Las palabras cautivas

Prefacio para un diccionario situacionista

Mustapha Khayati


Publicado en Internationale Situationiste # 10 (1965). Traducción extraída de Internacional Situacionista vol. II: La supresión de la política, Madrid, Literatura Gris, 2000.



Las banalidades, por lo que esconden, trabajan para la organización dominante de la vida. Una de ellas es decir que el lenguaje no es dialéctico para prohibir el uso de toda dialéctica. Ahora bien, nada está tan manifiestamente sometido a la dialéctica como el lenguaje, en tanto que realidad viviente. Toda la crítica del viejo mundo se ha hecho con el lenguaje de ese mundo y sin embargo contra él, y por lo tanto en un lenguaje otro. Toda teoría revolucionaria ha tenido que inventar sus propias palabras, destruir el sentido dominante de otras y aportar nuevas situaciones al "mundo de las significaciones" que correspondan a la nueva realidad en gestación y que hay que liberar del revoltijo dominante. Las mismas razones que impiden a nuestros adversarios (los amos del Diccionario) fijar el lenguaje, nos permiten hoy afirmar otras posiciones negadoras del sentido existente. Sabemos sin embargo de antemano que esas razones no nos permiten aspirar en absoluto a una certidumbre definitivamente legislada. Una definición está siempre abierta, nunca es definitiva. Las nuestras valen históricamente, para un período determinado ligado a una praxis histórica precisa.

Es imposible desembarazarse de un mundo sin desembarazarse del lenguaje que lo oculta y lo afianza, sin poner al desnudo su verdad. Como el poder es la mentira permanente y la "verdad social", el lenguaje es su soporte permanente y el Diccionario su referencia universal. Toda praxis revolucionaria ha comprobado la necesidad de un nuevo campo semántico y de afirmar una nueva verdad. Desde los Enciclopedistas hasta la "crítica del lenguaje de palo" estaliniano (de los intelectuales polacos en 1956), esta exigencia no deja de afirmarse. El lenguaje es la morada del poder, el refugio de su violencia policial. Todo diálogo con el poder es violencia, sufrida o provocada. Cuando el poder economiza el uso de sus armas, es al lenguaje a quien confía la responsabilidad de mantener el orden opresor. Más aún, la conjugación de ambos es la expresión más natural de todo poder.

De las palabras a las ideas no hay más que un paso franqueado siempre por el poder y sus pensadores. Todas las teorías del lenguaje, desde el misticismo débil del ser hasta la suprema racionalidad (opresiva) de la máquina cibernética, pertenecen a un sólo y mismo mundo, el del discurso del poder, considerado como único mundo de referencia posible, como mediación universal. Como el Dios cristiano es la mediación necesaria entre dos conciencias y entre la conciencia y sí misma, el discurso del poder se instala en el corazón de la comunicación y se convierte en la mediación necesaria de sí y para sí. Así consigue echar mano de la contestación, situándola de antemano en su propio terreno, controlándola, anegándola desde el interior. La crítica del lenguaje dominante, su desvío, va a convertirse en la práctica permanente de la teoría revolucionaria.

Ya que todo sentido nuevo es llamado contrasentido por las autoridades, los situacionistas van a instaurar la legitimidad del contrasentido y a denunciar la impostura del sentido establecido y dado por el poder. Ya que el diccionario es el guardián del sentido existente, nos proponemos destruirlo sistemáticamente. La sustitución del diccionario, del amo del hablar (y del pensar) del lenguaje heredado y domesticado, encontrará su expresión adecuada en la disolución revolucionaria del lenguaje, en el desvío ampliamente practicado por Marx, sistematizado por Lautréamont y que la I.S. pone a disposición de todo el mundo.

El desvío [détournement], que Lautréamont llamaba plagio, confirma la tesis, afirmada desde hace mucho tiempo por el arte moderno, de la insumisión de las palabras, de la imposibilidad de que el poder recupere totalmente los sentidos creados, de que fije de una vez por todas el sentido existente, en definitiva la imposibilidad objetiva de una "neolengua". La nueva teoría revolucionaria no puede avanzar sin una redefinición de los principales conceptos que la sostienen. "Las ideas mejoran", dice Lautréamont, "el sentido de las palabras participa de ello. El plagio es necesario: el progreso lo implica. Sigue de cerca la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, elimina una idea falsa, la sustituye por otra adecuada". Para salvar el pensamiento de Marx hay siempre que precisarlo, que corregirlo, que reformularlo a la luz de cien años de fortalecimiento de la alienación y de las posibilidades de su negación. Marx tiene que ser desviado por quienes siguen esta línea histórica, y no citado de forma imbécil por mil variedades de recuperadores. Por otra parte, el propio pensamiento del poder se convierte en nuestras manos en un arma contra el mismo. Desde su advenimiento, la burguesía triunfante ha soñado con una lengua universal que los cibernéticos intentan hoy realizar electrónicamente. Descartes soñaba con una lengua (ancestro de la neolengua) en la que los pensamientos se dedujesen, como los números, con un rigor matemático: la "mathesis universalis" o la perennidad de las categorías burguesas. Los Enciclopedistas que soñaban (bajo el poder feudal) con "definiciones tan rigurosas que la tiranía no podría acomodarse a ellas" preparaban la eternidad del poder futuro como ultima ratio del mundo, de la historia.

La insumisión de las palabras, de Rimbaud a los surrealistas, reveló en la fase experimental que la crítica teórica del mundo del poder es inseparable de una práctica que lo destruya. La recuperación por el poder de todo el arte moderno y su transformación en las categorías opresivas de su espectáculo reinante constituye su triste confirmación. "Lo que no elimina al poder, es eliminado por él". Los dadaístas fueron los primeros en denotar a las palabras su desconfianza, inseparable de la voluntad de "cambiar la vida". Como Sade, afirmaron el derecho a decirlo todo, a liberar las palabras y "reemplazar la alquimia del verbo por una verdadera química" (Breton). Sin embargo se denuncia conscientemente la inocencia de las palabras, y se afirma el lenguaje como "la peor de las convenciones" que hay que destruir, desmitificar y liberar. Los contemporáneos de Dadá no dejaron de subrayar su voluntad de destruirlo todo ("empresa de demolición", se inquietaba Gide), el peligro que representaba para el sentido dominante. Con Dadá, llegó a ser absurdo creer que una palabra está encadenada para siempre a una idea: Dadá realizó todas las posibilidades del decir, y cerró para siempre las puertas del arte como especialidad. Planteó definitivamente el problema de la realización del arte. El surrealismo sólo tiene valor como prolongación de esta exigencia, y en sus realizaciones literarias es una reacción. Pero la realización del arte, la poesía (en el sentido situacionista) significa que no es posible realizarse en una "obra" sino realizarse sin más. El "decirlo todo" inaugurado por Sade implicaba ya la abolición del ámbito de la literatura separada (donde sólo lo que es literario puede ser dicho). Sólo que esta abolición, conscientemente afirmada por los dadaístas después de Rimbaud y Lautréamont, no era una superación. No hay superación sin realización, y no se puede superar el arte sin realizarlo. En la práctica, ni siquiera hubo abolición, porque después de Joyce, Duchamp y Dadá, continúa pululando una nueva literatura espectacular. El decirlo todo no puede existir sin la libertad de hacerlo todo. Dadá tenía una posibilidad de realización en Spartakus, en la práctica revolucionaria del proletariado alemán. El fracaso de éste hacía el suyo inevitable. En las escuelas artísticas posteriores (sin excluir a la casi totalidad de sus protagonistas) se ha convertido en expresión literaria de la nada de la libertad cotidiana. La última expresión de este arte de "decirlo todo" privado del hacer es la página en blanco... La poesía moderna (experimental, permutacional, espacialista, surrealista o neodadaísta) es lo contrario de la poesía, el proyecto artístico recuperado por el poder. Abole la poesía sin realizarla; vive de su autodestrucción permanente. "¿Para qué salvar la lengua -reconoce miserablemente Max Bense- cuando ya no hay nada que decir?", (¡confesión de especialista! Psitacismo o mutismo es la única alternativa de los especialistas de la permutación. El pensamiento y el arte modernos establecidos por el poder, y que lo establecen a su vez, se mueven por tanto en lo que Hegel llamaba "el lenguaje de la adulación". Todos contribuyen al elogio del poder y de sus productos, perfeccionan la reificación y la banalizan. Afirmando que "la realidad consiste en lenguaje" o que el lenguaje "sólo puede ser considerado en sí mismo y por sí mismo", los especialistas del lenguaje se pronuncian por el "lenguaje-objeto", por las "palabras-cosas", y se deleitan con el elogio de su propia reificación. El modelo de la cosa se hace dominante, y la mercancía encuentra una vez más su realización y sus poetas. La teoría del Estado, de la economía, del derecho, de la filosofía, del arte, todo tiene ahora ese carácter de precaución apologética.

Allí donde el poder separado reemplaza a la acción autónoma de las masas, allí por tanto donde la burocracia se apodera de la dirección de todos los aspectos de la vida social, ataca al lenguaje y reduce su poesía a la prosa vulgar de la información. Se apropia privativamente el lenguaje, como de todo lo demás, y lo impone a las masas. El lenguaje entonces comunica sus mensajes y contiene sus pensamientos; es el soporte material de su ideología. La burocracia ignora que el lenguaje sea ante todo un medio de comunicación entre los hombres. Como toda comunicación pasa por ella, los hombres no tienen ya ni siquiera necesidad de hablarse: deben ante todo asumir su papel de receptores en la red de comunicación informacionista a la que es reducida toda la sociedad, receptores de órdenes.

El modo de existencia de ese lenguaje es la burocracia y su devenir es la burocratización. El orden bolchevique surgido del fracaso de la revolución soviética ha impuesto una serie de expresiones más o menos mágicas, impersonales, a imagen de la burocracia en el poder. "Politburó", "Komintern", "Cavarmée", "Agitprop" son otros tantos nombres misteriosos de organizaciones especializadas, realmente misteriosas, que se mueven en la esfera nebulosa del Estado (o de la dirección del partido) sin relación con las masas, si no es para instituir y reforzar la dominación. El lenguaje colonizado por la burocracia se reduce a una serie de fórmulas sin matices ni inflexiones en el que los mismos nombres van siempre acompañados por los mismos adjetivos y participios; el nombre los gobierna y, cada vez que aparece, van automáticamente a continuación en el lugar oportuno. Este "marcar el paso" de las palabras expresa una militarización más profunda de toda la sociedad, su división en dos categorías principales: la casta de los dirigentes y la gran masa de los ejecutantes. Pero esas mismas palabras están llamadas a jugar otros papeles. Están penetradas del poder mágico de mantener la realidad opresiva y de encubrirla, y de presentarla como verdad, la única verdad posible. Así, ya no se es "trotskista", sino "hitlero-trotskista", ya no hay marxismo, sino "marxismo-leninismo", y la oposición es automáticamente "reaccionaria" en el "régimen soviético". La rigidez con la que se sacralizan las fórmulas rituales tiene por objetivo preservar la pureza de esta "substancia" ante hechos que aparentemente la contradicen. El lenguaje de los amos es entonces todo, y la realidad nada, o en todo caso el caparazón de ese lenguaje. La gente debe, en sus actos, en sus pensamientos y en sus sentimientos, hacer como si su Estado fuera esa razón, esa justicia y esa libertad proclamadas por la idelogía. El ritual (y la policía) están ahí para hacer observar ese comportamiento (cf. Marcuse, El marxismo soviético).

La decadencia del pensamiento radical acrecienta considerablemente el poder de las palabras, las palabras del poder. "El poder no crea nada, recupera" (cf. I.S.,8). Las palabras forjadas por la crítica revolucionaria son como las armas de los partisanos abandonadas en el campo de batalla: pasan a la contra-revolución; y como los prisioneros de guerra, son sometidas a trabajos forzados. Nuestros enemigos inmediatos son los portadores de esa falsa crítica, sus funcionarios oficiales. El divorcio entre la teoría y la práctica proporciona la base central de la recuperación, de la petrificación de la teoría revolucionaria en ideología que transforma las exigencias prácticas reales (cuyos indicios de realización existen ya en la sociedad actual) en sistemas de ideas, en exigencias de la razón. Las ideologías de todo tipo, perros guardianes del espectáculo dominante, son las ejecutoras de esta tarea. Los conceptos más corrosivos son entonces vaciados de su contenido, reenviados a la circulación al servicio de la alienación conservada: dadaísmo a contrapelo. Se convierten en slogans publicitarios (cf. el reciente prospecto del "Club Mediterráneo"). Los conceptos de esta crítica radical corren la misma suerte que el proletariado: se les priva de su historia, se les arrancan sus raíces: son buenos para las máquinas pensantes del poder.

Nuestro proyecto de liberación de las palabras es históricamente comparable a la empresa enciclopedista. Al lenguaje que al "desgarramiento" de la Aufklärung (por seguir la imagen hegeliana) le faltaba la dimensión histórica consciente; aunque parezca imposible, era la crítica del viejo mundo feudal decrépito lo que iba a salir de ella: ninguno de los enciclopedistas era republicano. Su proyecto expresaba más que nada el propio desgarro de los pensadores burgueses; el nuestro apunta sobre todo a la práctica que desgarra el mundo, empezando por desgarrar los velos que lo ocultan. Mientras que los enciclopedistas buscaban la enumeración cuantitativa, la descripción entusiasta de un mundo de objetos en el que se despliega la victoria ya presente de la burguesía y de la mercancía, nuestro diccionario traduce lo cualitativo y la victoria posible aún ausente, lo reprimido de la historia moderna (el Proletariado) y el retorno de lo reprimido. Proponemos la liberación real del lenguaje, puesto que nos proponemos situarlo en la práctica libre de toda traba. Rechazamos toda autoridad, lingüística o de otro tipo; sólo la vida real autoriza un sentido, y sólo la praxis lo verifica. La disputa sobre la realidad o la no-realidad del sentido de una palabra aislada de la práctica es una cuestión puramente escolástica. Ubicamos nuestro diccionario en esta región libertaria que escapa aún al poder, pero que es su única heredera universal posible.

El lenguaje sigue siendo aún la mediación necesaria de la toma de conciencia del mundo de la alienación (Hegel diría: la alienación necesaria), el instrumento de la teoría radical que terminará por apoderarse de las masas porque es suyo y sólo entonces encontrará su verdad. Es primordial entonces que forjemos nuestro propio lenguaje, el de la vida real, contra el lenguaje ideológico del poder, lugar de justificación de todas las categorías del viejo mundo. Debemos desde ahora impedir la falsificación de nuestras teorías, su posible recuperación. Utilizamos conceptos determinados utilizados por los especialistas, pero dándoles un contenido nuevo, volviéndolos contra las especializaciones que sustentan y contra los futuros pensadores a sueldo que (como hicieron Claudel con Rimbaud y Klossowski con Sade) sintieran la tentación de proyectar su propia podredumbre sobre la teoría situacionista. Las futuras revoluciones tendrán que inventar su propio lenguaje. Para reencontrar su verdad, los conceptos de la crítica radical serán reconsiderados uno a uno. La palabra alienación, por ejemplo, uno de los conceptos-clave para la comprensión de la sociedad moderna, debe ser desinfectada después de haber pasado por la boca de Axelos. Todas las palabras, servidoras como son del poder, guardan con éste la misma relación que el proletariado, y como él son instrumentos y agentes de la futura liberación. ¡Pobre Revel! No hay palabras prohibidas. En el lenguaje, como sucederá en todo lo demás, todo está permitido. Prohibirse el empleo de una palabra es renunciar al empleo de un arma utilizada por nuestros adversarios.

Nuestro diccionario será una especie de código con el que descifrar las informaciones y desgarrar el velo ideológico que cubre la realidad. Daremos las acepciones posibles que permitan aprehender los diferentes aspectos de la sociedad del espectáculo y muestren cómo los más pequeños indicios (los más pequeños signos) contribuyen a mantenerla. Se trata en cierta forma de un diccionario bilingüe, porque cada palabra posee un sentido "ideológico" que corresponde al poder y un sentido real que creemos que corresponde a la vida real en la fase histórica actual. También podemos determinar las distintas posiciones de las palabras en la guerra social. Si el problema de la ideología es saber cómo descender del cielo de las ideas al mundo real, nuestro diccionario será una contribución a la elaboración de la nueva teoría revolucionaria, donde el problema es saber cómo pasar del lenguaje a la vida. La apropiación real de las palabras que trabajan no puede realizarse al margen de la apropiación del trabajo mismo. El establecimiento de la actividad creadora liberada será, al mismo tiempo, el establecimiento de la verdadera comunicación finalmente liberada, y la transparencia de las relaciones humanas reemplazará a la pobreza de las palabras con el antiguo régimen de la opacidad. Las palabras no dejarán de trabajar hasta que los hombres no hayan dejado de hacerlo.

Mustapha KHAYATI

 

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