Antes de examinar cuál es en este sentido el valor de las dos obras en cuestión, evoquemos un problema al que estos historiadores no prestan ninguna atención, y que parece sin embargo de importancia capital para su propósito. La crítica situacionista fue concebida en su origen para imponer, en una "carrera de velocidad" con el poder, un uso emancipador de las nuevas técnicas desarrolladas por éste (veinte años después, Debord definía todavía ese período como el de un "enfrentamiento sobre el cambio"). Sabiéndose "a la fuerza sobre la misma ruta que sus adversarios" -el camino del cambio completo de todo el viejo edificio burgués-, la IS quería "difundir otra idea de felicidad" poniendo por delante "ciertos valores nuevos de la vida": el tránsito rápido, el extravío, el olvido. Pues como señalaba Debord en 1957 a propósito del surrealismo, "no se trata, para una empresa de esta naturaleza, de tener razón en términos absolutos o relativos, sino de conseguir catalizar durante un tiempo determinado los deseos de una época". Es forzoso constatar que en lo que concierne a la I.S. ese lapso de tiempo fue particularmente breve: más o menos desde "el escándalo de Estrasburgo" en 1966 hasta poco después de mayo del 68. La "nueva época" saludada en 1969 por el número 12 de la revista tendría que haber contemplado la extensión de la crítica situacionista, su puesta en práctica por una corriente revolucionaria, pero nada de eso se produjo. A partir de ese momento, en efecto, y ahí se encuentra probablemente la causa más profunda de la progresiva parálisis práctica de la IS y de sus partidarios entonces numerosos, los deseos de la época, confrontados a la aceleración del cambio autoritario de todo, comenzaron a cristalizarse en torno a valores diferentes y a menudo contrarios a los que había dado preferencia el programa situacionista. Lo que atrajo desde entonces las aspiraciones de la mayoría, cuando no se sometían servilmente a los imperativos de la modernización, era la necesidad evidente y secreta de rescatar de la innovación permanente impuesta la continuidad de la historia humana (su memoria, su lenguaje), y en primer lugar las condiciones elementales de la vida. Nada aclara mejor esta completa inversión de los valores del cambio que cotejar dos afirmaciones firmadas por Debord con más de treinta y cinco años de intervalo: "Todo lo que mantiene cualquier cosa contribuye al trabajo de la policía"; "Cuando ´ser absolutamente moderno´ se ha convertido en la ley especial proclamada por el tirano, lo que el esclavo honesto teme más que nada es que se pueda sospechar de él que está anclado en el pasado".
A través de toda suerte de desorientaciones y mistificaciones difícilmente evitables, progresaba entonces (en Francia a partir de finales de los años sesenta, es decir relativamente tarde) la conciencia de que habiéndose franqueado el punto en el cual la innovación tecnológica podía ser corregida, reorientada en un sentido liberador, se trataba prioritariamente de obstaculizar su carrera insensata. Y aquello en lo que la I.S. había estado por delante de su tiempo -su intento de formular un programa apasionante para el cambio material de las condiciones de vida- se invertía en retraso en la capacidad para dar a la resistencia al supuesto progreso sus razones históricas. Para poner solamente un ejemplo, la perspectiva "del Universo entero asaltado por los Consejos de trabajadores" (IS nº12, septiembre 1969) no era ya la más adecuada para levantar naturalmente muchos entusiasmos, si es que alguna vez lo había hecho, cuando otros más lúcidos en este punto denunciaban ya el pillaje efectivamente en curso del Universo por los dueños de la industria. La realidad de la que debía partir todavía una vez más la crítica teórica era la insatisfacción. Pero para ello habría sido necesario reconocerla bajo las nuevas formas que había adoptado. Por el contrario, la mayor parte de los que adoptaban en aquella época las posiciones de la IS permanecían perfectamente indiferentes a todos esos nuevos problemas, a los que se complacían en juzgar como vanos con el pretexto de que quienes los planteaban lo hacían generalmente en términos muy mal extraídos de diversos arcaísmos ideológicos.
Hay que añadir en este sentido que la explicación histórica dada en 1972 sobre la nulidad de los pro-situs, aunque describe exactamente las condiciones sociales generales que determinaron su adhesión pasiva a lo que se había convertido para ellos en "una ideología absoluta y absolutamente inutilizable", olvida considerar dialécticamente lo que en la teoría y en la práctica de la IS había facilitado semejante adhesión pasiva y semejante inutilidad. Ahora bien, el hecho de que no se impusiesen entonces partidarios de las tesis de la IS capaces de desarrollarlas y hacer de ellas una fuerza práctica, en esa época no obstante tan favorable del post-68, obliga a buscar el obstáculo al desarrollo de la teoría situacionista en el origen de esa teoría, en la valorización del cambio permanente como motor pasional de la subversión, la idea de la riqueza infinita de una vida sin práctica y el descrédito consecuente lanzado sobre el carácter parcial de toda realización positiva. Hablar en este punto de error sería fútil, porque es preciso ver que ese "error" era inevitable, impuesto como estaba por las necesidades de la negación del arte y de la política. Ese trabajo de demolición, con su valorización consecuente de una vida consagrada a lo efímero, era históricamente necesario; y correspondía plenamente al genio personal de Debord. Pero ese trabajo, que depositó en la conciencia de los situacionistas los fundamentos psicológicos del "radicalismo desencarnado" (fenómeno recurrente en la historia de la IS, hasta su fin), no era más que una tarea transitoria, un proceso secundario en el desarrollo general de un movimiento de subversión que no estaba más que en sus comienzos. "Todo proceso parcial tiende a superar sus límites (definidos por su naturaleza) y a imprimir su táctica, su pensamiento, sus consignas y su moral al movimiento histórico entero desencadenado por él. El medio se vuelve contra el fin, la forma contra el contenido" (Trotsky, Nuestras tareas políticas). La experiencia del vacío de la vida cotidiana, el programa de su superación, había sido un tránsito, rápido y desordenado como la juventud pronto perdida, hacia una actividad revolucionaria renovada, pero el tránsito y la velocidad no podían ser la regla de esa actividad: había que inscribirla de alguna forma duradera en la realidad, para que fuese retomada, completada, corregida por un ensanche colectivo. Y los métodos que habían servido para incendiar un terreno (el de la cultura) no servían, o perjudicaban, cuando se trataba de construir otro, el de "una organización revolucionaria de un nuevo género". Evocar todo esto no significa moralizar a posteriori, porque la dificultad para encontrar un terreno de acción concreto y los métodos de trabajo apropiados ha marcado toda la historia de la IS (véase la denuncia periódica del nihilismo pasivo y, simétricamente, de los intentos prematuros de realizaciones positivas) y se hizo plenamente consciente ya antes de 1968 (véase el informe de Debord a la 7ª conferencia de la IS, en junio de 1966), para finalmente desembocar en los votos piadosos del post-68: vaticinios sobre la organización consejista, etc. En realidad, el "objetivo de los situacionistas", "la participación inmediata en una abundancia pasional de la vida, a través del cambio de momentos perecederos deliberadamente acondicionados" (Debord, Tesis sobre la revolución cultural, IS nº1, junio 1958), fue ciertamente alcanzado, pero sólo por Debord, como aventura individual brillantemente conducida, y reafirmada contra la debacle colectiva de la IS.
Martos está evidentemente muy lejos de afrontar esos problemas. Tras haber devanado todo lo posible el hilo de su teleología ("la esencia" estaba ahí desde 1953, y ya no hubo después más que "formulación cada vez más coherente" o "ínfima corrección de ciertas nociones esenciales"), transcrito fastidiosamente las citas y demostrado su virtuosismo en el uso de las comillas, concluye marcialmente: "Las hostilidades continúan". ¿Quién las lleva a cabo, cómo, sobre qué terreno, con qué armas? El historiador no tiene nada que decir a este respecto, ni tampoco sobre lo que podría, aunque fuera indirectamente, tener algo que ver con los problemas del presente: en su pequeño libro amarillo, la historia no existe más que para confirmar el dogma, y esta sarta de confirmaciones representa el único sentido de su libro. Una obra semejante no puede sin duda tampoco servir para fines de vulgarización o de propaganda: es tan aburrida y académica que corre más bien el peligro de alejar a las jóvenes generaciones de la teoría situacionista (está por lo tanto muy por debajo de lo que pudo ser en su día la Historia del surrealismo de Maurice Nadeau). La única función de este pensum [trabajo escolar impuesto como castigo] parece ser, por tanto, la de ilustrar sobreabundantemente el juicio que habíamos expuesto en 1988, a propósito de otros trabajos históricos del mismo caballero, sobre su empleo de las tijeras y el pegamento (véase el artículo Abonnir).
A pesar de varias negligencias ineptas (entre otras, se reputa a Debord haber "reprochado a Marx... el abandono de la filosofía"), una de ellas especialmente asombrosa (la calificación de una carta firmada y publicada por Gérard Lebovici como "falsamente atribuida" a éste), el libro de Dumontier es mejor. Se trata de un "trabajo de investigación efectuado en el marco de la universidad de Nanterre": agradecimientos, apertura de "nuevos campos de interrogación", no falta nada. Pero esa distancia de investigador universitario permite paradójicamente a Dumontier aproximarse mejor a su objeto: al no estar paralizado por el respeto, llega a algunas constataciones que el otro no se permite en absoluto. Hay sin embargo mucha distancia entre esas constataciones y una comprensión histórica digna de ese nombre.
La primera y más importante de esas constataciones es que, con respecto a las ambiciones afirmadas, la IS ha fracasado en una parte amplia de su tarea histórica, una parte que ella misma consideraba justamente como central: contribuir a la construcción de un movimiento revolucionario moderno. De ese hecho, Dumontier ofrece una explicación sobre el modelo tautológico habitual: la IS ha fracasado porque no ha triunfado (a la hora de extender su influencia fuera del medio estudiantil, de renovarse teóricamente, etc.). Sería más interesante y concreto decir, no por qué fracasó la IS (si se permanece en este nivel de generalidad, se puede uno contentar con incriminar la debilidad del movimiento social en su conjunto), sino por qué fracasó de esa manera, entre todas las maneras de fracasar posibles. Esto es tanto más digno de atención cuanto que la IS logró efectivamente evitar el fin habitual de las vanguardias: el envejecimiento confortable. Éxito relativo que no puede ser presentado como nec plus ultra más que al precio de un triunfalismo que Debord reafirmaba todavía en 1979, y según el cual, en la linea de las justificaciones marxistas de la liquidación de la Primera Internacional, el poder del movimiento revolucionario hacía inútil en adelante la existencia de una organización separada. De hecho, la justificación histórica válida de la disolución de la IS no era otra, al igual que en el caso de muchas exclusiones anteriores, que constituir una medida defensiva obligada: en la posición debilitada y expuesta en la que se encontraba en los años 1970-71, era la mejor manera de limitar los daños. Era preciso descolgarse, rápido y bien, so pena de terminar vergonzosamente. Pero, ¿cómo se había llegado a eso? ¿Qué podría haberse intentado de otra manera, con resultados también diferentes, etc.? Además del interés que puedan tener para quien quiera llevar a cabo hoy día una acción histórica, esas cuestiones no son vanas. Porque aun cuando es poco probable que el curso de la historia hubiese cambiado fundamentalmente, es cierto que otra manera de proceder, dejando menos espacio a ese "rigorismo que se santifica a sí mismo" cuya influencia ha sido tan nefasta, habría podido al menos dejar al porvenir un ejemplo más utilizable. La parte de malentendido inevitable en toda influencia histórica se ha vuelto por el contrario verdaderamente exorbitante debido a la persistente insuficiencia de la crítica a la mitología situacionista. (Uno de los textos más concretos en ese sentido es el "Comunicado a propósito de Vaneigem" de diciembre 1970.)
Dumontier ofrece algunos elementos para responder a estas cuestiones, pero no los reúne en un verdadero análisis histórico. Señala así, a propósito de la "Definición mínima de las organizaciones revolucionarias" adoptada en 1966, que "esa definición está concebida de tal forma que se trata finalmente de la autoproclamación de la IS como la única organización revolucionaria moderna". El problema era más bien, como se vio enseguida, que, en tanto que "modelo teórico", esa definición era igualmente inadecuada a lo que la propia IS era entonces, y a lo que tenía que hacer. La IS había afirmado de muchas maneras que quería contribuir a la construcción de un nuevo movimiento revolucionario, cuya formación dependía, según ella, del progreso de la autoorganización de los proletarios, y de la unificación teórica y práctica hecha así posible. (Por otro lado, esto había cohabitado siempre en sus formulaciones con algunas concepciones mucho menos históricas.) Pero con esa "definición mínima", la IS se ponía implícitamente a sí misma en el lugar de la organización revolucionaria futura de la que había hablado. Se promovía así una desdialectización de la actividad crítica (fijación de la organización en un presente admirable, desinserción del movimiento histórico real), que progresivamente iba a esterilizar, en la IS y en torno a ella, la invención teórica y práctica.
Criticando la política sin preocuparse mucho de sus medios de realización revolucionaria (más que bajo la forma lejana de los Consejos obreros), la teoría situacionista permaneció subdesarrollada en todo lo que concernía a la táctica, la búsqueda de mediaciones, tanto exteriores (el proceso de encuentro de una teoría radical en formación y una práctica radical fragmentaria e incompleta) como interiores (los métodos de organización que favorecen la apropiación coherente de la crítica). El mito de una fusión total de la teoría y de la práctica, supuestamente realizada en el interior de la IS, y su corolario "histórico", una revolución que iba a realizar de un solo golpe esa fusión a escala de la sociedad, gravó pesadamente el desarrollo de una inteligencia precisa de lo que los situacionistas tenían que realmente hacer juntos. Como decía Brecht: "¿Qué es un comportamiento democrático? Un comportamiento tal que hace la democracia posible, no uno que enseña la democracia". Y cuatro años después de esa famosa "definición mínima", los que se pronunciaron contra todo conservadurismo de la imagen gloriosa de la IS estarán todavía reclamando "una definición exacta de la actividad colectiva en la organización Internacional Situacionista, y de su democracia efectivamente posible" (Debord, Riesel, Viénet, Declaración del 11 de noviembre 1970).
Los problemas planteados por Debord, ya en dos ocasiones (informe a la 7ª conferencia de la IS, tesis sobre la organización de abril 1968), se encontraron tras la crisis revolucionaria de mayo, no sólo inalterados, sino agravados. El propio éxito de la IS durante esas jornadas, es decir su capacidad para comunicar los principales puntos de su programa en el momento de su verificación histórica, le planteaban en efecto nuevos problemas, que venían a complicar los antiguos, todavía irresueltos. En el periodo inmediatamente posterior a Mayo 68, la IS se encontró a la vez ante la victoria de sus ideas y ante la derrota de su modo de organización (por otra parte, éste había sido de hecho suspendido en mayo, y es justamente eso lo que había permitido a la IS una cierta eficacia). La extremada lentitud de maduración de la crisis latente a partir de 1966 manifiesta sobre todo, más allá de los problemas "intersubjetivos", la dificultad de poner concretamente en relación las carencias observadas con un análisis de las nuevas tareas de la actividad crítica, y del modo en que todo lo que había servido en el pasado al proyecto de la IS ahora lo perjudicaba. Limitarse a las deficiencias diversas de aquellos que no estaban a la altura de la imagen de la IS, no hacía en esas condiciones más que perpetuar esa imagen que era necesario arruinar. Lo que debía ser redefinido históricamente tras el movimiento de mayo, en función de las nuevas necesidades revolucionarias y de la nueva relación de fuerzas, era el criterio para juzgar las deficiencias y las capacidades, y eso pasaba por borrar numerosos rasgos que la IS había debido desarrollar hasta entonces, abandonando ante todo un determinado estilo "alborotador", que no venía realmente a cuento en ese momento en que la tierra comenzaba a temblar.
La parte de bluff que había sido útil a la IS para hacerse escuchar no revelaba evidentemente una vulgar impostura, sino más bien una anticipación dialéctica que Stanislaw Jerzy Lec definía lapidariamente así: "¿Tenemos derecho a separarnos de la verdad? Sí, si es para adelantarnos a ella". Habría que añadir: y si se hace de manera que uno se deje luego alcanzar por ella. Pues la anticipación no sirve más que un tiempo, o más bien lo que se trata de anticipar varía con el tiempo, y los antiguos atajos se convierten en plazas de garaje. Para que su adelanto sobre su tiempo no se convirtiese en un adelanto de especialistas, rechazando por ejemplo la exigencia de universalidad de la comunicación que había fundado su proyecto contra las artes oficiales de la no comunicación, y reeditando así la esclerosis del surrealismo, la IS debía imperativamente, tras las jornadas de Mayo, renovar su programa de comienzos de los 60 -no tomando"en consideración más que problemas que están ya en suspenso en toda la población" - y a partir de ahí hacer un corte tajante en sus viejas ideas y métodos, sajar sin piedad todo lo que en sus formulaciones no había sido más que promesa vana y vaticinio inútil. Ciertamente, no había estado mal exhibir en una fase anterior, con lo que comportaba eso de irrealismo aparente, un escandaloso aplomo antipolítico, basado en la certidumbre de la simplificación revolucionaria posible de todos los problemas; certidumbre que se basaba ella misma en la experiencia, constitutiva de la IS, de un diálogo entre individuos autónomos que desprecian soberbiamente todos los problemas de la sociedad dominante para plantear la cuestión del empleo de la vida, y responderla con la reivindicación de su pleno empleo por el juego, la creación ininterrumpida, la realización del arte. Los primeros situacionistas se habían hecho capaces así de formular un nuevo programa revolucionario: si hubiesen estado más atentos a los medios de su realización, no hubiesen podido formular tan libremente los objetivos. En ese momento, la afirmación tajante de un programa total era en sí misma un medio (de seducción, de convocatoria) y para lo demás bastaba con la referencia vaga a la radicalidad de los obreros revolucionarios. Todas esas cualidades propias de un momento debían no obstante ser transformadas en su contrario por el movimiento histórico cuando, por una parte, la simple proclamación de un programa total, en adelante difundido en mayor medida, quedaba sin utilización excepto para "ahorrarse todas las fatigas y todos los pequeños riesgos históricos de la realización" (Comunicado a propósito de Vaneigem); y por otra los problemas de la sociedad dominante, con la frenética descomposición de la vida como supervivencia, no podían ser ignorados más tiempo (en nombre de la vida por construir más allá) sin privar al proyecto revolucionario de todo contenido concreto y universal. La simplificación radical de los problemas, como método y como programa, se convertía en una grosera mistificación, caricatura de totalidad e imagen consoladora de un porvenir donde "los problemas vulgares de la sociedad real y de la revolución serán instantáneamente abolidos antes incluso de haber tenido el disgusto de considerarlos" (ibid.). Del mismo modo, la audaz convicción del papel histórico central de la IS se convertía en la confortable certidumbre de ser la unidad de medida del arte de vivir, el centro a partir del cual ascendía aumentaba o disminuía el valor del resto de los seres humanos, medidos, como lo hace un esnobismo cualquiera, por su parecido más o menos fiel con lo que la IS presumía de ser, en definitiva con sus convenciones.
El error central de la IS tras mayo 68 fue querer reforzarse (por medio de la extensión cuantitativa y también de la perpetuación complaciente, ante el público que tenía entonces, de un estilo cuyo dominio exhibido casi no reposaba más que sobre el propio Debord), sin haber efectuado previamente la crítica de su pasado y la redefinición de sus tareas para el periodo por venir. Ese "error sobre la organización" era también un "error completo sobre las condiciones de la práctica histórica", como lo demostró la irrealidad por la que siguieron estando marcados los debates internos de la IS desde 1969 hasta el final: entre la mayor parte de sus participantes y su comprensión de las nuevas condiciones, de lo que cada uno podía hacer en ellas, se interponía la ficción de su supuesta excelencia en tanto que miembros de la IS. La superación prometida del leninismo se transformaba en regresión, estando envenenadas la actividad y la vida de la IS no sólo por la realidad de hecho poco igualitaria de las relaciones internas, sino sobre todo por su negación mágica de la organización, que obstaculizaba la autoformación de los individuos en la actividad colectiva, la única susceptible justamente de reducir las desigualdades.
En el apólogo de Gracián sobre "la realidad y la apariencia", el pavo ve cómo se reconoce su derecho a ostentar la belleza de su plumaje a condición de "girar los ojos al mismo tiempo hacia la deformidad de sus pies". El imperativo para la IS de hacer público la parte de fracaso y de miseria de sus primeras tentativas, no era ciertamente un imperativo moral, sino práctico e histórico: sólo así habría podido, a la vez e indisociablemente, minar el seguidismo tontamente admirativo de muchos partidarios, y acudir ella misma al encuentro de los nuevos problemas y de las condiciones más complejas de la lucha revolucionaria. La propensión dogmática a juzgar la historia con referencia a una norma situada fuera de ella (teleología consejista, por ejemplo) llevaba muy a menudo, en la IS y a su alrededor, a considerar el movimiento de subversión, entonces muy activo, bajo el ángulo exclusivo de su retraso con relación al programa situacionista, sin querer ver que ese movimiento constituía al mismo tiempo la crítica del programa (de su generalidad devenida abstracta); como si el movimiento de subversión no tuviese en el futuro más que recorrer el camino que el programa le había trazado, en definitiva como si la teoría de la revolución no tuviese nada que aprender del movimiento revolucionario real.
Existe evidentemente un lazo necesario entre la lucidez sobre las tareas determinadas y el programa táctico de la actividad revolucionaria de un momento concreto, por un lado, y, por otro, la capacidad de organizar en función de esto un verdadero trabajo colectivo. Ese lazo aparece -negativamente- en la doble impotencia de la IS tras el 68: impotencia para discernir los terrenos y los objetivos concretos propicios a la unificación y a la radicalización, impotencia para encontrar las formas de colaboración entre individuos con capacidades necesariamente muy distintas, incluso francamente desiguales. El hecho de que la IS no fuese ya capaz desde entonces, mediante el desarrollo y el enriquecimiento de su actividad, de formar situacionistas, condujo a valorizar abusivamente aquello que, en las cualidades que habían sido necesarias para formar la IS, era justamente lo menos transmisible: hacerse situacionista como Debord no podía ser para los recién llegados más que una imposibilidad absoluta o un simulacro grotesco. El predominio del estilo y los gustos de un individuo -además inclinado a prestarlos generosamente a los que le rodeaban, antes de retirárselos brutalmente- debía ser tanto más aplastante cuanto que las razones históricas de la actividad colectiva se perdían, junto al sentido de la afirmación activa de lo universal.
Debord buscó sin duda sinceramente convertir a la IS en la organización antijerárquica y democrática que ésta había dicho ser: sus intervenciones de 1966 a 1972 dejan claro que no estaba preocupada en lo más mínimo por perpetuar su preeminencia, más bien al contrario, y que había comprendido en aquel momento mejor que nadie lo que estaba en juego. La explicación de su fracaso en este punto debe, por tanto, buscarse en el carácter mismo de su genio, tal y como lo había formado durante su historia singular, y en la relación cambiante de ese "elemento activo que pone en movimiento acciones universales" con las condiciones también móviles donde pudo ejercerse. El problema del que se trata en última instancia es el del traslado de los medios y valores procedentes del arte y del proyecto de su realización al terreno de la política. Del mismo modo que la antigua teoría revolucionaria del siglo XIX, surgida de la crítica de la filosofía, había conservado en parte el punto de vista contemplativo del conocimiento exterior (el desarrollo de las fuerzas productivas reemplazando al Espíritu del mundo), lo cual constituyó enseguida la base de su ideologización, la teoría revolucionaria moderna ha conservado algunos rasgos no criticados de la creación artística abandonada, rasgos cuyo efecto retardador fue muy claro tras el 68.
"Quien crea la IS, quien crea situacionistas, ha debido también crear sus defectos". No se puede comprender la actividad de Debord como conductor de la IS sin explicar cómo pudo ser a la vez el mejor crítico de la "mitología situacionista" y su principal artesano; y esto hasta el final, hasta las tesis sobre la Verdadera escisión, donde, junto a observaciones críticas de gran relevancia (en particular sobre el nuevo factor de revuelta constituido por los efectos nocivos), la parte de fracaso de la IS es objeto de una verdadera transfiguración teórica que indisociablemente glorifica lo que finalmente advino y traslada la tarea incumplida al terreno de una continuación subversiva presentada como ineluctable. En un individuo histórico de esa envergadura, semejante incoherencia subjetiva debe ser explicada históricamente, y sin duda no desde el punto de vista de la mezquindad psicológica o moralizante; esa incoherencia debe ser puesta en relación con el movimiento que hizo y deshizo, en la IS, la unidad de las pasiones individuales y de los intereses universales. Esta puesta en perspectiva, de la que sólo se trata aquí de ofrecer algunos elementos, permitirá al mismo tiempo considerar en sus justas proporciones dos hechos que hasta ahora lo habían impedido, fijando a la IS en un pasado admirable: por una parte, el hecho de que el mismo Debord haya logrado transformar de manera destacable la parte de éxito histórico de la operación colectiva en envite individual (es decir que consiguiese, según sus propios términos, "dejar de ser una autoridad en la contestación de la sociedad salvo dentro de la sociedad misma"); por otra, el hecho de que, en función de ese "triunfo" personal seguramente original -como si Marx tras la Comuna y el hundimiento de la Primera Internacional hubiese escrito unas Memorias de ultratumba a su manera-, Debord haya adquirido pronto la tendencia a menospreciar retrospectivamente la parte de fracaso de la IS, que sin embargo él había sentido más vivamente que nadie en su momento, y se haya complacido en santificar la necesidad presentando el resultado del proceso como si hubiese sido un motivo consciente de cabo a rabo (cf. por ejemplo en 1979 el Prefacio a la cuarta edición italiana de "La Sociedad del espectáculo": "... era fácil ver que ese grupo (...) se acercaba entonces" -en 1967- "al punto de vista culminante de su acción histórica").
La dislocación de las bases unitarias de la actividad de la IS tuvo por causa principal, como hemos mencionado más arriba, el desfase creciente entre el programa situacionista, los deseos a los que apelaba, y las nuevas formas adoptadas por la insatisfacción frente al cambio autoritario de todo. No podemos contentarnos no obstante con ver en esa pérdida de munición el efecto de la ley general que Hegel enunciaba fríamente diciendo que los individuos históricos que han alcanzado su objetivo "caen como cartuchos vacíos". En primer lugar porque el objetivo aquí apuntado -romper la unidad social artificial proclamada por el espectáculo- no fue conseguido más que parcialmente: la división de los habitantes de esta sociedad "en dos partidos, uno de los cuales quiere que ésta desaparezca", no tomó ninguna forma duradera (y menos aún podemos considerar como un "éxito" de ese partido, como Debord hacía todavía en 1985, la "quiebra" del mundo existente: todo lo contrario, es la desaparición del partido de la subversión lo que ha permitido a los propietarios de la economía llegar tan lejos en el desastre). En segundo lugar, porque la teoría de la IS, si bien seguía siendo en muchos puntos tributaria de la época -entonces a punto de finalizar- en la que se trataba principalmente para los revolucionarios de transformar el modo de apropiación de las fuerzas productivas (véase el artículo Ab ovo), contenía igualmente, y ahí estaba su punto cualitativo, los elementos propios para desarrollar en esa crítica coherente de todo el sistema productivo que buscaba desde ese momento un rechazo latente al pudrimiento de la vida. Por último, porque no se puede olvidar que, al menos, se buscó entonces en la IS una superación colectiva, y que los problemas afrontados siguen siendo los de toda actividad crítica en el primer momento de su difusión extensiva: por un lado la necesidad de desarrollar su universalidad haciéndola concreta, de definirse tácticamente encontrando nuevos terrenos de intervención y, al mismo tiempo, la necesidad de dominar sus primeros indicios de éxito y la divulgación de las tesis que inevitablemente lleva consigo, en todo caso por otros medios que no sean los de hacer valer la anterioridad de sus primeros agentes subrayando una cualidad nunca inaccesible a los seguidores de su proyecto.
Con la larga crisis final de los años 68-72, se desarrolló como era lógico, en la IS y a propósito suyo, una especie de "nostalgia de los orígenes", es decir, nostalgia del momento en que la radicalidad de su proyecto era directamente practicable en la actividad misma de su formulación: separación violenta con respecto a la cultura separada, enunciación sin concesiones de objetivos entonces totalmente escandalosos, gozosa ruptura con el conformismo de los comportamientos, todo ello marchaba al mismo paso, y deprisa. El estilo general de esa primera brecha se transmitió a las fases siguientes, cada vez más inadaptado o insuficiente pero nunca corregido ni criticado. Al contrario, cuanto más anacrónico era más se mitificaba y aparecía como el "anillo verdadero" del que era preciso asegurarse la posesión para avanzar invencible hacia futuros combates. Pero, en realidad, ya desde antes del 68, todo intento de restaurar la unidad de la actividad crítica en su forma situacionista primitiva no podía ser más que una ilusión retrógrada o una simulación "pro-situacionista". Debord era evidentemente quien había vivido y practicado más auténticamente esa unida perdida: era muy particularmente él quien había sabido, descubriendo el pasaje que unía la voluntad de innovación permanente del arte moderno al programa de una creación consciente de toda la vida, buscar y encontrar su propia satisfacción en la afirmación de los objetivos que cuentan en la historia universal. Por tanto, Debord estaba a la vez mejor colocado que nadie para perpetuar la imagen gloriosa de la IS (lo que, según su propia confesión, hizo durante demasiado tiempo) y para percibir cómo esa imagen se iba convirtiendo en falazmente publicitaria.
El programa situacionista había "salvado" la creación consciente transfiriéndola desde la vieja especialización artística hasta la práctica revolucionaria, y desde la teoría estética de la expresión individual hasta la teoría crítica de la comunicación. Pero ese "salvamento por transferencia" no tuvo -histórica y teóricamente- más que el carácter de una transición. El final de esa transición se manifestó en la propia IS por la conversión de sus medios anteriores en pesados handicaps, y en particular por cómo la voluntad antiestética inicial desembocó luego en una ridícula estetización de la política. Retomando las nociones utilizadas por Walter Benjamin en su ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, podríamos decir que esta estetización es el residuo histórico de la operación por la cual Debord recreó alrededor de la IS el aura que pertenecía a la antigua obra de arte. Y como ha demostrado Benjamin, a la cualidad del aura se oponen las de reproductibilidad y perfectibilidad. Es fácil en todo caso comprobar cómo el valor "ritual" del programa situacionista (revelación de una teoría total, certidumbre sectaria de pertenecer a una comunidad de elegidos, etc.) se ha opuesto efectivamente a su "valor de exposición", es decir, a su capacidad para exponer públicamente objetivos practicables y proposiciones perfectibles por medio de asociaciones polarizadas en torno a luchas y discusiones comunes.
Sería interesante en este sentido (véase el artículo Vanguardias) analizar en detalle todo lo que la mitología de la IS reprodujo del vanguardismo artístico, cómo la IS ha reactivó, para lo mejor y luego para lo peor, bastantes valores y comportamientos venidos del arte moderno que éste había elaborado precisamente en respuesta a la pérdida del aura de las obras; la oscilación entre la negación de la estética y la estetización de lo negativo que ha marcado todo el ciclo desde Baudelaire. Baste con constatar aquí que aunque a la luz del programa de superación del arte (creación libre de situaciones de la vida), había sido de nuevo posible comprender y criticar implacablemente el desarrollo en todo punto contrario de la sociedad dominante, una vez adquirido el principio de verificación práctica del 68, y cuando por su lado el espectáculo emprendía a su modo la realización del arte, un programa de esas características no sólo no permitió afrontar los nuevos problemas planteados por el desarrollo extensivo de la crítica, sino que además impidió su comprensión al prolongar la influencia de ilusiones heredadas del pasado artístico, como la valoración no histórica de la innovación, de la originalidad personal, e incluso del éxito personal y del género de seducción que ejerce. En tanto que teoría de la revolución moderna, la teoría situacionista, formulada sobre la estrecha base de la agitación en y contra la cultura, y llevando encima las marcas de esas condiciones, no podía ser adoptada tal cual -más que de manera puramente formal, al modo de los seguidores diligentes- por el movimiento que nacía entonces sobre bases mucho más amplias, en condiciones que ya habían cambiado; y, dialécticamente, esa teoría no podía convertirse verdaderamente en la expresión general del movimiento real más que desarrollando ella misma su contenido universal y ajustando cuentas con su forma precedente, ese primer surgimiento de un programa subversivo total que guarda "la apariencia de ser la posesión esotérica de algunos individuos" -a falta de lo cual sería la recuperación la encargada, y lo hizo, de dar su propia versión exotérica.
La manera cómo por su lado Debord se enfrentó a la forma caduca, situacionista, de actividad crítica, queda clara si cotejamos dos afirmaciones, una anterior a la crisis de la IS, la otra contemporánea de su desenlace. En 1966 se escribió en el número 10 de la revista, a propósito de la libertad individual a la que conviene devolver a los que con sus incoherencias querrían comprometer un proyecto común: "... que esa libertad sea generalmente pobre es otro problema, sin el cual no habría ninguna necesidad de un proyecto como el de la IS en este momento"; y en 1971 Debord declaraba a los últimos situacionistas todavía reunidos: "en cuanto a nosotros aquí, sólo si no tenemos necesidad de la IS podremos formar parte de ella". Esa afirmación se dirigía a los que tenían necesidad de la IS "para ser personalmente algo", pero parece indicar también positivamente que ya no eran tiempos para quien se había encontrado constantemente en el corazón de la operación, de pensar que "el Yo sin el Nosotros recae en la masa prefabricada" (Potlach, nº1 de la nueva serie, julio 1959). En las tesis de la Verdadera escisión, la unidad de pasiones individuales y de intereses universales se mantenía todavía formalmente (cuando se trataba en realidad de una respuesta individual a la no-superación colectiva) por medio de la hipótesis teórica ad hoc según la cual la liquidación de la IS se correspondía exactamente con las necesidades de un movimiento social más vasto que hacía inútil su existencia en lo sucesivo. (Ahora, el autor de Panegírico habla más bien de los "repugnantes años setenta"). Y es a continuación, al salvar esa unidad deshecha en el recuerdo, cuando Debord se iba a convertir paradójicamente, con su película autobiográfica In girum imus nocte et consumimur igni, en el último artista de una época sin arte. La verdad de la actividad colectiva no puede entonces ser expresada en el lenguaje común de esa actividad, que ya no existe, ni en el de una actividad colectiva superior que la juzgaría, que tampoco existe. Es, pues, el momento de la expresión más irreductiblemente subjetiva, por la cual el juego con el tiempo, que se había identificado con el posible revolucionario de una época, debe retornar al juego de una aventura individual que cierra el bucle del tiempo al encontrar su sentido final en su origen. (Ese regreso será todavía más marcado en 1989. "... lo que ha disgustado de mí, de manera duradera, fue lo que hice en 1952"). Por medio de la constatación de la incomunicación con un público despreciable, la expresión individual reencuentra así algo del arte moderno, la afirmación violenta de la pérdida de todo lenguaje común que había sido efectivamente su punto de partida, pero sin magnificar ya más que retrospectivamente el proyecto de reconquistar la comunidad de diálogo en un proyecto histórico. Ese desprendimiento de toda perspectiva práctica marca de forma más acusada los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, donde la crítica que había sido concebida en relación directa con la praxis del movimiento revolucionario se desarrolla únicamente sobre el plano teórico, sin dejar ningún sitio, ni siquiera como posibilidad, a las experiencias nuevas de luchas prácticas que renacen lentamente bajo diversas formas; y que, desarrollándose ellas mismas independientemente de la teoría crítica de la época anterior, pueden ciertamente parecer poca cosa a ojos de quien continúa esa teoría. Aunque la singularidad altamente reivindicada en el ejercicio de la lucidez crítica no puede comprometer la capacidad de reconocer y calcular la relación de esa crítica con la totalidad a transformar realmente (como lo demuestra por otro lado el carácter tardío de ese balance de los años de contrarrevolución, publicado en un momento en que nuevas contradicciones comenzaban a salir a la luz), sería, no obstante, tan mezquino reprochar a Debord su manera de hacer, teniendo en cuenta la calidad de los resultados históricos, como inadmisible no querer reconocer las necesidades revolucionarias que esa manera de hacer, soberbiamente, descuida.
Solamente en función de esas necesidades podrá comprenderse la historia de la IS, y, eventualmente, escribirse.