| Tiempo 
              y política en la obra de Spinoza:. Nicolas Israël
 
 En 
              la lectura de Spinoza se pone de manifiesto que, ciertas formas 
              que pasan por la expresión de la estructura de la existencia, 
              o por las condiciones de toda consciencia están, en realidad, 
              forjadas por la imaginación. La distinción entre la 
              duración y el tiempo confiere, así, una nueva clarificación 
              a la oposición clásica entre un tiempo físico 
              y un tiempo psicológico, ya que el tiempo formado por la 
              consciencia imaginativa produce efectos en el mundo, hasta ser confundido 
              con la duración real de las cosas. Encontramos ahí 
              un rasgo característico del análisis del tiempo: este 
              ser de imaginación no existe fuera de nuestro pensamiento, 
              no obstante aparentar ser el objeto de una percepción sensible. 
              La duración es una afección de la existencia, su «continuación 
              indefinida»(1), cuya naturaleza es ocultada por la potencia 
              de temporalización de la imaginación. Nosotros vivimos 
              en el modo de la confusión entre la duración y el 
              tiempo, lo que explica la influencia de formas temporales en nuestra 
              vida afectiva o política. La tentativa spinoziana de prevenir 
              esta confusión y cercar la verdadera esencia de la duración 
              vuelve de nuevo a poner simultáneamente al desnudo la dominación 
              subrepticia que la imaginación del tiempo ejerce sobre el 
              campo ético y político. Pero cuando en la ignorancia 
              del tiempo de existencia de las cosas nosotros lo aprehendemos a 
              partir de la sucesión de ideas imaginativas, esto último 
              no está inmediatamente dejado al azar de las afecciones temporales, 
              sino que primero es estimado en atención a la regularidad 
              de un orden de encuentros. Puesto que el tiempo no se cuenta racionalmente 
              a partir de un movimiento invariable, encuentra la fuente de su 
              imaginación en la memoria. Es a partir del recuerdo de una 
              serie de experiencias como se construye la representación 
              del pasado, así como la del presente y la del futuro(2). 
              Los auxiliares temporales engendrados por la imaginación 
              no sabrían librarse de modificar la configuración 
              del campo político.
 En el Tratado teológico-político, al igual 
              que en el Tratado político, así como en la 
              Carta L, Spinoza no deja de afirmar que el poder de soberanía 
              es absoluto, por tanto tiempo como conserve la potencia de imponer 
              el respeto de lo que edicte. Los dirigentes detentan el poder soberano 
              mientras poseen el arte de determinar el deseo de cada uno de comenzar 
              de nuevo en el instante siguiente.
 La sociedad política no reposa sobre un pacto original, sino 
              sobre la continuación indefinida, la reproducción 
              incesante del deseo de comprometerse. El origen de la soberanía 
              coincide, así, con la duración de la multitud. El 
              derecho del soberano depende de la reproducción incesante 
              del deseo de someterse que afecta a la multitud. En cada uno de 
              esos momentos, el deseo de obediencia de la multitud es portador 
              de la soberanía, cada instante está indisociablemente 
              ligado a una acción, al poder supremo. En todo momento, la 
              duración de la multitud puede pasar de un régimen 
              a otro. Cada régimen se reduce entonces a un simple status, 
              a un estado establecido del cuerpo político(3). Al igual 
              que «el derecho divino parte del momento (ab eo tempore) 
              en que los hombres han prometido pacto expreso de obedecer a Dios 
              en todo», «a partir del momento (ab eo tempore)» 
              en que los hebreos transfieren su derecho al rey de Babilonia, el 
              derecho divino deja de existir: deben obediencia en todo a este 
              nuevo soberano(4). Como la duración de la multitud es la 
              causa de la soberanía, cada uno de sus momentos aparece como 
              una ocasión de ejercer el poder soberano, para cualquiera 
              que sepa cogerlo.
 La duración de la multitud no puede ser representada como 
              una sucesión de momentos amputados a las acciones a las que 
              dan nacimiento, sino como una serie de ocasiones de detentar la 
              soberanía. Tener la ocasión de detentar el poder, 
              de subyugar el deseo de transferencia de los sujetos, equivale a 
              tener la capacidad de atrapar la ocasión que es el propio 
              poder soberano. La soberanía se reduce a la sucesión 
              de ocasiones de su ejercicio. La ocasión es la fuente de 
              ejercicio del poder soberano. Toda la cuestión consiste entonces 
              en saber de qué modo los gobernantes van a forjar un tiempo 
              social que establezca la ligazón entre promesas que superen 
              el compromiso del instante.
 En el espacio social, la distinción ente la duración 
              y el tiempo toma la forma de un conflicto entre la fuente de la 
              soberanía, la duración de la multitud y las formas 
              temporales engendradas por los legisladores. El Estado intenta encauzar 
              las variaciones del deseo de obediencia que afecta a la potencia 
              de la multitud, siempre tan perfectas en cada uno de los instantes 
              en los que se circunscribe. Según Spinoza, la transición 
              continua del deseo al origen de transferencia de derecho es la verdad 
              incuestionable de la vida política, la causa siguiente de 
              la que se deducen todas las propiedades. La inconstancia de las 
              masas no sabría ser fustigada como un vicio congénito 
              a la multitud: ésta simplemente traduce la acción 
              de causas exteriores sobre la duración que le afecta. Los 
              hombres políticos se esfuerzan, así, en mantener la 
              confusión entre esta duración del espíritu 
              de la multitud y los auxiliares temporales que estructuran su imaginación. 
              Se trata de encubrir el hecho de que la soberanía es una 
              ocasión que se reduce a la sucesión de momentos propicios 
              para su ejercicio.
 El tiempo político mide la duración de la multitud, 
              en el doble sentido de que enlaza los diferentes estados que le 
              afectan, delimita intervalos de obediencia y le somete a un momento 
              puntual del alma común, o a un orden repetido de experiencias, 
              elaborado por expertos de la multitud. Así como la duración 
              se encuentra numerada por la alternancia del día y la noche, 
              quizá pueda ser medida por la alternancia de recompensas 
              y castigos (cf. el problema de los finales de mes difíciles, 
              en donde la delimitación social se superpone a la delimitación 
              del calendario). En este sentido, el tiempo tiene una existencia 
              esencialmente intersubjetiva, «presupone los hombres pensantes».(5) 
              No es una afección de las cosas creadas, sino que existe 
              fuera del entendimiento de cada uno. Por la definición de 
              su estatuto ontológico, el tiempo toma inmediatamente una 
              significación política: supone que cada uno se conforma 
              con la duración que le es propia, en una unidad de medida 
              común, en un orden repetido de experiencias, generador de 
              afectos comunes. Cada duración es comparada, traída 
              nuevamente del exterior, por afectos uniformizados. La duración 
              de la multitud, que es, sin embargo, la fuente de la soberanía, 
              parece velada por el tiempo político que la mide. Dado que 
              el nacimiento de la sociedad coincide con la formación de 
              un espíritu común que traduce la interdependencia 
              imaginativa de la ciudadanía, los sujetos están llamados 
              a percibir el tiempo tal y como se forja por los afectos que los 
              une.
 Los afectos de temor y de esperanza que forman el nudo pasional, 
              aseguran la efectividad de la transparencia de derecho al soberano, 
              revelando que la constitución del Estado supone la sumisión 
              de los sujetos a un auxiliar temporal. El tiempo será, así, 
              por una parte construido: los sujetos manifiestan el deseo presente 
              de seguir las exhortaciones del soberano a partir de la representación 
              de la salida futura, que la memoria de una serie de experiencias 
              pasadas confiere a esta obediencia. La conducta presente resulta 
              entonces de la idea imaginativa del futuro, forjada por la memoria 
              del pasado.
 Toda la dificultad para los gobernantes estriba en construir un 
              orden repetido de experiencias que deje prever una salida futura 
              capaz de producir afectos que se opongan a la fuerza del presente 
              en la vía pasional. Moisés se benefició, así, 
              del hecho de que los hebreos no han dejado de «reconocer los 
              favores pasados de Dios (es decir, la libertad que sucedió 
              a la esclavitud de Egipto, etc)».(6) La previsión de 
              la seguridad futura a partir de estas experiencias pasadas bastaría 
              para renovar la obediencia.
 La conservación del Estado depende entonces de una simple 
              relación de fuerza entre diferentes afectos(7). El Tratado 
              teológico-político anuncia los análisis 
              de la cuarta parte de la Ética, ya que Spinoza ha 
              fundamentado ahí el estudio de la conservación del 
              Estado, sobre la experiencia común según la cual las 
              pasiones del alma «no tienen ninguna consideración 
              con el futuro (temporis futuri), y no tienen en cuenta nada 
              que no sea ellas mismas.»(8) La idea imaginativa constitutiva 
              del afecto pasivo afirma la presencia del objeto que representa 
              con tanta más fuerza que la que existe en acto, ya que ninguna 
              imagen de las cosas oculta su presencia(9). El Tratado político 
              se apoya en una análisis idéntico: «... en los 
              momentos de mayor peligro para el Estado, cuando todos, tal y como 
              ocurre, son presos de un terror pánico, entonces todos aprueban 
              lo que el temor presente les persuade, sin tomar en cuenta ni el 
              futuro ni las leyes».(10) El Estado debe convertirse en una 
              potencia de temporalización para oponerse a la fuerza del 
              presente en la vía pasional.
 Los ciudadanos deben ser conducidos a la obediencia por los afectos 
              de temor y de esperanza que el Estado consiga movilizar. Ahora bien, 
              estos afectos son portadores de una forma temporal, y se definen 
              como la alegría o la tristeza inconstantes, «que brota 
              de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad 
              dudamos de algún modo.»(11)
 El único modo de liberar a los ciudadanos de la fuerza pasional 
              del presente, para mejor servirlos, es asociar a sus actos consecuencias 
              imaginarias dotadas de una fuerza afectiva superior a la de la situación 
              presente(12), cuando las consecuencias reales de estos actos comportan 
              una carga efectiva bastante menor, incapaz de triunfar de un deseo 
              presente . Si, siendo, por otra parte, todas las cosas iguales, 
              la imaginación del presente produce afectos más intensos 
              que la del futuro, la única manera de volver a dar una fuerza 
              pasional al futuro es relacionarlo con las ventajas que por ellas 
              mismas ocupan más el espíritu que los bienes presentes. 
              Para asegurar la renuncia a un bien presente, es necesario dar a 
              ese sacrificio consecuencias imaginarias que, al depender enteramente 
              de una salida futura, poseen una fuerza afectiva más intensa, 
              unida a la representación de un beneficio superior. La previsión 
              de la simple conservación del Estado no bastaría para 
              producir siempre un afecto suficientemente intenso como para reducir 
              el apetito de un beneficio inmediato y renovar el deseo de sumisión. 
              El tiempo forjado por los hombres políticos, a partir de 
              la imaginación de un orden repetido de experiencias, resulta 
              de la asociación, en el seno de la imaginación de 
              los sujetos, de ciertas acciones con las previsiones imaginarias 
              de sus consecuencias futuras. Este tiempo es humillante, ya que 
              se constituye como un marco exterior que separa de forma imaginaria 
              las acciones de la multitud de sus consecuencias reales. Según 
              Spinoza, sabemos que «es a los esclavos, y no a los hombres 
              libres, a quienes se otorgan premios por su virtud.»(13)
 Esta servidumbre se debe al hecho de que el fin de la acción 
              no es concebido a partir de sus consecuencias naturales, sino por 
              la representación de un beneficio relacionado con el exterior, 
              es decir, legalmente, en esta ación(14). Esto no es ya fortuna, 
              sino el Estado que se convierte en el principio de unión 
              de los momentos temporales.
 A diferencia de las leyes, que dependen de una necesidad de naturaleza, 
              la ley, concebida como un mandato, se refiere necesariamente a un 
              fin: es «una regla de vida (ratio vivendi) que el hombre 
              se impone a sí mismo o impone a otros por algún fin.»(15)
 Ahora bien, el mejor medio de contener al vulgo es el de instituir 
              «otro fin bien distinto de aquel que se sigue de la naturaleza 
              de las leyes.»(16) El «verdadero fin de las leyes» 
              políticas, entrevisto por un pequeño número, 
              y que resulta necesariamente de la naturaleza de aquellas, consiste 
              en garantizar la paz y la seguridad ente los ciudadanos.(17) Dado 
              que este fin verdadero no alcanza a generar afectos lo suficientemente 
              grandes como para desbaratar las pasiones que atan a las quimeras 
              del presente, los legisladores deben saber asociar al respecto leyes 
              con otros fines, capaces de engendrar afectos que vuelvan a dar 
              fuerza pasional al futuro. Para asegurar la renovación de 
              obediencia al Estado, los legisladores «prometieron, pues, 
              a los cumplidores de las leyes, lo que más ama el vulgo, 
              mientras que a sus infractores les amenazaron con lo que más 
              teme.»(18) Es por medio de promesas como los gobernantes dan 
              nuevos fines a las leyes, que no son las consecuencias naturales, 
              partiendo del principio de que sólo la obediencia hace al 
              sujeto, y no la razón por la cual obedece(19). Un ciudadano 
              que obedece a las leyes, aun siendo totalmente engañado acerca 
              de sus verdaderos fines, no es menos sujeto: transfiere el uso de 
              su potencia por el deseo que él tiene de someterse. Este 
              señuelo facilita incluso la transferencia de potencia(20).
 Los legisladores deben, por el estudio de «la constitución 
              de cada nación»(21), encontrar la naturaleza de los 
              afectos capaces de asegurar la mistificación que conduzca 
              a respetar las leyes. Los afectos asociados podrán, entonces, 
              variar según la categoría social a someter. Pero el 
              Estado no puede asegurar permanentemente su conservación 
              reduciéndose únicamente a los afectos de temor y de 
              esperanza que, por la tristeza que no cesan de generar, conducirían 
              a los ciudadanos a querer destruir la causa de su impotencia. Todo 
              Estado debe garantizar la seguridad a sus ciudadanos. El afecto 
              de seguridad, la «alegría que surge de la idea de una 
              cosa futura o pretérita, acerca de la cual no hay ya causa 
              de duda» (Ética, III, def. XIV de los afectos) 
              aparece en el corazón del dispositivo puesto en práctica 
              para dominar la duración de la multitud.
 ¿De qué naturaleza es la seguridad que el Estado se 
              esfuerza en imponer? Vivir en seguridad es conservar «lo mejor 
              posible sin perjuicio propio ni ajeno, el derecho natural de existir 
              y de actuar», poder desarrollar con seguridad todas las funciones 
              del alma y del cuerpo(22). Sólo la institución de 
              reglas de derecho permite a cada uno conservar su derecho natural 
              sin atentar contra el otro. La seguridad coincide, así, con 
              la ausencia de transgresión de las leyes, con la perpetuación 
              del orden legal(23). En efecto, en la mayoría de los Estados, 
              las sediciones son más temidas que las guerras, la seguridad 
              del Estado está más amenazada por los enemigos interiores 
              que por los exteriores(24). Como hemos visto, las leyes políticas 
              instauran un orden asociando, con respecto de la legalidad, recompensas 
              incitadoras y, a su violación, castigos disuasivos. El orden 
              legal objetivo es el resultado de este equilibrio pasional por el 
              cual los ciudadanos obedecen las leyes para esperar sacar de ellas 
              provecho, y se abstienen de violarlas por miedo a represalias. En 
              este sentido, el verdadero fin de las leyes políticas - a 
              diferencia de los fines que le son incorporados artificialmente- 
              es la seguridad del Estado: «por ley humana entiendo aquella 
              forma de vida que sólo sirve para mantener segura la vida 
              y el Estado.»(25)
 La seguridad es la situación objetiva que resulta del acatamiento, 
              tanto por parte de los ciudadanos como de los dirigentes, del orden 
              público construido por leyes. La seguridad no es el resultado 
              de una «virtud privada», ya que no tiene en cuenta el 
              motivo por el cual los hombres gobiernan u obedecen(26), sino que 
              más bien da cuenta de una «virtud de Estado», 
              de la potencia de imponer a todos los sujetos el respeto de las 
              leyes(27). Sin embargo, la seguridad que reina en el Estado no debe 
              reducir la paz, de la que ella no es más que la condición, 
              a una simple ausencia de guerra.
 El cuerpo político no tiende mecánica y naturalmente 
              a asegurar su propia conservación más que en función 
              del fin a partir del cual ha sido instituido. La seguridad que los 
              dirigentes instauran en un Estado del que han recibido la soberanía 
              por derecho de conquista, puede reducirse a una simple ausencia 
              de guerra, puesto que el fin que se incorpora a un Estado vencido 
              no es ningún otro que la dominación(28).
 Por el contrario, el Estado establecido por una «multitud 
              libre» debe instituir una forma de seguridad que no dependa 
              de la inercia de los sujetos, del terror que les paraliza y les 
              disuade de recurrir a las armas para rebelarse(29). Es refiriéndose 
              a los fundamentos de una república de institución 
              como se deduce que «su último fin no es la dominación»(31), 
              sino la seguridad, en la medida en que sólo ella conduce 
              a la paz, la cual «implica la unión de los corazones 
              (animorum unione), es decir, la concordia»(31).
 Ahora bien, la instauración de la concordia entre los ciudadanos 
              depende, necesariamente, de un motivo interior, de una acción 
              interna del alma por la cual se convierte así en la condición 
              de la conducta de la multitud, como por un único espíritu, 
              de la conservación de un alma común. ¿Cuál 
              es la naturaleza de la acción interna del alma que empuja 
              a los sujetos a reconocerse y a renovar esta unión?
 En la prolongación de la Ética, ciertos textos 
              del Tratado político indican que los ciudadanos no 
              pueden ponerse de acuerdo más que si son gobernados por decretos 
              racionales enfocados a la utilidad común(32). Eso no supone, 
              por ello, que la condición de la unión de los sujetos 
              por un único espíritu consista en su esfuerzo por 
              vivir conforme a los mandamientos de la razón. «Si 
              la multitud acuerda, de manera natural, y acepta ser conducida como 
              por un único espíritu, no lo hace bajo la conducta 
              de la razón, sino bajo la fuerza de una pasión común.»(33)
 Del mismo modo que los ciudadanos pueden estar determinados por 
              motivos racionales a obedecer decretos injustos(34), es posible 
              conducirles por motivos pasionales a conformarse con leyes elaboradas 
              en función de prescripciones de la razón. Pero si 
              el principio de la unión de las almas reside en los afectos 
              pasivos, el Estado posee el poder de establecer la concordia sin 
              tener necesariamente a la vista la utilidad común. Un temor 
              común tiene, así, la fuerza de asegurar la concordia 
              incluso si el acuerdo que ella establece se hace «sin buena 
              fe»(35), y si, a la menor ocasión favorable, la multitud 
              tratara de destruir la causa de este afecto.
 La seguridad no es pues el fin de la sociedad establecida por una 
              multitud libre más que si no se reduce a una situación 
              objetiva(36), a la ausencia de violación de las leyes, sino 
              que se confunde con un afecto por el que los ciudadanos consideran 
              la obtención de beneficios futuros como si se tratara del 
              presente. Spinoza indica, en efecto, que le cuerpo político 
              tiene precisamente como fin liberar a los individuos del temor común 
              que les esclaviza: «la sociedad civil, por su propia naturaleza, 
              se instaura para quitar el miedo general y para alejar comunes miserias»(37). 
              El verdadero fin del Estado es entonces el de transformar el temor 
              o la esperanza padecidas en común por los sujetos en seguridad.
 ¿En qué medida el afecto de seguridad asegura la unión 
              de las almas, la conducta de la multitud por un único espíritu? 
              No debe haber ahí, en el estado civil, más que una 
              «única causa de seguridad» para todos los ciudadanos(38). 
              Esta fuente única coincide con un orden imaginario forjado 
              legalmente por los dirigentes. El orden que cada Estado debe saber 
              instaurar y que asegura la conservación de éste, cualesquiera 
              que sean los deseos singulares que afecten a los ciudadanos o a 
              los dirigentes, no es solamente un orden físico, de protección 
              de los bienes y los cuerpos, sino un orden imaginario, interior 
              al espíritu común de la multitud, que obtiene su objetividad 
              del hecho de imponerse a todos los individuos del exterior. El motivo, 
              la causa interna de la obediencia de cada uno, deriva de un orden 
              afectivo común a todos.
 Si el derecho del Estado debe ser protegido por las pasiones que 
              tienen comúnmente la fuerza más grande en el estado 
              civil(39), 
              el orden público no obtiene su potencia más que del 
              orden imaginario que él produce. Los dos órdenes se 
              engendran y se refuerzan, en cierta medida, por acción recíproca. 
              El orden imaginario, como todo fin, es el objeto de un deseo, «los 
              hombres prefieren el orden a la confusión», ya que 
              las cosas ordenadas se imaginan más claramente y son, así, 
              el objeto de una rememoración más fácil(40). 
              Le experiencia de la repetición de un orden de sucesión 
              de acontecimientos permite contemplar la salida futura de esta serie 
              como si ella estuviera presente, de considerarla con seguridad si 
              el acontecimiento que anuncia es beneficioso(41). El cuerpo político 
              detenta, así, el poder de reducir progresivamente la ilusión 
              de la contingencia de los futuros, incluso si no le sustituye más 
              que la imaginación de la presencia de su salida, y no su 
              conocimiento racional. El Estado aparece como una potencia de presentificación 
              que modifica la representación del futuro que poseen los 
              ciudadanos afectados por sus únicos afectos de esperanza 
              y de temor, incluso si han sido profundamente uniformados y estabilizados. 
              El Estado trata de sustituir la duda llevando hacia la salida de 
              las cosas futuras la imaginación de su presencia, que nace 
              de la memoria de un orden constante. Si el orden imaginario puede 
              fundarse sobre el hecho objetivo que la recompensa y el castigo 
              han perseguido siempre en el pasado, el respeto o la violación 
              de las leyes no se reduce a la imaginación del orden legal, 
              a la percepción de la presencia de los afectos de la ley. 
              La regla de derecho no puede dejar de ser considerada como un simple 
              posible(42).
 ¿Cuáles son los elementos de los que la relación 
              imaginativa va a dar nacimiento a un orden tal, que su recuerdo 
              bastará para forjar el afecto de seguridad? La seguridad 
              no puede nacer más que de la esperanza y del temor; ella 
              supone, así, una «tristeza antecedente»(43). 
              Si las reglas de derecho relacionan la espera de recompensas y e 
              temor de castigos con el deseo de obediencia, el resultado del orden 
              legal debe permitir la asociación de la seguridad, incluso 
              de la desesperación -aun si el soberano desea que no afecte 
              más que a los criminales- a los afectos uniformados de temor 
              y de esperanza. El mejor medio del que dispone el Estado para reducir 
              la representación de la contingencia de los futuros es todavía 
              el de producirla artificialmente. El cuerpo político no dominará 
              esta incertidumbre más que a condición de ser su propagador. 
              El afecto de seguridad se produce tanto más fácilmente 
              cuanto que los afectos de temor y de esperanza han sido profundamente 
              estimulados. La potencia estática de presentificación 
              se funda siempre sobre un poder anterior de posibilitación. 
              La introducción de la ilusión del posible en le espacio 
              social no es siempre el resultado de una voluntad deliberada: esta 
              representación crece siempre proporcionalmente a la naturaleza 
              contradictoria de las instituciones del régimen.
 Basta acordarse de temores que tenían por objeto los afectos 
              esperados de las reglas de derecho, que han sido realizadas desde 
              entonces, para provocar un acto de seguridad o de esperanza, imaginar 
              la presencia de la recompensa o del castigo futuro. El recuerdo 
              de un peligro, si se considera su imagen por sí misma, afirma 
              su existencia, es decir, que esta rememoración nos proyecta 
              en una situación en la que los efectos de ese peligro son 
              de nuevo «como todavía futuro (veluti adhuc futurum).»(44) 
              Este recuerdo, por sí mismo no hace aparecer un simple futuro 
              anterior, si no que nos proyecta en un verdadero futuro, en tanto 
              que la imagen que lo reaviva no remite al recuerdo de cosas que 
              se opone a la presencia del peligro sin, por lo tanto, suprimirlo(45). 
              La movilización del recuerdo de un peligro del que nos habíamos 
              librado permite, así, revivir la experiencia de la reducción 
              de una salida equívoca, y producir un nuevo afecto de seguridad, 
              ligado a una situación presente. El orden imaginario del 
              que la rememoración garantiza la formación del afecto 
              de seguridad es el resultado de la asociación de la imagen 
              de salida de un peligro a las imágenes de las cosas que se 
              oponen a ese peligro. Basta entonces con esgrimir, por ejemplo, 
              la amenaza e un retorno al estado de naturaleza, de la disolución 
              de estado civil, para que la situación presente, cualquiera 
              que sea la violencia de la que el gobierno de muestras, permita 
              a cada ciudadano representarse el futuro con seguridad(46).
 Es porque la imagen de los peligros inminentes consecutivos a un 
              retorno al estado de naturaleza es contrariado por la percepción 
              de la perpetuación del estado civil, que se podrá 
              producir un nuevo afecto de seguridad cada vez que los peligros 
              del estado de naturaleza sean evocados. El hecho de que la sociedad 
              no deje de triunfar de este estado asegura, sobre el fondo de la 
              rememoración constante de esta resistencia a la disolución, 
              la renovación de la idea de la salvaguardia futura del régimen. 
              Es así como la memoria de un orden de acontecimientos pasados 
              permite la representación de la presencia de su salida futura. 
              El Estado no opera la presentificación del futuro en la imaginación 
              de los sujetos más que a partir de un recuerdo que les proteja 
              de un futuro incierto. Si la imagen de ese futuro incierto ha sido 
              ya relacionada, en la memoria de los ciudadanos, con los acontecimientos 
              que niegan su existencia, no dudarán más de la presencia 
              de las causas que en el futuro se opondrán a su producción.
 El afecto de seguridad engendrado al estimular el temor del estado 
              de naturaleza o de la violación de las leyes, no alcanza 
              más que aquello que una asociación de recuerdos permite 
              prever. la concordia que el soberano es capaz de establecer a partir 
              del afecto de seguridad depende, así, del orden imaginario 
              que habrá podido imponer a sus sujetos.
 ¿En qué medida este afecto de seguridad, que dirige 
              la multitud como por un único espíritu, asegura la 
              reproducción del deseo de obedecer al soberano? A condición 
              de que las ventajas futuras, de las que los ciudadanos consideran 
              su presencia, les caiga como un beneficio descontado de la violación 
              de las leyes. Ahora bien, la reducción del temor al estado 
              de naturaleza, de la violación de las leyes, consecutivo 
              al afecto de seguridad, es suficiente para triunfar del deseo de 
              los beneficios que implican la disolución del estado civil. 
              La multitud desea mantener la causa del afecto que la hace contemplar 
              el futuro con una alegría constante(47). El cuerpo político 
              engendra una forma temporal que relaciona el deseo de obedecer en 
              el presente con la percepción no perturbada de la salida 
              favorable en el futuro. La potencia soberana modifica la representación 
              del futuro que se hacen los ciudadanos: ya no es un posible indeterminado 
              que se cree o espera, sino que aparece como la consecuencia directa 
              de la acción de la colectividad. Pero el soberano es víctima 
              del orden imaginario al que da forma: el afecto de seguridad no 
              podrá llevarle contra los deseos que no traigan en germen 
              la destrucción del cuerpo político. El deseo de conservación 
              del cuerpo político engendrado por el afecto de seguridad 
              pierde su fuerza, puesto que debe asegurar la obediencia a leyes 
              inicuas, cuya abolición no entrañaría la ruina 
              del Estado. El deseo de seguridad se hace, así, compatible 
              con todos los deseos que no reaviven el temor al estado de naturaleza, 
              o el miedo de peligros, sabiamente mantenido por el soberano. Bajo 
              el impulso de las pasiones, el deseo de asegurar la conservación 
              del Estado no parece oponerse a la violación puntual de ciertas 
              leyes: sólo la razón indica que la generalización 
              de esta actitud provocaría la caída del Estado(48).
 No mantener sus compromisos parece, para la multitud, como un modo 
              de liberarse de formas temporales serviles, que relacionan la persistencia 
              del abandono de tal bien presente con la constante intensidad del 
              temor de algún mal futuro, o con la seguridad de alegrarse 
              de beneficios, también futuros. Pero la acción política 
              de la multitud no consiste solamente en aprovechar la ocasión 
              de una debilidad de la esclavitud temporal, impuesta por los dirigentes, 
              para reencontrar el ejercicio de la soberanía. Esta acción 
              supone la conversión de la potencia soberana en una sucesión 
              de ocasiones en las que establecer, abolir o reformar las instituciones 
              del régimen, lo que no sabría denegarle el poder de 
              estabilizar su duración cuando deseara conservar las instituciones 
              de las que se ha dotado. Así, no es solamente la inestabilidad 
              de la duración de la multitud lo que conserva la soberanía 
              en una sucesión de ocasiones, sino más bien al contrario: 
              la capacidad de la masa de ejercer su vigilancia(49).
 
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 1. Eth. II, def. V. (Ética, trad. de 
              Vidal Peña, Madrid, Alianza)
 2. Eth. II, prop. XLIV, esc.
 3. TP V, I y II. [Tratado político, trad. de 
              Atilano Domínguez, Madrid, Alianza]
 4. Hemos modificado la traducción de Appuhn en la primera 
              cita, para acordarla con la segunda, en donde la expresión 
              ab eo tempore remite a un momento determinado (TTP 
              XVI, pp. 346-347, Gebhardt III, p. 198; TTP XIX, p. 396, 
              G. III, p. 231) [Tratado teológico-político, 
              trad. de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza)
 5. PM 10, p. 271. [Pensamientos metafísicos, 
              trad. de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza. En el mismo 
              volumen Tratado de la reforma del entendimiento y Principios 
              de filosofía de Descartes.]
 6. TTP II, pp. 110-111
 7. Eth. IV, prop. XXXVII, esc. II; TP X, 10.
 8. TTP V, p. 157, G. III, p. 73; Eth IV, prop. IX-XIII 
              y XVI-XVII.
 9. Eth. III, prop. XVIII, esc. I
 10. TP X, 10. Tanto en el Tratado teológico-político 
              (TTP) como en el Tratado político (TP) se trata 
              de «tomar en consideración» (habent rationen; 
              habita ratione) el futuro.
 11. Eth. III, def. XII y XIII de los afectos.
 12. Eth. IV, prop. XVI
 13. TP, X, 8. Spinoza critica, así, a quien «se 
              abstiene de las malas acciones y cumple los preceptos divinos como 
              esclavo (servus),... y por ese servicio espera ser agasajado 
              por Dios». (Carta XLIII a Jacob Ostens, G. IV, p. 221 [trad. 
              de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza]; cf. Eth. II, 
              prop. XLIX, esc. y IV, prop. LXIII, esc.) Es, pues, posible, manipular 
              esta servidumbre voluntaria (TP, VII, 6).
 14. TTP, IV, p. 141, G. III, p. 63
 15. Ibid., p. 137, G. III, p. 58
 16. Idib., p. 137, G. III, p. 59
 17. TP, V, 2
 18. TTP, IV, p. 137, G. III, p. 59
 19. TTP, XVII, 351, G. III, p. 202
 20. TP, II; «... Moisés, que había ganado 
              totalmente, no con engaños, sino con la virtud divina, el 
              juicio de su pueblo, porque se creía que era divino y que 
              todo lo decía y hacía por inspiración divina[...]» 
              (TTP, XX, p. 409, G. III, p. 239)
 21. TTP, V, p. 153, G. III, p. 70. Sobre la noción 
              de ingenium nacional, cf. P-F Moreau, op. Cit., pp 427-440
 22. TTP, XX, p. 411, G. III, p. 241
 23. TP, V, 2
 24. TTP, XVII, p. 354, G. III, p. 203; TP VI, 6
 25. «... ad tutandam vitam et republican» (TTP, 
              IV, p. 138, G. III, p. 59).
 26. TP, I, 6; TTP, XVII, p. 353
 27. TP, V, 3 y X, 1
 28. TP, V, 6. Como precisa Spinoza al tratar de la monarquía 
              (VII, 26), las instituciones deducidas en el Tratado político 
              son adaptadas a los diferentes regímenes, puesto que se supone 
              que han sido establecidas por una «multitud libre», 
              es decir, que no es sumisa a otro pueblo.
 29. TP, V, 4.
 30. TTP, XX, p. 410, G. III, p. 240
 31. TP, VI, 4. La seguridad no es un fin, entre otros, del 
              Estado: «la sociedad es sumamente útil e igualmente 
              necesaria, no sólo para vivir en seguridad frente a los enemigos, 
              sino para tener abundancia de cosas» (TTP, V, p. 157, 
              G. III, p. 73).
 32. TP, II, 21 y III, 7. Eth. IV, prop. XXXV y XL.
 33. TP, VI, 1 y III, 9
 34. TTP, XX, p. 412, G. III, p. 241; TP III, 5 y 6, 
              VI, 39
 35. Eth. IV, Apéndice, cap. XVI
 36. La seguridad objetiva se califica, con frecuencia, con el término 
              tutus (cf. TP, VII, 16).
 37. TP, III, 6
 38. TP, III, 3
 39. TP, X, 9
 40. Eth. I, apénd., p. 102
 41. Eth. III, def. XIVde los afectos, explic.
 42. TTP, IV, p. 136
 43. Eth. IV, prop. XLVII, esc.
 44. Eth. III, prop. XLVII, esc. Citamos la traducción 
              de Pautrat.
 45. Ibid.
 46. cf. Hobbes, Leviatán XVIII, p. 150 (trad. de M. 
              Sánchez Marto, México, Fondo de Cultura Económica)
 47. Eth. III, prop. XII
 48. Actuar contra el decreto del soberano es siempre una cto de 
              rebelión, «puesto que, si todo el mundo obrara del 
              mismo modo, se seguiría de ello la ruina del Estado» 
              (TTP XX, p. 412, G. II, p. 241); «... si la razón 
              aconsejara eso, se lo aconsejaría a todos los hombres» 
              (Eth IV, LXXII, esc.)
 TP, VIII, 4
 
 
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