Los malos tiempos pasarán

Internationale Situationniste


Publicado en Internationale Situationiste # 7 (1963). Traducción extraída de Internacional Situacionista vol. II: La supresión de la política, Madrid, Literatura Gris, 2000.



A la vez que el mundo del espectáculo extiende su reinado se aproxima al punto culminante de su ofensiva, desencadenando por todas partes nuevas resistencias. Estas resistencias son infinitamente menos conocidas, porque el espectáculo dominante busca precisamente el reflejo universal e hipnótico de la sumisión, pero existen y crecen.

Todo el mundo habla, sin comprender gran cosa, de la juventud rebelde de los países industriales avanzados (ver, en el nº 6 de este boletín, "Defensa Incondicional"). Publicaciones militantes, como Socialisme ou Barbarie en París o Correspondence en Detroit, han sacado a la luz trabajos muy documentados sobre la resistencia permanente de los obreros en el trabajo (contra toda la organización de este trabajo), sobre la despolitización y el desprecio del sindicalismo, convertido en mecanismo de integración de los trabajadores en la sociedad y en añadido instrumental al arsenal económico del capitalismo burocratizado. A medida que las viejas fórmulas de oposición revelan su ineficacia o, más a menudo, su regreso completo a la participación en el orden existente, la insatisfacción irreductible se propaga subterráneamente, minando el edificio de la sociedad de la abundancia. "El viejo topo" del que hablaba Marx en un Brindis por los proletarios de Europa todavía anda suelto, su fantasma resurge en todas las esquinas de nuestro castillo de Helsingör televisado, cuyas brumas políticas se desvelarán al instante en cuanto los Consejos Obreros existan y gobiernen.

Del mismo modo que la primera organización clásica del proletariado estuvo precedida, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, por una época de acciones aisladas y "criminales" orientadas hacia la destrucción de las máquinas de producción que quitaban a las personas sus trabajos, asistimos en este momento a la primera aparición de una ola de vandalismo contra las máquinas del consumo que nos quitan sin apelación nuestras vidas. Se entiende que tanto ahora como entonces lo importante no es la destrucción en sí misma, sino la insumisión que posteriormente podría transformarse en proyecto positivo, hasta reconvertir las máquinas en el sentido de una ampliación del poder real de las personas. Dejando de lado los destrozos de los grupos de adolescentes, podemos citar algunas acciones de obreros que son en gran medida incomprensibles desde el punto de vista reivindicativo clásico.

El 9 de Febrero de 1961, en Nápoles, los obreros que salían por la tarde de las fábricas no encontraron los tranvías que los transportaban habitualmente, cuyos conductores habían puesto en marcha una huelga-sorpresa porque habían despedido a varios de ellos. Los obreros manifestaron su solidaridad con los huelguistas lanzando contra las oficinas de la compañía diversos proyectiles, y luego botellas de gasolina que incendiaron parte de la estación de tranvías. Después incendiaron autobuses y desafiaron victoriosamente a la policía y a los bomberos. Miles de ellos se diseminaron por la ciudad rompiendo escaparates y anuncios luminosos. Por la noche hubo que movilizar a la tropa para mantener el orden, y los blindados patrullaron Nápoles. Esta manifestación, totalmente improvisada y desprovista de objetivo, es evidentemente una revuelta directa contra el tiempo marginal de transporte que aumenta tan considerablemente el tiempo de esclavitud asalariada en las ciudades modernas. Este tipo de revuelta, que estalla a propósito de un incidente fortuito y suplementario, comienza enseguida a extenderse por todo el escenario (desplegado nuevamente sobre el pauperismo tradicional de la Italia del Sur) de la sociedad de consumo: el escaparate y el neón son a la vez los motivos más simbólicos y más frágiles, como en las manifestaciones de la juventud salvaje.

El 4 de Agosto, en Francia, los mineros en huelga de Merlebach atacaron veintiún coches estacionados delante de los locales de la dirección. Todo el mundo señaló con estupor que casi todos los coches eran de los empleados de la mina, o sea de trabajadores muy próximos a ellos. ¿Cómo no ver aquí, con tantas razones que permanentemente justifican la agresividad de los explotados, un gesto de defensa contra el objeto central de la alienación consumidora?

Cuando planearon destruir las máquinas del diario La Meuse, los huelguistas de Lieja alcanzaron el 6 de enero de 1961 una de las cimas de la conciencia del movimiento atacando el aparato de información que mantenían sus enemigos (porque el monopolio absoluto de todos los medios de transmisión, en el sentido más general, que se encontraba repartido entre el gobierno y los dirigentes de la burocracia sindical y socialista, era exactamente el punto clave del conflicto, el cerrojo que nunca se hizo saltar, impidiendo el acceso de la lucha obrera "salvaje" a la perspectiva del poder, o sea condenándola a desaparecer). Un síntoma, menos interesante porque depende en mayor medida de la torpe exageración de la propaganda gaullista, puede descubrirse también en este comunicado de los sindicatos de periodistas y de técnicos de la radiotelevisión francesa el 9 de febrero pasado: "Nuestros camaradas técnicos y periodistas que se encontraban el jueves por la noche en el lugar de la manifestación para cubrir el reportaje fueron acosados por la muchedumbre a la simple vista de las siglas de la R.T.F. El hecho es significativo. Por ello los sindicatos de periodistas y de trabajadores de televisión se creen con derecho a afirmar una vez más solemnemente que la vida de nuestros camaradas reporteros y técnicos depende del respeto por sus informaciones..." Por supuesto, junto a las reacciones de vanguardia que empiezan a oponerse concretamente a las fuerzas del condicionamiento, hay que tener en cuenta los éxitos de este condicionamiento incluso en el interior de las acciones obreras más combativas. Así, cuando los mineros de Decazeville delegaron en veinte de ellos a primeros de año para hacer una huelga de hambre, se entregaron a esas veinte vedettes para provocar la compasión, jugando en el campo espectacular del enemigo. Fueron forzosamente derrotados, puesto que su única oportunidad era extender a cualquier precio su intervención colectiva más allá de un sector en el que no bloqueaban más que una producción deficitaria. La organización social capitalista, así como la oposición que es su subproducto, han extendido tanto las ideas parlamentarias y espectaculares que los obreros revolucionarios han podido olvidar con frecuencia que la representación debe reducirse siempre a lo indispensable: para pocas cosas y en pocas ocasiones. Pero la resistencia al embrutecimiento tampoco es tarea únicamente de los obreros. El actor Wolfgang Neuss, al revelar el pasado mes de enero en Berlín con un pequeño anuncio en Der Abebd quién era el culpable de un suspense policíaco televisado que apasionaba a las masas desde hacía varias semanas, cometió un acto de sabotaje lleno de sentido.

El asalto del primer movimiento obrero contra el conjunto de la organización del viejo mundo acabó hace tiempo, y nada podrá revivirlo. Fracasó, no sin obtener resultados inmensos, pero que no eran los que se pretendían. Sin duda esta desviación hacia resultados parcialmente inesperados es una regla general de las acciones humanas, pero debemos exceptuar precisamente el momento de la acción revolucionaria, del salto cualitativo, de la apuesta por todo o nada. Hay que retomar el estudio del movimiento obrero clásico de una manera desengañada, sobre todo en cuanto a sus diversas especies de herederos políticos o pseudo-teóricos, puesto que no poseen más que la herencia de su fracaso. Los éxitos aparentes de ese movimiento son sus fracasos fundamentales (el reformismo o la instalación en el poder de una burocracia estatal) y sus fracasos (la Comuna de París o la revolución de Asturias) son abiertamente sus éxitos hasta el momento, para nosotros y para el futuro. Habrá que delimitar con precisión este asunto con el tiempo. Podemos admitir que el movimiento obrero clásico comienza una veintena de años antes de que la Internacional se constituyese oficialmente, con la primera unión de grupos comunistas de diversos países que Marx y sus amigos organizaban desde Bruselas en 1845. Y que está completamente acabado después del fracaso de la revolución española, es decir precisamente desde el día siguiente a las jornadas de mayo de 1937 en Barcelona.

En estos límites temporales hay que reencontrar toda la verdad y volver a examinar todas las oposiciones entre los revolucionarios, las posibilidades descuidadas, sin dejarse ya impresionar por el hecho de que unos tuviesen razón frente a los otros o dominasen el movimiento, puesto que sabemos que no ganaron más que dentro de los límites de un fracaso global. El primer pensamiento por redescubrir es evidentemente el de Marx, lo que aún es fácil a la vista de la documentación existente y de la enormidad de las mentiras a propósito de él. Pero hay también que reconsiderar las posiciones anarquistas en la Primera Internacional, el blanquismo, el luxemburguismo, el movimiento de los Consejos en Alemania y en España, Kronstadt o los makhnovistas, etc., sin olvidar la influencia práctica de los socialistas utópicos. Todo esto, por supuesto, no debe hacerse con vistas a un eclecticismo universitario o erudito, sino únicamente con el fin de servir para la formación de un nuevo movimiento revolucionario, del que percibimos en los últimos años tantos signos precursores y del que nosotros mismos somos un signo precursor. Este nuevo movimiento revolucionario será profundamente diferente. Debemos comprender estos signos mediante el estudio del movimiento revolucionario clásico, y recíprocamente. Hay que redescubrir la historia del propio movimiento de la historia, que se halla tan oculta y desviada. Sólo en esta empresa por otra parte -y en algunos grupos de investigación artística vinculados generalmente a ella- han aparecido conductas seductoras; algo que permite interesarse objetivamente por la sociedad moderna y por las posibilidades que encierra.

No hay otra fidelidad ni otra comprensión para la acción de nuestros camaradas del pasado que una reinvención, al nivel más elevado, del problema de la revolución, que por otra parte ha sido arrancado de la esfera de las ideas para plantearse con mayor firmeza en los hechos. ¿Pero por qué parece tan difícil esta reinvención? No lo es tanto si se hace a partir de una experiencia de vida cotidiana libre (es decir, a partir de la búsqueda de la libertad en la vida cotidiana). Nos parece que la juventud experimenta hoy bastante concretamente esta cuestión. Y el hecho de experimentarla con suficiente exigencia permite también reclamar, salvar, reencontrar la historia perdida. Ni resulta tampoco difícil para el pensamiento cuyo papel es cuestionar todo lo existente. Basta con no haber abandonado la filosofía -como la casi totalidad de los filósofos-, ni el arte -como la casi totalidad de los artistas-, ni la contestación de la realidad presente -como la casi totalidad de los militantes-, pues estos problemas se encadenan hasta su propia superación. Solamente los especialistas, cuyo poder depende del de una sociedad de la especialización, han abandonado la verdad crítica de sus disciplinas para mantener el usufructo positivo de su función. Pero todas las investigaciones reales confluyen en una totalidad, y así también las personas reales van a reunirse para intentar una vez más salir de su prehistoria

Algunos dudan de un nuevo arranque de la revolución, repitiendo que el proletariado se reabsorbe o que los trabajadores están actualmente satisfechos, etc. Esto quiere decir una de estas dos cosas: o bien que se declaran ellos mismos satisfechos, y entonces los combatiremos sin matices; o bien que se colocan en una categoría separada de trabajadores (por ejemplo los artistas), y combatiremos esta ilusión demostrándoles que el nuevo proletariado tiende a englobar a casi todo el mundo.

De la misma forma, los temores o las esperanzas apocalípticas a propósito del movimiento de revuelta de los países colonizados o semicolonizados olvidan este hecho central: el proyecto revolucionario debe realizarse en los países industrialmente avanzados. Mientras no sea así todos los movimientos de la zona subdesarrollada parecen condenados a seguir el modelo de la revolución china, cuyo nacimiento acompañó a la liquidación del movimiento obrero clásico. Toda supervivencia posterior ha estado dominada por la mutación que sufrió. La existencia del movimiento de los colonizados, aunque esté polarizado por la China burocrática, crea todavía un desequilibrio en el enfrentamiento exterior de los dos bloques equilibrados y hace que toda repartición del mundo entre sus dirigentes y poseedores sea inestable. Pero el desequilibrio interno que aún reside en las fábricas de Manchester y de Berlín-Este excluye totalmente toda garantía en las apuestas del póquer planetario.

Las minorías rebeldes que han sobrevivido oscuramente al aplastamiento del movimiento obrero clásico (a la astucia de la historia que invirtió su fuerza en policía del estado) han salvado la verdad de este movimiento, pero como verdad abstracta del pasado. Una resistencia honorable ha sabido mantener hasta hoy a la fuerza una tradición calumniada sin reinvestirse como una nueva fuerza. La formación de nuevas organizaciones depende de una crítica más profunda expresada en actos. Se trata de romper completamente con la ideología, sobre la que los grupos revolucionarios creen poseer títulos positivos que garantizan su función (es decir, hay que retomar la crítica marxiana de papel de las ideologías). Por tanto hay que abandonar el terreno de la actividad revolucionaria especializada -de la automistificación de la gravedad política- porque está demostrado que la posesión de esta especialización hace que los mejores se muestren estúpidos ante todos los demás problemas; de forma que pierden toda posibilidad de triunfar en la propia lucha política, inseparable del resto del problema global de nuestra sociedad. La especialización y la seudo-seriedad se encuentran precisamente entre las principales defensas que la organización del viejo mundo instruye sobre el espíritu de cada cual. La asociación revolucionaria de nuevo tipo romperá también con el viejo mundo permitiendo y exigiendo a sus miembros una participación auténtica y creativa, en lugar de esperar de los militantes una participación mensurable en tiempo de presencia, lo que equivaldría a retomar el único control posible en la sociedad dominante: el criterio cuantitativo de las horas de trabajo. La necesidad de esta participación apasionada de todos se debe a que el militante de la política clásica, el responsable que "se sacrifica", desaparece en todas partes con la propia política clásica, y más aún a que dedicación y sacrificio se hacen pagar siempre en autoridad (aunque sea puramente moral). El aburrimiento es contrarrevolucionario. En todas sus formas.

Los grupos que admiten el fracaso, no circunstancial sino fundamental, de la antigua política, tendrán que admitir que no tienen derecho a existir como vanguardia permanente más que si dan ellos mismos ejemplo de un nuevo estilo de vida -de una nueva pasión. Sabemos que el criterio del estilo de vida no tiene nada de utópico: se observa por todas partes en los momentos de aparición y ascensión del movimiento obrero clásico. Pensamos que, en el período que se acerca, esta cuestión no se llevará sólo tan lejos como en el siglo XIX, sino mucho más. A falta de ello, los militantes de estos grupos no constituirán más que tiernas sociedades de propaganda de una idea muy justa e importante, pero casi sin audiencia. Tanto en la vida interna de una organización como en su acción exterior, la transmisión unilateral espectacular de la enseñanza revolucionaria pierde todas sus posibilidades en la sociedad del espectáculo que, a la vez, organiza masivamente el espectáculo de cualquier cosa e introduce en todo espectáculo un elemento de aversión. Por consiguiente, esta propaganda especializada tiene más bien pocas posibilidades de desembocar en una acción en el momento oportuno que ayude a las luchas reales cuando las masas estén molestas.

Hay que recordar lo que ha sido en el siglo XIX la guerra social de los pobres para revivirla. El término está por todas partes, en las canciones y en las declaraciones de quienes han actuado en favor de los objetivos del movimiento obrero clásico. Uno de los trabajos más urgentes de la I. S. y de los camaradas que en la actualidad marchan por caminos convergentes es definir la nueva pobreza. Con respecto a este nuevo pauperismo los sociólogos americanos de los últimos años son, con seguridad, lo que fueron con respecto a la acción obrera del siglo pasado los filántropos utopistas. El mal se muestra, pero de una manera idealista y fáctica, porque al residir en la praxis la única comprensión, no se puede comprender verdaderamente la naturaleza del enemigo más que combatiéndolo (sobre este terreno se sitúan, por ejemplo, los proyectos de G. Keller y R. Vaneigem de hacer pasar la agresividad de los blousons noirs al plano de las ideas).

No puede definirse la nueva pobreza sin la nueva riqueza. Hay que oponer a la imagen difundida por la sociedad dominante -según la cual habría evolucionado (a partir de sí misma y bajo las admisibles presiones del reformismo) desde una economía de beneficios a una economía de necesidades- una economía del deseo que se traduciría así: la sociedad técnica con la imaginación de lo que puede hacerse. La economía de las necesidades está falsificada en términos de hábitos. El hábito es el proceso natural por el cual el deseo (cumplido, realizado) se degrada en necesidad, lo que significa también: se confirma, se objetiva y se hace reconocer universalmente como necesidad. Pero la economía actual está directamente empeñada en la producción de hábitos, y manipula a las personas sin deseos, expulsándolas de su deseo.

La complicidad con la falsa contestación del mundo no se distingue de la complicidad con su falsa riqueza (es decir, de la fuga ante la definición de la nueva pobreza). El caso del sartreano Gorz, en el número 188 de Temps Modernes, resulta sorprendente: confiesa que le mortifica haber llegado (por un trabajo periodístico en efecto poco brillante) a pagarse los bienes de esta sociedad: los taxis y los viajes, dice con respeto, en un tiempo en que los taxis circulan despacito detrás de las masas de coches que se hacen obligatorios para todos, y en que los viajes nos llevan por toda la Tierra al mismo espectáculo aburrido de la eterna alienación policopiada. Al mismo tiempo se excita con "la juventud" -como Sartre un día con "la libertad de crítica total en la U.R.S.S."- de las únicas "generaciones revolucionarias" de Yugoslavia, Argelia, Cuba, China e Israel. Los demás países son viejos, dice Gorz para excusar su propia debilidad. Gorz se desentiende así de tomar las opciones revolucionarias que se imponen en el interior de las "juventudes" de tales países tanto como en la del nuestro, donde no todo el mundo es tan viejo ni tan visible, ni toda revuelta es tan Gorz.

En este momento el fougeyrollismo, que es, como sabemos, la última doctrina que ha suplantado al marxismo englobándolo, se inquieta porque las grandes etapas del desarrollo histórico están marcadas por cambios en el modo de producción, mientras que la sociedad comunista anunciada por Marx parece no ser, caso de existir, más que una continuación de la sociedad de la producción industrial. Fougeyrollas tiene que volver al colegio. La próxima forma de sociedad no se conformará sobre la producción industrial. Será la sociedad del arte realizado. Este "tipo de producción absolutamente nuevo que está gestándose en nuestra sociedad" (Marxisme en question, página 84) es la construcción de situaciones, la libre construcción de los acontecimientos de la vida.



 

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