| Europa, 
              piedra de toque imperialPara una investigación sobre el federalismo 
              real
 :.Yann-Moulier Boutang
 
  La 
              moderna nave de las Naciones hace aguas por todas partes, en su 
              origen histórico que es Europa. Numerosos ataques bruscos 
              permiten decir, como en la batalla naval: «tocado». 
              Vean el miedo serbio, aguardando el epílogo montenegrino; 
              vean Córcega, y, sobre todo, el brutal debate acerca de la 
              reforma de las instituciones de la Unión europea, cuando 
              la tinta de los tratados de Maastricht y de Amsterdam apenas se 
              ha secado. La cuestión federal ha hecho ya implosionar a 
              la derecha, y podría tener efectos considerables en el Partido 
              socialista, si nos atenemos a la disidencia chevenementista. El 
              orden moderno de los Estados-naciones, que domesticó las 
              Ciudades-Estados con el absolutismo e inscribió al Pueblo 
              y sus tres Revoluciones (la inglesa, la francesa y la rusa) en la 
              martingala del poder soberano, se ha agotado. Esto ya comenzó 
              hace mucho, desde el desastre de las dos guerras mundiales. Las 
              naciones europeas, y las más orgullosas de entre ellas, Francia 
              e Inglaterra, perdieron el derecho de gobernar su Imperio, es decir, 
              su porción de mundo, con los últimos restos de descolonización. 
              Los viejos imperios portugueses, holandeses y españoles conocieron 
              las mismas desposesiones de los asuntos del Mundo. Más tarde, 
              las veleidades alemanas e italianas fueron igualmente desechas, 
              sin que aparentemente la lección fuera tomada por países 
              vecinos que rodaban sobre sus despojos. Sólo una ínfima 
              minoría de hombres políticos, más bien liberales 
              (Aristide Briand, Gustav Stresemann) toma la medida del desastre 
              entre la dos guerras mundiales. Fue necesario el agujero negro del 
              nazismo y el despedazamiento, no ya de Polonia, sino de toda la 
              Mittel-Europa, para que una minoría un poco más grande 
              (esencialmente democratacristiana, sin duda la más próxima 
              de haber sentido la idea de cristiandad definitivamente comprometida 
              y erradicada por el fascismo) comprende finalmente que la idea de 
              Nación y su contenido prosaico no tenía ya la fórmula 
              del orden del mundo. Era la edad de oro de los nuevos Imperios. 
              Uno, el norteamericano, adaptando la frontera y el mecanismo potente 
              incluso del capitalismo; el otro, el soviético, el accidente 
              milagroso, la excepción que dura, la esperanza de una liberación 
              por la política, resorte también potente, capaz de 
              resistir a las espantosas demencias de la realidad. Europeos de 
              todo tipo, desde patrones hasta militantes revolucionarios, desde 
              hombres políticos hasta artistas, conocieron la humillación 
              de papeles secundarios. El sol de la eficacia, de la democracia, 
              de la libertad se levantaba en el Este o en el Oeste, poco importa, 
              pero ya no se levantaba sobre una Inglaterra en la que el astro, 
              durante más de un siglo, jamás se había acostado; 
              y París no era ya el ombligo del mundo o de la cultura que 
              se produce para el mundo. Incluso los pueblos del Sur contestaban 
              la sacrosanta cultura que Norteamérica dejaba aún 
              como premio de consolación a esos peligrosos ancianos que 
              habían puesto el planeta a fuego y sangre, amenazando la 
              indispensable paz mercantil. Esta última puede no ser muy 
              tacaña: puede aceptar desórdenes locales, pero no 
              la incertidumbre global sobre todas las transacciones de una guerra 
              sin objetivos limitados y precisos. De un lado, en Francia, los gaullistas históricos fueron 
              tratados sucesivamente de terroristas; después, por parte 
              Norteamericana, de grupúsculo de liberación. Por otro 
              lado, reducidas las vanguardias comunistas europeas al papel de 
              quintacolumnistas de los intereses de la patria soviética, 
              comenzaron a alimentar esperanzas de resurrección de una 
              Nación independiente frente a los nuevos Imperios. Esa fue 
              una de las bases del compromiso histórico, construido en 
              el rechazo del atlantismo y el torpedeo de la ratificación 
              del tratado de la Comunidad Europea de Defensa de 1954. En el país 
              más debastado por el nazismo y el fascismo, los democratacristianos, 
              apoyándose a la vez en la tradición protestante de 
              defensa de las minorías frente al Estado total, y en la tradición 
              católica de desconfianza frente a nacionalizaciones totales 
              de la religión y de la política; dotados de una verdadera 
              ideología europea no imperial, no moderna, profundamente 
              extraña al capitalismo liberal, comenzaron por entonces a 
              poner las bases, el pedestal de ese extraño híbrido 
              que constituirá, desde su nacimiento, las Comunidades Europeas. 
              El propio término de «comunidad» era ya en sí 
              mismo un desafío a la corriente dominante de la tradición 
              política democrática. Su contenido, mezcla de interés 
              «nacional» (la reconstrucción del pool carbón-acero), 
              de intereses privados (los de la patronal), de preocupaciones «sociales»; 
              su ideología oficial (ya a la búsqueda de un gran 
              mercado y de una coordinación transnacional) mezcla de cartels 
              nacionales, de planificación; sus procederes (administrativo, 
              más tarde llamado tecnocrático, evitando al máximo, 
              en sus etapas efectivas, los parlamentos nacionales), su modo de 
              legitimación (élites morales, competentes y consensuales, 
              apelando a un «nunca más esto» ampliamente popular), 
              su modo de ejecución (el compromiso, el puntillismo, la estrategia 
              de la prevención), todo, absolutamente todo, en esas Comunidades, 
              volvía subrepticiamente la espalda a la tradición 
              republicana, racionalista, universalista. De ahí el menosprecio 
              en el que se sostuvo este embrión y, paradójicamente, 
              la ausencia de bloqueo por parte de las fuerzas políticas, 
              en el momento en que el MRP en Francia fue reducido a un pequeño 
              centro. Los europeos más convencidos, de Schuman a Gasperi, 
              habían comprendido, tras el fracaso de la Europa política 
              voluntarista de la defensa, que entre los puros atlantistas, quienes 
              no querían ya una Europa independiente, los puros gaullistas, 
              y los comunistas, quienes no querían ningún compromiso 
              con los americanos, el margen era estrecho. El único espacio 
              dejado libre era el subalterno de lo económico, del «mercado». 
              Los liberales atlantistas veían ahí un punto de ahdesión 
              al modelo inglés de zona de libre cambio; los gaullistas 
              una pura cuestión «de intendencia», adecuada 
              a sus necesidades, y que no habló nunca de supranacionalidad 
              ni de cuestiones militares(1).
 No obstante, la historia escribe, como el Dios de Paul Claudel en 
              el Soulier de satin, «por lignes tortas» (en tortuosas 
              líneas). El pool carbón-acero, luego la Comunidad 
              Económica Europea (Tratado de Roma de 1957) y la guerra colonial 
              aceleran la crisis de gobernabilidad de las democracias europeas. 
              Francia, la potencia más antinorteamericana en su imaginario 
              político, y la más altiva en lo concerniente a la 
              cuestión de la independencia nacional, fue la primera en 
              abandonar el parlamentarismo representativo por un extraño 
              compromiso presidencial y parlamentario, claramente presidencialista 
              a partir de 1962, con elección del Presidente por sufragio 
              universal. El gaullismo, el régimen más hostil a una 
              ideología supranacional y federalista deviene, tras algunas 
              turbulencias («la silla vacía» [«la chaise 
              vide»]), el pilar central de la única política 
              verdaderamente federalizada a escala de los 6, después de 
              los 9, más tarde de los 12 miembros de la Comunidad: la política 
              agrícola. Al igual que el poder carismático de un 
              de Gaulle, anclado en Juana de Arco y la «inmortalidad» 
              de una cierta idea de Francia, y la Europa de las patrias había 
              facilitado la rápida modernización económica 
              y la internacionalización del capitalismo francés, 
              la reconciliación franco-alemana (a diferencia de la primera 
              experiencia de cordial acuerdo con la eterna Albión de 1895 
              a 1940 (2)) sienta las bases de la primera superación de 
              las Naciones. La resistencia del núcleo duro franco-alemán 
              tanto a las grandes turbulencias como la reunificación alemana(3), 
              la construcción de la moneda única, la expansión 
              hacia el Este, así como a las vicisitudes más cotidianas 
              de la alternancia política de ambos lados del Rhin, muestra 
              a posteriori que el confederalismo duro gaullista ha podido tener 
              como resultado inesperado la edificación del verdadero zócalo 
              de una constitución material federal europea.
 Añadamos, por una ironía suplementaria, que el Consejo 
              de Ministros, el poder legislativo de la Comunidad, después 
              el de la Union, concebido por muchos estados como el contrapeso 
              confederal de Naciones al federalismo orgánico de la Comisión 
              y al federalismo político del Parlamento de Estrasburgo, 
              ha terminado por revelarse como el verdadero motor de un cambio 
              brusco dentro de un federalismo «verdadero y masivo», 
              puesto que su propia talla, y la cuestión de la rotación 
              de la Presidencia de la Unión, con la ampliación a 
              25 miembros, más tarde a unas 35 «naciones», 
              implicará cortar por lo sano, es decir, ya solamente a base 
              de compromisos conocidos y milimetrados, acerca del número 
              de comisarios para los pequeños y los grandes países.
 Finalmente, es en Francia, el país más confederal 
              (ha sido reemplazado en este papel por el Reino Unido) frente a 
              los pequeños países naturalmente federalistas (Benelux) 
              o a las naciones ya federalizadas como Alemania y España, 
              en donde la sentencia Costa de 1965 vino a cimentar la esencia federalista 
              y supranacional de la construcción comunitaria, puesto que, 
              con ocasión de un recurso de jurisdicción comunitaria 
              sobre sus derechos sociales en Francia, la Corte de Luxemburgo, 
              al igual que la Corte Suprema norteamericana resuelve sin apelación, 
              ha afirmado la primacía del derecho comunitario sobre el 
              derecho nacional (no solamente sobre las leyes, sino también 
              sobre las constituciones nacionales). Con este fallo, la soberanía 
              «nacional» incondicional quedaba anticuada(4).
 Es cierto que entre el fracaso de la comunidad imperial francesa 
              de 1960 y la descolonización de Argelia (1962) no quedaba 
              ya ningún futuro mundial para una potencia media que había 
              salvado in extremis, tras la guerra, un lugar permanente y un derecho 
              de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Todos 
              los presidentes de la República francesa llegan, por vías 
              diferentes, a la misma constante, Chirac incluido(5). La perpetuación 
              de Francia, de su papel, pasa cada vez más por su capacidad 
              de participar en el proceso de edificación política 
              de Europa, y de imprimirle sus señas. De un modo u otro, 
              este modelo de emulación deviene la única matriz efectiva 
              de la estrategia política de las «Naciones». 
              El vaivén en esta toma de conciencia es general. Inglaterra 
              trabaja en plena devolución de sus últimos fragmentos 
              de Imperio interior (Irlanda del Norte, Escocia); la conversión 
              francesa de los funcionarios del ENA, enfrentada a Bruselas, sorprende, 
              pero es efectiva; quienes temían una Europa «alemana» 
              (necedad muy difundida en los ejercicios de los estudiantes de Ciencias 
              Políticas, hace todavía algunos años) tuvieron 
              que asumir las consecuencias de su error analítico. El Banco 
              Central Europeo deja flotar la moneda en relación al dólar, 
              y no es la estabilidad del Marco lo que se contagia, sino la devaluación 
              competitiva y delicada, a la francesa o la italiana, que se ha impuesto(6). 
              La llegada de los comunistas al gobierno (en 1981 en Francia, en 
              los años 90 en Italia), más tarde de los Verdes (en 
              Francia y en Alemania) hacía creer en un repliegue sobre 
              una «identidad» social. Nada de esto ha habido.
 Cuando el Times consagra como acontecimiento más importante 
              del siglo XX el lanzamiento del euro, al que casi ningún 
              norteamericano podía dar crédito(7), tomaba la medida 
              del cambio profundo en curso. Todavía hace dos años 
              la cuestión europea era confidencial: las élites políticas 
              e institucionales construirían Europa a condición 
              de no hablar jamás de ello. Miedo del bloque reaccionario 
              antieuropeo, miedo táctico y loable en cualquier caso. Hemos 
              visto por qué un Delors ha avanzado siempre parcialmente 
              oculto. Pero miedo también de la Europa de base, de los movimientos 
              sociales que habrían podido apropiarse del vector amplificador 
              del federalismo. Durante treinta años las multitudes culturales, 
              regionales, las vanguardias, han sido mantenidas cuidadosamente 
              apartadas. La crisis de la Europa política contiene en sí, 
              desde largo tiempo atrás, la exclusión de la Europa 
              social.
 Numerosos parlamentarios de los países miembros mantienen 
              que la expresión del número debería, fatalmente, 
              provocar el desorden: El Pueblo sería la botarga. Y bien, 
              a fuerza de repetir machaconamente esta mala profecía, ha 
              terminado por realizarse. La juventud democrática, joven, 
              pacífica, plural, abierta, se ha visto rechazada del devenir 
              Pueblo soberano. Como muestra, esa llamada ya típicamente 
              federalista del Colectivo belga de los Mercados europeos, distribuida 
              durante la reunión de la «Convención» 
              del Parlamento europeo: «Los Mercados contra el paro, la precariedad 
              y las exclusiones han reunido a más de 30 mil manifestantes 
              en Colonia en junio de 1999, durante la Cumbre europea, para exigir 
              una Europa más democrática y social. Los jefes de 
              Estado y de gobierno anunciaron, al término de esta Cumbre, 
              la elaboración de una Carta de derechos fundamentales para 
              la Unión europea, lo que podría considerarse como 
              una respuesta positiva a nuestras demandas. [...] Teniendo en cuenta 
              la prioridad del derecho europeo sobre el nacional, nos ha indignado 
              la decisión que ha sido tomada de rechazar considerar los 
              derechos sociales como derechos. Han sido decretados "como 
              imposibles de justificar", y devienen simples objetivos políticos 
              "que serían, pues, sumidos al arbitrio de las mayorías 
              políticas". Responsables políticos han argumentado 
              que la garantía de los derechos sociales serían promesas 
              imposibles de mantener.»
 Este rechazo de la política de las multitudes es un rechazo 
              de la extensión de los derechos, de inscribir como compromiso 
              jurídico la Europa social que transforma el Pueblo republicano 
              de las viejas naciones en populismo. El Pueblo deviene, así, 
              bajo la mirada incrédula de la Izquierda institucional, incluida 
              la comunista, antiguo populacho, racista, rancio, replegado, separatista 
              y antieuropeo casi visceralmente(8): los skinheads británicos 
              o alemanes, los hinchas de los partidos de fútbol que abuchean 
              a los jugadores negros y beurs* en Estrasburgo u otros lugares(9), 
              o bien las ligas separatistas que se escudan en el federalismo. 
              Desde hace un año, con la metedura de pata hasta el fondo 
              que protagonizó Joschka Fischer, la cuestión europea 
              ha tomado finalmente el cuerpo político. Al fin la tenemos 
              sobre la escena real. La conferencia intergubernamental de Niza 
              bajo la presidencia francesa será una etapa. Dramatizar el 
              envite puramente institucional sería un error(10).
 Sólo una resolución avanzada en la Europa de los derechos 
              sociales podrá descorrer este cerrojo. La Europa por el federalismo 
              tiene necesidad de muchas más luchas sociales, pero otros 
              acontecimientos de mayor peso han decidido ya darlo todo por un 
              salto federal. La cuestión de la forma que tomará 
              este federalismo es secundaria, en relación a la nueva partición. 
              La guerra de Kosovo ha sido la primera guerra del naciente Imperio 
              Europeo. El paraguas norteamericano, humillante a su voluntad, ha 
              sido el modo (incluyendo indirectamente la problemática de 
              los minerales, y en la tentativa de los norteamericanos de encerrar 
              toda organización europea de defensa y de intervención 
              en una sección regional de la OTAN, en particular la UEO 
              como brazo secular de la Unión) de disimular el contenido 
              totalmente europeo del conflicto: el fracaso del pequeño 
              nacionalismo serbio como modelo de organización de la Mittel-Europa, 
              y el levantamiento previo del veto balcánico. Otras señales 
              que no engañan muestran una aceleración de la integración 
              militar y diplomática europea: la adhesión de Gran 
              Bretaña, durante el encuentro franco-británico de 
              Saint-Malo, a una industria europea de defensa; el fin de la rivalidad 
              secular en Africa y el renacimiento de una diplomacia alemana, en 
              el interior de objetivos totalmente europeos. En menos de un año, 
              la situación evoluciona enormemente. Numerosos Estados, reticentes 
              a un salto federal, sacaban su fuerza inicial del black-out total 
              sobre el debate europeo, y ahora se limitan a decir que no se resignarán 
              a ser reducidos al rango de Texas o California, en el seno de la 
              Unión Europea. Soberbia confesión de la evolución 
              de la situación.
 En el plano de la gran diplomacia, la construcción europea 
              es la apuesta radical. Antonio Negri y Michael Hardt(11) piensan 
              que Europa es necesaria, pero no ven la posibilidad, hasta tal punto 
              el proceso institucional en curso les parece caricaturesco, y de 
              una aventura subalterna en una de las provincias del Imperio, el 
              Imperio norteamericano, incluso siendo una de las provincias más 
              ricas. La Europa en vía de edificación sería, 
              en el mejor de los casos, un clon del Imperio norteamericano; en 
              el peor, una de sus provincias subalternas. A mí me queda 
              la duda acerca de esta forzatura (golpe de fuerza) lógica 
              y empírica. Discutir de la necesidad y posibilidad de la 
              Europa política me parece, como poco, retrasar el debate, 
              ya que ¿se interroga sobre la necesidad o sobre la posibilidad 
              de lo que ya está ahí? Regresemos a este terreno, 
              al método de la tendencia desarrollada por Negri(12). Pongamos 
              la tendencia en la unificación europea, comprendiéndola 
              sobre el plano político como ya realizado, y extraigamos 
              de ella todas las consecuencias. Las preguntas sobre la necesidad 
              y posibilidad se invierten. Si las Naciones no están ya ahí, 
              o más exactamente, si no continúan rigiendo ninguna 
              otra cosa, sino tan solo son ventrílocuos de otra cosa, como 
              el contratipo de un poder en construcción, la posibilidad 
              de una Unión Europea está ya dada, y la necesidad 
              de la intervención teórica, política, cultural, 
              en este proceso, se impone.
 Eso no quiere decir que la existencia de la Europa política, 
              y no solamente su necesidad o su posibilidad, en la red imperial 
              hegemónica de hoy día no plantee enormes problemas 
              de comprensión. En particular, si nos atenemos a una visión 
              materialista y constituyente de los aparatos del poder, y si aceptamos 
              la hipótesis de que está surgiendo una forma-Estado 
              nueva, ni Naciones, en plural, ni el Imperio, con un artículo 
              definido singular, definido como el Imperio hyphenate, el imperio 
              Norteamericano, así, un Imperio (artículo indefinido 
              y destinado a declinarse en plural), hemos de reconocer que no sabemos 
              gran cosa, in concreto, de los procesos que empujan, desde hace 
              cuarenta años, hacia la realización de esta unificación 
              europea dentro del euro-escepticismo, a pesar de la crisis, que 
              debería de haber tenido efectos centrífugos devastadores 
              (como bien ocurrió tanto en el Imperio soviético como 
              en la federación yugoeslava). La situación es «funcionalista» 
              y terriblemente parsoniana. Cualquiera que sea el contenido de los 
              movimientos sociales y políticos (su idedología, sus 
              reivindicaciones, su intensidad), estos empujan y animan Europa: 
              muchas de las luchas sociales o conflictos (aunque fueran las de 
              los pequeños patronos camioneros) llevan a reclamar un tratamiento 
              europeo, pero la apatía social conduce igualmente a la búsqueda 
              de un nivel mayor, e incluso a recoger la expresión de los 
              nuevos actores sociales. El separatismo regionalista y minoritario 
              (catalán, irlandés, escocés, vasco, corso, 
              flamenco católico, incluso cuando degenera en mini o micronacionalismo) 
              obtiene el mismo resultado que la indiferencia de las grandes metrópolis 
              (Gran Londres, Isla de Francia, Llanura del Po, Bruselas, Berlín) 
              del resto del territorio: el de una crisis cada vez más aguda 
              de la Nación, incluyendo la Gran Nación.
 Que tras la caricatura, más o menos de buen gusto, tanto 
              de las luchas de liberación nacional como de la mafia, de 
              la lucha armada, de la República, la cuestión corsa 
              haya devenido, en algunos meses, el emblema de la crisis de la Francia 
              jacobina(13), es un indicativo más. Europa, las regiones, 
              es la misma cuestión la que aparece. Cuando Jean-Pierre Chevènement, 
              en la izquierda, y Charles Pasqua en la derecha tocan a rebato, 
              ellos no se equivocan, contrariamente a las denegaciones hipócritas 
              de la mayoría transpartidaria: ... la Nación se muere.
 Lo que nos separa de esos casandras reaccionarios es que nosotros 
              no esperamos ninguna resurrección de esa forma de poder, 
              que no lloramos por la Gran Nación republicana y napoleónica, 
              y que no habrá ningún canto del cisne de aquel Leviatán. 
              Lo que nos interesa es ese nuevo imperio que nace bajo nuestros 
              ojos, y no desplazar la vieja canción nacionalista un tono 
              más alto. Los espacios de libertad que ese imperio que nace 
              pueda ofrecer, dependerán de nosotros, de la capacidad de 
              someterlos a una presión nueva desde abajo. Las multitudes, 
              en las nuevas formas de poder imperial, no son el antiyanquismo 
              primario, no son «expulsar Norteamérica de nuestras 
              cabezas», sino tener en la cabeza otra Norteamérica, 
              la de Seattle; las multitudes son también, y sobre todo, 
              influir en el proceso político en curso. Llamar a un poder 
              contra otro, al nivel federal contra el nivel nacional, es un ejemplo 
              de lo que ya se ha hecho. Es sobre estas prácticas europeas, 
              sobre el contenido propiamente federalista de la política 
              cotidiana, que es menester comenzar una investigación.
 
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  1. Este elemento debe conducir a temperar los análisis 
              sumariales y simplistas que hacen de la Unión Europea un 
              vulgar agente del liberalismo económico. Si los padres fundadores 
              del modelo europeo se adherieron al modelo de la concurrencia pura, 
              ello es porque constituía un incentivo federalista, a priori 
              no político. Hemos asistido al mismo fenómeno en los 
              Estados Unidos, bajo la Era Progresiva, al comienzo del siglo veinte, 
              durante la lucha antimonopolio, puesto que la democracia de masa 
              naciente era más bien enemiga del gran capitalismo que del 
              mercado. Esto no ha cambiado. Y es por ello que, a mi modo de ver, 
              el capitalismo moderno de las grandes firmas se oculta aún 
              tras la utopía igualitaria del mercado y del individualismo 
              posesivo.2. Testimonio de ello es el último gobierno de la IIIª 
              República, en la debacle de 1940 de unión imperial 
              Franco-inglesa contra Alemania. Esta experiencia, pese a las últimas 
              desavenencias (la batalla de Aboukir, la tradicional rivalidad marítima) 
              fue fundamental en el fracaso de los nazis por reanimar la rivalidad 
              franco-alemana. Pero a esta vieja animosidad nacionalista le reemplazó, 
              a partir de 1950, una divergencia estratégica en la apuesta 
              política por Europa. Divergencia que todavía dura.
 3. Numerosos expertos pensaban que la Alemania reunificaba se volvería 
              hacia el Reino Unido, y que el eje de los grandes países 
              de la Unión se haría muy inestable y, por lo tanto, 
              menos fuerte. Pero no ha ocurrido así.
 4. Sobre esta cuestión, y sobre la construcción europea, 
              ver la impresionante síntesis de Gérard Soulier, L'Europe, 
              Histoire, civilisation, institutions, Armand Colin, 1994, pp. 333-336.
 5. Véase el abismo entre l'Appel de Cochin (de Marie-France 
              Garaud y de Charles Pasqua) y las posiciones del propio Chirac sobre 
              la Constitución europea y su federalismo ruidoso, a propósito 
              de una Austria defensora del derecho para la Unión de ejercer 
              un poder de sanción sobre los miembros de la Unión.
 6. ¿Por qué? Porque con el mercado interno de 372 
              millones de habitantes que representa, la Unión Europea tiene 
              márgenes de autonomía considerables, y ningún 
              problema lancinante en particular de reequilibrio de la balanza 
              de los autóctonos. Porque en el plano productivo debe alcanzar 
              a Estados Unidos (en particular en el dominio de la «nueva 
              economía» y el last but not least, puesto que el deslizamiento 
              de la moneda a escala internacional, en régimen de estabilidad 
              de los precios internos (inflacción nivelada, tal y como 
              se dice), debe analizarse como la forma de descargar sobre el resto 
              del mundo las tensiones sociales internas (por ejemplo, el coste 
              enorme de la reunificación alemana, que impide a ese país 
              presentarse como el campeón de la austeridad presupuestaria). 
              Otro modelo sería la inflación de los activos financieros 
              (la famosa burbuja financiera) que permite la distribución 
              de la renta de manera ultradiferenciada de los salarios.
 7. La atribución del premio Nobel de economía al canadiense 
              Robert Mundell ha recompensado a uno de los escasos economistas 
              del mundo que defienden la ineluctabilidad del Euro. Mundell ataca 
              con violencia la tasa Tobin, a quien ha tratado de «idiota», 
              porque predica el retorno a un régimen de paridad fija de 
              las monedas. Más allá de los argumentos técnicos, 
              lo interesante es que Mundell cree en un retorno de paridad fijadas 
              en la nueva entrada de los nuevos conjuntos de poder, muy lejos 
              de la gelatina liberal.
 8. Desde los históricos cantones suizos a Carintia, de la 
              Flandes belga y la Caza, la Naturaleza, la Pesca y las Tradiciones 
              en Francia, la lista es larga y seguirá creciendo.
 * Segunda generación de inmigrantes magrebíes. (N. 
              de T.)
 9. Es interesante comparar esta realidad desagradable del racismo 
              local con el desencadenamiemto mestizo y fusional que acompaña 
              a la victoria del equipo francés en la copa del Mundo de 
              fútbol.
 10. Para un excelente dossier sobre Europa, y un punto de vista 
              «dramático» sobre el riesgo de perder la oportunidad, 
              ver el nº 90 (verano de 2000) de la revista Commentaire. Su 
              director, J. C. Casanova se ha pronunciado, al igual que R. Barre, 
              a favor de los acuerdos de Matignon sobre Córcega.
 11. Ver su obra, así como la reseña que ha hecho Saverio 
              Ansaldi en este mismo número. Vease igualmente el texto de 
              Antonio Negri que se publica asimismo aquí.
 12. Por ejemplo, en los artículos reunidos en la antología 
              francesa, La clase ouvrière contre l'État, Galillée 
              1978 y en Marx au-delà de Marx (reedición en L'Harmattan, 
              1996). [Trad. cast. de Carlos Prieto, Marx más allá 
              de Marx, Akal, Madrid, 2001]
 13. Según un sondeo (CSA-Telegrame de Brest, realizado con 
              500 personas el 4 y 5 de septiembre) más de un cuarto de 
              los bretones se declaran favorables a la independencia de los cuatro 
              departamentos históricos de Bretaña, y no es en Finisterre 
              en donde el deseo de devolución de poder es más fuerte, 
              sino en el Loira Atlántico.
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