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EL (MAL) GENIO DEL CRISTIANISMO

El cristianismo en general y el catolicismo en particular nos importan un rábano. El cristianismo de derechas y el de izquierdas, el inquisitorial y el de liberación, el que hace de policía malo y el que se disfraza de policía bueno, nos traen al pairo. No tenemos ningún amigo creyente porque entre los creyentes y nosotros existe un abismo infranqueable: el que separa la Razón de su mortal enemiga, la Sinrazón Genocida. No admitimos medias tintas: el creyente, antes o después, traicionará al racional. Así ha ocurrido a lo largo de los siglos y así seguirá ocurriendo. Y porque les hemos perdonado demasiadas veces, creemos llegado el momento de no repetir los errores a los que nos ha llevado nuestra intrínseca humildad y que tan caro hemos pagado. Cuando el creyente toma el Poder, no conoce otra forma de ejercerlo que mordiendo, sajando, amputando y (literalmente) quemando la mano racionalista que le ha dado de comer hasta entonces. Basta ya. De ahora en adelante, nula esperanza en los ingratos y, sobre todo, tolerancia cero con los genocidas, con los chantajistas de ultratumba, con los terroristas del consciente y del subconsciente –en suma, con los cristianos-.

Añadimos e insistimos: si el cristianismo en particular y las religiones en general nos importan un rábano, ¿porqué estas líneas?. Muy sencillo: porque no nos queda otro remedio. Porque el cristianismo tiene muy mal genio (*) . Porque hemos de protegernos y hemos de defendernos porque la religión y su pariente pobre la religiosidad se nos meten hasta la cocina. Porque atentan contra nuestra intimidad, nos cachean hasta detrás de los párpados y nos miden la estrella de mar. Intolerable. Hartos de tanto acoso eclesiástico -vulgo mosconeo confesional-, actuamos en defensa propia.

No respetamos a los cristianos porque son sicarios que nos odian en privado y nos irrespetan en público. No dialogamos con el cristianismo porque su vacua jerga ni por asomo se aproxima a nuestro añoso vocabulario. Además, no consideramos a esa secta digna de nuestro nivel teórico. Ni, en especial, de nuestro bagaje histórico, herederos como son ellos de la clerigalla asesina y herederos como somos nosotros de los pocos o muchos sabios que en el mundo han sido –todos ellos perseguidos por los irracionales-. Sabiéndonos “enanos a hombros de gigantes”, ¿cómo vamos a dialogar con esas cucarachas que tratan de infectar las uñas de los pies de nuestros antepasados?.

Puesto que el cristianismo no merece ningún esfuerzo teórico, la presente requisitoria ha de entenderse como un pequeño movimiento táctico dentro de una escaramuza. Una más entre las innumerables y cotidianas batallas a las que, con su belicismo innato, nos obligan los cristianos. Por lo tanto, estamos hablando de mero y simple ejercicio táctico. Aquí no hay estrategia ni mucho menos especulación teorética ni reflexión metafísica alguna. Aquí sólo hay cálculo y oportunismo. Simplemente, calculamos que se nos presenta una buena oportunidad: la de denunciar algunos de los más burdos embustes del cristianismo.

Los embustes mayúsculos que vamos a subrayar, los hemos seleccionado siguiendo el único y estricto criterio de la economía de esfuerzos: colegimos que las (pocas) energías que vamos a gastar en esta tarea, van a ser muy productivas. Ley del mínimo esfuerzo para el máximo beneficio. La guerra contra el cristianismo no puede llevarse de otra manera puesto que es una lastimosa pérdida de tiempo –peor aún: es rendirse- entrar en discusiones racionales con estos psicópatas irracionales que sólo esperan nuestro descuido para recurrir a su único argumento real –la fuerza bruta- y que, mientras tanto caemos en sus trampas saduceas, pretenden embaucarnos con palabras vacías como patrística , palabras-cadalso como dogma , cursiladas como caridad o -dolor supremo para el sentido común-, contradicciones in terminis como teo-logía.

No hay tal logos sobre los teos-dioses porque no puede haber logos de los dioses. Más aún, convengamos amigablemente en que no existen ni la teología ni –dicho sea de paso- su prima hermana la “teoría del Estado”. Son inventos de los frailes y de los cortesanos. Ambas ‘teorías' se parecen en que quieren ser constructos ideales pero resulta obvio que son las máximas -y más degradadas- expresiones de la sinrazón utilitaria. Ambas se parecen en que sirven a señores indignos. Ambas se parecen en que van detrás de los hechos: los teólogos, corriendo detrás del último ídolo/dogma y los estatólogos , corriendo detrás de las últimas conspiraciones políticas. Pero resulta que tanto los dioses como los Estados carecen de plan y/o modelo alguno; ambos son groseras adiciones de cánceres heteróclitos que, por el puro azar de cada instante, se yuxtaponen y metastatizan para dominar al Misterio y al Pueblo respectivamente. Por tanto, la teología clerical y la teología civil (o estatal), tan parecidas que resultan iguales, son el posteriorismo puro pues sólo se manifiestan a posteriori de los hechos criminales perpetrados por sus dueños. La (supuesta) teoría siempre viene después; ergo es justificación pura y dura de sus respectivos amos. ¿Hasta cuándo seguiremos llamándolas teorías ?.

Alumbrados por nuestra intención batalladora, hemos detectado que buena parte de la propaganda vaticana descansa sobre uno de sus dogmas preferidos: la identidad perpetua del cristianismo –“somos los mismos desde hace dos mil años”-. Pues bien, después de sesudísimas investigaciones y meditaciones, hemos concluido que aquí y ahora (no decimos ayer ni mañana, ni si en Asia o en Australia), destrozar esta ridícula pretensión puede ser muy eficaz. El lector pueblo decidirá si acertamos o nos equivocamos de diana. Ahora bien: si decide que la diana es adecuada, entonces todos nos debemos aplicar al estudio de las varias facetas en las que encontramos tallada la vidriosa careta del cristianismo y que aquí sólo enumeramos como borrador del plan de defensa/ataque. Allá van las patrañas más colosales del universo mundo:

PARTE I: ¿PIEDRA RODANDO SOBRE SÍ MISMA?

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Eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia

Entre las innumerables falacias que propala el cristianismo sobre sí mismo –no digamos sobre sus competidores-, hay una que destaca por su inverosimilitud: la pretendida inmutabilidad de su dogma y de sus instituciones. Si, en un arrebato de suicidio intelectual, escuchamos a los psicópatas empingorotados y –física o volitivamente- castrados ancianos del Estado Vaticano, oiremos que “el mensaje de Cristo” es siempre idéntico a sí mismo, eterno, constante, inalterable e inconmovible por “los siglos de los siglos”. Al parecer, no podría ser de otra manera puesto que proviene directamente de un dios no menos inalterable.

Según la lógica banal (con perdón por el término) que preconiza esa misma zahúrda vaticana, de lo inmutable a lo bueno no hay más que un paso y de lo inmutable a lo perfecto, menos todavía. ¿Dónde, entonces, nos dejamos el Mal y lo Defectuoso? Pues se lo dejamos a los pobres.

PERO...

Pero resulta que el cristianismo de hoy nunca ha sido igual al de ayer. Ni siquiera el cristianismo de hoy-por-la-tarde es igual al cristianismo de hoy-por-la-mañana. El cristianismo –sobre todo el católico-, cambia de antifaz a cada instante y hasta gira en redondo si los vientos del Poder así lo aconsejan. Para disimular su consuetudinaria maleabilidad y su idiosincrasia mercurial –tan propias del pulso tembloroso de los lunáticos que lo mangonean-, los caudillos cristianos gustan de maquillajes institucionales como el representado contemporáneamente por el Concilio Vaticano II y de maquillajes doctrinales como el pregonado por la llamada “teología de la liberación”. Ambos están maquinados para aparentar que son sólo adaptaciones superficiales a la moda de los tiempos otorgando implícitamente a La Iglesia un poso pétreo de solidez, monolitismo, permanencia e identidad fuerte. Pero no hay tal; en La Iglesia Vaticana la moda es el medio, el mensaje, la gabela y el morrión. En Ella, la moda lo es todo.

Y como suele suceder en el planeta de la moda, todo es mentira en esta secta. Falsedad total, de los pies a la cabeza, mentira pan-imperial (tan grande como todos los imperios juntos), embuste absoluto sin mezcla de verdad alguna ni resquicio para el género neutro. ¿No se jactan de poseer el monopolio de la totalidad? Pues, al menos, ya han conseguido que su mentira sea total.

No obstante, en nuestra infinita compasión, trataremos de clasificar y de enumerar aquello que los meapilas pretenden encubrir: las muchas jetas de su falso diamante. Nos limitaremos a apuntar –en borrador- una poca media docena: su apócrifo monoteísmo, su fabulado occidentalismo, su inverosímil pacifismo, su contradictoria oralidad libresca, su farsante humanitarismo y su coyuntural vaticanismo/romanismo. Va la primera:

¿CRISTIANISMO MONOTEÍSTA?

El cristianismo NO es monoteísta. Nunca lo ha sido. ¿Cómo podría serlo teniendo trinidades, demonios, vírgenes, santos y mártires, docenas de clases de ángeles, beatos por millones y venerables a granel?. Tienen razón los musulmanes cuando piensan que La Secta del Instrumento de Tortura desvirtuó el mensaje monoteísta del Gran Patriarca Ibrahim (vulgo, Abraham) cuando cedió a la inflación teísta y, en consecuencia, cayó en el más proteico de los politeísmos. Tres o cuatro siglos después de la coagulación oficial e imperial de La Secta de la Cruz, tuvieron que llegar los moros para que el monoteísmo ibrahímico volviera a respetarse. Pero el cristianismo nunca se arrepintió de sus frivolidades politeístas sino que, fiel a su connatural veleidoso, siguió aparentando ser pluma y pelo, mono/bi/politeísta para, a la postre, recaer en su delirio politeísta. Y lo cierto es que no se conformó con unos pocos dioses o con sólo dos (maniqueísmo). No, fue mucho más allá. Veamos hasta dónde llegó:

Maniqueísmo

Una precisión terminológica: por maniqueísmo no nos referimos a la religión predicada por el santón persa Mani (c.216-c.276), delirio que nació chapoteando entre mandeos, zoroastristas, gnósticos y esa macedonia de buscones, trepas, neurasténicos y logreros que ahora llaman “primitivos cristianos” y que se reprodujo en el aliento de algunos albigenses y de bastantes bogomilos y paulicianos llegando hasta la actualidad revestida de teosofía teutona. Esta religión mani , tan merecedora de mofa como cualquier otra, sostenía que la luz y la oscuridad peleaban entre ellas como el bien pelea contra el mal. Como metáfora fotónica, no parece demasiado imaginativa y como dicotomía moral resulta demasiado simple pero lo que colma nuestra paciencia es la trapacera coyunda entre lúmenes y albedríos. ¿Cómo es posible que, dieciocho siglos después, todavía se siga usando y abusando de estas mismas metáforas y dialécticas baratas?. La respuesta, el siglo que viene.

Y por maniqueísmo tampoco entendemos aquí el monarquianismo , uno de los últimos pseudo-monoteísmos que intentó debilitar el rampante politeísmo de los primeros cristianos. Estos despistados se dividían en adopcionistas , o monarquianos dinámicos, y patripasianos , o monarquianos modalísticos. Y el rococó patrístico no termina aquí sino que se prolonga con los sabelianos divididos a su vez en, ¡oh, no!, ¡basta, suficiente, safi!. Perdón, sólo queríamos mostrar que el cristianismo fue rico en prejuicios hasta que los matices fueron tildados de herejías y los matizadores, colgados de sus propios tornasoles.

Pues no, por maniqueísmo entendemos aquí esa burda, absoluta, grosera y tajante dicotomía entre el bien y el mal a la que el cristianismo ha reducido las anteriores dizque paganías, florituras y herejías. Y si penoso fue ese empobrecimiento, peor aún resultó que el neo-maniqueísmo sólo estuviera planeado para disimular el politeísmo de siempre. Porque, bueno es saberlo, La Secta de los Clavos no se conformó ni se conforma con ser bi-teísta -vulgo, maniquea-. Ello aunque, a veces, parezca que se autolimita a ese dualismo tan acorde con la dominante lógica binaria y con el mínimo análisis posible –dividir por dos-. Pero no nos dejemos engañar: la Secta de las Pústulas y de las Llagas, aspira a más de dos dioses porque su norte y su propaganda es no alejarse demasiado de donde está el “embeleco más natural”. Dicho en otras palabras: el más florido de los multi-teísmos.

Politeísmo

El más natural de los embustes es el politeísmo por la sencilla razón de que una mentira, para ser creíble, debe ser inmensamente grande. ¿Qué es muy duro creer en un dios?: pues hagámosles creer en mil. Así lo entendieron desde la remota Antigüedad Occidental aquellos charlatanes que ahora son venerados como padres de religiones. Esa mazamorra llamada cristianismo deriva directamente de uno dellos, del iraní Zoroastro (c. 630-550 a.C., Zaratustra en su siglo persa). Al zoroastrismo le siguió en línea directa el mitraísmo (también persa) cuyo dios más connotado, el yazata (=benefactor) Mitra, es el padre inmediato del primer Jesús alias el Cristo .

Las similitudes entre mitraísmo y primer cristianismo son tan abundantes, cruciales y obvias que sólo pueden calificarse de plagio. En efeto, el cristianismo comenzó su carrera delincuencial perpetrando un escandaloso calco en ritos y supersticiones tan (hoy) aparentemente cristianas como el bautismo, la comunión, el agua bendita, la adoración de los pastores en el pesebre de Mitra-Jesús, la santificación del 25 de diciembre (nacimiento de Mitra/Jesús), la observancia de los domingos, la inmortalidad del alma, el juicio final y la resurrección de la carne. O sea, que los cristianos plagiaron el mitraísmo en bloque... incluyendo sus aficiones politeístas. Valga en su descargo que no fueron los primeros en plagiar pues, siglos atrás, los griegos –politeístas compulsivos- habían copiado el mitraísmo sustituyendo al Yazata Mitra por Helios, el Sol.

Como ya hemos mencionado, son los mahométicos los que tratan de moderar el politeísmo cristiano. Y es notorio que durante la (mal) llamada Reconquista española, los musulmanes (“bereberes” y árabes) acusaban a los cristianos de ese pecado. Con buen criterio, los moros entendían que la Trinidad eran tres dioses. Literalmente. Y razones no les faltaban y sobran constancias escritas de invocaciones claramente politeístas. Por poner un solo ejemplo:

En el nombre del Ingénito, del Engendrado y del Procedente, que formaron por su naturaleza una sola deidad...” (año 978, acta fundacional del Infantado de Covarrubias, Burgos).

Por todo ello, no debemos extrañarnos que, siglos después, el famoso internacionalista Ahmad Fadil Nasad al Jalayla (más y peor conocido como “Abu Musab al Zarqaui”, torturado hasta la muerte por los EEUU, en el Irak de junio 2006) perteneciera a una secta denominada Tawhid y Yihad ( Monoteísmo y Valor). Podemos observar que el rechazo del politeísmo cristiano y la defensa a muerte del monoteísmo continúa activa en el Islam, única secta que guarda alguna fidelidad al Gran Patriarca Ibrahim.

¿OCCIDENTAL?

El cristianismo quiere ser sinónimo de occidentalismo. Sin embargo, hasta que no aparecieron los bigotes de Gengis Kan (es decir, Timuyin, ca. 1167-1227), hubo muchos más cristianos al este de Damasco que al Oeste. El cristianismo es oriental en su nacimiento, juventud y madurez; por eso hoy, en su vigorosa y racista senectud, pone tanto empeño en negarlo. No sólo el Padre Mitra es “oriental” sino que las primeras iglesias cristianas también lo fueron. Durante doce siglos, san Bartolomé fue mucho más conocido que Pedro+Pablo. Para empezar, Bartolomé llegó a la India mientras que los dióscuros oficiales del cristianismo fueron unos paletos cazurros que –suponiendo que hayan existido-, nunca se atrevieron a salir de la piscina del Imperio Romano –digo, el Mare Nostrum-.

Los cristianos orientales fundaron en la frontera norte de Palestina la primerísima célula esotérica –vulgo, iglesia- a los pocos días de la resurrección de su Teacher. El más tonto de sus adeptos, ese al que apodaron el bolo de Bartolo –en realidad se llamaba Natanael-, no sólo llegó a las playas de India sino que creó su propia secta, aquella que, hasta el día de hoy, conforman los denominados asirio/caldeo/nestorianos. Hasta el siglo XIV, esta secta administró una red de hoteles místicos no sólo en Asia Central e India sino también en Mongolia y hasta ¡en China!. El tío de Gengis Kan fue uno de los muchos Prestes Juan asiáticos pero tuvo la osadía de enfrentarse al gran Timuyin y ahí empezó la decadencia del nestorianismo, uno de los más duraderos cristianismos.

Podríamos seguir acumulando pruebas del orientalismo de la cristiandad o, a la inversa, del ostentoso –y por ello mismo, negado- paganismo del Medioevo europeo pero, por mor de la brevedad, nos limitaremos a formular una pregunta: si tan occidental es, si lo occidental es incluso consustancial al cristianismo, ¿porqué la ciencia occidental por antonomasia –la grecorromana-, tuvo que ser conservada y transmitida por los árabes?.

Retrocedamos a los siglos anteriores al Medioevo, lleguémosnos hasta el lóbrego tiempo en el que el cristianismo tomó el Poder (ca. 312) con Constantino I, llamado Tinín por unos y el Glande por otros. Ese tiempo, ¿no coincide, acaso, con el fin de la ciencia clásica?. Ahora bien, ninguna ciencia se extingue por sí misma. Entonces, ¿quién extinguió la ciencia clásica?. Mejor dicho: ¿quién exterminó a los científicos clásicos, quién incendió sus institutos, quién torturó a sus artistas?. Huelga la respuesta: el cristianismo. Empezando por la mil veces maldita e incestuosa pareja Elena-Constantino, enfebrecidos destructores de toda sabiduría acumulada por la tradición –léase, paganías-, así fueran las vidas de los intelectuales críticos o las bellezas de los templos. ¿Es necesario recordar que Constantinopla se construyó con los escombros de la Antigüedad mucho antes de que aparecieran “los bárbaros”?. ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que se atribuya a la barbarie turca la destrucción del Partenón cuando, desde siglos atrás, los primeros y los segundos cristianos estaban arrasando todo el Mediterráneo, Grecias y Romas obviamente incluidas?. Todavía estamos esperando que algún Sumo Pontífice Romano se arrepienta de haber hecho retroceder a la Humanidad varios siglos. Más aún, dentro de esa mefítica secta, sus jerarcas pre-medievales se vanagloriaron de perseguir cual canis Domini todo hálito científico, artístico o simplemente, humano. El historiador de la ciencia todavía se espanta cuando, entre otros incontables ejemplos, recuerda que el emperador cristiano Flavio Joviano ordenó en el año 364 el incendio de la famosa biblioteca de Antioquia; o cuando estudia las razzias de los obispos Teófilo y Cirilo (siglos IV y V), verdaderos dominicos avant la lettre, psicópatas torquemadas profesionalmente hostiles a la razón y la belleza.

¿ PACÍFICO?

En su alocada carrera hacia la más rematada falsificación de sí mismo, el cristianismo quiere ser visto como el mismísimo pacifismo reencarnado. Pero, si hay algo inverosímil en este planeta, ello es esta pretensión pacifista. Ninguna llamada a la yihad , ningún exterminio de clases inferiores a los que tan aficionados han sido los budismos, los hinduismos y hasta los jainismos, ninguna hazaña de la aviación sionista, ninguna guerra florida de las selvas amerindias, han conseguido la perenne excitación guerrera que padece el cristianismo. Su belicismo es innato. Están en Cruzada Perpetua. Se hicieron con el Poder después de demostrar a los emperadores asiáticos y romanos de turno que eran la más sectaria y cruel de las tropas clásicas y, desde entonces, se encuentran acuartelados. Nunca nos olvidemos de que las Cruzadas propiamente dichas (20 millones de asesinados entre 1095 y 1291), además de inventar las guerras de religión, cavar un abismo entre el Este y el Oeste y retrasar varios siglos la humanización de Europa, fueron un pálido anuncio de lo que vino después y continúa hasta hoy: las sucesivas cruzadas contra los amerindios, contra los indostanos, contra los africanos, contra la oposición interna, contra los pobres, contra los musulmanes, etc., elevan de veintenas a centenas y millares de millones los masacrados por la muy pacifista Secta del Patíbulo.

Denunciar esta patraña cristiana no merece ni una letra más.

 

¿RELIGIÓN “DEL LIBRO”?

Pongamos las cosas en su sitio: eso de “las religiones del libro” (judaísmo, cristianismo e islamismo) fue un invento de Max Müller y, como todas las definiciones decimonónicas, un intento apenas velado de centrar la historia de la Humanidad en Europa y sus alrededores. Un eurocentrismo más; como si, por ejemplo, los chinos o los mayas no hubieran tenido ni religión ni escritura. Una vez aclarado este pequeño detalle, conviene añadir que el cristianismo escogió ser religión alfabetizada por una razón exclusivamente táctica: para que sus sacerdotes dominaran mejor las cuentas de los reinos –el de los cielos y, mejor aún, el de las (mejores) tierras-.

Pero hay más: el cristianismo nunca puso el menor empeño en alfabetizar al pueblo. Diecinueve siglos así lo demuestran. Tuvo que llegar el siglo XX y con él la necesidad de sofocar la insurrección popular a través de la catequesis alfabetizadora –léase, educación oficial-, excelente invento para arruinar las conciencias desde la más temprana edad. En ese preciso instante, el cristianismo se volvió alfabetizador y religión del libro. Extraña deriva para una secta exclusivamente dedicada a quemar libros, libreros, lectores y escritores. Suponemos que desde el emperador cristiano Valens –quien, no contento con carbonizar cuanta biblioteca pudo, ordenó achicharrar vivo al filósofo Simónides y “solamente” decapitar al sabio Máximo –, hasta el renacentista obispo Landa –angelito exterminador de toda la biblioteca maya- y hasta los curas y frailes censores franquistas, son más que suficientes e incluso apabullantes los casos que demuestran que la piromanía desalfabetizadora es congénita al cristianismo.

En realidad, esto de disfrazarse en ocasiones de “religión del libro” es un malentendido pero tiene una pequeña base: en efeto, el primer cristianismo tuvo libros y su gracia estuvo en que abandonó los rollos y los volúmenes a favor del códice. Parece una pedantería libresca pero todo indica que el cambio de encuadernación afectó decisivamente al proselitismo proto-cristiano. Dando por descontado que la influencia decisiva fue la oficialización constantinesca, en la primera expansión cristiana también tuvo su importancia que la propaganda se hiciera en lo que hoy llamaríamos “libros de bolsillo”, antes que en los elitescos rollos de judíos y paganos. Conclusión marketiniana: a algunas religiones las viene bien venderse en saldos y rebajas –mientras gozan del favor del Príncipe-.

¿HUMANITARIO?

El cristianismo pretende poseer la exclusiva del humanitarismo. ¿Porqué?: porque está de moda. Pero durante milenio y medio los auto-llamados ‘cristianos' se caracterizaron no por su bonhomía sino por su asqueroso militarismo. Ahora, cuando pueden recoger su cosecha de expolios, es cuando deciden crear la moda humanitaria.

Pero, históricamente hablando, en sus orígenes el cristianismo lo único que hizo fue instituir la Caridad, lacra y lepra antónima de la Justicia. Un solo dato: en la Roma imperial llegó a haber 327 enormes graneros públicos; la redistribución del trigo evitaba las hambrunas y la mala salud. No había pobres a los que humillar con la limosna. Para satisfacer su sadismo congénito, el cristianismo los creó y los mantiene desde entonces.

¿Les parece exagerado acusar de sadismo a La Secta de Las Espinas? Pues estudien lo que ocurrió cuando ocupó el Poder en el siglo IV, gracias a los conspiradores acaudillados por la bruja Elena y por su retoño, el infame Tinín (ver más abajo). Las matanzas de sus opositores, los supuestos y los reales ‘paganos', no esperaron a ninguna razón humanitaria y, desde luego, fueron de una crueldad desconocida en la Antigüedad Occidental. Comenzaron, pues, los cristianos manteniendo un tono vital de sadismo que no les ha abandonado nunca. Comenzaron buscando el exterminio del contrario y así siguen; en eso no han cambiado.

Y conviene subrayar que en ningún momento ha mostrado el cristianismo ninguna misericordia con los vencidos, sean éstos amerindios, sean obreros, sean intelectuales occidentales. Los casos de Giordano Bruno o de Galileo no son excepción sino veteranísima regla. Vean si no el caso de la mayor pensadora de la Antigüedad europea: la gran matemática y filósofa Hipatia de Alejandría (370-415), despedazada por las hordas cristianas por el mero hecho de ser mujer, inteligente y bondadosa -tres pecados mortales-. Nunca se recordará lo suficiente que Hipatia fue detenida en su casa por una caterva de curas, golpeada, desnudada, arrastrada por toda Alejandría y, en la catedral –la Cesarea-, torturada y despellejada con caracolas afiladas hasta la muerte. Después, descuartizaron su cadáver, lo volvieron a arrastrar por las calles y, finalmente, lo quemaron. Edificante. ¿Algún Papa ha pedido alguna vez alguna clase de perdón por el asesinato de Hipatia?: evidentemente no, pero todo el solio pontificio ha gozado del embrutecimiento social originado por aquél crimen.

Quizá convenga recordar que, en este parágrafo, aludimos a los asesinados en las ergástulas del cristianismo. Es decir, a los presos, no a los combatientes enemigos que son masacrados en batalla abierta pese al supuesto pacifismo cristiano (ver arriba). Y es que ya hemos visto qué ocurre cuando el cristianismo toma el Poder: desde que aparece la siniestra figura del emperador Constantino, declara guerra sin cuartel a la ciencia y el arte de sus antepasados clásicos -el muy zoquete cree ser revolucionario y, en efecto, lo es... facción contrarrevolucionaria-. En evidente correlato, se deshumaniza hasta extremos inconcebibles –inconcebibles si nos mantenemos dentro del vocabulario occidental de hoy, absolutamente dominado por la palabrería y la charlatanería cristianas-. Y, al deshumanizarse, se abandona a una orgía de matanzas de cautivos que le dan la hegemonía mundial a cambio de una absoluta degradación moral.

No parece necesario aludir siquiera a los crímenes masivos de sus propios ciudadanos con los que La Secta del Látigo inaugura su imperialismo. Bástenos recordar que, en el año 314, inmediatamente después del siniestro edicto de Milán, el Concilio de Ancyra (hoy, Ankara) ordena la destrucción de las casas paganas y la matanza de los sabios tradicionales. Así comenzaron a pagar los cristianos la tolerancia con la que los paganos les habían mimado. Así comenzaron y así continúan.

Por no hacer el cuento largo y prolijo, saltemos a los tiempos contemporáneos. ¿Qué han hecho los cristianos cuando han accedido al Poder?. Fijémonos sólo en algunos de esos casos -no demasiado raros- en los que el Poder es ocupado literal y directamente por curas católicos. Por ejemplo: en Eslovaquia, el cura católico Jozef Tiso (1887-1947) colaboró con Hitler desde 1938 y, en pago a sus delaciones y masacres, fue nombrado por el Führer Presidente de un gobierno eslovaco títere. Huelga añadir cómo trató a sus propios paisanos izquierdistas y judíos... hasta que fue apresado por el ejército soviético. Otrosí, es un placer constatar que fue procesado y condenado a la horca -¡y ejecutado!- por el primer gobierno democrático eslovaco.

Ahora bien, las matanzas del Presidente/Verdugo/Capellán Tiso palidecen ante el genocidio político, multiétnico y plurirreligioso desatado por sus correligionarios en las mismas fechas en las vecinas Serbia y Croacia. El nazional-catolicismo que tan amargamente recordamos los españoles, tuvo su paralelo no sólo en la Eslovaquia de Tiso sino, industrializado y bendecido, en la Croacia del títere Ante Pavelic –quien, por cierto, murió en España mimado y venerado por los franquistas- y, en general, en lo que luego fue Yugoslavia.

Para abrir boca: aprovechando la bendición del Papa y, sobre todo, de Hitler, los católicos nazis –perdón por la redundancia-, apresaron a Platov, obispo ortodoxo de Banja Luka y, pese a sus 81 años, le herraron los pies como un caballo, le hicieron caminar arreándole, encendieron una hoguera en su pecho, le saltaron los ojos, le cortaron la nariz y las orejas y así siguieron hasta que murió. Y esto fue un solo caso. Hubo millones más.

De este mismo tiempo y lugar, nunca se repetirá demasiado el nombre de Jasenovac (Croacia). Jasenovac ha pasado a la Historia Universal de la Infamia como el tercer campo de exterminio en cuanto a número de masacrados -700.000 según algunas cuentas-. Durante la II Guerra Mundial fue organizado y dirigido por sacerdotes católicos, en especial, por frailes franciscanos. El más (tristemente) famoso de los directores de Jasenovac fue el franciscano Filipovic-Majstorovic Miroslav. Majstorovic –nombre con el que era conocido en ese matadero-, se especializó en inventar torturas y, puesto que disponía de suficientes cobayas (izquierdistas, ortodoxos, gitanos, judíos, homosexuales, etc.), no se le puede negar que asesinó con gran variedad de métodos. Desde clavar astillas de madera en el paladar hasta obligar a unos presos a que se entremataran con un martillo pilón; pero la cúspide de su delirio consistió en organizar certámenes nocturnos de degollación. El campeón fue el catecúmeno franciscano Brzica quien, durante la noche del 29 de agosto de 1942, consiguió degollar a 1.360 personas [han leído bien: mil trescientas sesenta]. Todo un record.

Por otra parte, los frailes de Jasenovac no necesitaron nunca del asesoramiento nazi puesto que disponían de mejores profesores –y, además, del mismo hábito-. No hicieron otra cosa que continuar una acendrada tradición que se remonta al año 359, cuando los cristianos inventaron en Skitópolis (Siria), el primer campo de concentración que registra la Historia occidental. Comprenderán que, en Skitópolis y en Jasenovac, así como en los miles de prisiones y campos de exterminio de la España nacional-católica –vulgo, franquista-, se inspira toda una escala de experimentos penitenciarios hoy llamados conventos, seminarios, reducciones jesuíticas, internados, comunidades de base, etc.

Polonia es otro de esos países que nos muestran la generosa misericordia de la que hacen gala los curas cuando toman el Poder. En los años 1920's y 30's, cuando el Tratado de Versalles la obligó a estar gobernada por católicos, Polonia conoció la más despiadada persecución religiosa de aquella década. Pasaron décadas y más décadas pero el celo eclesial no menguó. En los 1990's, lo primero que hizo el untuoso monaguillo Walesa cuando alcanzó la Presidencia fue retirar la pensión a los ancianos polacos que habían combatido en la guerra civil española en las Brigadas Internacionales. Todo un paradigma de magnanimidad: condenar a la muerte por inanición a un centenar de ancianos por el delito de haber ayudado, ¡medio siglo antes!, a una República democrática. Al lado de tamaña mezquindad, construir 3.000 iglesias y ningún centro cultural, hacer confesional al Estado, cobrar de la CIA, cobrar de Hollywood hasta por películas nonatas, monopolizar las radios y las televisiones, segregar a los niños con sida y, por descontado, prohibir el aborto, nos resultan medidas algo menos miserables aunque, desde luego, igualmente demostrativas de lo que les espera a quienes permitan que los obispos –polacos u otros- y sus monaguillos se hagan con el Poder temporal.

¿ROMANO-VATICANISTA?

Por no ser duradera en sus señas de identidad, La Iglesia Vaticana ni siquiera ha sido siempre vaticana. Ni tampoco Romana. Cierto es que, ahora, da la impresión de ser un Estado teocrático y, como tal, centralista, absolutista, etc. Y, en efecto, todo eso lo es... ahora ahorita. Pero el vaticanismo es una moda tan reciente como la de las ciudades-estado “italianas” –en España, reynos de taifas- mientras que la romanidad, es una torpe suplantación de Jerusalén y un tributo excesivo a la Edad de Oro de Los Estados Pontificios. ¡Cuánto les dura a los cardenales la nostalgia de cuando eran señores feudales de horca y cuchillo (y pernada), latifundistas ‘italianos' con siervos de la gleba a los que tiranizar!

Para empezar, es absolutamente falso que san Pedro viviera y muriera en Roma. Suponiendo –es mucho suponer- que Pedro the Rock haya existido físicamente, es seguro que jamás llegó a Roma. Y no lo decimos nosotros, pecadores irredentos, sino sus colegas, los santos Ignacio de Antioquia e Ireneo de Lyon. Para continuar, saltando de siglo en siglo, recordemos los innumerables cismas de la cristiandad, las épocas en las que llegó a haber tres Papas a la vez –y los tres estaban locos-, las sedes de Avignon y de Peñíscola, los Papas y papás Borgia y sus cortes itinerantes. Etc.

Pero el tema de la romanidad del Vaticano no se acaba en la bagatela de su sede. El problema es más profundo porque nos remite a la buena doxa , a la doctrina recta –a la ortodoxia-. Roma es una sede fraudulenta porque el verdadero cuzco -ombligo- de los cristianos es Constantinopla, vulgo ful de Estambul. Así lo quiso el Héroe Fundador del cristianismo y así se mantiene desde el siglo IV. Por ello, la Iglesia oriental, bizantina, rusa o como quiera llamarse, es la verdadera Iglesia Ortodoxa; lo cual explica, en parte, la inaudita crueldad, antes mencionada, con la que fue tratada en la Serbia-Croacia nazicatólica –y eso que no hemos añadido las matanzas sufridas en los años 1930's por los ortodoxos ucranianos bajo yugo polaco-. Por lo tanto, la iglesia vaticana es heterodoxa. Es decir: hereje.

 

PARTE II: LO QUE NUNCA MUERE

Así pues, recapitulando, el cristianismo NO es monoteísta, ni occidental, ni pacífico, ni alfabetizado, ni humanitario ni siquiera vaticano. O, mejor dicho: lo es a ratos, según qué viento sople. No obstante todo lo anterior, hay que reconocer que el cristianismo tiene alguna seña de identidad. Pues sí, la tiene, una sola pero ¡qué seña!: ostentosa, exhibicionista, prepotente, abusadora, pervertida, de pésimo gusto, fea sin atenuantes... algunos dirán que es un estigma pero su Consejo de Administración la tiene por una misión bendita. Esa única seña es, lisa y llanamente, su adicción al Poder. El cristianismo es tan adicto al Poder, que se confunde con Él. Y lo demuestran Skitópolis, Jasenovac y Polonia. Lo que hoy entendemos por cristianismo es su última adaptación a las formas actuales de la Opresión. Si éstas cambian mañana –seguro que cambiarán-, el cristianismo mudará en igual medida.

CONSTANTINO, EL HÉROE FUNDADOR

La Trinidad no es la heroína fundadora del cristianismo; mal podría serlo ese perverso remedo politeísta en el que un anciano se matrimonia con una virgen alcahueteada por una paloma –paidofilia o bujarronería, proxenetismo, bestialismo... hay que ver la cantidad de delitos que acumula la Santísima-. Ni tampoco Jesús alias el Cristo, ni María alias la Virgen , ni Pedro alias the Rock, ni –mucho menos- Pablo: el Héroe Fundador del cristianismo es Constantino I alias el Glande , emperador de Roma.

Constantino es Héroe Fundador porque permite que los hechiceros cristianos sustraigan el Poder Temporal –el Imperio, el Estado, la Espada Civil-, inaugurando así la Era de las Teocracias , ominosa época de la que todavía no hemos escapado. Con ser ello gravísimamente criminal para la especie humana, no lo es menos la suma de las trapacerías con las que adornó su nefasto reinado. He aquí algunas dellas:

- Fue el típico comandantín que medra en el Ejército a la sombra de su padre, general. Como es habitual en estos personajillos, accedió al trono gracias a un golpe militar.

- Como buen iluminado –literal-, propaló que vió personalmente al dios Sol. Ello fue en el año 310, en un bosque francés. No sabemos si comió muérdago o se le olvidaron las gafas de sol.

- En la archifamosa batalla del Puente Milvius, derrotó a los defensores de Roma por lo que el Senado no tuvo más remedio que coronarle como primus augustus (hoy diríamos co-emperador primero). Como era de esperar, en cuanto pudo asesinó a Licinio, su colega imperial y quien le había aupado al trono.

- Héroe legislador, promulgó el archifamoso Edicto de Milán (año 312) estableciendo “la paz religiosa y la libertad de cultos”: que se lo pregunten a la martirizada Hipatia.

- En realidad, el edicto de Milán robaba a los paganos para enriquecer a la nueva oligarquía: los cristianos, ya entonces grandes tiburones de la especulación financiera.

- Narcisista empedernido, promulga que el mundo comienza con Él; en consecuencia, sustituye el nombre de Bizancio por el de “Constantinopla”, creyendo así haber fundado una gran ciudad. Habráse visto mayor egolatría...

- Desnuda a un santo para vestir otro: arrasa con todo el patrimonio artístico del Clasicismo para usar esos escombros en la construcción de Su Ciudad. Debería ser nombrado santo patrón de los constructores inmobiliarios.

- No tuvo escrúpulo alguno a la hora de instaurar y sacralizar el más burdo, macabro y sadomaso de los fetichismos. Así, aplaudió cuando su mamasita Elena “encontró” en Palestina la Vera Cruz, el lignum crucis, el mismísimo leño de la Cruz. El Patíbulo Sagrado.

- Al hacer santa Elena a su santa madre, incurrió en el histórico delito de nepotismo trascendental hagiográfico ascendente. Raro delito porque no siempre hay oportunidad material y temporal para entronizar a quien de pequeñito te cambió los pañales. Suponemos que Tinín preparó el expediente de canonización amontonando milagros caseros: que si mamá Elena encontró el alfiletero perdido, que si convenció a mi padre de que yo no me parecía al sargento de los pretorianos, que si sanó del morbo gálico a mis hermanas -ésas que la Historia recuerda como parte de las once mil vírgenes-.

- Presidió todos los concilios eclesiásticos que pudo, comenzando por el de Nicea (año 325), donde se reforzó el politeísmo de la Trinidad, se negó la humanidad de las mujeres y, como correlato necesario, se instituyó el patriarcalismo de los futuros Papas.

Militar golpista, fantasioso, aniquilador de la tradición, hijo mimado dependiente de su mamá, misógino, fetichista, leguleyo, narcisista, enemigo del pueblo romano, veleidoso orientalizante de pacotilla, nepotista... Constantino Tinín acumula todos los merecimientos necesarios para ser el Héroe Fundador de la más peligrosa secta que vieron los milenios. Y que es la más peligrosa lo demuestra tautológica y cotidianamente siendo la más poderosa.

EUCLIDES PERDOMO

28 junio 2006

(*) Un escritorzuelo y politicastro francés de cuyo nombre no merece la pena acordarse, perpetró la obra parónima El genio del cristianismo (1802) para demostrar que esa secta era “moral y estéticamente superior a las demás religiones” –bueno..., pues con su pan se lo coman todas-.

Item más, este borrador es heredero y deudor de la más pura y digna de las entelequias humanas: la tradición racional. Ahora bien, en esta tradición -y por razones morales que giran alrededor de la transparencia-, no incluimos a supuestos racionalistas supuestamente anticlericales cuales pueden ser muchos de los dialogadores y de los cortesanos y todos los teístas. Así, por ejemplo, no sólo no reconocemos a Voltaire sino que jamás le perdonaremos que expurgara y destrozara la obra del ateísimo cura Meslier, aquél que acuñó las frases célebres sobre las cadenas a perder –léase, Marx/Engels-, y las tripas de los potentados con las que ahorcar a los otros potentados –léase, mayo 68-.

Finalmente, estos apuntes pueden ser entendidos como un homenaje a eruditos humanistas como Karlheinz Deschner y, sobre todo, como una invitación a que sus obras se atesoren en todo cerebro, en todo disco duro y en toda biblioteca.

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NACIÓN, ESTADO, VIOLENCIA
EL ESTADO DE LA NACIÓN O LA NACIÓN DEL ESTADO

Los nacionalismos, así como los dioses, se han presentado a lo largo de la historia como elementos justificativos de situaciones de opresión y de guerras de expansión. Mucho más complejo resulta reflexionar sobre qué es el nacionalismo y por qué tiene la fuerza para justificar toda situación de injusticia, opresión y toda forma de conquista. De hecho, no existe ninguna definición estable ni consensuada sobre qué es nación. Tal y como afirma Hobsbawn, «la característica principal de esta forma de clasificar a los grupos de seres humanos es que, a pesar de que los que pertenecen a ella dicen que en cierto modo es básica y fundamental para la existencia social de sus miembros (...), no es posible descubrir ningún criterio satisfactorio que permita decidir cuál de las numerosas colectividades humanas debería etiquetarse de esta manera» (Hobsbawn, 1990: p. 13). Así se han generado múltiples definiciones de Nación, como por ejemplo la de Stalin, quien teorizó, por encargo de Lenin, sobre el nacionalismo dentro de la tradición marxista. Y fue el mismo Stalin, ya en el poder, quien cerró en el marxismo la revolución «en un solo país» frente al «internacionalismo» anteriormente proclamado. En todo caso, con el nacionalismo pasa una cosa similar a cuando reflexionamos sobre los Dioses: ¿cuál será el verdadero? De hecho, la relación entre dios y nación no es nada extraña. Como tampoco son cosas tan diferentes. Así, Josep R. Llobera nos habla de esta relación entre Dios y Nación: «La nación, como una comunidad culturalmente definida, es el valor simbólico más elevado de la modernidad; posee un carácter cuasi sagrado sólo igualado por la religión.

De hecho, este carácter cuasi sagrado procede de la religión. En la práctica, la nación se ha convertido en el sustituto moderno secular de la religión o en su más poderoso aliado» (Llobera, 1996: p. 10). En todo caso, tanto las Naciones como los Dioses son dos construcciones que operan necesariamente y exclusivamente en la dimensión afectiva de los individuos. Sólo tienen sentido desde el mismo momento en que el individuo quiere identificarse como perteneciente a la Nación o a una comunidad religiosa (por no llamarla secta), intentando responder a la necesidad humana de sentirse identificado e integrado en la comunidad.

Es por ello que la Nación se presenta actualmente como una realidad inmutable, que estaría siempre por encima de las individualidades, y que existiría siempre hasta el fin de los tiempos. El nacionalismo trabaja con verdades absolutas, resaltando «nuestra» verdadera Nación frente a «su» falsa Nación. Es exactamente la misma disputa que enloquece a los creyentes y a los infieles del verdadero y del falso Dios. Son, pues, excelentes mecanismos para generar espacios simbólicos diferenciados, y no pueden ser ni casuales, ni causales. Más bien responden a estrategias de construcción de mentalidades para la legitimación de la separación-división social existente. Estrategias que buscan potenciar y resaltar aquellos elementos o características que el «otro» no posee, hasta el punto de alcanzar el irrealismo mitificado del folclore. Aquí aparece la historia como aquella masa plástica adaptable a las necesidades de la mística nacional. Y, evidentemente, el pasado se adapta a las imperiosas necesidades del presente, prolongando el pasado nacional hasta tiempos mucho más remotos que la aparición histórica del propio nacionalismo.

Y es que, históricamente, las naciones actuales se formaron desde el momento en que unos individuos quisieron definirse (o identificarse) como Nación, y esto no sucedió hasta el siglo XIX con la emergencia del liberalismo como proyecto político, económico y social. La Nación aparecía como una concepción política nueva: igualdad jurídica ante el Estado, poniendo punto y final a los privilegios de los estamentos feudales, y liberación de tierra vinculada y amortizada, objetivo codiciado de los grandes capitales generados en época moderna (los nuevos ricos del momento). No será hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando el nacionalismo mute hacia una dimensión más culturalista (ejemplo éste del nacionalismo catalán, o del españolismo de Cánovas del Castillo).

En el caso español, es en la Constitución de Cádiz de 1812 cuando aparece el concepto de Nación española, en los términos políticos de igualdad jurídica de los ciudadanos ante el Estado, aunque no todavía en términos culturales. Será a partir del romanticismo y de la fragmentación de los grandes imperios, ya en la segunda mitad del siglo XIX, cuando aparece el nuevo nacionalismo culturalista, con elementos esencialistas («hemos existido desde siempre»), proclamando un pasado y una cultura diferencial respecto de otras naciones. Y esto se daba tanto en nacionalismos con Estado (Cánovas del Castillo) como en aquellos que perseguían uno, como el nacionalismo catalán, que comenzaba a articularse en aquel momento. Desde entonces, la historia de los nacionalismos, así como las características de los hechos nacionales, se han mostrado tan volátiles y adaptables como las innumerables y contradictorias palabras de los Dioses a lo largo de cada tradición.

Así se puede afirmar que la nación no es, absolutamente, nada. Con el concepto de Nación no se define ya ningún proyecto social ni ninguna forma de organización diferenciada. Es un concepto totalmente vacío. Es una construcción mental, de relevancia política, que ha ido modificándose desde su uso inicial hasta la actualidad, adaptándose a los diferentes contextos sociales que se han ido reproduciendo. La nación es, en todo caso, un espacio simbólico intencionadamente limitado donde se distingue, a todos los efectos sociales, un interior y un exterior. Esta volatilidad permite, precisamente, utilidades prácticas que se han mostrado muy rentables. Rudolf Rocker afirmaba que «si el hombre puede crearse arbitrariamente la ficción de una patria ideal, eso no demuestra sino que las nociones de patria y nación son también conceptos ficticios inyectados en la cabeza del individuo y que pueden en todo momento ser desplazados por otras ficciones» (Rocker, 1949: p. 385). Ficciones que no hacen sino que esconder que tras el nacionalismo no hay sino operaciones de poder y de dominio, desde el poder y desde el dominio. Y es que el único aspecto realmente común a todos los nacionalismos y a todas las naciones de todos los tiempos ha sido la voluntad de articular un Estado, es decir, la organización de poderes. Es por ello que tiene tanta fuerza el nacionalismo: al no ser nada, puede serlo todo. Es igual que cuando se defiende la existencia de un Dios: como no se puede demostrar que no existe, es que ha de existir.

ESTADO Y VIOLENCIA: LA GESTACIÓN DE LA AUTORIDAD

Así, la Nación es una construcción mental que se proyecta sobre un espacio simbólico, donde la única materialización real es el Estado. Pero, ¿qué es un Estado?

Toda forma de organización estatal se fundamenta en tres pilares:
- La existencia de un robo por parte de un sector social;
- el uso institucionalizado de la violencia para, precisamente, reproducir el expolio; y
- la legitimación ideológica de esta violenta situación.

Es decir, hacienda, guerra y adoctrinamiento. Estos tres elementos son inseparables, en mayor o menor medida, en todo Estado o en todo proyecto que tenga por objetivo la construcción de un Estado. Y es que el objetivo último es la cimentación de la Autoridad sobre la sociedad. Y la organización estatal no es nada más que una cadena de comandantes, jefes, directivos (o la figura que se quiera), obsesionados por imponer voluntades y decisiones tanto a la propia jerarquía organizativa, como a la sociedad a la que han conseguido dominar y controlar. Y ello implica una acción institucionalizada de subordinación de los individuos, que no puede ser sino de extrema y continua violencia.

La existencia y perpetuación del Estado depende, así, de la necesaria interrelación de estos tres elementos, garantía de la organización de los poderes económicos (aparatos fiscales), militares (aparatos represivos) e ideológicos (aparatos propagandísticos). Bienvenidos al Derecho del poderoso, que se impone prioritariamente por a) la acción terrorífica mediante la policía-ejército; b) la amenaza latente mediante el peso de la «Justicia», ya sea por providencia divina o democrática; y c) el proyecto, sencillamente, exterminador mediante el sistema penal. Estos tres pilares sólo conforman el marco necesario para garantizar un único propósito: consolidar la Autoridad. Pero para perpetuar la autoridad hay que asegurar la reproducción del engranaje, gracias a las lealtades que se asegura con la institucionalización de privilegios que sólo disfrutarán sectores sociales determinados. Aquéllos, precisamente, más interesados en la articulación del poder. De su poder. Es por ello que el Estado es el sistema mafioso por excelencia y es donde el ejercicio de la autoridad no puede sino ir acompañado de una crónica práctica de corrupción, ya que de ella emana la concesión de los privilegios catalogados como Derechos. Cuando la Autoridad se muestra incapaz de mantener la estructura de privilegios, o la hace excesivamente asfixiante para la mayoría de la población que la sufre, es cuando se produce más fácilmente su cuestionamiento y su posterior caída, no necesariamente revolucionaria.

El autoritarismo necesita de privilegiados y, por lo tanto, es inevitablemente un desnivelador social, hecho que niega ya de entrada la posibilidad de una hipotética igualdad entre los individuos que han caído bajo su dominio. Así, la función estatal más importante es la de garantizar el funcionamiento del mecanismo de la Herencia de la propiedad, apoyado por la Ley que sustenta el privilegio. Ello no hace sino evidenciar que quien no roba, está condenado a la obediencia existencial. Es por ello que hoy, como siempre, han caído bajo los pequeños ladrones las penas más inhumanas, mientras que con los grandes ladrones del sistema el procedimiento penal siempre se ha mostrado más benevolente. Por su lado, el aparato ideológico es precisamente el encargado de ofrecer los elementos necesarios de legitimación y de autoconvencimiento de la violenta situación. O, más claramente, es quien se encarga de sembrar la ignorancia deseada, generando tanto las verdades incuestionables (somos una Nación, somos una democracia) como los «necesarios» enemigos (históricos y nuevos, internos y externos), base del clima racista. La propaganda busca sobre todo que los individuos interioricen el principio de obediencia, reforzando así las relaciones de jerarquía y el espíritu de sumisión a la Autoridad.

Es decir, ha de imponer su poder sobre los individuos que sobreviven en el territorio sobre el que actúa. Es por ello que es el principal interesado en el desarrollo de las tecnologías de guerra y de control de las actividades de los ciudadanos, con el objetivo de mantener el status quo y también poder movilizarlos a merced de las necesidades del poder. La voluntad dominadora hace que la existencia de un Estado sea esencialmente incompatible con la libertad de los individuos y con el desarrollo de sus facultades.

En definitiva, pues, el Estado representa una forma de organización de base violenta, a partir de la cual se garantizan las situaciones de privilegio de unos pocos en detrimento del resto mayoritario. Y esto sólo es temporalmente sostenible si se fortalecen al máximo los principios de autoridad y jerarquía, gracias a algunas convicciones incuestionables y a una situación de terror permanente. El nacionalismo, en todas sus formas, ha servido perfectamente a este objetivo estatal. Incluso el nacionalismo más revolucionario, ya sea el burgués del siglo XIX o el «comunista» del XX, ha elevado a un sector social a la más alta jerarquía del «paisaje nacional», desarrollando los pilares del Estado para garantizar y perpetuar la situación de poder, dominio y control de la que disfrutan.

Jaume Balboa

Nota de los editores(Ekintza Zuzena): Este texto es un fragmento del artículo «El Racismo Catalán en el camino hacia Europa». El título es nuestro.