INSUMISOS ¿INVISIBLES?
Se cuenta que, recientemente, un juez civil recomendó
a la madre de un insumiso la lectura de la novela Los invisibles
(Anagrama 1987) del milanés Nanni Balestrini, como advertencia de lo
que les puede pasar a quienes, como su hijo, se atrevían a rechazar las
leyes del Estado.
Y, se preguntarán ustedes, ¿qué interés puede
tener esta novela de un comunista italiano acusado de terrorismo para un
juez? Quién sabe, tal vez añore las leyes de excepción
italiana de la pasada década que dejaron en evidencia que el terror
de Estado apenas tiene limites, o sencillamente sea un admirador de siniestros
funcionarios de la represión como el fiscal de Padua, Calogero.
Sí que tiene, por contra, un gran interés
para quienes denuncian la naturaleza autoritaria y represiva del Estado
democrático, en
especial cuando surgen fenómenos que pueden poner en peligro su
estructura de mando. Porque Los invisibles es un estremecedor relato que
recrea la historia del movimiento italiano de la autonomía, esto
es, de un sueño y de una práctica de «escalada al
cielo», y también de una seca y tremenda derrota.
Probablemente, no habí otro modo eficaz de
acercarse a estos últimos años
setenta -borrados brutalmente de la memoria colectiva italiana- sino
por medio de esta obra jadeante, narrada toda de corrido, literalmente
sin un respiro (sin signos de puntuación) escrita por una persona
exponente de aquel movimiento, quien sufrió la criminalización
y un largo exilio por sus posiciones políticas. En efecto, Nanni
Balestrini, poeta de prestigio reconocido ya entonces, fue inculpado
en el proceso conocido como «7 de abril», que llevó a la
cárcel
a un buen número de intelectuales, de profesores universitarios
(entre éstos a Toni Negri) y otros militantes destacados
del área de la Autonomía, acusados todos ellos de
insurrección
armada contra los poderes del Estado (acusación prevista por el
código de la Italia fascista y jamás utilizada hasta entonces),
pertencencia a banda armada y de un montón de crímenes, incluido
el de Aldo Moro. Balestrini logró exiliarse
en París y vivió como un prófugo hasta que en 1984, cinco
años después de iniciaarse el proceso del 7
de abril, fue absuelto de todas las acusaciones.
No es posible trazar una historia unitaria de la
Autonomía italiana,
pues había un empeño evidente por parte de sus protagonistas
en el localismo, una renuncia expresa a centralizar el movimiento, a reproducir
las formas tradicionales de la acción política que han ejercido
y ejercen los grupos tanto de la nueva como de la vieja izquierda. De esta
forma, el enfrentamiento simétrico con el Estado, para tomarlo o
para destruirlo, el partido como momento de unificación de las luchas,
el insurreccionalismo son ya anacronismos inservibles a este movimiento.
No hay ya esperanza en revoluciones venideras ni en estrategias de futuro
calculadas desde algún buró político. Esto, lejos
de ser una limitación -como pronosticarían con presteza los
epígonos
de la «teoría de la eficacia&raquto; leninista-, se
convirtió en una
explosión de nuevas subjetividades, del deseo del comunismo ahora,
sin transición ni mediación alguna; dicho de otro modo: la
lucha por la apropiación del tiempo de vida, por la satisfacción
colectiva de las necesidades, el rechazo del trabajo devienen algunos de
los rasgos constituyentes de esta nueva subjetividad que tuvo su momento
de apogeo en 1977. Todo ello se concretó en una red difusa de colectivos
organizados en forma múltiple, que el observador extraño
y poco avisado confundía con frecuencia con la desorganización
y el espontaneísmo. Sin embargo, el binomio
conciencia/espontaneísmo es
impugnado como mistificación por la propia práctica antagonista:
de lo espontáneo surgía la conciencia, de las luchas
parciales el deseo antagonista, de lo local la razón de ser frente
al poder que ya no es uno, sino difuso. Por tanto, ya no eran precisas
vanguardias externas al propio movimiento, más bien éstas
eran una auténtica rémora, una institución más
convertida en pura arqueología que únicamente constriñen
el deseo, recuperan y encierran la capacidad de lucha y
ruptura de la gente. Un movimiento así, formado por miles de
personas que practicaban la apropiación en masa, el sabotaje obrero,
el absentismo, las ocupaciones, la acción directa, la toma de la
calle fue barrido salvajemente: atrapado entre el terrorismo demencial
y sustituista de las Brigadas Rojas y la apabullante campaña de
criminalización por parte del sistema político en pleno,
el final fue la cárcel, la autodestrucción, la locura, el
silencio: los invisibles.
Pues bien, esa historía difusa y local de la
Autonomía
está presente en esta novela, que se mueve entre dos escenarios
opuestos -el de la revuelta (la calle) y el del exterminio (la
cárcel)-, a través de la experiencia concreta de algunos de sus
protagonistas
anónimos. Semejante historia no puede ser narrada linealmente, como
una sucesión temporal de causas y efectos. Por el
contrario, Balestrini se sirve
de «t;lapsos&raquto; -especie de bloques de texto, párrafos de
dimensiones
iguales entre sí-, técnica de una sorprendente eficacia literaria
mediante la cual se expresa la memoria oral del protagonista. Es una historia
desprovista además de finalidad, como ya se ha dicho, por tanto
Balestrini la descoyunta por completo para dar lugar a una nueva
forma de entender el orden narrativo, perfectamente coherente con la
dinámica
interna del relato. Una estructura que trata de exteriorizar lo inenarrable,
la desproporción inhumana entre el deseo de vivir del movimiento
y la bestialidad mortífera del mando político, con sus
instituciones,
sus juicios, sus partidos, sus mass media. Son, evidentemente, dos lenguajes
separados por un muro, el muro del horror. Confiemos en que este libro
no sólo lo lean los jueces.
Miguel A. Vida
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