Capítulo 9
"Es necesario que cada uno alce la cabeza, asuma sus responsabilidades y rechace el terrorismo intelectual... No hay ninguna razón para que el Estado entregue al primer recién llegado la Administración, los establecimientos públicos, que abandone sus responsabilidades y olvide sus deberes." Robert Poujade "Intervención en la Asamblea Nacional el 24 de julio de 1968"
La burguesía había esperado el 30 de mayo para manifestar su apoyo al Estado. Con el discurso de De Gaulle la clase dominante volvía a tomar enteramente la palabra y afirmaba masivamente su presencia, después de haberse prudentemente escondido detrás de la protección de las C.R.S. durante varias semanas. La manifestación de la Concordia y de los Campos Elíseos fue la versión subversallesca de los desfiles cegetistas que reclamaban un "gobierno popular". Se dio rienda suelta a la histeria reaccionaria, del miedo al "rojo" hasta slogans reveladores: "¡Cohn-Bendit a Dachau!" Allí comulgaban juntos los Antiguos Combatientes, los supervivientes de todas las guerras coloniales, los ministros, los mercenarios, los tenderos, las minets del XVI distrito y sus chulos de los barrios elegantes, los vejestorios y todos aquellos que el interés y el gusto por lo senil inducían a defender e ilustrar la República. El Estadio encontraba así su base y la policía sus auxiliares. La U.D.R. y los Comités de Acción Cívica. Desde el instante en que el gaullismo decidió quedarse en le poder, la violencia sin frases daba permiso a la represión estaliniana, que se había encargado hasta entonces de taponar cualquier apertura revolucionaria, principalmente en las fábricas. Después de tres semanas de ausencia casi total el estado podía tomar el relevo de sus cómplices del P.C.F. Iba a poner tanta obstinación en expulsar a los obreros de las fábricas, como los sindicatos en mantenerlos encerrados. De Gaulle acababa de ahorrar a los estalinianos la perspectiva de un "gobierno popular" donde su rol abierto de últimos enemigos del proletariado hubiese sido tan peligroso. Le iban a ayudar a hacer el resto.
Para uno y otro se trataba ahora de saber terminar una huelga para permitir las elecciones. El rechazo de los acuerdos de Grenelle había enseñado a los dirigentes a desconfiar de toda negociación a escala nacional. Era necesario desmantelar la huelga de la misma forma en que se había iniciado, sector por sector, empresa por empresa. La tarea fue larga y difícil. Los huelguistas manifestaban una hostilidad declarada a la reanudación del trabajo. El 5 de junio un comunicado del buró de la C.G.T. estimaba que "en todas partes donde las reivindicaciones esenciales han sido satisfechas, el interés del asalariado es manifestarse en masa por la reanudación del trabajo en la unidad".
A partir del 6 los empleados de banca y de seguros volvieron al trabajo. La S.N.C.F., baluarte de la C.G.T., decidió también la reanudación. Se pusieron en circulación, por cuenta del Estado, los trenes que en ningún momento estuvieron al servicio de los huelguistas, lo que los ferroviarios belgas habían hecho en la huelga de 1961. Las primeras falsificaciones de voto sobre la vuelta al trabajo ocurrieron en P.&T. y en la R.A.P.T., en donde solo pudieron pronunciarse una minoría de sindicalistas; los delegados cegetistas provocaron la reanudación haciendo creer en cada estación que todas las demás habían cesado la huelga. Los empleados de la estación "Nation", apercibiéndose de esta tosca maniobra, pararon rápidamente el trabajo, pero no consiguieron reactivar el movimiento.
Las C.R.S. intervinieron de una forma complementaria para expulsar a los técnicos huelguistas de France-Inter y reemplazarles por los técnicos del ejército. Ese mismo 6 de junio echaron a los obreros de la fábrica Renault de Flins. Era la primera tentativa para romper la huelga, que hasta entonces seguía siendo total en la metalurgia, de otra forma que por la ideología: con las armas en la mano. "El momento ya no está para paseos" escribían los huelguistas de Flins en su llamamiento del 6 de junio para la recuperación de su fábrica. Entonces sintieron cómo les era nefasto el aislamiento que habían soportado. Miles de revolucionarios respondieron al llamamiento; pero solamente algunos centenares consiguieron unírseles para pelear a su lado. Cuando en el mitin organizado por los sindicatos en Elisabethville, los obreros obligaron al delegado de la C.G.T. a conceder la palabra a Geismar y a un miembro del "22 de marzo" no porque les reconocieran alguna importancia, sino por simple preocupación de la democracia.
A las diez horas la intervención de la gendarmería provocó los choques. Durante doce horas, 2000 obreros y "estudiantes" resistieron en los campos y en las calles de las aldeas vecinas a 4.000 gendarmes y C.R.S. En vano esperaron refuerzos de París. En efecto, los cegetistas impidieron cualquier salida de los obreros de Boulogne-Billancourt [1], y se opusieron, en la estación de Saint-Lazare, a que se pusieran trenes a disposición de los millares de manifestantes que habían acudido para ir a pelearse a Flins. Los organizadores de la manifestación, Geismer y Sauvageot en cabeza, estuvieron también brillantes. Cedieron ante la C.G.T. y acabaron lo que ésta había comenzado, disuadiendo a los que creían ir en ayuda de Flins de apoderarse de un tren y llamándoles a dispersarse delante de los primeros cordones de la policía. Por lo tanto, el pobre Geismar no fue recompensado. Este adormecedor fue a pesar de todo tratado de "especialista de la provocación" por un comunicado particularmente indecente de la C.G.T., que no dudó en calificar a los revolucionarios de Flins de "grupos extraños a la clase obrera", de "formaciones entrenadas casi militarmente, que ya se han señalado con motivo de operaciones de la misma naturaleza en la región parisina" y que "evidentemente actúan al servicio de los peores enemigos de la clase obrera", porque "es difícil de creer que la arrogancia del empresariado de la metalurgia, el apoyo que recibe del gobierno, las brutalidades policiales contra los trabajadores y las empresas de provocación no estén concertadas."
Los sindicatos consiguieron hacer reanudar el trabajo un poco en todas partes; ya se les había arrojado algunas migajas. Únicamente los metalurgistas continuaban resistiendo. Después del fracaso en Flins, el Estado iba a tentar su suerte en Sochaux, en la Peugeot. El 11 de junio las C.R.S. intervinieron contra los obreros; El enfrentamiento, muy violento, duró varias horas. Por primera vez, en el transcurso de esta larga crisis, las fuerzas del orden tiraron contra la multitud. Hubo dos obreros muertos. Era el momento en que podían hacerlo sin provocar réplica. El movimiento se encontraba vencido y comenzaba la represión política. Por lo tanto, el 12 de junio, una última noche de motines, después de la muerte de un alumno de segunda enseñanza en los combates de Flins, conoció algunas innovaciones: la multiplicación rápida de barricadas y el lanzamiento sistemático de cocktails Molotov contra el servicio de orden desde los tejados.
Al día siguiente el estado decretó la disolución de las organizaciones trotskistas y maoístas, y del "22 de marzo" en virtud de una ley del Frente Popular, originalmente dirigida contra las ligas para-militares de extrema derecha. [2] A esta misma derecha el gaullismo le hacía señas con el pie. Esta fue la ocasión de encontrar el 13 de mayo. Los responsables exiliados de la O.A.S. volvieron a Francia. Salan dejó Tulle, mientras que la extrema izquierda comenzaba a poblar el reducto de Gravelle.
Había algo podrido en el aire desde que las banderas tricolores aparecieron en la Concordia. Comerciantes, provocadores, curas, patriotas alzaban la cabeza y la traían de nuevo por las calles donde no habían osado aparecer algunos días antes. Truhanes a sueldo de la policía provocaron a árabes y judíos en Belleville y facilitaron así una diversión muy oportuna en el momento en que se proseguían las operaciones de despejo de las empresas y de los edificios aún ocupados. Una campaña de calumnias apuntó a los "Katangueses de la Sorbona". Los lamentables izquierdistas no dejaron de caer en la trampa.
Después del fracaso de la experiencia de la democracia directa, la Sorbona había visto instalarse diversas feudalidades, tan irrisorias como burocráticas. Aquellos que la prensa llamó "Katangueses", ex-mercenarios, parados y desclasificados, se apresuraron a cortar la mejor tajada en una república de jefecillos. La Sorbona tuvo así los amos que entonces merecía, pero a pesar de que los "Katangueses" hayan jugado al juego de la autoridad no se merecían tan ruines compañeros. Llegados allí para participar en la fiesta sólo encontraron los pedantes proveedores del aburrimiento y de la impotencia, los Kravetz y los Peninou. Cuando los estudiantes los expulsaron era con la estúpida esperanza de obtener por esta bajeza que se les concediese la gestión duradera de una Sorbona desinfectada, en tanto que "Universidad de verano". Uno de los "Katangueses" hizo observar justamente: "los estudiantes puede que sean instruidos, pero no son inteligentes. Nosotros habíamos venido a ayudarles...". El repliegue de los indeseables al Odeon provocó inmediatamente la intervención de las fuerzas del orden. Los últimos ocupantes de la Sorbona tuvieron justo cuarenta y ocho horas para limpiar los muros y echar a las ratas, antes de que la policía llegase para indicarles que la broma se había terminado. Se fueron sin ni siquiera un simulacro de resistencia. Después del fracaso del movimiento no quedaban más que los imbéciles para creer que el Estado no recuperaría la Sorbona.
A fin de asegurar la campaña electoral era necesario liquidar el último islote de resistencia de la metalurgia. Los sindicatos, y no el capital, cedieron en los acuerdos. Lo que permitió a L'Humanité aplaudir "la reanudación victoriosa del trabajo", y a la C.G.T. apelar a los metalurgistas a "prolongar su éxito por la victoria de la verdadera unión de las fuerzas de la izquierda en el programa común de las próximas elecciones legislativas". Renault, Rhodiaceta, Citroen volvieron al trabajo el 17 y el 18. La huelga había terminado. Los obreros sabían que no habían obtenido casi nada; pero prolongando la huelga más allá del 30 de mayo y tardando tanto tiempo en ceder, habían afirmado a su forma que querían algo distinto de las ventajas económicas, sin poder decirlo, sin tener tiempo de hacerla, lo que habían deseado era la revolución.
Después de su derrota, era natural que el enfrentamiento electoral de los distintos partidos del orden terminase con la aplastante victoria de aquel que estaba mejor situado para defenderlo.
El éxito gaullista se acompañaba con las últimas operaciones para traer las cosas a su punto de partida. Todos los edificios fueron evacuados. Hay que señalar que el Estado esperó hasta la primera semana de julio para utilizar el argumento jurídico fundamental, a saber que "la ocupación de los inmuebles destinados a un servicio público cualquiera que sea es ilegal". Durante cerca de dos meses no pudo oponer este argumento al movimiento de las ocupaciones. [3]
Los actos de vandalismo que habían marcado el comienzo del movimiento se encontraron
mucho más violentos a su final, atestiguando el rechazo de la derrota y la decidida intención e
continuar el combate. Por no citar más que dos actos ejemplares, se podía leer en Le Monde del
6 de julio: "Moquetas pegajosas de huevos, de mantequilla, de talco, de polvos para lavar, de
pintura negra y de aceite; teléfonos arrancados y pintados de rojo, máquinas I.B.M. destrozadas a
martillazos, cristales de las ventanas pintados de negro, medicamentos desparramados y
manchados de pintura; fichas de enfermos inutilizables, cubiertas de tinta de multicopista,
ficheros de tratamiento ennegrecidos de pintura con pistola; inscripciones obscenas o injuriosas,
tal es el espectáculo que ofrecía el miércoles por la mañana el conjunto de las oficinas médicas
(comprendidos la secretaría y el servicio social bautizado por una rabiosa inscripción, "servicio
anti-social") de uno de los más importantes servicios de neuropsiquiatría del Hospital
Saint-Anne. Un cuadro curiosamente análogo al que se ha podido observar en Nanterre donde se
han utilizado los mismos medios de devastación y donde se encontraban por todas partes
inscripciones del mismo estilo y de la misma idea... Uno se puede preguntar si no existe una
relación entre los recientes traslados intervenidos en este servicio, por razones estrictamente
profesionales, y estos actos de vandalismo". Y en Combat del 2 de julio: "Señor Jacquenod,
director del Instituto-Piloto de Montgeron, escribe: "Por el interés general es mi deber darles
cuenta de las actuaciones absolutamente escandalosas de las que se han reconocido culpables en
la región de Essone estos últimos tiempos comandos de Enragés que se reclaman de una cierta
"Internacional Situacionista". Contrariamente a lo que la prensa ha dado a entender, estos tristes
individuos se han revelado más perjudiciales que "folcklóricos". El momento no está para la
benevolencia y las vergonzosas degradaciones en monumentos a los muertos, iglesias,
monasterios, edificios públicos, etcétera a las que se han dedicado son simplemente intolerables.
Después de introducirse fraudulentamente en el recinto de nuestro establecimiento, en la noche
del 13 al 14 de junio, se dedicaron a fijar unos 300 carteles, octavillas, canciones, comics, etc.
Pero los daños sobrevenidos fueron esencialmente ocasionados por un embadurnamiento
sistemático con pintura de los muros del colegio mayor y del colegio técnico. El 21 de junio,
cuando la policía estaba haciendo una investigación, y como para desafiarla, nuevas
degradaciones (carteles, octavillas, pintadas con tinta) se cometieron en pleno día en el interior
de los edificios". El señor Jacquenod juzga que su deber es alertar a la opinión pública por estos
"actos de vandalismo, muy perjudiciales en el clima de paz que recuperamos poco a poco.
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René Viénet: Enragés: Y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones. Miguel Castellote, Ed., Madrid, 1978.
10. La perspectiva de la revolución mundial después del movimiento de las ocupaciones
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