La subversión del Estado-guerra
Santiago López Petit
De la guerra al Estado-guerra
Hace tiempo que el pensamiento crítico está completamente
desarbolado. Preso del miedo por no poder imponer un horizonte a lo que se
avecina; temblando porque los asideros del pasado se hunden, uno tras otro,
en una Historia que ya no es la suya. Seattle, Génova... han sido
espléndidos gritos precisamente porque no decían nada. Y lo
decían con rabia, con unas inmensas ganas de vivir, con la violencia
del asco... Este decir sin palabras es lo que se ha escuchado y ha hecho
realmente daño. No el conocido discurso crítico y su triste
cantinela "otro mundo es posible". El fuego del 11 de Septiembre
no sólo destruyó las Torres gemelas sino también las
ilusiones y esperanzas puestas en acercar un nuevo futuro. "Paremos la
guerra, otro mundo es posible" ya no es triste, es simplemente
patético. ¿Tanto autoengaño necesitamos para poder
seguir viviendo?
El "acontecimiento 11 de Septiembre" y sus repercusiones han sido
analizados desde múltiples puntos de vista. Nos interesan
especialmente los dos enfoques que, de un modo u otro, se reclaman de lo que
sería un pensamiento crítico. Llamémosles, por comodidad,
socialdemácrata e izquierdista. Para la posición
socialdemácrata, el atentado del 11 de Septiembre supone la
constatación de cómo el terrorismo se ha introducido en las
sociedades abiertas, de cómo un nuevo tipo de guerra se ha hecho
presente. El reconocimiento del derecho de legítima defensa, por parte
de USA, se acompaña del apoyo a compartir soberanía y
responsabilidad en la lucha contra este nuevo enemigo. Finalmente, se
añade la recomendación de que la globalización debe ser
compatible con la justicia, junto con una encendida defensa del Estado de
Derecho. Para la posición izquierdista, la novedad no
es tan grande ya que la guerra siempre ha estado asociada al capitalismo.
Santa para unos, de civilización para otros. La desconstrucción
del discurso de la guerra revela, una vez más, que por debajo
está la economía en la forma de petróleo. Ni con unos
ni con otros. La apelación a combatir las verdaderas causas (hambre,
pobreza...) y a globalizar los derechos se acompaña de una denuncia
de la militarización. Y, con distintos nombres y de modo más o
menos encubierto, se acaba defendiendo la democracia.
Ambas posiciones políticas parten de una misma constatación: la
guerra. Y, aunque la valoración de la misma no sea igual, el punto de
llegada es, sorprendentemente, el mismo: la salvaguardia de la democracia.
J. L. Cebrián (El País), después de sostener que el
Estado de Derecho atacado puede recurrir a la fuerza, concluye:
"La única forma de preservar la pervivencia de la democracia es
más democracia, más diálogo, más
cooperación".
Como ejemplo de la posición que hemos denominado izquierdista tomemos
la Declaración del Volksbad de Múnic firmada por numerosos
grupos de distintos países. Después de desmarcarse tanto del
"capitalismo extremo" como de "los clones
fundamentalistas", termina con estas palabras:
"Necesitamos más autonomía, más democracia y menos
capitalismo y leyes del mercado en todo el mundo."
En la misma línea L. Casarini ("Tute Bianche") puede defender
simultáneamente una llamada a "¡Desobedecer y
desertar!" y que:
"Debemos combatir por la democracia y contra el Imperio y sus masacres. No
será fácil."
Esta convergencia entre la posición socialdemácrata y la
posición izquierdista da realmente que pensar. Evidentemente, no tiene
ningún interés, a estas alturas de la Historia, formular una
acusación de traición o de reformismo. Sería
cómodo y gratificante, pero escamotearíamos lo
esencial: la dificultad de construir un pensamiento capaz de subvertir la
realidad. Y eso es lo que verdaderamente nos interesa. ¿Por qué
partiendo de un análisis distinto de la guerra - que establece
necesariamente una posición distinta como hemos visto - se termina en
el mismo lugar? Parece que cualquier otra vía sea impensable por
insensata. Con razón el portavoz de los "Tute Bianche" nos
asegura:
"(por la democracia y contra el Imperio) es el único camino
posible... para no ser devorados por una oscuridad en la que ya no se pueda
ver estrella alguna".
¿Y si esta creencia en la luz que ilumina fuera el
obstáculo que nos impide pensar radicalmente la situación en
la que nos encontramos? Cuando nos desembarazamos de esta ilusión se
inicia obligatoriamente una política nocturna. Una política
nocturna es aquella que no rehúye la cuestión del
nihilismo. Pero no nos precipitemos adelantando una respuesta demasiado
general a lo que era todavía una pregunta concreta: ¿por
qué siendo los análisis de la guerra diferentes las dos
posiciones desembocan finalmente en una misma defensa de la
democracia?
Podemos ensayar una respuesta: lo que ocurre es que tanto la posición
socialdemóacrata como la posición izquierdista desconocen - y no
es para nada casual - la verdadera novedad que el 11 de Septiembre comporta.
Esta novedad esencial consiste en que el Estado, y nos referimos
especialmente al Estado Mundial que nace con la coalición
antiterrorista, nace debilitado.
Este debilitamiento ha sido causado porque en su origen hay un
acontecimiento ("el acontecimiento 11 de Septiembre") que es una
derrota. El Estado, el Estado coaligado, surge habiendo sufrido una derrota
que es absolutamente insuperable. Es una derrota insuperable porque nada, ni la
misma victoria militar si pudiese existir algo así, podrá borrar
la humillación marcada en él. Más exactamente. La
estrategia de asimetrización empleada por el débil ha puesto
en suspenso la verdad sobre la que el Estado americano creía alzarse:
"que la invencibilidad depende de nosotros, mientras que la
vulnerabilidad depende del enemigo". Esta superioridad
esencial se ha venido estrepitosamente abajo. La vulnerabilidad está
puesta ahora en el corazón del propio Estado. Y es una vulnerabilidad
asociada no a una inestabilidad que podría, en última
instancia, ser gestionada sino una vulnerabilidad asociada a la
imprevisibilidad. El Estado se ha convertido en cautivo de la
imprevisibilidad. De esta manera se han establecido las
condiciones para que el Estado, este Estado Mundial, no pueda jamás
vencer: ni conoce a su enemigo, ni se conoce sí mismo. Al Estado
sólo le queda entonces emprender una fuga hacia adelante:
transformarse en Estado-guerra. No es, pues, de extrañar que
la operación de castigo se llamase inicialmente
"Justicia infinita". Es lo que mejor correspondía al
carácter absoluto del "acontecimiento 11 de Septiembre". De
esta manera, sin embargo, el problema planteado no hacía más
que agudizarse. Porque cumplir una venganza infinita o perseguir la
"Libertad duradera" - el cambio de nombre, evidentemente, es
lo de menos aunque es sumamente indicativo - no hace más que ahondar la
derrota que, justamente, se quiere suprimir.
Decíamos que las posiciones socialdemácrata e izquierdista
desconocían ese debilitamiento del Estado. Ahora podemos ser
más precisos. Lo desconocían porque su error común
residía en poner la guerra en el centro en vez del
Estado-guerra. Definirse en relación a la guerra, o discutir si la
libertad se ve más o menos amenazada por las nuevas medidas
jurídicas, no es ciertamente tomar en cuenta al Estado-guerra.
Únicamente realizando un desplazamiento efectivo de la guerra al
Estado-guerra estaremos en condiciones de poder deshacernos de las
ilusiones que nos hipotecan.
La génesis del Estado-guerra
Plantear seriamente la centralidad política del Estado-guerra supone
resolver, antes que nada, el problema de su propia formación. Y, a ese
respecto, no cabe confundirse. Se ha dicho que el atentado del 11 de
Septiembre suponía la crisis del neoliberalismo y el retorno del
Estado. Al
priorizarse la seguridad nacional frente a las amenazas terroristas, la
misma demanda de más seguridad, la necesidad inherente a la
mundialización
económica... todo ello comportaría dos consecuencias: por un
lado, el Estado
nacional debería entrar a formar parte de un poder de cooperación
interestatal; por otro lado, la globalización atemperaría sus
injusticias
porque se sabría en su seguridad interna dependiente de los sectores
más
excluidos. En definitiva, el "acontecimiento 11 de Septiembre" nos
retornaría un Estado cada vez más cosmopolita y una
globalización a menor
ritmo y un poco más justa. Como cuento de hadas no está mal.
Bastante más ajustada sería la lectura jurídica de las
transformaciones que
han tenido lugar en el Estado americano y, en general, en los Estados
europeos. En este caso se hablaría también de que después
del 11 de
Septiembre hay "más" Estado. Sin embargo, el análisis
no sería engañoso como
en la explicación precedente. Retornaría sí el Estado,
pero un Estado fuerte
que conjuga una cultura de la emergencia y de la excepcionalidad penal.
Desde esta perspectiva, no parece que la globalización tenga que
adoptar un
rostro más amable. A la "tolerancia cero", a la guerra
contra los pobres en
casa, corresponde más bien una globalización armada. Este
enfoque,
evidentemente más adecuado y veraz, es con todo insuficiente.
Insuficiente
porque concibe todavía el Estado-guerra como una respuesta
ante la
provocación de una situación. Esta concepción al encarar
el Estado-guerra
como efecto de una causa (o conjunto de causas, incluso interrelacionadas)
construye un modelo que nos impide considerar el Estado-guerra en sí
mismo,
y a partir de sí mismo. Como si el desplazamiento propuesto no se hubiese
terminado de efectuar.
Según lo dicho la génesis del Estado-guerra sólo puede
ser su propia
autocreación. En otras palabras. Nada preexiste (ontológica,
y por tanto,
políticamente) al Estado-guerra. Podemos empezar diciendo que esta
afirmación se sostiene a condición de que en el Estado-guerra
se produzca
una doble inversión. 1) Contra Hobbes: el Estado-guerra no nace para
poner
fin a la guerra sino para desplegarla. 2) Contra Clausewitz: la guerra no es
la prolongación de la política mediante otros medios, sino que
la política
misma es guerra. Realizada esta doble inversión se clarifica el
porqué de la
primacía del Estado-guerra. El Estado-guerra en su actividad que le es
propia, la política en tanto que guerra, escoge quien es su
enemigo y crea su pueblo.
Esto es lo que ha sucedido poco después del 11 de Septiembre. El
enemigo es,
por supuesto, el terrorismo. El pueblo son todos los que admiten que, un
poco menos de libertad, es el precio que hay que pagar a cambio de una mayor
seguridad. En la fiesta de fin de año celebrada en Times Square, miles y
miles de banderas americanas ondearon al viento como una sola y gigantesca
ola patriótica.
El Estado-guerra y el fascismo postmoderno
Hemos analizado la génesis del Estado-guerra y, en la medida que su
explicitación avanzaba, quedaba claro también que no tiene
sentido plantear
la pregunta ¿Qué es el Estado-guerra? Esta pregunta es
errónea porque
substancializa lo que es el proceso de una estructura estructurándose.
Ahora
bien, este proceso de génesis no se reduce a una militarización,
a un
aumento de sus disposiciones represivas, aunque eso sea verdad. Para
entenderlo es necesario poner en relación el Estado-guerra con el
fascismo
postmoderno. La tesis que trataremos de defender puede resumirse así: el
Estado-guerra no es más que una readecuación interna
al fascismo postmoderno.
Para introducir el concepto clave de fascismo postmoderno tenemos que
remontarnos al postfordismo. Usualmente se conoce como postfordismo la etapa
en la que el capitalismo se dispersa y se flexibiliza. Para describirlo
mejor es fundamental hacer referencia a la política de la
relación que lo
estructura. La política de la relación vigente en esta etapa
puede centrarse
en el principio de identidad. Cuando el principio de identidad funciona
hacia adentro genera una cultura de la empresa. Por el contrario,
cuando
funciona hacia afuera genera una cultura de la emergencia. La
cultura de la
empresa, aunque sumamente diversa, tiene en el toyotismo su expresión
más
acabada. El toyotismo organiza la producción a partir de equipos de
trabajo
y funciona incorporando el lenguaje del deporte competitivo (equipos, paso
del testigo...). Lo que nos interesa resaltar es que esta organización
persigue la creación de un nosotros en el lugar de trabajo. Un nosotros
o
neocorporativismo a pequeña escala que, sin embargo, requiere de una
cultura
de la emergencia y de la excepcionalidad penal para controlar el afuera, al
Otro. La cultura de la emergencia emplea la cárcel como su dispositivo
fundamental. Pero no sólo. Existe una amplísima
legislación, con todos sus
aparatos, que complementan y extienden ese control normalizador.
Con razón se discute si el postfordismo es una nueva
estabilización del
fordismo o una crisis más avanzada. Utilizando la terminología
introducida,
podríamos afirmar que esa ambiguedad deriva de que entre la cultura de
empresa y la cultura de la emergencia no existe un isomorfismo. Por eso el
postfordismo tiene que tender obligatoriamente hacia la sociedad red. En la
sociedad red el principio de identidad funciona en el interior del
principio
de razón suficiente, lo que permite una reformulación de las
dos culturas
que facilita su máxima convergencia. La sociedad red conectará
entre sí los
segmentos más dinámicos de la sociedad, a la vez que
desconectará y
marginará. La sociedad-red ofrece un modo nuevo de resolver el
hundimiento
de la tríada democracia-Estado-capitalismo. Este nuevo modo que implica
un
verdadero salto respecto a la mera convergencia de la cultura de la empresa
y de la emergencia, consistirá en una movilización total
(autónoma y
heterónoma) de la vida por lo obvio. Pues bien, porque esa es la
verdad de
la sociedad red, a esta etapa a la que la sociedad tiende la llamamos
fascismo postmoderno.
El "acontecimiento 11 de Septiembre" ha sido, por encima de todo, una
imprevisibilidad absoluta. Es más. Esta imprevisibilidad ha actuado
inmediatamente como un auténtico impensado. Un impensado que, chocando
directamente contra el principio de razón suficiente, lo ha puesto en
crisis. El "todo está ligado por razones" y el "nada
hay sin raz"n" que era
como se plasmaba la nueva política de la relación en la sociedad
red, ha
saltado por los aires. El Estado-guerra será, entonces, la
readecuación
interna al fascismo postmoderno que éste necesitaba. Esta
readecuación tiene
que posibilitar algo que define en negativo al fascismo postmoderno: poder
matar. El fascismo postmoderno en tanto que movilización total de la vida
tiene como horizonte la vida y no la muerte. Ésta era justamente una
de las
diferencias respecto al fascismo clásico. Por eso la
readecuación empieza
con una redefinición de la noción de obviedad para que
matar se haga
posible. Lo obvio será, a partir de ahora, la propia Vida como opuesta
a la
Muerte. ¿Quién, estando en sus cabales, no defiende la Vida y
condena causar
la Muerte? En este punto empieza la readecuación de la que
hablábamos. Es
paradójico pero es así: cuando la movilización total de
la vida es por la
Vida el Estado puede matar. Es el Estado-guerra. Pero el Estado-guerra
sólo
puede fundar esta tautología que es la del propio poder - "el
poder es el
poder" - si se reteologiza. Mediante la reteologización el Estado
recupera
la decisión soberana y devuelve la seguridad perdida. Detrás del
Estado-guerra está el Uno. El Uno, el Uno que tiene la decisión
soberana de
poder matar, en definitiva, Dios. O sea Bush subido en su avión
"Air Force
One" sobrevolando USA para que no pudiese ser alcanzado por ningún
terrorista, conectado con todos los centros de operaciones habidos y por
haber, teniendo la decisión última. Bush que es el Bien,
impulsando una
cruzada contra el Mal. "Lo quiero vivo o muerto". "O con
nosotros o contra nosotros"...
La reteologización del Estado tiene, además, un efecto sobre la
misma
realidad. La homonimia de la realidad que caracteriza a la época
postmoderna
se ve sacudida en sus cimientos. No, la realidad no se dice de muchas manera
sino de una sola, es unívoca. Aunque de esta realidad única se
pueda hablar
de dos modos: como la realidad visible (o normal) y como la realidad
invisible (o secreta). Esta demarcación va a ser en la que deberemos
acostumbrarnos a vivir. Con el Estado-guerra vuelve la teología y el
sentido
común. El fascismo postmoderno no desaparece sino que en él
se reinstalan
elementos del fascismo clásico: un Presidente, el pueblo, la guerra y
la muerte.
La debilidad del Estado-guerra
El Estado-guerra se impone, cambiando incluso nuestra percepción de la
realidad. Aunque no necesite legitimarse ya que se apoya en el sentido
común
y, a pesar de que la Postmodernidad ha puesto en crisis los grandes relatos,
produce uno nuevo que da sentido a su acción. El atentado del 11 de
Septiembre fue un desafío a Occidente y a sus valores (libertad,
democracia
etc.): "Occcidente debe, por tanto, defenderse y tiene derecho a
hacerlo".
El sentido así generado se articula como proyecto, mejor dicho: como
el proyecto. El proyecto único que es precisamente la
unificación generalizada
que va a recorrer toda la sociedad: una realidad, un pueblo, una sociedad...
amenazada. El proyecto único que es la propia unificación,
dará forma a la
movilización total de la vida por la Vida. En su interior, se
rehabilitará
el poder y la jerarquía, que el desarrollo de las nuevas
tecnologías muchas
veces socavaban. El miedo (y ya no tanto la esperanza) será el aceite que
lubrificará la nueva movilización. En el Estado-guerra se
confunden sentido,
proyecto y dirección del proceso de globalización.
A pesar de todo, el Estado-guerra es sumamente débil. Ya hemos
adelantado al
comienzo que esa debilidad reside en una derrota que no se puede borrar.
Ahora se trataría de analizar más de cerca dicha debilidad. La
autocreación
del Estado-guerra comporta también su propia
autoescisión. El Estado-guerra
se autoproduce separando inmediatamente "lo no dicho que no se puede
decir"
del mismo "decir". "Lo no dicho que no se puede decir"
es, por un lado, la
derrota originaria; por otro lado, su ausencia de fundamento explicitada en
la tautología. Es su secreto y su verdad, la verdad que el Estado-guerra
tiene que rechazar hacia lo más oscuro de sí mismo. Por eso el
Estado-guerra, desconociendo su propia verdad, desconoce - en el sentido de
no admitir - que es Estado-guerra. Y como este secreto es un déficit
de ser,
una incompletitud esencial, el Estado-guerra tiene que emprender, tal como
decíamos, una fuga hacia adelante.
Podríamos decir que si "hace falta que la cosa se pierda para
ser representada" en nuestro caso: "hace falta que el Estado
pierda (sufra una derrota) para ser representado como Estado-guerra". Lo
que tiene una doble consecuencia: 1) El Estado guerra se verá a
sí mismo siempre como el Estado que defiende la paz. 2) La fuga
hacia adelante consistirá, justamente porque en su inicio hay una
incompletitud, en una búsqueda de la unificación. El efecto
será un proceso de indiferenciación generalizada. El
Estado-guerra no sabrá distinguir: en el Otro, entre
diferencia y enemigo; en el desorden, entre caos y terror; y
finalmente, en el futuro, entre novedad e incertidumbre. Esta
indiferenciación en la medida que se generaliza afecta directamente
la dinámica de cambio de la sociedad. El motor de la creatividad
fundamental en una sociedad postmoderna se verá completamente
averiado. Uno de los economistas de empresa más famosos en uno de sus
libros daba consejos de este tipo: "Lo más excitante del futuro
es que podemos darle forma", "hay que aprender a vivir al borde
del caos"... No hace falta insistir mucho en cómo estas
guías para la acción dejan de valer cuando la seguridad es la
prioridad fundamental. La indiferenciación tiene, además, otra
consecuencia más importante si cabe. El fascismo postmoderno
funciona a partir de unidades de movilización (o centros de
relaciones) que son perfectamente singulares. Cada individuo con su
proyecto personal, buscándose a sí mismo, etc., construye
esa realidad compleja. La indiferenciación, en cambio, reconduce la
singularidad al "hombre masa" en tanto que componente del pueblo.
Lo que da fuerza al Estado-guerra acaba, paradójicamente,
haciéndole más débil. El fascismo clásico
termina siendo una rémora para el fascismo postmoderno.
Podríamos resumir el resultado al que llegamos con estas palabras:
la debilidad del Estado-guerra es consecuencia de no existir un
punto de equilibrio entre el fascismo postmoderno y el fascismo
clásico. Dicho de otra manera. El Estado-guerra en tanto que
readecuación interna al fascismo postmoderno no es ninguna
solución.
El destino nihilista del Estado-guerra
Hemos dicho que el Estado-guerra emprende una fuga hacia adelante que
coincide con su propia autoconstitución. En relación con dicha
fuga hemos
empezado a desvelar el porqué de su debilidad. Insistir ahora en el
proceso
de fuga mismo, nos permitirá precisar tanto esta debilidad como mostrar
el
destino nihilista al que el Estado-guerra está sometido.
La fuga hacia adelante es una búsqueda de unificación que
genera una
indiferenciación generalizada. Pero la fuga es también
una búsqueda de
reconocimiento. Esto significa que el Estado-guerra, por ser lo que es,
tiene que iniciar una terrible metonimia: de destrucción en
destrucción
hasta que se acaben igualando la situación de normalidad con el estado de
guerra. La implantación de esa situación desemboca,
necesariamente, en una
guerra abierta contra todos. Aquí todos son los extranjeros, y para ser
extranjero basta quererlo. El Estado-guerra debe mantener coaligados el
proceso de indiferenciación y el estado de guerra.
El estado de guerra con
la oposición amigo/enemigo tiene que llegar hasta los lugares más
recónditos. Y, a la vez, el proceso de indiferenciación tiene
que extenderse
a todo. No existe una oposición absoluta entre ambos procesos, pero lo
que
sí es cierto es que tienen que funcionar coordinadamente, pues si no en
seguida se oponen. El proceso de indiferenciación tiende a detener el
tiempo. Su horizonte es una realidad unificada y estática. El estado de
guerra, por el contrario, tiende a multiplicar el tiempo. La dualización,
con su dinamismo, apunta a una pluralidad que se pluraliza. La "guerra
contra la subversión" desarrollada en América Latina
sería un precedente, si
bien todavía parcial y localizado, de la sincronía entre ambos
procesos:
"En la guerra moderna el enemigo es difícil de definir... el
límite entre
amigos y enemigos está en el seno mismo de la nación, en una
misma ciudad, y
algunas veces dentro de la misma familia... Todo individuo que, de una
manera u otra, favorezca las intenciones del enemigo, debe ser considerado
traidor y tratado como tal." (La guerra moderna. Ejército de
Colombia.
Biblioteca del Ejército. Bogotá. 1963)
El modo como el Estado-guerra consigue hacer frente a la desregulación,
a la
crisis de sincronía, es mediante la neutralización de lo
político (que no de
la política que es guerra). La neutralización absorbe las
tensiones que
surgen, anula las diferencias que se unilateralizan... Pero el destino
nihilista del Estado-guerra está inscrito en cada uno de los procesos
que lo
atraviesan. En el proceso de indiferenciación, en el estado de guerra y,
sobre todo, en la neutralización de lo político cuando la
estatalización se
consuma como fin de lo político.
Un programa de subversión
Un programa de subversión no tiene nada que ver con el apoyo del
conocido ciclo acción/represión cuya finalidad sería
que el Estado muestre su "verdadera cara", ni con extasiarse ante el
¡Cuánto peor mejor! Aunque, evidentemente, tampoco tiene nada
que ver con la defensa de la democracia o algún tipo de nueva
ciudadanía. Unas y otras propuestas olvidan que ya
estamos en el interior del Estado-guerra. Un programa de subversión
surge con un objetivo insensato: aprovechar la debilidad del Estado-guerra para
intentar atacarlo. Para intentar frenar esa andadura de muerte que es la
suya. Eso significa, después de lo dicho, tratar de imponer la
diacronía al Estado-guerra. O sea, intervenir de modo que su
cofuncionamiento interno entre en crisis. Esta intervención no tiene
la forma de ninguna reivindicación. La reivindicación
económica o política hace tiempo que se topa, o bien con la
sacrosanta economía, o bien con la democracia en tanto
que límite insuperable. Ante el Estado-guerra la reivindicación
es más vana que nunca. Es difícil negociar con la
policía. El diálogo se parece a un interrogatorio. Contra el
Estado-guerra, porque la ontología es toda suya,
sólo nos queda el gesto radical. ¿Qué es un gesto radical? Muy poca cosa. Y,
además, es difícil de explicar. Quizá la mejor
definición sería indirecta.
Un gesto es gesto radical cuando para el Estado-guerra se trata de
un gesto nihilista. Pero a la inversa no es válido: no todo
gesto nihilista es un gesto radical. Cuando la diacronía invade al
Estado-guerra se forman espacios y tiempos . Allí es donde estos
gestos pueden surgir.
El gesto radical abre la puerta a otra politización. Ciertamente no
saldremos del nihilismo si bien esta otra forma de consumación se opone
absolutamente al fin de lo político. Esta vez, la
neutralización tendrá lugar como politización de la
existencia. Esta politización no
confiere una
dimensión política a lo que serían intereses privados.
Está mucho más cerca
de la emergencia de un nosotros vaciado de identidad. Unos trabajadores a
los que cerraban la empresa se subieron al tejado con todo tipo de productos
químicos. Pusieron un cartel: "Dinero o Boom". El hombre
anónimo es el que
escapa: no se deja encerrar ni en la unidad de movilización ni en el
"hombre
masa". Desokupar el orden. Pensar es ya una victoria contra el
Estado-guerra. O por lo menos intentarlo. Querer vivir, a pesar de todo,
también lo es. Ante la guerra desencadenada después del 11 de
Septiembre
algunos ilustres profesores - pertenecientes a no menos ilustres centros de
investigaciones - han planteado la pregunta: ¿Cómo sabremos que
hemos
ganado? Les contestaremos. Nosotros no ganaremos pero, por lo menos sabemos
algo que ellos no saben: que jamás sabrán si han vencido. El
Estado-guerra
sigue una marcha irreversible. Su destino nihilista le llama. Pero hay otra
salida nihilista... que no es el "fin de lo político".
volver a paremos la guerra