LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES COMO

CUESTION DE ESTADO.

UNOS APUNTES CRITICOS[1]

 

Begoña Marugán y Cristina Vega

 

 

La desnaturalización de la violencia. Un recorrido

 

En el Estado español la visibilización de la violencia contra las mujeres estuvo hasta hace escasos años protagonizada por el Movimiento Feminista. Desde los años setenta, los discursos feministas politizan la experiencia encarnada –el sexo socialmente construído– y sitúan la cuestión de la libertad sexual en el centro de una experimentación que recorre aspectos como la autodeterminación reproductiva, el cuestionamiento de la heteronormatividad, el desafío a los dictados médicos y religiosos o el rechazo a la miseria sexual en el matrimonio. Lo privado irrumpe en la vida social inaugurando una revolución micropolítica, una insubordinación que se generaliza en su afirmación de una presencia-sujeto colectiva y de un cuerpo que se desobjetualiza conviertiéndose en agencia materializada. El derecho al placer aparece desde el principio vinculado a la denuncia de la violación y del miedo como condicionante subjetiva de todas las mujeres. «La calle y la noche también son nuestras».

 

Poco después, ya en los ochenta, se cuestiona la privacidad de las relaciones familiares y la bondad de las mismas. La violencia en los hogares, hasta entonces silenciada en lo público y regulada en el seno de las familias, se convierte en uno de los aspectos fundamentales para un movimiento con una fuerte presencia en la calle. Se señala la complicidad entre el patriarcado –sistema de poder que ejercen los hombres sobre las mujeres–, el Estado y el capitalismo, y se insite en el discurso de aquellos años en lo que se denomina «violencia económica» e «institucional» (Miranda 2001). La violencia es la expresión de articulaciones complejas que abarcan desde los aspectos simbólicos –la constante objetualización e «intercambio» de mujeres–, la dependencia económica como condición de posibilidad de la violencia, hasta el belicismo como agresión historicamente legitimada que tiene un impacto directo sobre las violencias civiles[2]. En definitiva, la violencia contra las mujeres ha de comprenderse en el marco de las relaciones sexuadas de poder y, más allá de las mismas, en su articulación con otros órdenes de dominio[3].

 

Las luchas de los ochenta obligaron a las instituciones a aceptar ciertos planteamientos feministas sobre la necesidad de auxiliar a las mujeres víctimas de violencia. Desde el Estado, se inicia alguna campaña de denuncia, se crean las unidades especiales de mujeres policías, las comisarías comienzan a recoger datos estadísticos y se abren las primeras casas de acogida. A partir de experiencias como las de las casas de acogida nacidas en el entorno de las redes de apoyo feministas, la Comisión para la Investigación de Malos Tratos, los despachos profesionales de abogadas o los incipientes servicios sociales, las feministas generaron un estado de opinión que condujo a la reforma, en 1989, de un Código Penal[4] que continuaba concibiendo los delitos contra la integridad y la libertad sexual de las mujeres como delitos contra su honestidad y, por consiguiente, contra la honorabilidad de los hombres y de las familias a su cargo.

 

Tras el éxito obtenido con la reforma del Código Penal, en la que el título «delitos contra la honestidad» se sustituyó por el de «delitos contra la libertad sexual», se introdujo por primera vez el término «agresión sexual» y en los Artículos 419 y siguientes se reguló la violación, también la anal y la bucal, el protagonismo del Movimiento Feminista en las calles cedió ante una intensa intervención institucional de la mano del PSOE dirigida a supeditar la acción de los grupos de mujeres, fundamentalmente a través del sistema de subvenciones, a la iniciativa estatal, más interesada en la legitimidad política y la gestión de lo social que en la transformación y la activación de los movimientos y de la ciudadanía en su conjunto.

 

En la década de los noventa, el Movimiento Feminista desaparece, salvo algunas excepciones, como enunciador principal de la violencia en la escena pública. Las instituciones, fundamentalmente los organismos internacionales, y los medios de comunicación pasan a un primer plano en la conceptualización y el modo de abordar los malos tratos en la familia, violencia que desde mediados de los noventa se situará en el centro del debate. La práctica política hegemónica de los grupos activos más visibles durante estos años y en adelante es la del lobby o grupo de presión dirigido sobretodo a propiciar cambios en la legislación. Estos grupos, muchos de ellos miméticos con respecto a la intervención institucional, entienden la acción política estrictamente en relación a la esfera estatal y asistencial perdiendo de vista la componente crítica y de producción de subjetividad, de crítica social y de una sociabilidad otra que impulsaran los grupos feministas en las décadas anteriores.

 

 

De planes, protocolos, declaraciones y otros papeles

 

Durante la década de los noventa, la creciente legitimación de los organismos internacionales, menos expuestos a los conflictos situados en el ámbito de los Estados-nación europeos, se deja sentir de un modo especial en relación a los núcleos de legitimidad articulados en torno a los «excluidos». Asistimos en la década de los 90 a una cristalización de las reivindicaciones feministas en foros internacionales que ofrecerán recomendaciones a los Estados sobre las llamadas «cuestiones de género». En 1993, la Conferencia Mundial de Viena sobre los Derechos Humanos reconoció, en la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, los derechos específicos de las mujeres como derechos humanos y la responsabilidad de los Estados en las violaciones de derechos humanos «de puertas a dentro». Dos años después, la Cuarta Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la mujer en Beijin establecía una serie de objetivos estratégicos para prevenir y eliminar la violencia contra las mujeres. Además de las declaraciones y en línea con éstas, el Parlamento Europeo formuló la Resolución A4-02250/97, de Tolerancia Cero ante la violencia contra las mujeres. En consonancia con ésta última, el Instituto de la Mujer incluyó la violencia contra las mujeres en el III Plan de Igualdad de Oportunidades entre Mujeres y Hombres. Tras éste se han aprobado dos planes específicos –I Plan Integral contra la violencia doméstica, 1998-2000, y II Plan Integral contra la violencia doméstica, 2001-2004–. La práctica de estos planes, entre otras cosas, estimula la transferencia de la gestión y las subvenciones a distintos organismos no gubernamentales –el célebre reconocimiento a la iniciativa de los grupos de mujeres, ahora bajo otra racionalidad– y a empresas de servicios que serán las encargadas de impartir cursos a funcionarios, gestionar las casas de acogida y elaborar campañas de sensibilización.

 

Las áreas de actuación del I Plan fueron seis: (1) Sensibilización y prevención, (2) Educación y formación, (3) Recursos sociales, (4) Sanidad, (5) Legislación e (6) Investigación.

 

En el área de sensibilización y prevención, además de instar a los órganos rectores de medios de comunicación a no reproducir contenidos sexistas o violentos y promover un premio, el Instituto de la Mujer se ha centrado en la realización de tres campañas oficiales. La primera, en 1999, decía «si ocultas la verdad, nadie sabrá que necesitas ayuda, que no te marque el miedo, marca este teléfono»; la segunda, un año después, tenía como lema: «La violencia contra las mujeres nos duele a todas, nos duele a todos. La sociedad condena, la ley también» y, la última, en el 2001, «Si te quedas sin palabras, te quedarás sin nada. Recupera tu vida. Habla». Las imágenes de estas campañas inciden en la centralidad de la denuncia como momento clave en la interrupción de los malos tratos y muestran a mujeres golpeadas, llorosas y paralizadas (Marugán y Vega 2002).

 

Nuevamente y a pesar de la simplificación de esta aproximación, que además se entiende como salida exclusiva (Colectivo Abierto de Sociología 1999, pp. 71-72 y Villavicencio 2000), vemos cómo se va acotando el campo de la violencia y cómo la mediación estatal se convierte de forma progresiva en el único ámbito de inteligibilidad en lo tocante a la violencia contra las mujeres. Con respecto a lo primero, nos gustaría llamar la atención sobre la segmentación de «la mujer maltratada» con respecto al resto de las mujeres y de la «violencia doméstica» en relación al resto de las formas de violencia –la simbólica, la institucional, la económica, la bélica, etc.– con las que establece un continuum con distintos rasgos e intensidades pero con el denominador común de perpetuar la dominación masculina. Las maltratadas conforman un «perfil» en el que la clase social y, recientemente, la etnicidad y el lugar de procedencia aparecen magnificados como parte de una estrategia mediática que aspira a explotar los aspectos morbosos y estigmatizantes en su particular batalla por las audiencias. A pesar de la aparición durante el último año de algunas campañas que introducen a la sociedad en la lucha contra la violencia, algunas con una clara orientación hacia la auto-vigilacia ciudadana como la del Ayuntamiento de Madrid, lo cierto es que se viene primando una concepción centrada en la relación individualizada de la maltratada vis a vis el Estado promoviendo la idea de que las instituciones tienen la solución pero que son las víctimas las que tienen que decidirse[5].

 

La proliferación de estos mensajes de sensibilidación se produce, además, en un contexto agravado por la incertidumbre económica que como sabemos afecta en mayor medida a las mujeres y por la desestabilización de las identidades masculinas y de los vínculos socioafectivos tradicionales. En este contexto, los discursos acerca de la familia y/o el parentesco –sobre el modo en el que ha de regularse, las formas de «conciliar» lo familiar y lo laboral, la natalidad y la titularidad o el acceso (de parejas de hecho, homosexuales, extranjeros, madres solas, etc.) a los derechos (económicos, de adopción, de nacionalidad, de reproducción asistida, etc.) que ésta confiere– revisten una importancia cada vez mayor como fuente de legitimidad. Tal y como lo ha expresado Judith Butler recientemente,

 

«Sus regulaciones [las del Estado] no siempre pretenden ordenar lo existente sino conformar la vida social de acuerdo con ciertos modos imaginarios. La inconmesurabilidad entre la estipulación del Estado y la vida social existente significa que este salto debe salvarse para que el Estado continue ejerciendo su autoridad y ejemplificando el tipo de coherencia que se espera confiera a los sujetos. Tal y como nos recuerda Rose, ‘el Estado se a vuelto tan ajeno y distante para la gente que se supone representa que, de acuerdo con Engels, tiene que apoyarse, más y más desesperadamente, en lo sagrado e inviolable de sus propias leyes’» (2002, p 15)

 

La visibilización de la violencia llevada a cabo por el Movimiento Feminista representa un cuestionamiento serio de la familia, de la división sexual del trabajo y de la «mística de la feminidad». La forma de comprensión de este fenómeno que proponen las instituciones y los medios de comunicación en la actualidad está encaminada, a nuestro entender, a apaciguar esta crítica convirtiendo la violencia contra las mujeres en algo disfuncional y, desde el endurecimiento del Código Penal en el 95 y a lo largo del último año, en un problema de «seguridad» que en la campaña electoral de los partidos políticos, tanto del PP como del PSOE, se agrupa junto a la extranjería, la delincuencia y el terrorismo. Los discursos de «Tolerancia Cero» son la expresión popularizada de un giro penal y represivo de inspiración estadounidense que aspira a traducir los problemas sociales y políticos a cuestiones de defensa, seguridad, reclusión/expulsión y castigo. El plan anticriminalidad del gobierno que incorpora medidas para combatir la violencia doméstica eleva este espíritu a su máxima expresión[6].

 

Por otro lado, las campañas a las que hemos aludido anteriormente no aspiran, como sostienen sus impulsores, a «prevenir la violencia». Lo que se está abordando es el maltrato existente y, dentro del mismo, el que reviste un carácter más escandaloso: el físico, puesto que el psicológico y el sexual son prácticamente ignorados. La denuncia, momento primero de mediación instituonal, que en muchos casos se presenta, más bien, como un fin, queda a menudo desatendida y como se ha observado durante los últimos años, las denunciantes se exponen a riesgos mayores ocasionados por la virulencia que desarrollan los agresores al verse cuestionados en lo público[7] y por la falta de sensibilidad de los jueces a la hora de decretar medidas cautelares.

 

En lo que respecta a las medidas educativas en el área de educación y formación, con frecuencia los protocolos y las «buenas prácticas» señaladas resultan excesivamente abstractas y ajenas al curriculum; “Los agentes que deberían liderar el cambio educativo, entre los que cabe destacar al profesorado, suelen manifestar serias dudas sobre cómo llevarlo a la práctica” (Díaz-Aguado y Martínez 2002, p. 63). Por otro lado, estas medidas están pensadas únicamente para la educación reglada y no contempla otros ámbitos como los programas televisivos, los video juegos o las actividades de los centros culturales. Sobre el alcance real de la formación de profesionales (personal sanitario, de servicios sociales, cuerpos y fuerza de seguridad del Estado, judicatura y ámbito del derecho y profesorado), en la que se ha avanzado en los últimos años, poco sabemos puesto que no se han puesto en marcha proyectos de evaluación. En términos generales, la acción de la sociedad aparece en un plano muy secundario con respecto a la iniciativa y el nivel de exigencia que se descarga sobre las maltratadas, reproduciendo en otra clave la responsabilidad de las mujeres, no ya en el orígen de la violencia y el fracaso de la vida familiar, sino en la detención de la misma (Marugán y Vega 2001).

 

La implicación de la sociedad como fuente de cooperación, de alternativas y de debate se ha convertido en una coletilla superficial frente al reforzamiento del poder de los distintos cuerpos de expertos que serán, finalmente, los agentes legitimados a la hora de opinar, gestionar y resolver los problemas de los sectores «vulnerables».

 

Servicios sociales: el internamiento como paradigma

 

Los recursos y servicios sociales son el ámbito de intervención europea prioritario. La mayoría de las actuaciones van dirigidas a la violencia doméstica ya cometida, por lo que los ejes centrales de actuación son la recuperación de las mujeres; en la mayoría de los casos sólo se aborda la protección, y la sanción de los maltratadores.

 

La casa de acogida, dispositivo central de atención, reproduce a nuestro entender algunos de los problemas ya estudiados de las instituciones cerradas[8]. El centro integral, enfatizado por grupos como la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, solventa algunas de las carencias de la mera acogida y tiene como objetivo potenciar la autoestima de las mujeres y desarrollar dinámicas de terapia colectiva con una orientación feminista y no, como observa Ana Mª Pérez del Campo, liderada por organizaciones religiosas directamente responsables de la secular sumisión y resignación femenina cuando no de la explotación directa de las acogidas[9].

 

En estos centros, el ámbito terapéutico y de gestión ha cobrado importancia en estos últimos años. No obstante, el problema se plantea cuando las mujeres no quieren o no pueden alejarse de su entorno inmediato para refugiarse en una de estas instituciones de recuperación, o cuando su recorrido –en ocasiones contradictorio– les impide acceder a unos recursos que responden a una concepción de vía única: denuncia-alejamiento-refugio-tratamiento-salida y después ¿qué? A diferencia de países como Austria, donde los agresores son inmediatamente expulsados de la vivienda durante la investigación del caso y donde es el juez el que dictamina quién empleará el domicilio conyugal, y ante la falta de aplicación de las medidas cautelares, paradójicamente la seguridad de las mujeres víctimas de agresiones reduce su libertad en lugar de la de sus agresores. Este debe ser el único caso en el que el presunto delincuente no se ve extrañado de su medio mientras que la víctima debe abandonarlo.

 

Se podrían diseñar otro tipo de medidas, muchas de ellas de carácter económico –salario social, pisos, excedencias, etc.– junto a otras de carácter terapeutico, hoy por hoy prácticamente inexistentes en «régimen abierto» y gratuitas. La Proposición de Ley Orgánica Integral Contra la Violencia de Género, proyecto presentado en la Cámara baja por el PSOE y realizado con las aportaciones de destacados grupos de mujeres, adopta este paradigma de atención y no alcanza a imaginar un horizonte en el que las redes de apoyo cuenten con medios pero no pasen por la reclusión o la institucionalización.

 

Las ideas de seguridad y protección, importantes cuando estamos hablando de la vida de las mujeres, prevalecen sobre las de apoyo y cooperación en lo social. Se trata de una descompesanción excesiva que cede todo el protagonismo a los nuevos grupos de expertos que se están formando en este campo y que lejos de estar animados por lo que se ha dado en llamar «perspectiva de género», reproducen algunos de los peores estereotipos –patologización, paternalismo, dependencia, etc.– de la intervención asistencial.

 

Desde 1998 se han incrementaron las unidades del Servicio de Atención a Mujeres víctimas de violencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado –de 26 a 46 en el 2000–, se han creado servicios específicos dentro de las policías locales, se ha puesto en funcionamiento el Teléfono de Emergencias 24 horas y se lanzan iniciativas nuevas como las pulseras-alarmas o los localizadores GPS que además de avisar a los centros de emergencia gravan la interacción con el agresor[10]. La denuncia se ha convertido en un requisito imprescindible para cualquier paso últerior y el énfasis sobre la protección inmediata entendida bajo el paradigma securitario y penalista, y no como fortalecimiento del posible entorno –familiar, de salud, laboral, vecinal, amostoso, etc.– de apoyo y cuidado con recursos contribuye al régimen de aislamiento que padecen muchas mujeres[11]. No estamos diciendo aquí que los centros integrales no sean útiles y necesarios, estamos pensando en la diversificación de las medidas; al fin y al cabo, no todas las mujeres tienen cabida en ellos, tanto por la limitación de las plazas existentes como por las condiciones exigidas[12].

 

Las mujeres inmigrantes sin papeles, sin ir más lejos, no pueden acceder a estos recursos aunque estén siendo atendidas por muchas personas sensibles que desobeden diaramente las leyes que impiden a las mujeres huir de situaciones de violencia. Como ha explicado recientemente Malika Abdelaziz,

 

«Es imposible por otra parte seguir dando la espalda a la realidad.  Existen mujeres inmigrantes indocumentadas y son cada vez más numerosas las víctimas de violencia de género que ven denegado el acceso a los centros de emergencia contra malos tratos, pisos protegidos y residencias, por carecer de permiso de residencia. El dispositivo de acogida y apoyo –tanto el que actualmente se establece como el propuesto por la Ley Integral– debería estar asimilado a los servicios sociales /derechos básicos actualmente accesibles a los extranjeros y extranjeras presentes en el territorio español sea cual sea su situación administrativa.» (http://www.mujeresenred.net/v-inmigrantes-Malika_Abdelaziz.html)

 

En el contexto actual no proponer una reforma de la Ley de Extranjería y del Reglamento, no sólo en lo tocante al acceso a recursos sino en relación a la renovación de la residencia o al permiso de trabajo resulta absolutamente inmoral.

 

Con respecto a la «recuperación» del maltratador[13] existe una polémica sobre su utilidad y sobre su rango con respecto a las medidas y recursos destinados a las mujeres maltratadas. En este tema existe una corriente, hoy minoritaria, que se plantea la utilidad constata las limitaciones del Código Penal como instrumento para abordar la violencia como problema estructural y no individualizado (Ortubai 2001, pp. 304-305). Quienes están en contra de esta vía argumentan que diseñar terapias o tratamientos para los agresores podría contribuir a fijar aún más la imagen de «loco o enfermo» de los maltradores y a vanalizar esta clase de violencia. Se trata, indudablemente, de una cuestión sobre la que tenemos que seguir pensando y evaluando lo que se está haciendo aquí y en otros países.

 

Disfuncionalidades controlables

 

En lo que se refiere a la gestión, nos hallamos ante un caso ejemplar de lo que en otro trabajo, y siguiendo a otros autores, hemos caracterizado como gestión de la emergencia y gobierno a distancia (Marugán y Vega 2002). El tratamiento de la violencia en el Estado Español ha entrado de lleno en un periodo en el que la privatización, la minimización y la externalización de las políticas sociales son el paradigma dominante en el marco de los cambios del Estado-nación y la ofensiva neoliberal.

 

De acuerdo con esta nueva racionalidad, el Estado «está obligado a economizar su propio ejercicio de poder» acudiendo a la movilización permanente de su conocimiento sobre los individuos; «la regulación será en gran medida obra de agentes no estatales» (de Marinis 1999, pp.77-78). El nuevo gobierno se sirve de técnicas que crean una aparente distancia entre las decisiones de las instituciones políticas formales y otros actores sociales más autónomos que, como las asociaciones de mujeres, vienen encargándose desde mediados de los 80 de la asistencia a las mujeres, animadas por la idea de que lo les sucede a éstas es un grado específico de lo que de uno u otro modo sucede a la mayoría. Estas asociaciones, creadas al calor de la militancia feminista, se están enfrentando a un choque de racionalidades que ha sustituido la motivación política de partida por una lógica dominada por las subvenciones y los súbitos virages en la orientación administrativa. Apoyándose en este impulso de autonomía civil, el Estado externaliza y precariza gran parte de la atención generando un vínculo más cómodo y ágil que descansa, además de en las asociaciones, en un sin número de empresas subcontratadas que van rotando el tipo de servicios ofertados; hoy mujeres golpeadas, mañana ancianas y pasado jóvenes consumidores de alcohol. El compromiso, la empatía, la creatividad y la responsabilidad de las trabajadoras de estos centros, pisos tutelados, teléfonos de atención, etc. hará el resto.

 

El caso de las teleoperadoras, contratadas por un entramado de empresas en red ligadas a los grandes operadores de las telecomunicaciones, que cuentan con poco más que un contrato de alquiler en un edificio anónimo y una línea telefónica resulta paradigmático. El teléfono de atención del que tanto se jacta la administración no es sino un conjunto de trabajadoras precarias en turnos maratonianos con un listado de teléfonos que no han recibido ningún tipo de formación, sensibilización o como se quiera llamar para atender a llamadas de mujeres que acaban de sufrir una violanción o ser golpeadas por sus esposos. Estas trabajadoras en constante rotación, en su mayoría sensibles por propia iniciativa al sufrimiento de otra mujer que evidentemente no se limita a pedirles un número de teléfono, son las que están dando curso a un servicio que debería gestionarse con unas condiciones y una preparación o disposición consciente y preparada.

 

«Terrorismo» y giro penal

 

El ámbito más importante en los discursos actuales sobre la violencia contra las mujeres es, sin lugar a dudas, el de la intervención jurídica. Las modificaciones legislativas de los últimos años han dado cuenta del recorrido desde la invisibilidad y la negación de las mujeres como sujetos de derecho hacia una mayor consideración en lo público con el que iniciabamos el presente artículo. El avance en este campo ha sido notable y se ha centrado en gran medida en el ámbito penal. Tal y como subraya Zabala refiriéndose a los ochenta, «el Código Penal sólo está pensado para delincuentes que tienen culpabilidad subjetiva (...) No está pensado para esos ‘hombres normales’ que, teniendo una convicción cívica estupenda, cada día muelen a palos a sus mujeres en sus felices hogares» (2001, p. 445).

 

No sólo era necesario tipificar como delito las agresiones a las mujeres, sino que había que modificar el tipo de penas impuestas, entre las que se situaba el arresto domiciliario. Desde las movilizaciones feministas que impulsaron la reforma de 1989, se han incrementado las actuaciones, reclamaciones e informes sobre la violencia contra las mujeres que giran en torno al Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal como textos susceptibles de reforma. Esta andadura ha producido cambios sustanciales como el reconocimiento de un delito específico de «malos tratos físicos domésticos habituales», la definición de habitualidad, la conyugalidad o relación de pareja como agravante, la sanción del maltrato psíquico en el que el bien a proteger es la integridad moral, las medidas de alejamiento cautelares o como penas accesorias (bajo criterio judicial) o la perseguibilidad de oficio (Sanchez Vidanes y Carrasco Serrano 2001). Este avance ha forzado el aparato jurídico, introduciendo nuevos valores y tomando en cuenta la singularidad de los sujetos-ciudadanos.

 

Lo cierto es que en muchos casos se ha entendido que el carácter de protección de los bienes jurídicos de la legislación penal, con su sistema de sanciones y su supuesto objetivo de reinserción social es, en realidad, un instrumento preventivo o incluso de erradicación de la violencia.

 

 «De manera perversa la ley penal se utiliza como medio de dirección social, instrumento de pedagogía social para ‘sensibilizar a la gente’ ante problemas como los del medio ecológico o la marginación de la mujer. Bajo esta coartada, el derecho penal deja de ser una última razón, y se recurre a él como medio normal de composición del conflicto. Así se crean en la opinión pública unas expectativas respecto al derecho penal, como vehículo de solución de realidades conflictivas, que nunca podrá cubrir. Cuando se constata el fracaso, inevitablemente se fuerza la herramienta penal.» (Sáez 1995, p. 7)

 

Tal y como observan algunas profesionales del derecho, el endurecimiento de las penas como parte de la reforma del CP en 1995 no tiene prácticamente transcendencia en el número de agresiones (Sánchez y Carrasco 2001). El sistema penal es, además, un instrumento violento y represivo cuyas graves e irreversibles consecuencias, por ejemplo para las mujeres y sus hijas e hijos que tienen que atravesarlo, aconsejan utilizarlo como último remedio (Pineda, Ortubai y Caro 2001). Sin embargo, tal y como explican estas autoras, esta idea, hasta hace dos décadas incuestionable para los grupos progresistas de izquierda, se ha ido modificando a lo largo de la última década. La relegitimización del sistema penal como «instrumento de liberación de los coletivos más desfavorecidos» es un rasgo de algunos discursos feministas que curiosamente se aproximan a los mensajes políticos conservadores sobre el aumento de la criminalidad. Por ello, frente a esta tendencia, la medida de privación del derecho a residir en determinados lugares o a acudir a ellos o la prohibición de aproximarse a la víctima o a sus familiares es una de las medidas de mayor calado. Así, desde estas posiciones, se hace hincapié en todas aquellas propuestas dirigidas hacia la prevención y a la reparación material y moral de las mujeres víctimas de violencia.

 

El problema con la medida de alejamiento, así como con otras[14], sigue siendo según la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas la falta de aplicación de la misma. Tal y como observan las abogadas, el alejamiento queda a discrecionalidad de los jueces y esto impide una intervención adecuada en la protección de las mujeres. A esto se suma la consideración de la mayor parte de las agresiones como faltas y no como delitos, hecho que entre otras cosas no permite –en general– la adopción de medidas cautelares, no genera antecedentes y no da derecho a las mujeres a recibir asistencia jurídica gratuita.

 

Además de las posibles modificaciones y mejoras de la legislación para proteger a las mujeres, una de las reformas más importantes ha sido la concepción del maltrato como delito semipúblico. «Este calificativo tan clarificador permite contraponer ‘el principio de deseo’ –que la violencia familiar deje de ser un problema oculto– con ‘el de realidad’ –que la gente no se quiere implicar en éste problema–» (Colectivo Abierto de Sociología 1999, p. 52). La ambigüedad de este «semi» tiene la ventaja de haber roto la concepción ilustrada de la división sexuada de los ámbitos[15] y otorgado reconocimiento al hecho de que no existe un «bien común», producto de un supuesto acuerdo social, que coincida necesariamente con los intereses de todos los ciudadanos. Aunque el delito se cometa en el hogar, ámbito privado por excelencia y por parte del esposo, compañero o «ex», el Ministerio Fiscal tiene la obligación de perseguir de oficio los delitos y faltas por malos tratos aunque se haya retirado la denuncia.

 

La coordinación de la vía civil y la penal sobre la que insiste la Ley Integral es fundamental pero es preciso admitir que no nos enfrentamos a un mero problema de coordinación. Cabría establecer un paralelismo entre la reducción progresiva de las reivindicaciones feministas de los ochenta a las reformas penales encabezadas por el eslogan «Modificación del Código Penal ¡Ya!» y la actual campaña a favor de la Ley Integral, cuyo eslogan «¡Una Ley Integral contra la Violencia de género, Ya!». La centralidad de la ley puede dejar a un lado otros aspectos menos asistenciales y punitivos y más preventivos y amplios que no solo contemplen la violencia en el hogar ya existente. En definitiva, debería reflexionar si el derecho, instrumento de dominación como demostró Foucault, es un modelo correcto para  resolver el problema de la violencia doméstica.

 

 

«Patrimonios sociales»

 

Resulta significativo que frente a la proliferación de las medidas y posibles reformas penales, los recursos de carácter económico sean los grandes ausentes en el debate, siendo la autonomía económica un factor tan importante a la hora de posibilitar una ruptura con los agresores y afirmar la independencia respecto a los mismos.

 

En primer lugar habría que decir que la casa de acogida, incluso el centro integral, constituye una solución inmediata enormemente limitada en el tiempo. Apenas se han desarrollado alternativas para el «después de», por no hablar de las que tendría que ponerse en marcha para aquellas mujeres que prefirieran optar por otro tipo de soluciones a las que les ofrece el proceso judicial, tal y como está estipulado, y la acogida.

 

Se nos vende como medida específica contra la violencia el salario de integración, una ayuda miserable para todas las mujeres sin recursos, entre ellas, las que sufren malos tratos. Los contratos en formación para mujeres víctimas de violencia son una burla al empleo y un modo «políticamente correcto» de engrosar la fuerza de trabajo femenina, ya de por sí barata y temporal. Esto tuvimos ocasión de verlo reflejado en el célebre «Decretazo» que desencadenó la Huelga General del pasado 20J. Entre las medidas finales del gobierno aparecían las ayudas a las mujeres maltratadas, medidas que fueron esgrimidas en distintas ocasiones para justificar la idoneidad de dicha reforma laboral.

 

En cuanto a los incentivos a las empresas por contratar a mujeres maltratadas, indudablemente se trata de una medida útil que desgraciadamente responde más a los intereses de las empresas que a los de las propias contratadas.

 

Por último, existe el subsidio de desempleo, al que pueden acceder las empleadas víctimas de la violencia que demuestren haber cumplido con la obligación jurídica pertienente. Y para de contar. Es decir, que las que son amas de casa, estudiantes con trabajos precarios sumergidos, jóvenes que no han encontrado su primer empleo y desempleadas, entre otras, no pueden recurrir a ningún tipo de ayuda viable. Esto sí que constituye un paquete de medidas disuasorio.

 

En el contexto actual, la cuestión de la vivienda es muy importante y la preferencia de las víctimas de violencia a la hora de acceder a pisos de protección oficial resulta insuficiente. Lo que está ocurriendo en algunos casos es que los procesos de divorcio de aquellos matrimonios con piso se saldan con la adquisición de los mismos por parte del hombre ante la falta de empleo o de empleo «típico» por parte de las mujeres; desde ese momento, éstas pasan a ser solventes, aunque estén desempleadas, y por lo tanto no pueden acceder a los pisos de protección.

 

La propuesta de Ley Integral, que repara en todo tipo de reformas legislativas (a excepción de la Ley de Extranjería ya señalada), introduce únicamente dos medidas novedosas en este campo: que el Estado se convierta en responsable civil subsidiario anticipando las pensiones alimenticias de aquellas mujeres con hijas e hijos a su cargo y las «ayudas a víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual» justificados judicialmente. Estas ayudas están destinadas a las mujeres que carecen de renta y consisten en el 75% del salario mínimo interprofesional excluida la parte proporcional de las dos pagas, es decir, unas 55.00 pesetas durante 6 meses o 18 para las que tienen responsabilidades familiares; nada de contratos y nada de paro de por medio. Esto no es fomentar la independencia económica y, por lo tanto, posibilitar la ruptura de relaciones violentas sino fomentar la precariedad y la resignación.

 

La propuesta habla también de extinción del contrato con derecho a paro y derecho preferente a la movilidad geográfica cuando la empresa cuente con una plaza vacante. Medidas que tal y como está la política de contratación actual resultan un tanto irrealizables. 

 

 

…una cuestión de Estado

 

A partir de la revisión de las actuaciones efectuadas en el marco del I Plan Integral contra la Violencia Doméstica podemos realizar algunas consideraciones. La primera es de carácter pragmático y tiene que ver con las posibles salidas que tienen hoy en día las mujeres que están siendo agredidas. Los recursos y servicios que se ofrecen tienen el efecto de homogeneizar o excluir a las destinatarias proporcionando pocas alternativas a las que no responden al «perfil» tipo de la asistida, tal y como ha sido definido por las instituciones. Pero además, se ha invertido tanto en publicitar los nuevos servicios que se han puesto en marcha –algunos tan frágiles como la línea 900 del Instituto de la Mujer a la hemos aludido anteriormente– que se ha generalizado la idea de que el Estado está, de hecho, desarrollando actuaciones eficaces y que son las mujeres, en último término, las que no dan el paso y acuden a realizar la denuncia correspondiente para ponerse en manos de los expertos. Si hasta hace escasos años se depositaba en las mujeres a título individual la causa de la violencia –«algo habrá hecho»–, ahora se nos devuelve la responsabilidad por «no dar los pasos necesarios para salir del infierno doméstico».

 

La visión hegemónica que se propicia desde las instituciones y los medios de comunicación responde a una concepción médica –ahora como asistida– de la violencia. La idea es clara: en esta sociedad democrática existen aún algunos hombres anclados en un pasado de dominio patriarcal que no se adaptan a los cambios que las mujeres han experimentado, y es por ello que un Estado que se precie de moderno y europeo debe intervenir. Algunas feministas se suman a este relato sobre el progreso y el avance ininterrumpido de las mujeres en las llamadas sociedades democráticas sin advertir las constantes recodificaciones y modulaciones de lo que Matas y Alberdi (2002) denominan el «código patriarcal». Las condenas de la violencia como «lacra», «residuo» o «drama» intensifican esta idea de la sociedad sana que combate un virus resistente pero controlado. El problema tiene dos vertientes, la de unos hombres que no sólo usan sino que abusa de su poder empleando métodos expeditivos y la de las víctimas, patologizadas y semi-irracionales en virtud de su aceptación continuada de la violencia. Como señalabamos más arriba, la segmentación de los maltratadores y las maltratadas con respecto al resto de la población contribuye a generar un clima en el que la violencia se convierte en un hecho disfuncional que genera un sentimiento de inseguridad difusa que adecuadamente amalgamado reproduce una sociedad paranoica y punitiva atomizada en torno a la totalización del terrorismo.

 

Los medios de comunicación y los discursos intitucionales repiten macabras conductas de vejaciones y asesinatos. En los informativos emitidos por los distintos canales televisivos durante el pasado 25 de noviembre, las acciones de los grupos de mujeres eran reducidas a la mínima expresión frente a la profusión de relatos morbosos sobre torturas, asesinatos y suicidios. La excesiva focalización de la violencia más brutal y accidental imposibilita visibilizar las relaciones cambiantes de poder en el conjunto de la sociedad y la violencia simbólica –la que organiza y jerarquiza las construcciones de la masculinidad y la feminidad–, sobre la que en buena medida descansa la violencia física que tanto interés despierta entre los mercaderes de imágenes. Pensamos que este tratamiento no favorece una visión global de la violencia; de hecho, se pueden hacer todo tipo de alegatos contra la violencia doméstica, tal y como el PP hace constantemente, y acto seguido proponer medidas familistas tradicionales sin que ésto represente conflicto alguno.

 

En este contexto, creemos que es necesario repensar desde el feminismo la cuestión de la violencia al calor del papel cambiante de las agencias del Estado y los organismos transnacionales, los medios de comunicación y los poderes económicos. Frente a quienes piensan que la violencia es una rémora del pasado, los últimos aletazos de un orden que se resiste ante el irresistible protagonismo de las mujeres, consideramos que si bien sí se ha hecho efectivo dicho desplazamiento de los aspectos más autoritarios de este orden, el patriarcado está rearticulando su coherencia interna, su impulso naturalizador, en un periodo de crisis del vínculo familiar tradicional, de hibridaciones múltiples e inestabilidades materiales.

 

 

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[1] Nos gustaría dar las gracias a Ana Mª Perez del Campo, presidenta de la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, por compartir con nosotras sus reflexiones al hilo de los últimos acontecimientos y a Mª Miranda por participar de un diálogo continuo del que forma parte el presente artículo. Otros artículos en: www.cholonautas.edu.pe/genero.htm y en www.la-morada.com

[2] Nancy Hartsock observa: «El poder del método que desarrollaron las feministas surge del hecho de que permite a las mujeres relacionar su vida cotidiana con un análisis de las instituciones sociales que las moldean. Las instituciones del capitalismo (incluido su aspecto imperialista), del patriarcado y de la supremacía blanca dejaron de ser abstracciones para convertirse en aspectos vividos y reales de la experiencia y la actividad diarias; podemos ver las interrelaciones concretas que se dan entre ellos» (1980 [1978], p. 65)

[3] Desde mediados de los sesenta, se produce un intenso debate sobre la interralación entre los sistemas de opresión. Así, mientras para las feministas radicales –por ejemplo, la teoría de los sistemas duales– el patriarcado es relativamente independiente del capitalismo, para las distintas corrientes marxistas, que en muchos casos trasladaron sin más los análisis que el marxismo había elaborado sobre la sociedad de clases al campo de la opresión femenina, se trata de dos (o más) sistemas entre los que se establece una complicidad histórica. Otro tanto sucede con la opresión racial. Hartmann, por ejemplo, sostendrá que el capitalismo en alianza con los hombres subordinados por la clase tiene interés en explotar a las mujeres como fuerza laboral lo más barata posible; de esta unión saldrán beneficiados tanto los hombres como el sistema económico en su conjunto. Existen distintas corrientes acerca de la naturaleza de esta alianza y sobre la relación entre el nivel sistémico y el que se refiere al ámbito de los individuos que participan del mismo. Las aportaciones feministas desde el postestructuralismo, el psicoanálisis, el postcolonialismo y la teoría crítica han reelaborado, en los últimos años,  los interrogantes y los modos de analizar la articulación entre las distintas formas de dominación.

[4] En un artículo anterior (2002) situabamos este periodo como un segundo momento en el  discurso feminista sobre la violencia. A efectos analíticos, establecíamos la siguiente periodización: (1) de 1975 a 1984, que podemos definir como un periodo de lucha por la igualdad y los derechos civiles en el que la proclamación de la Constitución constituye un acontecimiento clave (2) de 1985 a 1989, momento centrado en la defensa de la libertad sexual y el derecho al propio cuerpo que culmina con la modificación del Código Penal y (3) hasta 1995, años en los que de luchar por la libertad sexual se pasó a defender la integridad; el asesinato y violación de las niñas de Alcásser determinó, en gran medida, la transición en los discursos feministas en esta fase.

[5] En algunos casos, la indecisión de la víctima se presenta como absolutamente irracional, incomprensible en una sociedad que se supone ha cambiado su percepción acerca de este problema. Así, la noticia aparecida en EL PAIS, periódico que destaca por su tratamiento regresivo de esta cuestión, al día siguiente del Día Internacional contra la Violencia contra la Mujer de 2002 destaca lo siguiente: «Las maltratadas tardan una media de 10  años en abandonar al agresor» y continua hablando acerca de «una década de suplicio» sin que se explique mínimamente cómo los dondicionantes afectivos y/o económicos intervienen en las decisiones de las mujeres, no sólo en los casos en los que se producen agresiones físicas sino en otros muchos en los que la violencia emocional no se traduce en separación (26 de noviembre de 2002). Otra sección íntegra del mismo artículo está dedicada a «los apuñalamientos», el método de asesinato más frecuente.

[6] El Plan de Lucha contra la Delincuencia del gobierno «plantea reformas legislativas y medidas operativas para combatir el grave aumento de las tasas de delincuencia». Esto se traduce fundamentalmente en un endurecimiento de las penas, un aumento de las causas de prisión preventiva y de nuevas figuras delictivas, además de la creación de 20.00 plazas de policías entre 2002 y 2004. (EL PAIS, viernes 13 de septiembre de 2002).

[7] En 1997, por ejemplo, de un total de 91 mujeres asesinadas todas ellas habían interpuesto denuncia contra sus agresores y el 75% estaba en trámites de separación.

[8] Véase Foucault, M. (1996) Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI.

[9] Véase la denuncia pública del centro Florencia, http://www.nodo50.org/mujeresred/v-denuncia_florencia.html. Estas situaciones se podrían evitar mediante una regulación de estos centros. No obstante, el Art. 9 de la propuesta de la Ley Integral se limita explicar lo que es un centro de emergencia y un centro de recuperación integral, mencionando la necesidad de contar con un equipo interdisciplinar y de prestar los siguientes servicios: psicológico, de apoyo, seguimiento de las reclamaciones, apoyo educativo a la unidad familiar, formación preventiva en los aspectos de igualdad y habilidades sociales para la resolución no violenta de conflictos.

[10]  Los localizadores responden a un nuevo tipo de medidas aún poco extendidas que frente a la acogida habilitan dispositivos de control «extitucional». De acuerdo con Tirado y Domenech, «a diferencia de lo que ocurre en la institución (...) [las extituciones] se caracterizan por la potenciación del movimiento y el desplazamiento. No más encierro, no más reclusión, el control continuo y abierto permite que el movimiento deje de ser un problema» (2001, p. 201).

[11] A propósito de esta cuestión de la denuncia, Begoña Zabala Gonzalez de Emakume Internacionalistak comenta lo siguiente: «El sentido de la consigna ‘mujer denuncia’, yo creo que debe ir en un sentido más amplio que la denuncia penal; publicita tu agresión, verbaliza, pide ayuda, sal de ahí, que no vuelva a suceder…» (2001, p. 448).

[12]  No pueden acceder a este recurso las mujeres con alguna addicción, con problemas psíquicos o con hijos mayores de 14 años. Por otro lado, existe una plaza por cada 17.000 habitantes, cifra que está lejos de la media europea de 1 por cada 10.000 habitantes. Si las campañas de concienciación centradas en la denuncia dieran su frutos y los dos millones de españolas que, según la macroencuesta del Instituto de la Mujer (1999), están siendo maltratadas solicitaran este recurso, esto supondría un colapso de los servicios sociales.

[13] Se ha puesto en marcha, en el año 2001, un programa piloto de tratamiento y atención psicológica y educativa para perpetradores de actos de violencia doméstica. Este tratamiento se aplica como complemento, en su caso, de las medidas penales correspondientes.

[14] Con respecto a los juicios rápidos cabe esperar que estos se realizen en condiciones negativas para las agredidas debido fundamentalmente a las declaraciones que prestan las mujeres ante agentes que, en muchos casos, no saben o no quiere recoger los testimonios, a menudo desordenados y nerviosos, adecuadamente.

[15] Una de las líneas de trabajo más importante desde el feminismo ha sido la crítica y reconceptualización de nociones filosóficas pretendidamente universales como la dicotomía público/privado. Se ha cuestionado el carácter abstracto de los términos y su profunda ambigüedad. Se ha señalado el profundo carácter patriarcal de esta división realizada tanto a partir de las características naturales de los sexos, como de una concepción de sociedad civil que prescinde de la vida doméstica. Además de la desvalorización del espacio «privado», las feministas han destacado el hecho de que público y privado sean esferas presuntamente separadas y opuestas, cuando en realidad están inextricablemente interrelacionadas (Pateman 1996).