Capítulo 6
Era una fiesta sin comienzo ni fin; yo veía a todo el mundo y no veía a nadie; porque cada individuo se perdía en la misma muchedumbre incontrolada y errante; hablaba a todo el mundo sin recordar ni mis palabras ni las de los demás, ya que la atención estaba absorbida en cada momento por los acontecimientos y objetos nuevos, por noticias inesperadas. BAKUNIN Confesiones
El movimiento de las ocupaciones, que se había apoderado de las zonas-claves de la economía, alcanzó muy rápidamente a todos los sectores de la vida social, tomó todos los puntos de control de la economía del capitalismo y de la burocracia. El hecho de que la huelga se extendía ahora a actividades que siempre habían escapado a la subversión hacía más evidentes aún dos de las antiguas pruebas del análisis situacionista: la creciente modernización del capitalismo lleva consigo la proletarización de un estrato más grande de la población; a medida que el mundo de la mercancía extiende su poder a todos los aspectos de la vida produce en todas partes la extensión y el estudio de las fuerzas que le niegan.
La violencia de lo negativo fue tal que, no solamente movilizó las reservas al lado de las fuerzas de choque, sino que además permitió a la canalla que se ocupaba en reforzar lo positivo del mundo dominante de pagarse una forma de protesta. Así hemos visto desarrollarse paralelamente las luchas reales y su caricatura, a todos los niveles y en todos los momentos. Desde el principio, la acción iniciada por los estudiantes en las universidades y en la calle había encontrado su repercusión en los institutos. A pesar de ciertas ilusiones sindicalistas en los Comités d'Action Lycéens (C.A-L-), los alumnos de segunda enseñanza probaron, por su combatividad y su conciencia, que se pronosticaban menos como futuros estudiantes que como los futuros enterradores de la sociedad. Mucho más que los universitarios los profesores de instituto supieron hacerse educar por sus alumnos. Fueron masivamente a la huelga a la que a su turno los maestros tomaron una posición muy dura. Ocupando los sitios de trabajo, los empleados de banco, de sociedades de seguro, de grandes almacenes, protestaron a la vez contra su condición de proletario y contra un sistema de servicio que hace de cada uno el servidor del sistema. Lo mismo los huelguistas de la O.R.T.F. a pesar de la creencia en una "información objetiva" habían entrevisto confusamente su reificación y sentido el carácter fundamentalmente falso de cualquier comunicación asidua en la jerarquía. La ola de solidaridad que arrastraba el entusiasmo de los explotados no conoció límites. Los estudiantes del Conservatorio de Arte Dramático se instalaron en los locales y participaron masivamente a las fases más dinámicas del movimiento. Los del Conservatorio de Música reclamaban una "música salvaje y efímera" en una octavilla donde proclamaban "será necesario que nuestras reivindicaciones sean aceptadas en un tiempo determinado, si no esto será la revolución"; encontraron ese tono congolés que lumumbistas y muletistas hicieron popular en el mismo momento en que el proletariado de los países industrializados comenzaba a experimentar su posible independencia y que expresa también lo que temen todos los poderes, la ingenua espontaneidad a la conciencia política. Aparente la fórmula irrisoria en sí, "todos somos judíos alemanes" tomaba en boca de los árabes, que la acompasaban el 24 en la Bastilla, una resonancia verdaderamente inquietante, ya que cada uno pensaba que haría falta vengar la masacre de octubre de 1961, y que ninguna diversión sobre este tema de la guerra israelo-árabe podría impedirlo. La toma del trasatlántico France por su equipaje a lo largo del Havre tuvo, a pesar de su mínima consecuencia, el mérito de recordar a los que reflexionaban ahora por las posibilidades de la revolución que el gesto de los marinos de Odesa, de Cronstadt y de Kiel no pertenecía al pasado. Lo insólito se convertía n cotidiano a medida que lo cotidiano se abría a asombrosas posibilidades de cambio. Los investigadores del Observatorio de Medun pusieron en autogestión el observatorio astronómico. La Imprenta Nacional estaba en huelga. Los enterradores ocuparon los cementerios. Los futbolistas echaron a los dirigentes de su federación y redactaron una octavilla en la que reclamaban "el fútbol para los futbolistas". La vieja topo no escatimaba nada, ni los antiguos privilegios ni los nuevos. Los internos y los jóvenes médicos habían liquidado la feudalidad que reinaba en su facultad, habían escupido sobre los "patrones" antes de expulsarlos, se pusieron en contra de la Orden de Medicina e hicieron el proceso de las concepciones médicas. Los "cuadros contestatarios" llegaron hasta denunciar su propio derecho a la autoridad como privilegio negativo para consumir más y, por consiguiente, de vivir menos. No faltó más que los agentes publicitarios que siguieran el modelo de los proletarios que exigían el fin del proletariado, deseando la liquidación de la publicidad.
Esta voluntad, claramente manifestada, de un cambio real ponía mejor en evidencia las maniobras irrisorias y repugnantes de los falsificadores, de los que hacían oficio de vestir al viejo mundo de cambios aparentes. Si los curas la han podido traer de nuevo sin que las iglesias se les caigan en la cabeza, es porque la espontaneidad revolucionaria - la que prescribió en la España de 1936 el buen empleo de los edificios religiosos - sufría todavía el yugo del estalino-guevarismo. Desde entonces no tenía nada de extraño que sinagogas, templos, iglesias, se convirtiesen en "centros de protesta" para servir la vieja mistificación al gusto del día y con la bendición de aquellos que se alimentaban con la sopa modernista desde hacía medio siglo. Puesto que se toleraban los consistorios ocupados y los teólogos leninistas se volvía difícil asfixiar en su propia insuficiencia a los directores de museos que reclamaban el saneamiento de sus almacenes, a los escritores que reservaban el Hotel de Massa, que estaba curado de espanto, a los poceros de élite de la cultura, a los cineastas que recuperaron en película lo que la violencia insurreccional no tenía tiempo de destruir, en fin, a los artistas que relamían la vieja hostia del arte revolucionario.
Sin embargo, en el espacio de una semana millones de gentes habían roto con el peso de las condiciones alienantes, con la rutina de la supervivencia, con la falsificación ideológica, con el mundo al revés del espectáculo. Por primera vez desde la Comuna de 1871, y con mejor porvenir, el hombre individual real absorbía al ciudadano abstracto; en tanto que hombre individual en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales, se volvía un ser genérico y reconocía así sus propias fuerzas como fuerzas sociales. La fiesta concedía por fin verdaderas vacaciones a quienes no conocían más que días de salario y de permiso. La pirámide jerárquica se había fundido como un pan de azúcar al sol de mayo. Ya no había ni intelectuales ni obreros, sino revolucionarios dialogando por todas partes, generalizando una comunicación en la que sólo los intelectuales obreristas y otros candidatos a dirigentes se sentían excluidos. En este contexto la palabra "camarada" había encontrado su sentido auténtico, señalaba verdaderamente el fin de las separaciones; y los que la empleaban a la estaliniana comprendieron rápidamente que hablar la lengua de los lobos les denunciaba más bien como perros guardianes. Las calles pertenecían a quienes las desadoquinaban. La vida cotidiana, redescubierta de repente, se convertía en el centro de todas las conquistas posibles. Gentes que habían trabajado siempre en oficinas ocupadas ahora declaraban que ya no podrían vivir nunca como antes, ni siquiera un poco mejor que antes. Se sentía muy bien en la revolución naciente que sólo habría retrocesos tácticos y ya no renunciamientos. Cuando la ocupación del Odeon, el director administrativo se retiró al fondo de la escena, después, pasado el momento de sorpresa dio unos pasos hacia delante y exclamó: "Ahora que le habéis tomado, guardadlo, no lo devolváis jamás, quemadlo más bien" - y que el Odeon momentáneamente devuelto a su chusma cultural no haya sido quemado demuestra que sólo estábamos en el estreno. El tiempo capitalizado se había parado. Sin tren, sin metro, sin coche, sin trabajo, los huelguistas recuperaron el tiempo tan tristemente perdido en las fábricas, en la carretera, ante la televisión. Se vagaba por la calle, se soñaba, se aprendía a vivir. Por primera vez hubo verdaderamente una juventud. No la categoría social inventada para las necesidades de la causa mercantil por los sociólogos y los economistas, sino la única juventud real, la del tiempo vivido sin tiempo muerto, la que rechaza la referencia policiaca de la edad en provecho de la intensidad ("viva la efímera juventud marxista-pesimista", decía una inscripción). La teoría radical reputada difícil por los intelectuales incapaces de vivirla, se volvía tangible para todos aquellos que la sentían en sus mínimos gestos de rechazo y es por lo que no tenían ninguna dificultad en exponer en los muros la formulación teórica de lo que deseaban vivir. Era suficiente una noche de barricadas para que los blousons noirs se politicen y se encuentren en perfecto acuerdo con la fracción más avanzada del movimiento de las ocupaciones. A las condiciones objetivas, previstas por la I.S. y que naturalmente llegaban a reforzar y propagar sus tesis, se añadió la ayuda técnica de las imprentas ocupadas, Algunos impresores fueron entre los raros huelguistas 1 que, superando la fase estéril de la ocupación pasiva, decidieron sostener prácticamente a aquellos que se mantenían en la punta del combate. Octavillas y carteles que apelaban a la constitución de los Consejos Obreros obtuvieron de esta forma grandes tiradas. La acción de los impresores obedecía a una conciencia clara de la necesidad en que el movimiento se encontraba de poner al servicio de todos los huelguistas los instrumentos de producción y los centros de consumo, pero también a una solidaridad de clase que tomó en otros trabajadores una forma ejemplar. El personal de la fábrica Sclumberger precisó que su reivindicación "no se refería de ninguna manera a los salarios" y entró en huelga para sostener a los obreros particularmente explotados de Danone, la fábrica vecina. Los empleados de la F.N.A.C. declararon igualmente en una octavilla que: "Nosotros, trabajadores de los almacenes de la F.N.A.C., no nos hemos puesto en huelga por la satisfacción de nuestras necesidades particulares, sino para participar en el movimiento que moviliza actualmente diez millones de trabajadores manuales e intelectuales..."
El reflejo del internacionalismo, que los especialistas de las coexistencias pacíficas y de las guerrillas exóticas habían enterrado prematuramente en el olvido o en las oraciones fúnebres del estúpido Regis Debray, reapareció con una fuerza que parece augurar la próxima vuelta de las Brigadas Internacionales. Al mismo tiempo, todo el espectáculo de la política extranjera, Vietnam en cabeza, se disolvió súbitamente revelando lo que nunca había dejado de ser: falsos problemas para falsas protestas. Se aclamó la toma de Bumidon por los Antilleses, las ocupaciones de residencias universitarias internacionales. Raramente fueron quemadas tantas banderas nacionales por tantos extranjeros resueltos a terminar de una vez para siempre con el símbolo del Estado, antes de terminar con los mismo Estados. El gobierno francés supo responder a este internacionalismo entregando a la prisión de todos los países a los españoles, iranios, tunecinos, portugueses, africanos y a todos aquellos que soñaban en Francia una libertad prohibida en su país.
Toda la charlatanería sobre las reivindicaciones parciales no bastaba para borrar un solo momento de libertad vivida. En algunos días, la certeza del cambio total posible había llegado a un punto sin retorno. La organización jerárquica, tocada en sus fundamentos económicos, dejaba de aparecer como una fatalidad. El rechazo de los jefes y de las fuerzas de orden, como la lucha contra el Estado y sus policías, se había convertido primeramente en una realidad en los lugares de trabajo, donde empresarios y dirigentes de todas clases habían sido expulsados. Incluso la presencia de aprendices a dirigentes, hombres de los sindicatos y de los partidos, no podía borrar del ánimo de los revolucionarios que lo que se había hecho más apasionadamente se había operado sin dirigentes y además contra ellos. El término "estalinismo" fue así reconocido por todos como el peor insulto en la jauría política.
El paro del trabajo, como fase esencial de un movimiento que apenas ignoraba su carácter insurreccional, metía en la mente de cada uno esta evidencia primordial de que el trabajo alienado produce la alienación. El derecho a la pereza se confirmaba, no solamente en pintadas populares como "No trabajéis jamás" o "Vivir sin tiempo muerto, gozar sin trabas", sino sobre todo en el desencadenamiento de la actividad lúdica. Fourier ya señalaba que serían necesarias varias horas de trabajo a obreros para construir una barricada que los amotinados levantan en unos minutos. La desaparición del trabajo forzado coincidía necesariamente con la rienda suelta a la creatividad en todos los dominios: pintadas, lenguaje, comportamiento, táctica, técnica de combate, agitación, canciones, carteles y comics. Cada uno podía medir así la suma de energía creativa prostituida en los periodos de supervivencia, en los días condenados al rendimiento, al shopping, a la tele, a la pasividad erigida en principio. Se podía estimar con el contador Geiger la tristeza de las fábricas de ocio donde se paga para consumir con aburrimiento las mercancías que se producen en el hastío que hace los ocios deseables. "Bajo los adoquines, la playa". Hacía constar alegremente un poeta de muralla, mientras que una carta aparentemente firmada por el C.N.P.F. aconsejaba cínicamente a los trabajadores olvidar las ocupaciones de fábricas y aprovechar sus aumentos de sueldo para pasar sus vacaciones en el "Club Mediterráneo".
Con la agresividad que pusieron las masas era indiscutible que a quien se apuntaba era al sistema de la mercancía. Si hubo pocos saqueos, muchos escaparates sufrieron la crítica del adoquín. Hace mucho tiempo que los situacionistas preveían que la incitación permanente para aprovechar los más diversos objetos, a cambio de una insidiosa contrapartida en dinero, provocaría la ira de las masas engañadas y tratadas como agentes consumidores. Los coches automóviles que acumulan en ellos mismos la alienación del trabajo y del ocio, el aburrimiento mecánico, la dificultad para desplazarse y la rabia permanente de su propietario atrajeron principalmente la cerilla (uno tiene el derecho de extrañarse de que los humanistas, de ordinario dispuestos a denunciar la violencia, no hayan aplaudido a un gesto saludable que salva de la muerte a gran cantidad de personas prometidas cada día a los accidentes de carretera). La falta de dinero, ocasionada por el cierre de los bancos, no fue sentida como una molestia, sino como un aligeramiento de las relaciones humanas. Hacia el final de mayo, comenzaba a hacerse a la idea de la desaparición de la moneda. La solidaridad efectiva mitigaba a las deficiencias del mantenimiento individual. La comida era distribuida gratuitamente en muchos sitios ocupados por los huelguistas. Por otra parte, nadie ignoraba que en caso de prolongación de la huelga hubiese sido necesario recurrir a las requisiciones y así inaugurar un verdadero período de abundancia.
Esta forma de coger las cosas por la raíz era verdaderamente la teoría realizada, el rechazo práctico de la ideología. De modo que los que actuaban así radicalmente se encontraban doblemente capacitados para denunciar la distorsión de lo real que efectuaban, en su palacio de espejos, los aparatos burocráticos en lucha para imponer en todas partes su propio reflejo: combatían por los objetivos más avanzados del proyecto revolucionario y del que podían hablar en nombre de todos y con conocimiento de causa. Medían mejor la distancia que existe entre la práctica de la base y las ideas de los dirigentes. Desde las primeras asambleas de la Sorbona, aquellos que pretendieron hablar en nombre de un grupo tradicional y de una política especializada fueron abucheados y puestos en la imposibilidad de tomar la palabra. Los barricadores nunca juzgaron necesario hacerse explicar por los burócratas confirmados o en potencia, por quien combatían. Sabían muy bien, por el placer que tomaban, que combatían por ellos mismos y esto les bastaba. Este fue el elemento motor de una revolución que ningún aparato podía tolerar. Ahí se ejercieron principalmente los frenazos.
La crítica de la vida cotidiana comenzó a modificar con éxito el decorado de la alienación. La calle Gay Lussac se llamó calle del 11 de mayo, las banderas rojas y negras prestaron una apariencia humana a las fachadas de los edificios públicos. La perspectiva haussmaniana de los bulevares fue corregida, las zonas verdes repartidas de nuevo y prohibidas a la circulación rápida. Cada uno hizo a su manera la crítica del urbanismo. En cuanto a la crítica del proyecto artístico, no era entre los viajantes del happening ni entre los palizas de vanguardia donde había que buscarla, sino en la calle, en los muros y en el movimiento general de emancipación que llevaba en él la misma realización del arte. Los médicos, tan frecuentemente apegados a la defensa de intereses corporativistas, pasaron al campo de la revolución denunciando la función policiaca que se les imponía. "La sociedad capitalista, bajo el pretexto de una aparente neutralidad (liberalismo, vocación médica, humanismo no-combatiente...), ha colocado al médico al lado de las fuerzas de represión: está obligado a mantener a la gente en estado de trabajo y de consumo (ejemplo: medicina del trabajo), está encargado de hacer aceptar a las gentes una sociedad que les pone enfermos (ejemplo: psiquiatría)." ( Medicina y represión, ), octavilla editada por el Centro nacional de los jóvenes médicos). Esto les honra a los internos y a los enfermeros del hospital psiquiátrico de Saint-Anne por denunciar prácticamente este universo concentracional ocupando los lugares, expulsando a las inmundicias que Breton deseaba ver reventar y aceptando en el comité de ocupación a representantes de los supuestos enfermos.
Raramente se ha visto tanta gente denunciar tantas cosas normales y sin duda un día será necesario comprobar que en mayo de 1968 el sentimiento de profundos trastornos procedió a la transformación real del mundo y d ella vida. La actitud manifiestamente consejista ha precedido así a la aparición de los Consejos. Ahora bien, lo que los recientes reclutas del nuevo proletariado puedan realizar, los obreros lo harán mejor desde el momento en que salgan de las jaulas donde los mantienen los monos del sindicalismo; es decir, muy pronto, si nos remitimos a slogans como "linchemos a Seguy".
La formación de los Comités de acción de base fue un signo particular y positivo del movimiento; sin embargo, contenía en ella la mayoría de los obstáculos que los iban a destrozar. Al principio procedía de una profunda voluntad de librarse de las manipulaciones burocráticas y de comenzar una acción autónoma en la base, en el marco de la subversión general. Así los Comités de acción organizados en las fábricas Rhone-Poulenc en la N.M.P.P. y en ciertos almacenes, por no citar más que estos, pudieron desde el principio lanzar y endurecer la huelga contra todas las maniobras sindicales. Igualmente éste fue el caso de los Comités de acción "estudiantes-obreros" que lograron acelerar la extensión y el fortalecimiento de la huelga. Sin embargo, lanzada por "militantes", la fórmula de los Comités de base sufrió por este pobre origen. La mayoría eran una presa fácil para los profesionales de la infiltración, se dejaban paralizar por las disputas sectarias, sólo podían animar a las buenas voluntades ingenuas. Así, muchos desaparecieron. Otros, por su eclecticismo y su ideología hastiaron a los trabajadores. Sin una toma directa sobre las luchas reales, la fórmula favoreció a todas las caricaturas, a todas las recuperaciones (C.A. Odeon. C.A. Escritores, etc.).
La clase obrera había realizado espontáneamente lo que ningún sindicato, ningún partido podía ni quería hacer en su lugar: la iniciación de la huelga y la ocupación de las fábricas. Había hecho lo esencial, sin lo cual nada hubiera sido posible, pero no hizo nada más y dejó entonces la ocasión a las fuerzas exteriores de desposeerla de su victoria y hablar en su lugar. El estalinismo interpretó ahí su mejor rol después de Budapest. El partido comunista y su apéndice sindical constituían la principal fuerza contra-revolucionaria que puso trabas al movimiento. Ni la burguesía ni la socialdemocracia hubieran podido combatirlo tan eficazmente. Debido a que era la central más potente y sustentaba la mayor dosis de ilusiones, la C.G.T. apareció sin duda como el peor enemigo de la huelga. De hecho, todos los demás sindicatos perseguían el mismo fin. Por lo tanto, nadie encontró tan bella frase como l'Humanité al titular con indignación: "El gobierno y el empresariado prolongan la huelga". 2
En la sociedad capitalista moderna, los sindicatos no son una organización obrera degenerada, ni organización revolucionaria traicionada por sus dirigentes burocráticos, sino un mecanismo de integración del proletariado en el sistema de explotación. Reformista por esencia, el sindicato - cualquiera que sea el contenido político de la burocracia que lo dirige - sostiene la mejor defensa del empresariado devenido reformista a su vez (se vio bien en el sabotaje de la gran huelga salvaje belga de 1960-61 por el sindicato socialista). Constituye el freno a cualquier voluntad de emancipación total del proletariado. A partir de ahora cualquier revuelta de la clase obrera se hará en primer lugar contra sus propios sindicatos. Es la verdad elemental que los neo-bolcheviques rehúsan reconocer.
Mientras lanzaban la consigna "revolución" se quedaron en la esfera de la contra-revolución: trotskistas y maoístas de todas las salsas se han definido siempre en relación al estalinismo oficial. Por esto mismo han contribuido a alimentar ilusiones del proletariado sobre el P.C.F. y los sindicatos. No tiene nada de extraño que una vez más griten contra la traición allí donde no se trataba más que de una conducta burocrática natural. Defendiendo a sindicatos más "revolucionarios" todos sueñan infiltrarse un día. No solamente no ven lo moderno, sino que se obstinan en reproducir los errores del pasado: constituyen la mala memoria del proletariado resucitando todas las revoluciones fracasadas de nuestra época desde 1917 hasta las revoluciones campesinas-burocráticas china y cubana. Su fuerza de inercia antihistórica ha pesado mucho en el platillo de la contrarevolución y su prosa ideológica ha contribuido a falsificar estos diálogos reales que se entablaban un poco por todas partes.
Pero todos estos obstáculos objetivos, exteriores a la acción y a la conciencia de clase obrera, no hubieran resistido el espacio de una ocupación de fábrica, si los obstáculos subjetivos propios del proletariado no estuviesen aún ahí. Es que la corriente revolucionaria que movilizó en algunos días a millones de trabajadores arrancó desde muy abajo. No se soportan impunemente varios decenios de historia contrarevolucionaria. Siempre queda algo y esta vez fue el retraso de la conciencia teórica la más grave de las consecuencias. La alienación mercante, la pasividad espectacular y la separación organizada son los principales triunfos de la abundancia moderna: son en primer lugar estos aspectos a los que se ha acusado por la sublevación de mayo, pero es su parte escondida en la conciencia de las gentes la que ha salvado el viejo mundo. Los proletarios han entrado en lucha espontáneamente armados con su única subjetividad rebelde; la profundidad y violencia de lo que han hecho es la réplica inmediata al insoportable orden dominante; pero finalmente la masa revolucionaria no tuvo tiempo de tener una conciencia exacta y real de lo que hacía. Y es esta inadecuación entre la conciencia y la praxis que queda como marca fundamental de las revoluciones sin acabar. La conciencia histórica es la condición sine qua non de la revolución social. Por supuesto, grupos conscientes entrevieron el sentido profundo del movimiento y comprendieron su desarrollo; son ellos los que actuaron con más radicalismo y consecuencia. Pues no son las ideas radicales las que han faltado, sino sobre todo la teoría coherente y organizada.
Aquellos que han hablado de Marcuse como "teórico" del movimiento no sabían de lo que hablaban. No han comprendido ni a Marcuse ni, a fortiori el mismo movimiento. La ideología marcusiana, ya irrisoria en sí, fue adherida al movimiento como Geismar, Sauvageot y Cohn Bendit fueron "nombrados" para representarlo. Ahora bien, incluso estos confiesan que no conocían a Marcuse. 3 En realidad, si la crisis revolucionaria de mayo ha demostrado algo, es exactamente lo contrario de las tesis marcusianas: a saber, que el proletariado no está integrado y que es la principal fuerza revolucionaria en la sociedad moderna. Pesimistas y sociólogos deben rehacer sus cálculos. Los subdesarrollados, el Poder Negro y los dutschkistas también.
Este retraso histórico también ha engendrado todas las insuficiencias prácticas que han contribuido a paralizar la lucha. Si el principio de la propiedad privada, base de la sociedad burguesa, ha sido pisoteado en todas partes, muy raros son los que han osado ir hasta el final. El rechazo del saqueo no fue más que un detalle: en ninguna parte los obreros procedieron a la distribución de las existencias de mercancías en los grandes almacenes. Casi nunca se decidió la puesta en marcha de ciertos sectores de la producción o de la distribución al servicio de los huelguistas, a pesar de algunos llamamientos aislados en favor de tales perspectivas. De hecho, tal tentativa supone ya otra forma de organización del proletariado distinta de la policía sindical. Y es esta forma autónoma la que más cruelmente ha faltado.
Si el proletariado no llega a organizarse revolucionariamente, no puede vencer. Las lamentaciones trotskistas sobre la ausencia de una "organización de vanguardia" son lo contrario del proyecto histórico de emancipación del proletariado. El acceso de la clase obrera a la conciencia histórica será obra de los mismos trabajadores y es únicamente a través de una organización autónoma como pueden hacerlo. La forma consejista sigue siendo el medio y el fin de esta emancipación total.
Son estos obstáculos subjetivos los que han hecho que el proletariado no haya podido tomar la palabra por él mismo y que a su vez han permitido a los especialistas de la frase, que figuran entre los primeros responsables de estos obstáculos, poder aún pontificar. Pero han sufrido en todas partes donde tropezaron con la teoría radical. Jamás tantas gentes, que tanto lo habían merecido, han sido tratadas como canalla: después de los portavoces oficiales del estalinismo, fueron los Axelos, los Godard, los Chatêlet, los Morin, 4 los Lapassade que se vieron insultados y expulsados de las aulas de la Sorbona, como en las calles, cuando venían a proseguir sus buenos oficios y su carrera. Seguramente que estos reptiles no se arriesgaban por esto a morir de vergüenza. Han esperado su hora, la derrota del movimiento de las ocupaciones, para recomenzar su trabajo al gusto del día. ¿No se veían enunciados en el programa de la imbécil "Universidad de Verano" (en Le Monde del 3 de julio) a Lapassade para la autogestión, Lyotard con Chatêlet para la filosofía contemporánea, y Godard, Sartre y Butor en su "Comité de Apoyo"?
Evidentemente, todos aquellos que obstaculizaron la transformación revolucionaria del mundo
no se han transformado ellos mismos ni un pelo. Tan inquebrantables como los estalinianos que
han caracterizado suficientemente este nefasto movimiento por el simple hecho de que les ha
hecho perder las elecciones, los leninistas de los partidos trotskistas no han encontrado más que
la confirmación de su tesis sobre la falta de un partido dirigente de vanguardia. En cuanto al
primer llegado de los espectadores, ha coleccionado o vendido las publicaciones revolucionarias
y ha corrido comprar las fotos d ellas barricadas reveladas en posters.
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René Viénet: Enragés: Y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones. Miguel Castellote, Ed., Madrid, 1978.
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