Traducción de Laura Baigorri publicada en el # 9 de Amano (1998) y en el # 14-15 de la revista Bandaparte, Ediciones de la Mirada, Valencia, 1999.
La organización espectacular de la actual sociedad de clases entraña dos consecuencias fácilmente reconocibles: por un lado, la falsificación generalizada tanto de productos como de razonamientos; por el otro, todos aquéllos que pretenden encontrar la felicidad están obligados a mantenerse a una gran distancia de lo que quieren, pues no tienen nunca los medios intelectuales, o de cualquier otro tipo, de acceder a un conocimiento directo y profundo, a una práctica completa y a un placer auténtico.
Lo que ya es de por sí obvio cuando se trata del habitat, del vino, del consumo cultural, o de la liberalización de costumbres, debe acentuarse mucho más cuando se trata de la teoría revolucionaria y del temible lenguaje que ésta aplica a un mundo condenado.
La falsificación ingenua y la aprobación incompetente, que son algo así como el olor específico del espectáculo, no se han privado de ilustrar los comentarios, diversamente incomprensibles, que han respondido a la película La Sociedad del Espectáculo.
En este caso, la incomprensión todavía se impone. El espectáculo es una miseria, más que una conspiración. Quienes escriben en los periódicos de nuestra época no han podido disimular su inteligencia: utilizan todo lo que cae en sus manos. ¿Qué podrían decir sobre una película que ataca en bloque sus hábitos e ideas y que les ataca en el preciso momento en que ellos mismos comienzan a derrumbarse? La debilidad de sus reacciones acompaña la decadencia de su mundo.
Quienes dicen que les gusta mi película, también les ha gustado demasiado otras cosas que suelen gustar; y quienes dicen que no les gusta, también han aceptado otras cosas para que ahora su juicio tenga un mínimo peso. Si observamos la pobreza de su vida comprenderemos muy bien la pobreza de su discurso. Sólo basta ver su ambiente y ocupaciones, sus productos y ceremonias; están en cualquier parte. Sólo basta oír estas voces imbéciles que nos dicen que hemos caído en la alienación y que cada dos por tres nos informan con desprecio de quien se ha sumado a ella.
Los espectadores no encuentran lo que desean, desean lo que encuentran.
El espectáculo no doblega a los hombres hasta hacerse querer por ellos, pero muchos son recompensados por fingirlo. Ahora que ya no pueden asegurar que esta sociedad es plenamente satisfactoria, se apresuran a expresar su insatisfacción por todo tipo de crítica. Todos los insatisfechos se creen que merecen más. Pero, ¿acaso se imaginan que queremos convencerles? ¿Creen que todavía estarían a tiempo de suscribirse a semejante crítica, si de pronto ésta solicitase su adhesión? ¿Creen que pueden hablar haciéndonos olvidar desde donde hablan, estos inquilinos mal alojados del territorio de la aprobación?
En un futuro más libre y más verídico, será motivo de asombro que los escribanos del sistema de mentiras espectacular hayan podido creerse cualificados para dar su opinión y sopesar tranquilamente los pros y los contras de una película que es una negación del espectáculo; como si la disolución del sistema fuese una cuestión de opiniones. Ahora que su sistema está siendo realmente atacado, se tienen que defender por fuerza, pero la falsa moneda de sus argumentos ya no tiene curso y el paro amenaza actualmente a un buen número de ejecutivos de la falsificación.
Los más tenaces entre estos mentirosos malparados todavía se preguntan si la sociedad del espectáculo existe realmente, o si quizás me la habré inventado yo. Pero, como desde hace algunos años, el dispositivo de la historia marcha contra su propio castillo de falsos naipes -e incluso recientemente insiste en estrechar el cerco-; ahora todos estos comentaristas tienen la bajeza de saludar las excelencias de mi libro como si fuesen capaces de leerlo y como si lo hubieran acogido con respeto en 1967. Sin embargo, la mayoría piensa que abuso de su indulgencia llevando mi libro a la pantalla. Y el shock es aún más fuerte puesto que nunca habían llegado a imaginar que fuera posible tal exceso. Su cólera confirma que la aparición de semejante crítica en el cine les inquieta más que en un libro. Ahora, como entonces, les vemos luchar en retaguardia, en segunda línea de defensa. Muchos imputan a esta película la dificultad de comprensión. Otros dicen que las imágenes les impiden oir las palabras, aunque en otras ocasiones es al revés. Dicen que la película les fatiga y erigen fieramente su fatiga particular en criterio general de la comunicación, pero les gustaría dar la impresión de que comprenden sin dificultades y que aprobaban esta misma teoría cuando sólo estaba expuesta en un libro. Y después intentan argüir un simple desacuerdo sobre una concepción del cine que es, en el fondo, un conflicto sobre una concepción de la sociedad y una guerra abierta en la sociedad real.
Pero entonces ¿por qué comprenden mejor lo que les ha tocado vivir de una sociedad que les condiciona a la fatiga mental, antes que una película que les sobrepasa? ¿Cómo es que su debilidad está más dispuesta a la hora de discernir, entre el ruido ininterrumpido de los mensajes simultáneos de la publicidad o del gobierno, todos los groseros sofismos que les inclinan a aceptar sus trabajos y entrenimientos, las ideas del presidente Giscart y el sabor de los amiláceos?
Ninguna película es más dificil que su época. Por ejemplo, hay personas que comprenden y otras que no comprenden que cuando se les ofreció a los franceses -según una vieja receta del poder- un nuevo ministerio llamado "Ministerio de la Calidad de Vida", era simplemente, como decía Maquiavelo, "con el fin de que conservasen por lo menos el nombre de aquéllo que habían perdido". Hay personas que comprenden y otras que no comprenden que la lucha de clases en Portugal ha estado básicamente dominada por el enfrentamiento directo entre los obreros revolucionarios, organizados en asambleas autónomas, y la burocracia estalinista enriquecida con generales derrotados. Quienes comprenden esto son los mismos que pueden comprender mi película, y yo no hice esta película para los que no comprenden o para los que disimulan.
Puesto que todos los comentarios provienen de la misma zona polucionada de la industria espectacular, estos son variados, como las mercancías actuales. Muchos afirman estar entusiasmados con la película y han intentado vanamente decir porqué. Cada vez que me aprueban las personas que deberían ser mis enemigos, me pregunto que falta han cometido en sus razonamientos. Generalmente es fácil de encontrar. Puesto que hallan una extraña cantidad de novedades y una insolencia que ni siquiera pueden comprender, los consumidores de vanguardia intentan conseguir una aprobación imposible reconstruyendo bellas rarezas de lirismo individual que no estaban en la obra. Así, uno quiere admirar en mi película "el lirismo de la rabia"; otro ha descubierto que el paso de una época histórica comporta cierta melancolía; otros, que seguramente sobrestiman los refinamientos de la actual vida social, me atribuyen cierto dandismo. En todo ello vemos a esta vieja canalla de época que persiste en "su mania de negar lo que es y de explicar lo que no es". La teoría crítica que acompaña la disolución de una sociedad no se da en la rabia, y menos todavía en la exhibición de una simple imagen. Comprende, describe y se empeña en precipitar un movimiento que desfila ante sus ojos. En cuanto a aquéllos que nos presentan su pseudo-rabia como una especie de material artístico en boga, sabemos bien que sólo buscan compensar la debilidad, los compromisos y las humillaciones de su vida real; en tanto que espectadores no haríamos mal en identificarnos con ellos.
La hostilidad es mucho mayor cada vez que opinan sobre mi película los políticamente reaccionarios. Así, un aprendiz de burócrata quiere aprobar mi audacia de "hacer una película política, no contando una historia, sino filmando directamente la teoría". Sólo que él no ama mi teoría. Intuye que, bajo la apariencia de "la izquierda sin concesión", me iré desplazando hacia la derecha, y que por esa razón ataco sistemáticamente a "los hombres de la izquierda unida". Estos son los vocablos exagerados con los que el cretino se llena la boca. ¿Qué unión? ¿Qué izquierda? ¿Qué hombres?
Evientemente, ésta no es más que la unión de los estalinistas con otros enemigos del proletariado. Cada uno de los socios conoce perfectamente al otro, por eso se engañan torpemente entre sí y se acusan a grandes voces cada dos por tres. Pero todavía esperan poder trampear juntos contra todas las iniciativas revolucionarias de los trabajadores para que, en caso de que no puedan salvar todos los obstáculos, puedan mantener como a ellos les convenga lo esencial del capitalismo. Son los mismos que reprimen en Portugal -como antes hicieron en Budapest- "las huelgas contra-revolucionarias" de los obreros; los mismos que aspiran a "comprometerse históricamente" en Italia; los mismos que se autodenominaban gobierno del Frente Popular cuando malograban las huelgas de 1936 y la revolución española.
La izquierda unida no es más que una pequeña mitificación defensiva de la sociedad espectacular, un caso particular con una vida muy breve, porque el sistema sólo la utiliza ocasionalmente. Yo sólo la he evocado de pasada en mi película, pero en el fondo la ataco con el desprecio que merece; como hicimos en Portugal sobre un mejor y más vasto terreno. Un periodista de la izquierda -que espera cierta notoriedad justificando que ha publicado un increíble falso documento, porque es así como él concibe la libertad de prensa-, resulta tanto más falsificador cuando insinúa que yo no habría atacado a los burócratas de Pekín tan limpiamente como a las otras clases dominantes. Por otra parte, deplora que un espíritu de mi altura se contente con hacer un "cine de ghetto" que sólo los locos van ver. El argumento no me convence: prefiero quedarme en la sombra, con los locos, antes que consentir sermonear en la claridad artificial que manipulan sus hipnotizadores.
Otro jesuita poco dado al fingimiento, por el contrario, se pregunta si denunciar públicamente el espectáculo no será ya entrar en el espectáculo. Se entiende perfectamente que es lo que quiere obtener desplegando este purismo tan extraordinario en un periódico: que nadie aparezca jamás en el espectáculo como un enemigo.
Quienes no arriesgan perder un puesto subalterno en la sociedad espectacular, sino sólo su ambiciosa esperanza de constituirse en su más juvenil relevo uno de estos días, han manifestado con más franqueza y más furia su descontento y sus celos. Un anónimo muy representativo ha expuesto ampliamente la tesis del más reciente conformismo en su espacio natural, es decir, en el semanario de la compañía de cómicos del electorado mitterrandista. El anónimo encuentra que hubiese estado bien filmar mi libro en 1967, pero que en 1973 ya era demasiado tarde. Para probar su afirmación incide en la urgencia de que, en lo sucesivo, se deje de hablar de todo lo que él ignora: de Marx y Hegel; de los libros en general, porque no pueden ser un instrumento adecuado de emancipación; del cine, ya que sólo es cine; de la teoría más que de cualquier otra cosa; e incluso de la propia historia, pues se alegra de su procedencia anónima. Evidentemente, un pensamiento tan descompuesto sólo ha podido supurar de los penosos muros de Vicennes. De la tesina de un estudiante de Vicennes nunca se ha visto nacer una teoría. Y está bien que preconice, al menos provisoriamente, una anti-teoría. ¿Que otra cosa podrían vender, sino una plaza de profesor ayudante en la neo-universidad? Pero no se contentan con eso y el más desprovisto de los candidatos-recuperadores va hoy a llamar a todos los timbres para ser, por lo menos, director de colección de una editorial y, si fuera posible, realizador: sin embargo, el anónimo no oculta que me envidia las victorias, a sus ojos fastuosas, del cine. Se puede entonces asegurar que ninguna de estas anti-teorías esperará fácilmente en silencio su único y auténtico destino, porque entonces sus portadores no serían más que asalariados sin cualificación. Finalmente, el anónimo descubre su juego. El impostor deseaba disolver la historia para elegir otra. Quería designar a los pensadores del futuro. Y esta calavera avanza fríamente los nombres de Lyotard, Castoriadis y demás pordioseros del montón; es decir, personas que hace más de quince años ya habían lanzado todos sus fuegos sin conseguir deslumbrar a su época.
Ningún pedante ama la historia. Por otra parte, cuando se está negando la historia en su conjunto ¿por qué el universitariado más decididamente innovador se molesta en aferrarse a quincuagenarios recuperados? ¿no comprende que es contradictorio hacerse pasar por un anónimo que ha cambiado mucho tras (el mayo de) 1968 y reconocer que todavía no ha llegado a despreciar a los profesores? Este anónimo tiene, sin embargo, el mérito de haber ilustrado mejor que otros la ineptitud de la reflexión anti-histórica que defiende y las verdaderas intenciones del falso desprecio que los impotentes oponen a la realidad. Mientras postula que era demasiado tarde para emprender una adaptación cinematográfica de La Sociedad del Espectáculo seis años después de la aparición del libro, se le escapa el hecho de que sólo ha habido tres únicos libros de crítica social verdaderamente importantes en los últimos cien años. Quiere olvidar, además, que yo mismo había escrito el libro. Sobra toda comparación a la hora de evaluar si yo he sido más lento o más rápido, ya que es obvio que mis principales predecesores no disponían del cine. Así pues, reconozco que me alegro mucho de ser el primero en realizar este tipo de hazaña.
Los defensores del espectáculo reconocerán esta nueva utilización del cine tan lentamente como han reconocido que una nueva era de la oposición revolucionaria está zapando su sociedad, aunque se resistirán a hacerlo tan abiertamente. Siguiendo con la trayectoria que les caracteriza, primero se callan y después hablan en favor del sujeto. Los comentaristas de mi película se encuentran entre ellos.
Los especialistas cinematográficos han dicho que se trataba de una mala política revolucionaria y los políticos de todas las izquierdas ilusionistas han dicho que era un mala película. Pero cuando uno es a la vez cineasta y revolucionario demuestra fácilmente que su generalizada acritud proviene de una evidencia: la película en cuestión es la crítica exacta de la sociedad que ellos no saben combatir y un primer ejemplo del cine que ellos no saben hacer.
Traducción de Laura Baigorri
Texto intercalado en los títulos de cabecera: "Los críticos expresamente mencionados en esta película escribieron, en 1974, en Le Nouvel Observateur del 29 de abril, Le Cotidien de Paris del 2 de mayo, Le Monde del 9 de junio, Telerama del 11 mayo, Le Nouvel Observateur del 13 de mayo, Charlie-Hebdo del 13 de mayo, Le Point del 20 de mayo y Cinéma 74 de junio".