Las dos obras de Giorgio Agamben que constituyen respectivamente los tomos I y III de Homo Sacer1 hacen del campo el paradigma de un acercamiento de la situación contemporánea, en tanto que ésta se caracteriza por la inclusión, cada vez más directa, de la vida en el orden del poder. Nosotros tendremos aquí en cuenta esencialmente el primer tomo, a partir del cual se construye esta paradigmaticidad.
La tesis de Giorgio Agamben puede resumirse así: la relación entre el poder soberano y la nuda vida (expresión dada como subtítulo a la obra) es una relación de captura, sobre la base de una estructura de excepción. En tanto que es eso que instituye un orden jurídico, el poder soberano debe conservar al mismo tiempo la posibilidad de suspenderlo. De este modo se procura, en el sentido de este orden, un espacio de excepción. Es sólo por esto último que el orden instituido, el espacio normativizado, adquiere su consistencia, ya que solamente en la medida en que el poder mantiene la posibilidad de manifestar de nuevo su potencia fundadora, estará en condiciones de imponer la normalización que de él proviene. En otros términos: es en la medida en que está en condiciones de decretar el estado de excepción, que el poder es llamado poder soberano ( HS, 19 y 33 sqq.). En el seno del espacio de excepción, la operación fundamental del espacio del poder se comprende entonces como la posibilidad de aislar, en cada sujeto, una vida nuda, vida irremediablemente expuesta a la excepción soberana, y que en tanto tal, asegurará por consiguiente al poder una toma directa. El estado de excepción es así el reverso de la norma, no lo contrario del orden instituido, sino el principio que le es inmanente. El campo nombra este espacio en la historia reciente de un modo tan particular, que se convierte en el momento en el que la regla y la excepción se vuelven indiscernibles, y en el que, a partir de ahí, los límites del espacio de excepción tienden a disolverse y, de este modo, a generalizar la excepción como estructura, que ella misma tiende a concernir inmediatamente y sin interrupción al conjunto de los hombres.
Sospechas
La tesis de Agamben convoca de manera central la política nazi, y el discurso que es mantenido respecto de este asunto es particularmente atrevido, hasta tal punto que puede dar lugar a malentendidos. En la recensión que Alessandro Dal Lago hace de la obra de Giorgio Agamben2 , tras haber precisado que la identidad histórica de nuestro siglo reposaba sobre los campos de exterminio, hace preceder su análisis de esta prevención: " Naturalmente, la exterminación en masa de los judíos es un acontecimiento " absoluto" e inconcebible sobre la base de categorías históricas habituales, aunque salido del corazón de la cultura occidental y, por consiguiente, inconmensurable al renacimiento de los campos de detención y a los asesinatos en masa de nuestro tiempo." En la página 125 de su obra Agamben escribe: "la voluntad de dar a la exterminación de los judíos un aura sacrificial a través del término " holocausto" da cuenta de un desliz historiográfico tan ciego como irresponsable."3
Ahora bien, propiamente es eso lo que hace Dal Lago, incluso si en este caso el término "holocausto" no es pronunciado. Como simple precaución de uso, una puesta en guardia que es supuesta tan evidente para todos que es llamada "natural", que va precisamente en contra del proyecto comentado. Parece que la precaución de Dal Lago pretende disculpar de antemano a Agamben a los ojos de aquellos para quienes toda comparación del exterminio de los judíos con otro acontecimiento histórico conduce a una banalización de la historia, y toma así el riesgo de una deriva hacia el discurso negacionista.
El negacionismo, en tanto que impugna el número de víctimas judías del nazismo y llega incluso a negar la existencia de las cámaras de gas, es una estrategia del discurso perfectamente abyecto, ordenado desde un punto de vista antisemita y pro-nazi. Por tanto, no sabríamos ver sin desconfianza el desarrollo, al menos en Francia, de un discurso que se presenta como una ruptura de las derivas del pensamiento negacionista. En efecto, es necesario, si no queremos caer en la ideología pura y simple, distinguir netamente dos cosas: los enunciados negacionistas, inadmisibles como tales, dirigidos, en definitiva, a arruinar la idea misma de una política de exterminación nazi; y las búsquedas, como la que traza justamente Agamben, que tratan de profundizar en las causas del nazismo, en tanto que tales causas no dejan de concernir a nuestro presente. Desde este punto de vista, no podemos sino rechazar la criminalización de aquellos que rehusan remitir la explicación del nazismo a bases raciales. Que el racismo y el antisemitismo hayan constituido elementos reales de la subjetivación nazi no está en duda, sino únicamente el hecho de que el racismo bastara para definir la política nazi: el telón de fondo de semejante discurso es el presupuesto según el cual nuestras democracias, precisamente fundadas sobre otras bases, serían por ello mismo por naturaleza heterogéneas a una política semejante.4 Remitir toda búsqueda que abandona tales postulados a una banalización criminal significa crear una policía de los enunciados, y hacer de " lo inconmensurable" y de " lo impensable" un criterium unificador a partir del cual evaluar todo pensamiento, brindando el espectro de la complicidad con los crímenes más abyectos, si no estamos sometidos a ellos. Sin embargo, el riesgo es claro cuando se trata de explicar el parentesco esencial entre las democracias contemporáneas y las políticas totalitarias (y, entre ellas, y de modo especial, el nazismo), de disolver las diferencias esenciales que existen entre ellas. Es por esto que Agamben toma la precaución de precisar: " La tesis de una solidaridad profunda entre democracia y totalitarismo (que avanzamos aquí, aunque sea con prudencia) no es, por supuesto, [...] una tesis historiográfica, permitiendo la liquidación y nivelando diferencias manifiestas que marcan su historia y su antagonismo" (HS, 18). El punto de vista de este libro, que es llamado aquí "histórico-filosófoco", no corresponde a un paso histórico, y no sabría tener por objetivo la contestación de análisis que hayan puesto al día la heterogeneidad de funcionamiento de los diferentes sistemas políticos (socialdemocracia, estalinismo, fascismo, etc.). Lo que se revela es la profundización del ejercicio del poder soberano; únicamente desde ese punto de vista es revelador un parentesco entre la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano y la política nazi.
La modernidad, cuyo comienzo sitúa Agamben en la formulación del writ de Habeas corpus en 1679, es aquello que desplaza el ejercicio de la soberanía sobre cada sujeto, quien se halla así inducido a reproducir, aplicando sobre sí mismo (y, en consecuencia, virtualmente sobre cualquier otro), la estructura de la excepción ( HS, 134-135). De este modo la continuidad entre nacimiento y ciudadanía, tal y como la postula la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, como fundamento del Estado-nación, no se postula más que sobre el fondo de un aislamiento previo de la nuda vida. Incluso si ésta no se explicita como tal, ella es la única que puede dar cuenta del hecho de que habrá, justamente, excepciones: si la figura del refugiado o del inmigrante sin papeles es hoy tan crucial, es porque revela el carácter definitivamente ilusorio de esta identidad entre nacimiento y nacionalidad en el marco del Estado-nación, y ahí pone a este último en crisis. Es ante todo, para responder a una tal crisis, que el poder nazi hará que la vida no solamente sea investida del principio de soberanía, si no que sea ella misma en tanto que tal "el lugar de una decisión soberana" ( HS, 154; subrayado Retorno al campo...). En este sentido, el Estado nazi puede ser pensado como el "primer estado radicalmente biopolítico", ya que se construye inmediatamente sobre la base de la decisión "la vida que no merece vivirse", y que es , bajo este enunciado, considerada como legítimamente suprimible.
El hombre sagrado y el hombre sacrificable
El pasaje de Homo Sacer con el que hemos objetado la observación de Dal Lago prosigue así: " El judío, bajo el nazismo, es el referente negativo privilegiado de la nueva soberanía biopolítica y, como tal, un caso flagrante de homo sacer, en el sentido de que representa la vida que se puede suprimir impunemente, pero no sacrificar [...]. La verdad, difícilmente aceptable para las propias víctimas, pero que no obstante nosotros debemos de tener el coraje de no recubrir de un velo sacrificial, es que los judíos no fueros exterminados en el curso de un holocausto delirante y desmesurado, sino literalmente, según las palabras de Hitler, "como piojos", es decir, en tanto que vida nuda" (HS, 125). Una formulación muy clara de eso a lo que se opone aquí Agamben ha sido dada recientemente por François Regnault durante un coloquio a propósito de la cuestión del negacionismo5 . En su intervención, Regnault se apoya esencialmente en Lacan, para quien la exterminación de los judíos por los nazis no sabría interpretarse de otro modo que en términos de sacrificio: "Sostengo que ningún sentido de la historia basado en las premisas hegeliano-marxistas es capaz de dar cuenta de este resurgimiento, puesto que se revela que la ofrenda a oscuros dioses de un objeto de sacrificio es algo a lo que pocos sujetos pueden no sucumbir, en una captura monstuosa6 ." Según Regnault, en el caso del nazismo, esos dioses se presentan bajo la forma de la raza aria7 , es decir también de "Führer interior", que haría decir a Eichmann que él no había hecho más que obedecer las órdenes. El hecho de que el marxismo clásico haya errado en la explicación de la política nazi no es un secreto para nadie. Por tanto, ¿estamos condenados a fondear sobre una antropología del fenómeno religioso, concebido como estructura subjetiva fundadora, para superar la aporía de los discursos políticos clásicos? La argumentación de Regnault reposa sobre dos aspectos esenciales: la puesta delante de la noción de raza, que parece permitir identificar el nazismo como política racista; y sobre todo, el estatuto de excepción de los judíos en la política hitleriana. Y son precisamente estos dos puntos los que son explicítamente rechazados por Agamben.
Sobre el primer punto Agamben escribe: " El término "racismo"(si se entiende por raza un concepto estrictamente biológico) no constituye la mejor definición de la biopolítica del Tercer Reich" (HS, 160) en la medida en que la política nazi no es inteligible más que de la identificación precisa del concepto que Agamben retoma de Foucault, pero en tanto que va a radicalizar el sentido. El nazismo, lo hemos dicho ya, sólo es inteligible en tanto que " primer Estado radicalmente biopolítico" (HS, 154), es decir, en donde el poder va a estructurarse por entero a partir de decisiones sobre la vida como tal. De ahí la paradoja señalada por Agamben, según la cual una circunstancia natural tiende a presentarse como una tarea política"(HS, 161), en la medida en que, para los nazis, se trata de asumir políticamente su "herencia biológica", según la fórmula de Verschuer, uno de los grandes especialistas de la eugenética, científico oficial, podría decirse, del régimen, que continuó su carrera después del desmoronamiento de aquél. La política nazi es precisamente lo que realiza la indistinción de la vida natural y de la vida políticamente cualificada, pero ahí también, sobre el fondo de su separación8 , ya que permanece aún en el marco del análisis del poder soberano que se relaciona con la vida nuda aislada como tal.
De ahí proviene esta otra consecuencia fundamental: incluso si los judíos son, como se ha dicho, "el referente negativo privilegiado" de la política nazi, no se puede interpretar el fundamento de ésa sobre la base del estatuto de excepción que le ha sido dado: "las leyes sobre la discriminación de los judíos han monopolizado la atención de los historiadores de la política racial del Tercer Reich. Sin embargo, no serán plenamente comprensibles hasta que no sean repuestas en el contexto general de la legislación y de la praxis biopolítica del nacionalsocialismo"(HS,163). La política eugenésica que identifica al nazismo debe ser tomada en su globalidad. No es hacer afrenta a la memoria de las víctimas judías del nazismo decir que la exterminación ha sido ante todo la consecuencia de una política que se quería la producción de un cuerpo biológico a partir de la destrucción de todo elemento sospechoso de degenerarlo: los judíos y los Gitanos, pero también los enfermos mentales, los homosexuales y los bolcheviques, todos identificados a partir de la preocupación por la raza, y exterminados como vectores de degeneración.
F. Regnault, en la intervención antes citada, habla de " la liquidación de los judíos (y, a partir de ellos, de los Gitanos, de los homosexuales, incluidos los propios alemanes)."9 Si seguimos a Agamben, esta observación no es exacta. Dicho de otro modo, el antisemitismo, componente muy real del nazismo, sin duda muy generalizado en el conjunto del pueblo, no es, sin embargo, la clave del fenómeno nazi. Por el contrario, es en un marco de gestión de la nuda vida, y en la pretensión de producción de un cuerpo colectivo sano, en donde se desarrollan, expresadas con la violencia que ya conocemos, las componentes antisemitas de esta política. No es el antisemitismo el que puede dar cuenta del nazismo; bien al contrario, su eficacia en la política nazi encuentra su explicación en un marco mucho más general, propiamente biopolítico, del que el recurso último es la indistinción inmediata entre la vida y el derecho. Se entiende así la insistencia de Agamben sobre la necesidad de comprender de manera literal los enunciados hitlerianos: ninguna invocación de sacrificio, sino la puesta en marcha de un saneamiento. Invocar una disposición estructural al deseo de sacrificio viene a negar la coherencia (aunque sea, como en este caso, monstruosa) de una política de la que Agamben precisa que no es más que una radicalización, el franqueamiento de un umbral, pues con el nazismo, el campo aparecerá plenamente a la luz por sí mismo, en tanto que excepción que perdura, y que en ese sentido tiende a convertirse en la regla. Y con él quien lo habita, el hombre sagrado, en su diferencia con el hombre sacrificable. El homo sacer es aquel que, despojado de sus derechos, puede ser matado sin que ello constituya un asesinato, y no puede tampoco ser el objeto de un sacrificio según las formas rituales, de suerte que se encuentra excluido a la vez del derecho humano y del derecho divino, perteneciendo a una zona vaga en donde naturaleza y derecho ya no se distinguen. Es en ese sentido que Agamben llamará al habitante del campo la vida nuda, matable, pero no sacrificable, expuesta a la decisión soberana. Es preciso comprender a partir ahí la exigencia de no confundir lo, hablando con propiedad, sagrado, y lo que puede ser un objeto de sacrificio. El error que cometen aquellos que interpretan la exterminación de los judíos como un holocausto, atribuyéndole directamente un valor religioso, es precisamente confundir estas nociones.
La singularidad: poder y política
En los desarrollos que preceden, puede parecer que hayamos caído en eso que Dal Lago quería disculpar a Agamben, a saber: el riesgo de una disolución de la singularidad de la exterminación de los judíos por los nazis. Pero la cuestión deviene entonces la de una determinación precisa del estatuto de la singularidad. Para muchos, "singularidad" significa excepción. Esta comprensión puede autorizar el discurso sobre el holocausto como realidad inconmensurable e incomparable. Ahora bien, nada nos permitirá jamás negar cierta medida común de las masacres de nuestro tiempo con lo ocurrido durante el nazismo. Nada nos autoriza a incomparar (es decir, a comparar declarando que un término está más allá del otro) desde el punto de vista de quienes las padecen, las masacres políticas, declarando que uno de ellos da la medida para el resto. O bien semejante discurso es profundamente irresponsable, o bien debe asumir su evidente religiosidad. Evidentemente, no sabríamos, asimismo, silenciar eso sobre lo que tanto han insistido los supervivientes de los campos de concentración, a saber: la deshumanización permanente de los prisioneros. Incluso si, entre mil ejemplos, los civiles vietnamitas quemados, violados, masacrados por la armada americana, han experimentado ellos también, sin ninguna duda, una deshumanización del mismo orden que la experimentada por los prisioneros de los campos de concentración, solamente el poder nazi ha, en este punto, ensayado la necesidad, constitutiva de su existencia, de producir una subhumanidad y de mantenerla como tal (siendo el resultado la exterminación). Necesitaba mantener la visibilidad de aquellos que debía exponer, a sus propios ojos y a los del pueblo alemán, como inferiores, como reversos de lo que encarnaba "las SS ."10
A partir de ahí es necesario regresar al problema contenido en la idea de una singularidad de la política nazi en tanto tal. Una vez reconocida la especificidad de la producción de subhumanidad en el nazismo, y también, indudablemente, el carácter excepcional de una exterminación de masa de esta amplitud realizada por modos industriales, resta el verdadero problema aquí, directamente planteado en los análisis hechos por Agamben: ¿Qué se puede deducir de la puesta al día de esta singularidad? ¿Hay que analizarla ante todo como tal, o bien resituarla en un marco en el que sólo ella puede adquirir una inteligibilidad mayor?
Durante el coloquio sobre el negacionismo, ya citado11 , Sylvain Lazarus ha tratado de exponer una comprensión de la singularidad de esta política, capaz de dar cuenta de forma inmanente, es decir en tanto que singularidad. Esta encuentra así expresarse a través de la categoría de "guerra total y sin fin", comprendida como "transferencia de la política en la guerra."12 Agamben, en cambio, no contempla la identificación de la singularidad del nazismo en tanto tal. Los modos que comienzan por preguntar "¿cómo identificar una política en su unidad?", Agamben los sustituye por aquellos que clarifican la forma de poder que ha hecho posible el nazismo y, a través de él, eso que ha devenido la realidad central del espacio político contemporáneo: el campo de concentración (HS, 179). De otro modo: Agamben no anula la especificidad de la política nazi, sino que la restituye a un contexto político que la vuelve inteligible. Y es ese gesto, en realidad, lo que permite clarificar mejor la realidad del campo.
Desde el punto de vista de Lazarus, que es el de la aprehensión "en interioridad" de las singularidades políticas, comprendidas como "multiplicidades homogéneas", la categoría que sirve de basamento al análisis de Agamben, la del poder soberano, no permite aprehender la política en su emerger . Para Lazarus, es sin duda la noción misma de poder la que es un ejemplo de "categoría circulante"13 , es decir, en definitiva de concepto demasiado indeterminado para un verdadero pensamiento político. Más precisamente, quizá la categoría de poder es, para el pensamiento de Lazarus, corolario de la conservación de la sutura de la política con la historia, de la que, según él, hay que alejarse 14 .
Cuando Agamben dice no querer hacer un trabajo historiográfico, reenvía implícitamente el análisis de la singularidad del nazismo en tanto que tal al trabajo del historiador. Incluso si el análisis de Agamben hace intervenir elementos históricos, su objetivo es desde el comienzo el de establecer la topología de la soberanía y, sobre esta base, descifrar nuestra contemporaneidad. Los conceptos filosóficos y políticos que hacen posible la armadura de su libro son lo que él llama "intensidades", que no corresponden a dominios, pero que pueden atravesar dominios diferentes para descubrir sus elementos comunes. De este modo, lejos de disolver la singularidad de la política nazi, el punto de vista de Agamben permite comprenderla en un sentido más amplio que el análisis que la entiende como "guerra total": una guerra no reclama en tanto que tal (es decir, aquí en tanto que guerra de conquista) la producción de subhumanidad. De la guerra, Agamben no retiene más que el estado de urgencia o de excepción, que ha sido decretado desde el comienzo del Tercer Reich (esto es, bastante antes del comienzo efectivo de la política guerrera de expansión). El campo se explica entonces como el efecto "natural" de la instauración durable de un estado de excepción, de manera tal que la distinción entre campos nazis de concentración y campos de exterminio pierde ahí su pertinencia. Una vez destituidos de sus derechos civiles, aquellos que entraban en los campos se veían privados de su humanidad, y aquellos que no eran inmediatamente matados, eran conformados al modelo nazi de subhombre. Agamben permite comprender en profundidad eso que los supervivientes de los campos no han cesado de repetir15 , y que a nosotros nos ha costado entender: el ser expuestos al hambre, al frío, al trabajo, a los golpes, no era lo que les sustraía a los prisioneros de los campos de concentración de la exterminación, sino la forma que tomaba para ellos esta exterminación. Y esto nada quita, sino por el contrario, añade, al horror de la exterminación en cámaras de gas.
De manera mucho más general, el hecho de no tomar por elemento de análisis más que las singularidades políticas como tales, conforme al proyecto de Lazarus, conduce a una disolución del problema puesto por la existencia del poder. El paso de Lazarus conduce a un adosamiento de la política actual al parlamentarismo, con referente-reprensible el F.N., que le es homogéneo. No es que el parlamentarismo sea por sí mismo una referencia, sino que permanece gracias a que una política pretendidamente des-dialectizada y des-historizada se construye. La identificación del enemigo en Agamben parece más profunda: si alcanza a poner en evidencia eso que, en las socialdemocracias es de la misma naturaleza que en las políticas totalitarias, es ante todo porque construye la figura de un biopoder concerniente tanto a los flujos de mercantilización como a las biotecnologías y a las leyes de excepción. De este modo Agamben puede estar más próximo de eso que, en tanto que poder, define las mallas en las que se urde la realidad de nuestra experiencia.
La experiencia del poder
Con la objeción precedente, todavía no hemos desplegado con precisión los envites que emergen alrededor de la cuestión de la singularidad. Particularmente en esto: Lazarus nos replicaría, sin duda, que no se trata, según él, de construirse (en tanto que sujeto político) con relación al poder, o con relación al parlamentarismo, sino de construir, es cierto, sobre la base de un encuentro casual, una singularidad política que no se defina por una relación de oposición 16 . Pero precisamente: ¿puede darse de repente, como separada de toda relación con el poder, una tal emergencia singular?
El problema reenvía entonces al estatuto de singularidad tal y como es definido en el pensamiento de Badiou, Y que Homo Sacer toma explícitamente en cuenta (HS, 32-33). Para resumir este pasaje, hay que recordar que para Badiou los elementos de una situación son distribuidos según tres posibilidades: en tanto que término normal, excrecencia o singularidad. La primera posibilidad caracteriza eso que es a la vez presentado y representado ( por ejemplo, no importa qué individuo en tanto que elector); la segunda define lo que es representado sin estar presente (el Estado); por el contrario, la última define eso que está presente sin representación (porque se sustrae a cuenta del Estado, por ejemplo el inmigrado clandestino)17 . Agamben remarca la imposibilidad, en ese esquema, de situar la excepción soberana en tanto que tal, pues ella es muy exactamente " la figura en la cual la singularidad es representada como tal, es decir, en tanto que no representable" (HS, 32).
Lo que Badiou no piensa es la excepción, y a través de ella, esencialmente, la propia nuda vida. Que eso sea, no el fruto de una ceguera, sino la consecuencia de una decisión; que, por otra parte, ese sea el punto esencial del discurso entre los dos autores, es lo que ha sido explícitamente clarificado a la sazón de un encuentro alrededor del libro de Agamben, organizado por el Collège international de philosophie el 6 de diciembre de 1997. Así, Badiou subrayaba en su intervención que el fondo del
desacuerdo se refería a la posibilidad de hacer de la vida el nombre del ser y, a partir de ahí, de definir la política por su relación con la vida, siendo hoy día la posición mayor del pensamiento la identificación con la biopolítica.
Que la vida, cuyo otro nombre es en definitiva la potencia, sea el nombre del ser, es lo que Agamben busca asumir plenamente. Por eso mismo se sitúa en una tradición de pensamiento que ha rechazado poner la vida fuera de las posturas esenciales de la ontología y de la política. Ahora bien, es precisamente lo que hace Badiou cuando evoca "el animal humano" como soporte neutro de las verdades, es decir, desprovisto, como tal, de posiciones noéticas 18 . Pero al excluir del campo de la ontología y del pensamiento político la categoría de vida, de algún modo se condena a repetir el acta fundamental del poder soberano identificado por Agamben como el hecho de aislar una vida nuda, radicalmente distinta como tal, de la política cualificada.
Corolariamente, Agamben puede hacer una genealogía de la situación normativizada, mientras que el punto de vista de Badiou se lo prohibe. Agamben da cuenta del proceso de constitución del espacio reglado a partir de eso que ha sido evocado más arriba en relación a la estructura topológica del poder soberano, y a su efectuación diferenciada en el curso de la historia. Badiou no sabría demorarse en la necesidad de pensar la producción de norma, el mecanismo por el cual se opera una normalización de la situación. Es por lo que va a ser conducido a darse la situación ya normativizada, y con ella "el estado de la situación, es decir, el Estado a secas, como base del análisis, como marco de razonamiento. Badiou toca así fondo sobre un esquema clásico (en definitiva, la pareja Estado/sociedad), y reenvía esas nociones a un campo infrapolítico. Posición difícil, en eso que se priva de los útiles que le permiten identificar la profundidad en el ejercicio del poder, el alcance de sus ramificaciones. Posición que, por otra parte, espera dar cuenta de ella misma sobre la base de la separación neta entre política y Estado, esto es, entre política e historia. Así, volvemos a encontrar aquí eso que ya ha sido cuestionado con Lazarus a propósito de la "multiplicidad homogénea" que constituye, de forma interna, la singularidad política: ¿de qué modo puede considerarse la política como emergencia, poniéndose ella misma fuera de toda relación con el Estado, luego radicalmente heterogénea al Estado, y hacer de ello nada menos que un marco invariable de análisis, sin que sean de ningún modo tomados en consideración los procesos materiales del poder, que son la definición concreta, y no categorial, de una situación?
Es menester señalar aquí de qué modo este esquema de pensamiento que caracteriza los pasos paralelos de Badiou y Lazarus es heredada de la concepción hegeliana la autoposición de la Idea es la deposición de lo sensible. Siendo aquí la idea la singularidad política en tanto tal, hay que entender por "sensible" a la vez la vida y la contingencia histórica surgida de las relaciones de poder. Pues en definitiva es esta relación entre vida y poder, central para Agamben (el poder soberano y la nuda vida), la que es desechada por Badiou, con un gesto que le hace igualmente rechazar la categoría de experiencia, de reenviarla a la pura y simple "situación normal", y que como tal no ha sido tomada en consideración. Inversamente, en la perspectiva en la que se sitúa Agamben, heredero directo en este punto de Foucault, es a partir de esa relación que es pensable la trama de la experiencia: la manera en que la vida es puesta en las mallas del poder.
Ética más allá del humanismo
El primer tomo del trabajo de Agamben se cerraba con una exigencia: la de pensar el punto de reversibilidad entre política y ontología (HS, 196), en el sentido de que la cuestión del ser, para lo humano, no es distinta de la cuestión de la vida. Se trataba de concebir la relación entre vida y política, de modo distinto a una conformación de la primera -a la que se supone en sí misma sin forma- por la segunda, considerada, ante todo, exterior.
Pero Agamben comprende esta exigencia a través de la exhortación (sacada del motivo heideggeriano de una aprehensión posible del ser sin relación con el ente) a "pensar la ontología y la política más allá de toda figura de la relación" (HS, 57). De este modo, Agamben ponía como equivalentes las nociones de relación (relation) y de relación (rapport) ahí en donde, sin duda, hubiera sido necesario distinguirlas 19 .
Con Lo que queda de Auschwitz todo ocurre como si, Agamben, abandonando el programa de un pensamiento más allá de toda figura de la relación (relation), propusiera más bien otro pensamiento de la relación (relation). A partir de la situación límite del campo y de la figura extrema del musulmán, se trata de construir una comprensión del ser del sujeto, y de medir la posibilidad de una ética. El musulmán es aquel que, en el campo, ha dado la experiencia integral del no-nombre hasta la abolición de todo pensamiento, de todo afecto o voluntad, y del que el testigo se ha encargado de preservar la experiencia. Es así como Agamben retoma el problema de la relación: existe un extravío inseparable entre el musulmán y la prueba, entre el no-hombre y el hombre, y es solamente a partir de un tal extravío indescomponible que puede reconstruirse la ética.
De Homo Sacer a Lo que queda de Auschwitz el campo sigue siendo para Agamben un paradigma biopolítico. Pero de una a otra obra, aunque su autor no distingue la política de la ética, la cuestión, de algún modo, modifica la tarea de sacar la política de su retraimiento hacia la posibilidad de construir una ética a la altura de la experiencia del campo, esto es, de la experiencia del musulmán. Para Agamben, es solamente a partir de la toma en consideración de eso que el hombre ha hecho integralmente la experiencia del no-nombre, de esa zona de lo humano, indiscernible de lo no humano, a donde ha sido conducido el musulmán, que una ética –como testimonio- puede existir, más lejos de la tradición humanista. Y quien no suscriba esta hipótesis de una paradigmaticidad del campo, no puede en todo caso hacer la economía de una confrontación con las conclusiones de Agamben, puesto que una ética que deja fuera de ella –que no permite pensar- una experiencia como la de los campos de concentración y de exterminio, no puede más que reconducir, muy a su pesar, al gesto del verdugo, que excluye de lo humano una unión de hombres y su experiencia. A partir de ahora, la fórmula más radical de la ética no-humanista se enuncia "el hombre es el no-hombre20 según una identidad que no es, ciertamente, una tautología, tampoco quizá simplemente dialéctica, y que nosotros quisiéramos llamar: transductiva".