fanales japoneses te envuelven y protegen
junio de 2000
Conozco una cueva, no muy lejos de aquí, a la que suelo ir cuando la vida entre la gente me resulta ya insoportable. Atraviesa una pequeña ladera, lo que significa que tiene dos entradas de aire. Por una, el cuerpo de un hombre, de una mujer, imposible que pase. La otra no está disimulada. Aun así, nunca entra nadie. Y si lo hacen, son muy respetuosos con el lugar, pues jamás encontré señal alguna de humanos ni de cualquier otro animal. Antes de desvanecerme en las sombras, como una japonesa, para abandonarme a mis divagaciones y a mis delirios, tomo el jarrón entre las manos, con sumo cuidado, y sorbo el contenido. Cierto día tuve la imperdonable falta de revelar el emplazamiento de mi retiro y de describir algunas de mis prácticas. Entre ellas, el ejercicio de salutación. Aquellas gentes, morbosas, tuvieron la desfachatez de vigilarme y perseguir todos mis movimientos. Como cada vez mi estancia entre rostros humanos me resulta más cansina, no tardé mucho en regresar a mi refugio. Los chismosos insensatos me persiguieron, pretendiendo guardar una distancia con respecto de mí, que creían como un salvoconducto que les llevaría a mi refugio sin poder yo apercibirme de su presencia, hasta mi amada cueva para, lo sé, violar mi incontenible deseo de abstención. Las gentes que no tienen nada que decir siempre andan poniéndose en el medio. Pero yo he desarrollado la facultad auditiva hasta grados verdaderamente posthumanos, todo lo posthumano me sobrecoge y renueva toda mi capacidad afectiva hasta grados que hoy por hoy (¿hoy al cuadrado?), afortunadamente, son imposibles de valorizar. Y ellos, que no saben callar diez minutos seguidos, comenzaron a parlotear. Sabía que lo que pretendían era acusarme de mi práctica de salutación. Pero aún tenía tiempo hasta que se presentaran, y lo celebré con la calma y el desahogo normal. Después me precipité con rapidez a la cueva A, que es en donde duermen los murciélagos de los que me había hecho muy amigo tiempo atrás, en circunstancias que no tengo ninguna gana de contar aquí. Afortunadamente era verano y los murciélagos no invernaban. Y afortunadamente anochecía, anochecer que en mi estrategia había yo provocado, ora caminando más lento, ora sentándome a fumar un cigarrillo, prolongando el placer con un segundo, mirando las nubes, mis hermanas. Comencé a lanzar chillidos en una lengua que, en no mucho tiempo, habíamos logrado sintetizar entre quien parecía ser el jefe de los murciélagos y yo. Mis gritos precipitaron su nocturno despertar y, un fuerte clamor de batir de alas resonó en el laberinto. El jefe se posó en mi hombro, le expliqué lo que ocurría y mis planes. Mis perseguidores llegaban en ese momento a la cueva. Entonces, a mi grito de inicio de combate siguióle el maravilloso espectáculo. Nos abalanzamos sobre los chismosos y, a fuerza de picotazos y arañazos, acabamos rápidamente con sus vidas. Nos tendimos sobre los cuerpos y sorbimos su sangre. Cuando estuvieron secos, mis amigos se fueron a correrla danzando por el cielo, y fue a mí a quien tocó arrojar los despojos por el barranco.
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