones, que determinan alegría. Y todo ello está completamente determinado por la capacidad que uno tiene de aferrar el tiempo, de traducirlo en un proceso ético, es decir, en un proceso de construcción de alegría personal, de comunidad y de libre goce del amor divino, como dice Spinoza, el padre de todos los ateos. La soledad No sé, la verdad. Está claro que es difícil definir la soledad. Para mí, la soledad es la impotencia, puede definirse así. Ocurre que uno ha agotado un determinado tipo de investigación, un determinado tipo de trabajo, y se ve solo. Por ejemplo, hubo un momento, en Francia, al principio de todo, cuando llegué, en el que estaba «solo», tal y como dices- no simplemente desde un punto de vista teórico, sino también desde un punto de vista práctico, material. Y evidentemente, ello me llevó a reflexionar sobre la reacción leopardiana frente a la soledad. La reacción de Leopardi era poética pero sobre todo filosófica: era esa capacidad de inventar grandes mundos materiales, lucrecianos, en cuyo seno el ser y las figuras del ser abundaban verdaderamente por todas partes. Esa capacidad de sustraerse a la derrota, a lo negativo, y construir nuevos mundos siempre posibles, es toda la grandeza de Leopardi lo que le permite liberarse de la soledad. Y esa capacidad de construir mundos diferentes pasa de hecho por la noción de «común», por lo común, es decir, lo que representa lo humano en su conjunto. Lo que descubrimos en Leopardi es verdaderamente un humanismo después de la muerte del hombre. En mi caso, he sufrido una soledad ligada a la impotencia. Otro ejemplo: tras las luchas del 95, por ejemplo, que hicieron nacer una formidable iniciativa, y a cuyo través empezábamos a comprender lo que podía ser una nueva construcción del espacio público- la construcción de una democracia absoluta- tras las luchas, pues, hubo una especie de recaída que traducía la insuficiencia de nuestros medios de intervención, de nuestra praxis. Podíamos analizar las luchas del 95 y comprenderlas en su finalidad implícita, pero éramos completamente incapaces de trabajar sobre ellas políticamente. Ahí ha nacido mi nueva soledad: en esa impotencia para actuar políticamente. Cuando uno redescubre esos grandes fenómenos, esas extrañas renovaciones de la Comuna de París que la historia produce cada treinta o cincuenta años, es absolutamente esencial reanudar la acción política. Y desde este punto de vista, cuando la única posibilidad que tenía entonces era la de continuar con un trabajo sociológico, la experiencia que hemos llevado a cabo juntos me ha parecido una soledad. La «opción» de la cárcel Es una «línea de fuga», como dice Deleuze. Hay momentos en los que, frente a una realidad que se achata, frente a un mundo que se vuelve cada vez más insulso, uno piensa que es posible- e incluso que es necesario- formular una hipótesis política: uno lo piensa desde todos los puntos de vista, tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista afectivo. La hipótesis puede partir de cualquier lugar, tanto de la cárcel como del territorio o quizás incluso de determinadas estructuras administrativas. Lo importante es incluir en ese tipo de análisis y de comportamiento una decisión de fondo, la de reunir todos los elementos disponibles con el fin de hacerlos constituyentes, productivos. Cada uno de nosotros es una máquina de lo real, cada uno de nosotros es una máquina constructiva. Hoy, ya no hay un profeta capaz de hablar en el desierto y contar que conoce un pueblo futuro, un pueblo que hay que construir. No existen más que los militantes, es decir, personas capaces de vivir hasta el final la miseria del mundo, de identificar las nuevas formas de explotación y sufrimiento, y de organizar a partir de esas formas procesos de liberación, precisamente porque participan directamente en todo ello. La figura del profeta, aun la de los grandes profetas tipo Marx o Lenin, está completamente superada. Hoy, nos queda sencillamente esa construcción ontológica y constituyente «directa», que cada uno de nosotros debe vivir hasta al final. Uno puede hacer paréntesis en la vida, uno puede estar más o menos solo y de maneras diferentes, pero la verdadera soledad es la que cuenta, la de Spinoza: una soledad que es además un acto constitutivo del ser-en-torno-a-sí, de la comunidad, y que pasa a través del análisis concreto de cada uno de los átomos de lo real, una soledad que distingue, en el corazón de cada uno de esos átomos, la desunión, la ruptura, el antagonismo, y que actúa sobre ellos para forzar el avance del proceso. Creo que en la época de la posmodernidad, y en la medida en que el trabajo material y el trabajo inmaterial han dejado de oponerse, la figura del profeta- es decir, la del intelectual- está superada porque ha llegado a su total cumplimiento; y en ese momento la militancia se hace fundamental. Nos hace falta gente como aquellos sindicalistas norteamericanos- los IWW - de principios de siglo que cogían el tren hacia el Oeste y se paraban en cada estación para fundar una célula, una célula de lucha. Durante el viaje, conseguían comunicar sus luchas, sus deseos, sus utopías. Pero también nos hace falta ser como San Francisco de Asís, es decir, realmente pobres, porque sólo a ese nivel de soledad podemos llegar al paradigma de la explotación hoy, podemos aferrar su clave. Se trata de un paradigma «biopolítico» , que atañe tanto al trabajo como a la vida o las relaciones entre las personas. Un gran continente lleno de hechos cognitivos y organizativos, sociales, políticos y afectivos...
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