| Las 
              multitudes en el ImperioAlternativas a la biopolítica
 :. Saverio Ansaldi
 
 ¿Cuál 
              es la forma política que caracteriza a la globalización? 
              ¿La mundialización de los mercados y de la producción 
              capitalista se mantiene por una soberanía y por un poder 
              que determinan las modalidades complejas de afirmación? Por 
              otro lado, ¿podemos afrontar, en esta globalización 
              y en esta (eventual) soberanía planetaria, estrategias de 
              resistencia y de liberación, alternativas capaces de mostrarnos 
              la emergencia y la constitución de nuevos procesos de subjetivación? 
              Estas son algunas de las cuestiones que se plantean, y a las que 
              tratan de dar respuesta M. Hardt y A. Negri en su última 
              obra consagrada al «Imperio» (Empire, Cambridge, 
              Harvad University Press, 2000). Se trata, para los autores, de explicitar 
              un doble envite, que no da cuenta de una dialéctica, 
              sino más bien de una doble relación de implicación: 
              los modos de producción no pueden existir más que 
              apoyándose en un orden político, creando así 
              prácticas sociales de control. Pero, al mismo tiempo, nuevas 
              maneras de vivir y de producir no pueden sino dar lugar a modos 
              de producción y a un orden político que tiende a subsumirlos 
              por prácticas de control. Esta doble relación de implicación 
              clarifica la especificidad del Imperio -que escapa, de igual modo, 
              a una lógica puramente dialéctica, que opondría 
              un «objeto» a un «sujeto», una forma-Estado 
              a la problemática del Imperio. Esta se determina, en primer 
              lugar, por un simple hecho: existe un orden mundial. Este orden 
              se expresa dentro de una «formación jurídica» 
              (p.3). La experiencia del Imperio llama a una fenomenología 
              de la que el despliegue sigue todos los tránsitos de lo real: 
              la existencia de hecho de un nuevo orden mundial se inscribe dentro 
              de una transformación profunda del derecho, y dentro de una 
              nueva concepción de la autoridad política. El dominio 
              jurídico no representa aquí, en modo alguno, el marco 
              abstracto de la resolución de los conflictos sociales y políticos, 
              nacionales y/o internacionales -más bien define, de una manera 
              concreta, el dominio de los cambios y de las modificaciones «de 
              la constitución material del poder y del orden mundial» 
              (p.9). La constitución material designa los procesos socio-productivos 
              que inducen a transformaciones incesantes de formas de vida a escala 
              planetaria. El derecho no puede sino aprehender estos procesos, 
              integrándolos en su ejercicio fundador. De ese modo, facilita 
              las bases para la autoridad política -para el ejercicio de 
              la soberanía. Es por lo que, desde este punto de vista, interrogarse 
              sobre la soberanía que caracteriza a la globalización 
              nos lleva a plantear de nuevo la cuestión del Imperio. En 
              otros términos: es posible identificar prácticas jurídicas 
              internacionales de las que el modus operandi remite a la 
              constitución de un orden mundial (imperial) ejercido por 
              instituciones: las Naciones Unidas, desde la Guerra del Golfo hasta 
              Kosovo, sustentan y ponen en práctica un derecho de intervención, 
              en tanto que modo de resolución de las crisis regionales 
              y nacionales, que les asemeja cada vez más a una policía 
              mundializada. Las ONGs, a partir de la defensa de los derechos del 
              hombre, facilitan el marco «moral» necesario a toda 
              intervención reguladora por parte de Naciones Unidas. La 
              «ética» y el «derecho» dan cuenta, 
              aquí, de las transformaciones que afectan a la constitución 
              material del orden mundial: su relación no evoca una simple 
              yuxtaposición de criterios de acción, señala 
              la estrecha interdependencia que, en el Imperio, regula el ejercicio 
              de soberanía.
  La 
              soberanía biopolítica del ImperioEs la legitimación de la fuerza lo que, de manera 
              evidente está en juego en estas prácticas. Sin duda, 
              el problema no es nuevo: desde Hobbes, está en el corazón 
              del pensamiento político moderno. ¿Cómo puede 
              el soberano ejercer toda la fuerza de la que dispone sin, 
              no obstante, aniquilar la fuente de su poder, sin aniquilar la vida 
              de esos sujetos? Tal era la cuestión hobbesiana. La respuesta 
              imperial es radical y reside en la desterritorialización 
              de la soberanía. El Imperio carece de centro, es universal 
              y local, actúa según una dinámica que es, al 
              mismo tiempo, de identificación y de diferenciación: 
              la «diferencia» (étnica, económica, política 
              o social) es la mediación necesaria que sustenta su acción 
              de desterritorialización, es decir, la inclusión identitaria, 
              por el derecho, de lo que escapa a su control. Es así que 
              el Imperio no conoce fronteras -o mejor: no existe más que 
              desplazando, sin cesar, sus límites; ajustando y corrigiendo, 
              por medio de la intervención jurídico-policial, las 
              contradicciones que tienden a debilitar su soberanía.
 La legitimación de la fuerza en el Imperio remite, así, 
              a un origen biopolítico de la soberanía. Los autores 
              se refieren aquí explícitamente al pensamiento de 
              Foucault(1). El paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad 
              de control define, en Foucault, los cambios que afectan al ejercicio 
              de los poderes en los Estados posmodernos; este ejercicio se efectúa 
              mediante la regulación vital de los sujetos, mediante la 
              asunción de su conocimiento y de su afectividad. Los poderes 
              actúan como máquinas de captura de las multiplicidades, 
              transformándose, así, los sujetos, en singularidades 
              que no se enfrentan directamente a la dureza disciplinaria del Estado 
              moderno y de sus técnicas, sino que se sitúan en un 
              plano de inmanencia productor de actividad y de acontecimientos. 
              La vida de los sujetos se reproduce y se crea huyendo de las máquinas 
              de control del Estado. El biopoder no puede sino reenviar a la potencia 
              de los sujetos y a sus tecnologías (afectivas, cognitivas, 
              productivas) de emancipación. La herencia foucaultiana permite, 
              en este sentido, clarificar las modalidades de constitución 
              de la soberanía imperial. El Imperio legitima su fuerza soberana 
              mediante el desarrollo incesante de procedimientos dirigidos 
              a controlar la producción de potencia de los sujetos: la 
              comunicación, los mercados financieros, las multinacionales 
              se presentan como poseyendo las normas capaces de justificar la 
              autoridad ejercida sobre los sujetos. Es a este nivel que el Imperio 
              afirma toda su racionalidad: en la transformación 
              jurídica de los procesos sociales, económicos y políticos 
              expresados por la biopotencia de los sujetos.
 En este sentido, el Imperio recela de los aspectos positivos o constitutivos: 
              al ser su soberanía biopolítica completamente inmanente 
              a la producción y a la reproducción de los sujetos, 
              permite construir y determinar un «potencial de liberación» 
              (p. 43). La fuerza del Imperio reside, igualmente, en su capacidad 
              de producir siempre nuevas formas de subjetividad, nuevos modos 
              de producción, nuevos saberes y nuevas relaciones sociales. 
              Para existir y para ejercer su soberanía, el Imperio tiene 
              la necesidad del crecimiento y del desarrollo de esos sujetos; es 
              así como puede legitimar su fuerza. El Imperio se presenta 
              como un águila de dos cabezas: de un lado tenemos la estructura 
              jurídica y el poder constituido, fundados sobre la máquina 
              del dominio biopolítico y pensados para regular, a través 
              de la paz y el orden, las rupturas y las contradicciones; por otra 
              parte, está la multitud plural de la subjetividades 
              productivas, verdadera constelación de singularidades, capaces, 
              en virtud de su biopotencia, de imponer al Imperio perpetuas reconfiguraciones 
              de su soberanía (p. 60).
  La 
              afirmación de la multitud posmodernaM. Hardt y A. Negri insisten en el hecho de que no se trata aquí 
              de ningún tipo de dialéctica: la relación entre 
              el Imperio y la multitud de los sujetos no se resuelve en una relación 
              entre un «sistema» y «movimientos antisistémicos», 
              siguiendo una explicación luhmaniana. Antes bien, esta relación 
              configura una «secuencia de movimientos» producidos 
              en un espacio liso y al mismo tiempo fundamentado en una multitud 
              nómada, en nuevas formas de subjetividades, híbridas 
              y mutantes, tecnologizadas y mestizas (p. 61). Nuevas fuerzas constituyentes 
              operan en el Imperio: «la potencia desterritorializada de 
              la multitud es la fuerza productiva que sostiene el Imperio, y al 
              mismo tiempo la fuerza que requiere y vuelve necesaria su destrucción» 
              (ibid.). El análisis de Hardt y de Negri se vuelve, aquí, 
              deudor del spinozismo. Spinoza, en el corazón del s. XVII, 
              da la vuelta al modelo hobbesiano de ciencia política: la 
              multitud no es lo negativo del poder, el abismo de fondo desde el 
              cual puede, en todo momento, oscurecer la racionalidad del soberano 
              -es, por contra, la plena positividad de la potencia natural, la 
              parte clara y gozosa de la ontología, la constitución 
              común de la emancipación y de la liberación 
              de la servidumbre(2). El deseo que recorre la multitud spinoziana 
              puede, igualmente, designar el campo de afirmación de la 
              multitud posmoderna, su actividad inmanente y su potencia resueltamente 
              materialista, más allá de todo determinismo utópico 
              y de todo finalismo historicista. Así, el «fin de la 
              historia» anunciado por los profetas del nuevo orden mundial 
              representa el único espacio experimental capaz de 
              abrir de nuevo perspectivas emancipadoras, y de crear las condiciones 
              para la libre afirmación de la multitud y de sus singularidades 
              (Spinoza se une aquí con Maquiavelo, releído a través 
              de los ojos de Althusser)(3) (p. 63-66).
 Ahora bien, si la relacion de implicación que estructura 
              el biopoder del Imperio y produce la biopotencia de la multitud 
              proporciona a los dos actores el marco conceptual necesario para 
              la aprehensión general de la problemática, queda por 
              saber cómo y por qué ha podido construirse el Imperio. 
              ¿Cómo hemos pasado de una soberanía estática 
              y nacional a una soberanía imperial? Por otro lado, ¿cuál 
              es la diferencia entre el imperialismo que caracteriza la formación 
              del Estado moderno y el Imperio que marca la emergencia del Estado 
              posmoderno? ¿Podemos identificar, desde este punto de vista, 
              una estructura estática capaz de resumir, en virtud de su 
              historia y de su acción, el sentido de las prácticas 
              imperiales? El conjunto de estas cuestiones atraviesa la segunda 
              parte de su libro, que alimenta y mantiene análisis apasionantes. 
              La genealogía del Imperio reviste de una nueva lectura a 
              la filosofía política occidental a partir del Renacimiento: 
              el paso de la soberanía nacional a la soberanía imperial 
              muestra el combate que los filósofos de la «trascendencia» 
              han sostenido, sin cesar, con los filósofos de la «inmanencia», 
              para legitimar la violencia autoritaria del Estado moderno. Combate 
              titánico, en el corazón de la modernidad, cuya finalidad 
              reside en la purificación del pensamiento de todo 
              componente materialista y revolucionario. La modernidad no puede, 
              así, sino dar cuenta de la crisis perpetua entre las 
              fuerzas creadoras y constructivas de la inmanencia y el poder trascendente 
              que trabaja constantemente por la restauración del orden 
              y del equilibrio. Duns Scoto, Giordano Bruno, Spinoza y Marx se 
              oponen aquí a Descartes, a Hobbes, a Rousseau, a Kant y a 
              Hegel. La perspectiva trazada por M. Hardt y A. Negri permite plantear, 
              desde otro punto de vista, la cuestión del humanismo, que 
              estaba ya en el centro de Las palabras y las cosas de Foucault: 
              en la posmodernidad, no se trataría tanto de proponer un 
              «antihumanismo», con el fin de responder a las «crisis» 
              de la modernidad, sino, más radicalmente, de pensar, con 
              todas sus consecuencias, la nueva «naturaleza humana», 
              de inventar «otro» proyecto humano, relacionado con 
              las potencialidades infinitas y con las virtualidades incesantes 
              de un mundo de mutantes -una cyborg naturaleza, forma modular 
              entre las producciones biopolíticas del Imperio y la biopotencia 
              deseante de la multitud (p. 91-92).
  Nación 
              y soberanía popularLa «crisis» que determina y funda el desplazamiento 
              del pensamiento moderno proporciona el basamento ideológico 
              y procesal a la «modernidad de lo político». 
              Aquí, el concepto clave es el de «nación». 
              Es la nación quien engloba el espacio de la soberanía, 
              y quien permite transformar la multitud en pueblo. Paso que 
              es esencial a la modernidad, cuyas consecuencias se revelan decisivas 
              para la historia del planeta. Este paso es posible cuando el absolutismo 
              monárquico transforma, por medio de la imposición 
              de las formas capitalistas de la producción y del desarrollo 
              de la administración, el territorio del Estado y de los sujetos 
              que lo pueblan en un ideal abstracto y en un concepto político. 
              «El concepto moderno de nación proviene del cuerpo 
              patrimonial del estado monárquico, y de ahí reinventa 
              una nueva forma» (p. 95). Nueva forma recorrida por tensiones 
              y contradicciones que tienden, sin cesar, a la anulación 
              y a la vejación: la soberanía no puede imponerse más 
              que creando crisis indispensables para la legitimación de 
              su fuerza (acumulación capitalista, burocratización 
              de la administración, prácticas disciplinarias). No 
              obstante, es por medio de la integración de estos diferentes 
              procesos que la nación puede identificarse con un pueblo 
              sobre el que ejerce su soberanía absoluta. Negri y Hardt 
              señalan, desde esta perspectiva, el enorme trabajo teórico 
              realizado por Sieyès y Burke: la producción de una 
              identidad nacional como representación última de 
              la soberanía popular, como cumbre histórica alcanzada 
              por la hegemonía económica y política de la 
              burguesía. La soberanía nacional sanciona una victoria 
              de clase: la dinámica revolucionaria de la multitud, marcada 
              por la diferencia y las singularidades de sus componentes, y absorvida 
              desde finales del siglo XVIII por la homogenización y el 
              repliegue identitario del pueblo burgués -único y 
              exclusivo fundamento del Estado.
 La construcción de la identidad nacional constituye, igualmente, 
              la mediación irrebasable que lleva a los grandes Estados 
              europeos al colonialismo y al imperialismo. La legitimación 
              de la explotación impuesta a los países conquistados 
              se efectúa a través de la definición de una 
              dialéctica antropológica que opone lo «Mismo» 
              a lo «Otro». «El colonialismo es una máquina 
              abstracta que produce la alteridad y la identidad» (p. 129). 
              El Estado-nación europeo no puede apenas subsistir sin la 
              pretendida alteridad de los colonizados: es precisamente esta alteridad 
              la que justifica la intervención imperialista, es decir, 
              la política extranjera que finaliza con la instauración 
              del modelo centralizado de soberanía. Ahora bien, «el 
              fin del colonialismo y el declive del poder de la nación 
              testimonia el paso que, del paradigma de la soberanía moderna 
              conduce al paradigma de la soberanía imperial» (p.137). 
              Este paso, fundamental y profundo, se inscribe en la propia historia 
              de la nación norteamericana y de su modelo de soberanía. 
              «La Revolución norteamericana representa un momento 
              de gran innovación y de ruptura en la genealogía de 
              la soberanía moderna» (p. 160). Es esta innovación 
              y esta ruptura lo que los dos autores sacan a la luz de una forma 
              extremadamente densa y fecunda. La historia de la soberanía 
              norteamericana se configura siguiendo una dinámica de expansión, 
              que asocia el proyecto democrático de los Padres fundadores 
              al deseo de inclusión de un poder constituyente que actúa 
              mediante redes y mediante procesos de compensación de los 
              conflictos. Todas las fases de la historia norteamericana están 
              determinadas por esta doble posición: de Thomas Jefferson 
              a Bill Clinton, esta dinámica dirige las opciones efectúadas 
              por los Estados Unidos tanto en materia económica como política 
              y social -y esto a escala mundial. Desde el comienzo, la constitución 
              norteamericana es «imperial»: «La idea contemporánea 
              de Imperio ha nacido a través de la expansión global 
              del proyecto constitucional norteamericano» (p. 182). Es decir, 
              que la soberanía no distingue entre el «interior» 
              y el «exterior»: el horizonte de su desplazamiento es 
              potencialmente infinito y no reconoce fronteras. O mejor aún: 
              el límite, las fronteras, representan déficits que 
              la constitución debe, en cada etapa, rehacer y superar, con 
              el fin de poder mostrar su eficacia y, sobre todo, su superioridad.
 La 
              soberanía inclusiva y desnacionalizada del ImperioLa genealogía del Imperio se identifica con la afirmación 
              planetaria del poder norteamericano y de su soberanía inclusiva; 
              es ahí donde reside la ruptura decisiva con la soberanía 
              moderna, fundamentada en la nación. Ésta no puede 
              existir sin un «afuera» que legitime el empleo de su 
              fuerza y de su derecho; es por esto que el imperialismo europeo 
              requiere la invención del «otro» (raza, sistema 
              económico o político «subdesarrollado»). 
              El «afuera» en donde se sitúa el «otro» 
              permite, de este modo, al pueblo que encarna la política 
              de la nación, definir su identidad y justificar su función 
              frente al pueblo a someter. No es así en el Imperio: para 
              la soberanía imperial no existe «afuera». En 
              efecto, «la dialéctica moderna del dentro y fuera ha 
              sido reemplazada por un juego de grados de intensidad, de hibridación 
              y de artificialidad... El espacio estriado de la modernidad construía 
              lugares continuamente tomados de un juego dialéctico 
              y fundados sobre sus afueras. Por el contrario, el espacio de la 
              soberanía imperial es liso... En este espacio liso del Imperio 
              no existe ningún lugar de poder -el poder está a un 
              tiempo en todos los sitios y en ninguno. El Imperio es una , o verdaderamente 
              un no-lugar (187-190). Es por esto que la corrupción, 
              y no la crisis, es el modo de afirmación propio de la soberanía 
              imperial. A diferencia de la nación moderna, el Imperio, 
              para existir, tiene la necesidad de contradicciones deslocalizadas 
              e inaprehensibles, de relaciones inestables y accidentales: su «estabilidad» 
              se relaciona con la inestabilidad, con la impureza y con el magma 
              de las relaciones. Su «ontología» es débil 
              y pacificadora -y es de este modo como puede ejercer sus principales 
              funciones de mandato: la inclusión, la diferenciación 
              y el management. El aparato imperial alimenta, en un primer 
              tiempo, un consenso liberal consagrado a la pacificación 
              y a la estabilización de las relaciones políticas 
              y sociales; segundo: celebra el culto de las diferencias (nacionales, 
              culturales, étnicas) y, tercero, aplica a estas identidades 
              y diferencias una gestión económica jerarquizada por 
              el mando capitalista(4).
 El modelo político imperial no implica solamente una redefinición 
              de la soberanía y de sus modalidades de aplicación, 
              sino que actualiza igualmente los cambios profundos e irreversibles 
              de los modos de producción. Y es ahí en donde se halla 
              la cuestión de la biopolítica. En efecto, se ha visto 
              que la soberanía imperial atraviesa, de manera inmanente, 
              todas las subjetividades sobre las que ejerce su acción. 
              Se trata de una soberanía eminentemente bioproductiva. En 
              la tercera parte de la obra, M. Hardt y T. Negri describen los pasos 
              de producción que definen la transición de la modernidad 
              al posmoderno. La historia del capital y de sus transformaciones 
              posmodernas es contemporánea al declive del Estado moderno 
              y al nacimiento del Imperio. El concepto central en esta parte es, 
              naturalmente, el de trabajo -y su explotación. En efecto, 
              la biopolítica que funda la soberanía imperial determina 
              nuevas formas de explotación, perfectamente compatibles 
              con los nuevos modos de producción expresados por la 
              biopotencia de la multitud. Hardt y Negri insisten, desde esta perspectiva, 
              en la centralidad «ontológica» del trabajo inmaterial 
              en la esfera productiva de la biopolítica imperial. Este 
              concepto marxiano de los Grundrisse deviene, en la óptica 
              adoptada aquí, el signo de una verdadera «mutación 
              antropológica» (p.289). La informatización, 
              la producción en red, el carácter abstracto y simbólico 
              del valor, el investimento afectivo en las tareas designan otros 
              tantos cambios que revelan la emergencia de una «nueva condición 
              humana» (291). La economía cognitiva -interactiva y 
              cybernética- nos muestra una naturaleza humana cada vez más 
              «maquínica» -órganos, cuerpo y cerebros 
              en conexión con herramientas, lenguajes y códigos. 
              De este modo, el trabajo inmaterial se descentraliza y se desterritorializa, 
              se desarrolla en medio de conexiones horizontales que tienden a 
              escapar del control vertical del capital. Este trabajo inmaterial 
              sólo puede ser cooperativo, creador de valor compartido, 
              inmanente a las modalidades de su despliegue y de su afirmación. 
              Es ahí en donde reside su potencial de liberación, 
              frente a la soberanía capitalista, pues está ya insertada 
              en una serie de luchas posmodernas (Los Angeles, Chiapas, Corea, 
              Francia). Estas luchas, a diferencia de las luchas «sistémicas» 
              que caracterizan los combates de la clase obrera moderna, son «acontecimientos», 
              es decir, que se presentan como siendo la extensión de singularidades 
              actuando sobre el espacio liso del biopoder imperial. El trabajo 
              inmaterial, en sus reivindicaciones, no es cíclico, sino 
              serial -inscrito en las líneas de fuga que constituyen el 
              sentido de su dinámica.
  La 
              subsunción real de la multitudDe ahí las respuestas del capital imperial y biopolítico. 
              El control sobre la biopotencia expresado por el trabajo inmaterial 
              de la multitud encuentra su punto de aplicación en las ramificaciones 
              infinitas de la subsunción real. La producción autónoma 
              y cooperativa de la multitud requiere una normalización 
              que se efectúa a través de la instauración 
              de una «constitución global» que representa y 
              sintetiza la soberanía imperial del capital posmoderno. Hardt 
              y Negri describen esta constitución global como una pirámide 
              de tres niveles, de los que cada uno incluye numerosos componentes. 
              En el vértice se encuentran los Estados Unidos, que actúan 
              en concordancia con los componentes representados en las Naciones 
              Unidas, los países del G7 y las asociaciones de los grandes 
              grupos financieros. Las multinacionales que, gracias a sus redes 
              dominan los flujos de capitales, las tecnologías punta y 
              poblaciones, constituyen el nivel intermedio. El poder de las multinacionales 
              en redes actúa directamente sobre los Estados-nación, 
              a los que confía la «regulación local» 
              de la producción biopolítica. En ese sentido, los 
              Estados-nación operan como «filtros» de la subsunción 
              real planetaria. El último nivel lo encarnan los organismos 
              encargados de representar las instancias de la multitud, tales como 
              ciertos Estados no pertenecientes al G7 o ciertas ONGs que huyen 
              de las funciones puramente imperiales (p. 309-314). El objetivo 
              que persigue la «pirámide» consiste, evidentemente, 
              en la segmentación de la multitud y el debilitamiento de 
              su potencia. Los medios en que se apoya para ejercer su autoridad 
              y su control biopolítico son, esencialmente, tres: el arma 
              atómica, las finanzas (globalización de los mercados) 
              y la comunicación (televisiones, estrategias educativas y 
              culturales) (p. 345). Estos tres medios de control están 
              estrechamente ligados a los tres niveles principales de la «pirámide» 
              imperial: su funcionamiento inclusivo asegura el gobierno (o, podríamos 
              decir, la gobernabilidad) de la multitud por medio de la 
              alianza fundadora de la soberanía desterritorializada de 
              la subsunción real.
 Ahora bien, y es éste el objeto de la última parte 
              del libro, «¿cómo puede la multitud devenir 
              sujeto político en el contexto del Imperio?». 
              En efecto, «la constitución del Imperio no es la causa, 
              sino la consecuencia de la potencia de la multitud» (p. 394). 
              Un primer elemento de respuesta reside en la construcción 
              colectiva de espacios de liberación: «Lo común 
              es la encarnación, la producción y la liberación 
              de la multitud» (p. 303). La potencia de la multitud puede 
              -y debe- devenir común, crear una constitución material 
              y materialista de lo político de los procesos de diferenciación, 
              opuestos a la diferencia estabilizadora de la soberanía y 
              de la economía imperiales. La construcción del común 
              configura la multitud como el nuevo proletariado del Imperio; 
              en otras palabras: como la fuente, autónoma y potente, del 
              valor generalizado y globalizado -inmediatamente cooperativo (p. 
              402). Se trata de un proletariado nómada, móvil, capaz, 
              desde la complejidad maquínica de sus «órganos» 
              (afectos, cerebros, saberes) y por la hibridación de sus 
              acciones (luchas, resistencias), de apropiarse de la riqueza que 
              produce. La apropiación del valor -el devenir político 
              de la multitud- se efectúa, precisamente, sobre el terreno 
              del nomadismo, del éxodo, de la fuga y de la deserción. 
              Al igual que el Imperio, la potencia de la multitud proletaria carece 
              de lugar, no conoce fronteras ni límites. La experiencia 
              del Imperio -sin duda delirante, a veces trágica- representa 
              la única posibilidad que se le ofrece a la multitud 
              para afirmar su poder constituyente(5). Posibilidad que se inscribe 
              profundamente en la biopolítica, y que define la soberanía 
              y la economía imperiales. Es produciendo su vida como, en 
              primer lugar, la multitud se apropia de toda su potencia. Esta producción 
              se identifica con la apropiación del lenguaje y de la comunicación. 
              El poder constituyente de la multitud reside en la transformación 
              del lenguaje y de la comunicación en formas de vida emancipadoras, 
              creadoras de un nuevo horizonte jurídico (salario garantizado) 
              y orientadas a la cooperación del trabajo inmaterial. Empire 
              es un gran libro de filosofía política. Comenzando 
              por la asombrosa riqueza de sus análisis, continuando por 
              la fuerza de su constructivismo.
  El 
              retorno problemático del sujetoPara concluir, se imponen dos observaciones. La primera concierne 
              al papel de Europa: ¿Se aparta verdaderamente de la escena 
              mundial, tras el fin del colonialismo? ¿No abriga, probablemente, 
              en esos Estados-nación en declive, redes de biopotencia necesarias 
              para la construcción de alternativas y de resistencias al 
              Imperio? ¿Ciertas estructuras del Welfare State (salud, educación) 
              pueden representar aún, dentro de un contexto biopolítico 
              y no disciplinario, espacios reales de emancipación, y plastificarse 
              en medios de hibridación capaces de aumentar el potencial 
              de liberación de la multitud? Por otro lado, ¿por 
              qué pensar la potencia de la multitud en términos 
              de sujeto? Dicho de otro modo: ¿por qué introducir 
              un elemento unificador y organizacional en la multiplicidad nómada 
              y dispersa de las multitudes? ¿La noción de 
              sujeto no amenaza con introducir la sombra amenazante de la dialéctica, 
              allí donde precisamente no existe dialéctica, donde 
              el nomadismo de la biopotencia de las multitudes es ya constituyente? 
              El nomadismo o el éxodo se expresan sobre un plano de inmanencia 
              que no reconoce más que singularidades comunes. El 
              oxímoron clarifica, a nuestro modo de ver, la «especificidad 
              ontológica» de las multitudes posmodernas, su pluralidad 
              irreductible que tiende a escapar al trascendental totalizante 
              del sujeto (aunque sea portador de liberación). Las multiplicidades 
              diseminadas de las multitudes probablemente actúan siguiendo 
              trayectorias y recorridos que están en el Imperio, pero encontrándose 
              ya mucho más allá de su acción y de su historia.
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 1. M. Foucault, La voluntad de saber, I (Historia 
              de la sexualidad,), Ed. S. XXI, 1982; «Naissance de la biopolitique», 
              Dits et écrits, Gallimard, 1994, 3, p. 818-825; Il faut défendre 
              la societé, Seuil-Gallimard, 1997. [Hay que defender la sociedad. 
              Ed. Amalgesto, Buenos Aires, Argentina; 1992]
 2. Spinoza, Tratado político, Alianza, en particular los 
              capítulos II y III.
 3. L. Althusser, «Machiavel et nous», Écrits 
              philosophiques et politiques, Stock/Imec, 1995, 2, p. 39-168.
 4. Se trata, por ejemplo, del procedimiento que normalmente siguen 
              las multinacionales de la banana en América Central (p. 200).
 5. A. Negri, El poder constituyente, Ed. Libertarias, 1993.
  
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