1.
Si Dios fuera Absoluto el tiempo no existiría. O lo que es lo mismo, sólo existiría la pintura. Es así que toda pintura es religiosa, o más sencillamente Apocalíptica. Y cuando digo Apocalíptica no me refiero únicamente a la fantasía melancólica del fin del mundo, sino principalmente a lo que el paranoico trata de estructurar en su delirio, esto es: la elaboración de una nueva textualidad, una comunidad psicológica que dé lugar a un dios compañero, y del lado de acá de la realidad. Porque Apocalipsis significa visión y supone una claridad, y no un trastorno, de la luz, el descubrimiemto o la revelación de la luz que la hipocresía ha enterrado (no por nada era la hipocresía el único y verdadero pecado que reconocía Jesucristo), ya que es por ella, por la luz que viene del otro real y concreto, por lo que se gana o se pierde en el juego de la existencia. Y esta luz que a la realidad le falta es su verdadera manque, la parte no ya maldita, sino mágica, la parte bella y loca que la cultura ha silenciado, porque lo que a esta sociedad le falta es precisamente lo Humano: una verdadera estructura de relación, una subversión del logos o del sujeto, que es lo que en menos palabras supone el mal, o lo que más modestamente se ha venido a llamar una revolución ética o subjetiva. Y esto porque el sentido último del Apocalipsis es el de la fusión de las letras sobre los cuerpos, la comunión materia-espíritu que es lo que la pintura realiza, por cuanto que su misterio no es otro que el misterio de la Encarnación. Es más, esa extrañeza o radical heterogeneidad que en otro tiempo se llamó Dios, es lo que hoy se ha venido a llamar esquizofrenia, lo que no quiere decir que el esquizofrénico sea el límite del capitalismo, su proletario o su ángel exterminador, sino mucho más simplemente, que todo arte verdadero es esencialmente esquizofrénico. Y más aún la pintura, que, lo mismo que el viaje esquizofrénico, es la respuesta a una situación social de jaque mate, y por ello mismo, como si de una teoría de la venganza se tratase, una alabanza o un homenaje secreto a la ruina. Y es que como dijera el gran poeta y pintor satanista Blake: "Todo verdadero artista es amigo del diablo", o sino aquello de "Sabe más el ojo que lo que la razón conoce", lo que nos lleva, si es verdad que el ojo es metáfora de Dios, a una nueva filosofía basada en el misterio de la mirada, una nueva filosofía del ojo como clave de un alma que aún está por descubrir, y a cuyas cátedras accedería en principio cualquier camarera.
Ahora bien, si es verdad que cuando todo está acabado sólo queda la pintura, cabría ahora preguntarse por su Tarea, por su inmensa y siempre didáctica Tarea, que no puede ser otra que la de crear el Idolo, el objeto a adorar: dar rostro y referente a Aquellos por cuya sola belleza es posible la fe o soportable la existencia, llámense Adonais o Jesucristo, y devolver así la esperanza a esos otros, mendigos del ser, que la realidad ha tachado, que el destino anuló y desterró del mundo de la figura. Y esto porque la vida no son dogmas ni anhelos abstactos, sino el sufrir de otro sufrir, el matar por amor, el morir por el otro real y concreto deseado domar o castrar, deseado amar; siendo por la luz que viene del prójimo cristiano o psicoanalítico por lo que se juega uno la vida, es por ella -por María la Bandida- por lo que acaba un hombre en loco, por lo que acaba un hombre en monstruo cuando la hipocresía equivoca la luz o el Sentido con mayúscula. De este modo lo peligroso sería el mal cuadro o la falsa máscara, la máscara que no nos defiende de lo indeterminado y del terror más puro que es el de la imaginación sin el freno de la forma: "La cosa que mora en las tinieblas" (Lovecraft). La máscara que no enseña a morir, tratando -lo mismo que la idiotez- de fingir un gran poema con lo exagerado de su gesto, pues no habiéndose arriesgado a perder el sentido, no habiendo sabido tensar ese hilo frágil que nos une al sentido, carece ahora por completo de él.
Es así que la pintura, atrapada en el espacio y el tiempo, no es sólo un homenaje secreto a la ruina, sino también el mejor medio de acercamiento a lo divino, como ella atemporal e inmóvil. De este modo, como en el Apocalipsis o en la tragedia griega, volvemos a situar la verdad al final de la obra, siendo la tragedia lo que mejor define al hombre, y la pintura la más humana de las artes. Y esto porque si es verdad que todo nos arrastra hacia la muerte, aún nos queda, como un único acto de libertad, la posibilidad de hacerlo a nuestra manera, repitiendo entre dos líneas -lo mismo que el suicidio de Dios en la cruz- la leyenda mágica de la vida: el conflicto vivido entre el espacio y el tiempo, entre la sabiduría y el amor.
2.
Ahora bien: siendo la pintura la más humana de las artes, esto es, la más sensual y cercana, aquella que ve y quiere ser vista, es también la más misteriosa: nacida del fondo vivo de una antorcha, de una luz siempre más cruda y más cruel que la alborada, nacida no ya para comprender sino para someter, para conjurar o hechizar sombras: máscara o adorno para seducir a la naturaleza, o mejor dicho, para ser seducido por ella, o quizá mejor, por otros ojos que nos devuelvan su mirada.
Y cuando he dicho adorno quería decir fetiche, quería decir, entrando de alguna extraña manera en la pintura de Vicente Ameztoy, que toda pintura es fetichista por cuanto que está anclada en la falta, y es precisamente esta falta lo que el fetiche trata de negar, señalando la imposibilidad del objeto sexual, pero por ello mismo presuponiéndolo, y, como en lo erótico, sugiriendo su misterio.
Este pintar de Ameztoy donde se repiten los mismos temas, como si la vida entera fuera una vivencia traumática, una asimilación por reiteración: los huecos, el vacío, la sonrisa dentada..., las huellas de una forma desaparecida que no hacen referencia a ningún utópico paraiso ni tampoco a ninguna infancia perdida, sino a un saber mucho menos pueril, que es el de que no hay infancia separada del terror; es el recuerdo -por citar a Mallarmé- de las frías cópulas de la infancia con el miedo.
En definitiva, un lugar extraño pero familiar donde está siempre presente la amenaza. Y esto porque lo más definitorio de lo humano está siempre más cerca de ser revelado por los fantasmas que persiguen al hombre que por los mitos que presiden su historia, y el fantasma es aquello que vuelve una y otra vez, un automatismo que sobrepasa a todo otro principio, una compulsión de repetición que es en suma el secreto de la felicidad y el secreto que late en la raíz del gozo. Y esta maldición del gozo es, como la infancia o el sexo o la muerte, mero latido que ya no es de nadie, y por ello mismo deseo de otro deseo, abismo de una pulsión que retorna sin cesar, como un ritornello para repetir siempre a solas, una obsesión que en su querer ser liberada o descargada, o mejor, en su querer ser reconocida, se convierte en pintura. Obsesión que da lugar a una religiosidad mucho mayor que a toda otra conscientemente pretendida. Se trata, no ya de un siempre imposible pacto entre la luz y la sombra, sino de un exceso donde, caídos todos los velos, asoma la verdad en su más terrible o lacerante desnudez: que es lo que cercena y hace inútiles mis palabras, para que Vicente sea, como la ceniza, la prostituta del Apocalipsis, y espere siempre en vano a los pies de mi relato.
Pero volvamos, volvamos sobre estos cuadros en donde nada ocurre y donde, como en La Tempestad de Giorgione, es en la falta de acción donde se sitúa el enigma, donde se manifiesta lo que debería mantenerse oculto y en secreto, esto es: lo siniestro. La angustia que retorna de manera familiar y por ello demoniaca, lo inanimado que cobra vida como un oscuro presagio, la extrañeza que se esclarece para dar lugar al doble o al otro "yo", a una conciencia más atroz, siempre aún más atroz: ...y es que ocurre de pronto que la imagen congelada sugiere lo inefable, y después, como en un coitus interruptus, sólo habla la angustia.
3.
Ahora bien: contra el pretendido surrealismo en la pintura de Ameztoy, cabría decir que no se ha querido hacer de la verdad del sueño ninguna tesis, y mucho menos una intención o un método, por cuanto que ello sería empezar a hacer ya lo contrario. Quien crea que mediante la visualización de lo simbólico es posible acceder a "la otra escena", no sabe nada de lo inconsciente: Aquí no hay atajo posible porque el inconsciente no sabe -sino que es-; sólo el individuo sabe, pero su saber postizo no tiene más valor que el de haber estructurado unos contenidos, que el de vehicular una carga ideológica concreta, que en el caso surrealista se queda en un torpe intento de transgresión moral que desconoce el hecho de que los efectos del inconsciente aparecen con mayor claridad en la ideología dominante que en el intento de transgredirla, y esto porque siendo el viejo Ello atemporal y desconociendo la contradición (obrando bajo los dictados de un deseo irracional, de oscuros y dañinos impulsos), está siempre más cerca del capitalismo ciego que de toda otra eticidad pretendida por la supuesta revolución surrealista.
Sin embargo en Ameztoy no encontraremos imaginería onírica sino más bien lúcida o alucinada, no es aquí el concepto o la literatura lo que sobra, pues Ameztoy -al contrario que Breton- rechaza toda ética. Quiero decir que en su pintar lúcido están incluidos los contenidos latentes del sueño, esto es: pensar y ver despierto, y dejar atrás todo juicio para cuidarse del solo acto de libertad que es a la par obediencia. Aquí es el pensamiento el que, como si de una sorpresiva visión se tratase, quema la imagen (sin caer en la pintura líquida surrealista, ni en una de reflejos, como fue el peligro del impresionismo). Es el terror de la Idea el que -como en la psicosis- fragmenta la realidad, el que la transmuta -como en la neurosis-, y el que la condensa y la desplaza como en el sueño, pero no la desfigura, no es el expresionismo el que deforma el espíritu, sino algo mucho más logrado: la santidad de aquél que ha regresado del infierno y ve pasar delante de sí, como en un teatro macabro e inaprehensible, el alma con todas sus dolencias. Una serena desesperación que no deja ya escapar la manque, sino que la retrata, sino que dibuja el fantasma que persigue al hombre y lo separa de su ser universal, siendo así que es en el placer de la visión y en el horror de la falta donde se resume, en suma, la verdad de la desdicha.
Y si hemos dicho que el pintar de Ameztoy es ajeno a toda ética es porque el verdadero arte, liberado de todo, y a solas consigo mismo, encuentra su propia ética; y es entonces cuando, desaparecido el artista, aparece otra pintura, otro estilo, una unidad misteriosa e indecible, que es lugar donde puede instalarse todo aquello que escapa al nombre, el lugar donde se sitúa la marca insoportable de lo real, que es -como ya hemos dicho- la piedra angular de la realidad, frente a las cancioncillas de la radio que no tienen piedad para lo extraño.
4.
Y finalmente, para terminar con tanta confusión de voces, me tomo la licencia de aclarar a todos aquellos que crean posible fagocitar la pintura de Vicente Ameztoy y convertirlo en el "maldito oficial", que se equivocan, que aún nos falta el concepto, la moneda que falsifique para siempre estos cuadros. La moneda que haga posible la circulación de lo muerto, en ese "parnasillo circense" donde todo sea ya alimento para la risa.
De ahí este vuelo en el aire sin tránsito, esta escritura psicoanalítica cuyo único valor reside en ese hilo frágil que lo une al sentido, ese hilo en cuyo riesgo de ruptura radica su verdadero valor. Y esto por haber tratado de olvidar a los profesores para que, del mismo modo que el deseo articula los diferentes niveles de un texto, la ignorancia dé cuenta de un saber que no se sabe. Quiero decir que ellos, los profesores, o en el mal sentido de la palabra, los impostores, nunca sabrán de la belleza que contra la certidumbre de cualquier ideología nos permite escapar de la desesperación (o lo que es lo mismo: que el pájaro sólo es bello cuando muere destruido por la poesía), nunca sabrán de la ironía (por mucho que lo intenten) que es el signo y el referente que acompaña a lo sagrado.
Y que estas letras y un nada folclórico abrazo sirvan para sellar mi amistad con Vicente Ameztoy -esta virtud tan de esta tierra nuestra- porque lo que aquí nos falta, como en el sello de la carta robada, está precisamente encima de la mesa: se trata de olvidar, olvidar, sí, como si nada hubiera pasado, olvidar a ese país tan parecido al infierno al que llaman España, ese pais sin dioses pero con estatuas de dioses, que tiene en la tumba su más valiosa cátedra. Y es que por lo visto aquí el arte sólo exige el circo o la coba, y no hay otro pecado que el de pintar o escribir bien, lo que hace que pintores como Florentino Aramburu o Joaquín Rubio continúen acallados.
Olvidemos, pues, a todos aquellos voceros que para su vergüenza se mantuvieron siempre en el lugar más predecible, al gacetillero Azúa o al pseudoliberalista Savater, que, como dijera Alberto Cardín, "si no se les replica es porque, estando como todos están, de acuerdo en su manifiesta "impiedad", ¿cómo lograr ser aún más impío? Necesario sería invertir los términos, para responder al menos con ironía, y la piedad, ya se sabe, es caritativa".
Olvidemos, sí, porque de tanto usar la memoria, hace tiempo que se nos moría el pensamiento.