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BRECHA
8 de marzo del 2002


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La revuelta del penal de Libertad

El postergado final de un edificio siniestro

Samuel Blixen

Veintiséis reclusos del penal de Libertad permanecen aislados, esposados, en un sótano de la cárcel, debajo de los escombros, identificados como los "cabecillas del motín" que sacudió al país en el fin de semana anterior; y quizás porque un compromiso asumido por el ministro del Interior, Guillermo Stirling, y el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Gervasio Guillot, impide cualquier represalia física, los nombres de aquéllos, y sus prontuarios, fueron detalladamente divulgados a modo de vendetta ayer, jueves, por El Observador. La fuente, según consigna el diario, fue el director de Cárceles, Carlos de Ávila, indiscutido responsable de lo que pasa en las cárceles uruguayas y cuyos criterios parecen no coincidir con los de sus superiores.

Porque existe una brecha entre los criterios generales del ministro y las aplicaciones concretas de sus subordinados, los legisladores que intervinieron en la negociación que resolvió el último estallido de la crisis carcelaria estaban en alerta, tanto así que uno de los miembros de la Comisión de Derechos Humanos, el diputado Edgar Bellomo (Confa, ep), denunció el miércoles 6, en sala, que dos de los supuestos cabecillas, Roberto Pierri y José Gerardo Albano, "están siendo castigados, engrillados, en el sótano del penal". La identificación de los supuestos cabecillas sería producto de las filmaciones realizadas por la Policía Técnica durante los incidentes, a pesar de la orden en contrario impartida por el ministro Stirling.

El diputado Guillermo Chifflet (ps, ep-fa), miembro de la Comisión de Derechos Humanos, dijo a BRECHA al cierre de esta edición que reclamará en la reunión de hoy, viernes, de la comisión especial que estudia la situación carcelaria, la designación de un médico independiente para que examine a los presos que están aislados en el sótano. "Si se comprueba la más mínima agresión, exigiré la inmediata destitución de toda la jefatura." Chifflet dijo que no le constaba que hubieran ocurrido represalias de ese tipo, pero sí confirmó que la Brigada de Transportes que trasladó a 42 presos del penal de Libertad hasta el Comcar, en Santiago Vázquez, se ensañó con los trasladados, que fueron golpeados en los vehículos y a quienes les robaron cadenas y anillos.

El punto era particularmente sensible, porque toda la solución de la crisis que se disparó el viernes 1 en Libertad reposaba en el compromiso de que no habría represalias, ni individuales, ni colectivas, contra los reclusos que protagonizaron los incidentes. La negociación se instaló en el anochecer del sábado 2, cuando ya hacía 24 horas que unos 350 reclusos habían comenzado la sistemática destrucción de las instalaciones, después de retener a siete policías como rehenes.

"Queremos romper el penal porque aquí no se puede vivir", gritaban desde la azotea algunos presos que mantenían a los policías sobre el pretil. Densas columnas de humo evidenciaban la decisión de quemar todo lo combustible, mientras el ruido en el celdario era ensordecedor, a medida que se quitaban las puertas de las celdas y se picaban las paredes para desempotrar las rejas.

Desde el momento en que comenzó la revuelta, las autoridades de la cárcel ordenaron el corte de la luz y el agua, una medida inevitable para impedir cortocircuitos e inundaciones por la rotura de las instalaciones eléctricas y de los caños de desagüe. Sin agua, sin luz y sin comida, los presos comieron palomas y durmieron entre los escombros. Afuera, el perímetro de la cárcel, cuya vigilancia -por un decreto del Poder Ejecutivo de octubre de 1997- está a cargo del Ejército, fue reforzado con tanquetas que se apostaron cerca de los alambrados.

Al comienzo parecía que la táctica sería ganar por sed y hambre. "Cuando les falten fuerzas se van a ir amoldando", comentó el director de Cárceles, Carlos de Ávila. Sin embargo, el ministro Stirling y el presidente de la Corte, Guillot, prefirieron intentar una negociación. Con un megáfono, Guillot inició el diálogo, desde las canchas de básquetbol. Quedó claro, desde el comienzo, que el único objetivo de los presos era abandonar la cárcel de Libertad. Pero encauzar las conversaciones era difícil: cuando los presos, desde las rejas, reclamaron agua, un jerarca policial dijo: "De ninguna manera". El ministro Stirling, que oyó la respuesta, ordenó, tajante, que trajeran bidones con agua.

El presidente de la Corte, por su parte, era plenamente consciente de que el equilibro era muy precario: el equilibro que hacían los policías rehenes en el pretil, allá arriba, y el equilibrio emocional de los policías, abajo. "Si llega a caerse un funcionario aquí hay una masacre", le advirtieron, con mucho respeto, y no para presionarlo, según comentó en entrevistas radiales.

Cuando los presos aceptaron que las autoridades se acercaran hasta las rejas de la entrada, el diputado Chifflet tomó la iniciativa y pidió para hablar con el recluso Roberto Pierri Fernández. "Yo lo había visitado varias veces como miembro de la Comisión de Derechos Humanos; podía ser una referencia para entender qué pasaba. Preso por rapiña, Pierri había participado en huelgas de hambre por reivindicaciones y se había fugado, en una oportunidad, en ocasión del nacimiento de un hijo. Él me había confesado que su primer delito había sido nacer en un cantegril." En el diálogo, rejas por medio, el preso le explicó al diputado que él no participaba de la movilización, pero que estaba dispuesto a interceder para una negociación.

Guillot, Stirling y Chifflet fueron extremadamente sinceros con los voceros de los reclusos: no había posibilidades reales de trasladar a todos los presos hacia otros centros de reclusión, es decir, no podían acceder al único reclamo que generaba los disturbios. Una propuesta de encerrar a los presos en los cuarteles fue desechada por el propio ministro de Defensa Nacional, Luis Brezzo. Después de prolongadas deliberaciones, los presos y las autoridades llegaron a un compromiso: se liberaba a los siete rehenes y a cambio se daba la palabra de honor de que no habría represalias ni castigos físicos contra nadie, ni colectiva ni individualmente, nadie sería "picado": se permitiría el ingreso de los periodistas de la televisión, se entregaría agua y comida y se nombraría una comisión especial, integrada por el Ministerio del Interior, la Suprema Corte de Justicia y la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara baja, para analizar la situación y proponer soluciones, inmediatas y de mediano plazo. Los términos del acuerdo fueron explicados, con detalles, a las autoridades carcelarias. De Ávila no ocultó su malestar porque el compromiso implícitamente admitía que lo habitual era que los presos fueran "picados" es decir, brutalmente castigados.

Los siete policías fueron liberados: fueron bajando de a uno, algunos con el torso descubierto, para mostrar que no estaban heridos ni golpeados. Fue entonces que se pudo saber que durante los días en que la cárcel estuvo bajo control exclusivo de los presos, no hubo actos de violencia con los policías ni entre los presos; no hubo rencillas ni ajustes de cuentas, ni enfrentamientos entre bandas. Hubo un unánime acuerdo en romper las instalaciones, destruir todo lo destruible, como para que esa cárcel, ese campo de concentración, ese instrumento de martirio y foco de la más desenfrenada corrupción, no pudiera ser utilizada nunca más.

Los presos pernoctaron entre los escombros y a la tarde del domingo 3 accedieron a entregar el penal. Salieron del celdario en grupos de a tres. Fueron esposados y registrados. Aunque no hubo ningún intento de fuga, las cuentas no daban: había un preso que no aparecía. Finalmente fue ubicado entre los escombros; el recluso tiene serias alteraciones mentales. A la mañana siguiente era aguardada la presencia del juez departamental de San José, Oscar Núñez, quien deberá determinar si los incidentes configuran delito; hubo una especial intención de calificar los hechos como "motín", lo que obligaría a un reprocesamiento, por lo menos de aquellos identificados como responsables. Aunque el diputado Chifflet tiene la convicción de que se trató esencialmente de un movimiento general sin una organización previa, el director de Cárceles sostuvo que este "motín" venía siendo organizado desde hace meses y que hubo coordinación con los presos de otras cárceles, mediante teléfonos celulares.

Veintiséis presos fueron segregados del resto de los 350, identificados como cabecillas. Fueron engrillados y aislados en el sótano del penal, a la espera de ser conducidos ante el juez, que los interrogará. Entre ellos está Roberto Pierri, quien expresamente le aclaró a Chifflet que él no participaba del movimiento y que sólo accedía a interceder por pedido del diputado: al parecer Pierri goza de la especial antipatía de las autoridades del penal, entre otras cosas porque se resiste a someterse a la arbitrariedad y, quizás, porque le gusta leer a Benedetti. Otros 40 reclusos, también esposados, pernoctaban en el llamado "patio chico" es decir, en el espacio entre columnas del edificio, y unos 200 permanecían en las barracas, a la espera de que se complete el traslado al Comcar. Los planes de las autoridades son habilitar el centro de La Tablada, del Iname, vacío desde hace un año, donde serán confinados unos 200 presos del Comcar. La solución que se baraja para el resto consiste en la adquisición de unas celdas transportables, especie de contenedores métalicos, cuyo costo ascendería a no menos de dos millones de dólares.

De todas formas, el objetivo de los presos al iniciar la revuelta parece haberse cumplido. El edificio carcelario de Libertad ya fue.


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