La revuelta del penal de Libertad
El postergado final de un edificio
siniestro
Samuel Blixen
Veintiséis reclusos del penal de Libertad
permanecen aislados, esposados, en un sótano de la cárcel, debajo de los escombros,
identificados como los "cabecillas del motín" que sacudió al país en el fin
de semana anterior; y quizás porque un compromiso asumido por el ministro del Interior,
Guillermo Stirling, y el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Gervasio Guillot,
impide cualquier represalia física, los nombres de aquéllos, y sus prontuarios, fueron
detalladamente divulgados a modo de vendetta ayer, jueves, por El Observador. La fuente,
según consigna el diario, fue el director de Cárceles, Carlos de Ávila, indiscutido
responsable de lo que pasa en las cárceles uruguayas y cuyos criterios parecen no
coincidir con los de sus superiores.
Porque existe una brecha entre los criterios
generales del ministro y las aplicaciones concretas de sus subordinados, los legisladores
que intervinieron en la negociación que resolvió el último estallido de la crisis
carcelaria estaban en alerta, tanto así que uno de los miembros de la Comisión de
Derechos Humanos, el diputado Edgar Bellomo (Confa, ep), denunció el miércoles 6, en
sala, que dos de los supuestos cabecillas, Roberto Pierri y José Gerardo Albano,
"están siendo castigados, engrillados, en el sótano del penal". La
identificación de los supuestos cabecillas sería producto de las filmaciones realizadas
por la Policía Técnica durante los incidentes, a pesar de la orden en contrario
impartida por el ministro Stirling.
El diputado Guillermo Chifflet (ps, ep-fa), miembro
de la Comisión de Derechos Humanos, dijo a BRECHA al cierre de esta edición que
reclamará en la reunión de hoy, viernes, de la comisión especial que estudia la
situación carcelaria, la designación de un médico independiente para que examine a los
presos que están aislados en el sótano. "Si se comprueba la más mínima agresión,
exigiré la inmediata destitución de toda la jefatura." Chifflet dijo que no le
constaba que hubieran ocurrido represalias de ese tipo, pero sí confirmó que la Brigada
de Transportes que trasladó a 42 presos del penal de Libertad hasta el Comcar, en
Santiago Vázquez, se ensañó con los trasladados, que fueron golpeados en los vehículos
y a quienes les robaron cadenas y anillos.
El punto era particularmente sensible, porque toda
la solución de la crisis que se disparó el viernes 1 en Libertad reposaba en el
compromiso de que no habría represalias, ni individuales, ni colectivas, contra los
reclusos que protagonizaron los incidentes. La negociación se instaló en el anochecer
del sábado 2, cuando ya hacía 24 horas que unos 350 reclusos habían comenzado la
sistemática destrucción de las instalaciones, después de retener a siete policías como
rehenes.
"Queremos romper el penal porque aquí no se
puede vivir", gritaban desde la azotea algunos presos que mantenían a los policías
sobre el pretil. Densas columnas de humo evidenciaban la decisión de quemar todo lo
combustible, mientras el ruido en el celdario era ensordecedor, a medida que se quitaban
las puertas de las celdas y se picaban las paredes para desempotrar las rejas.
Desde el momento en que comenzó la revuelta, las
autoridades de la cárcel ordenaron el corte de la luz y el agua, una medida inevitable
para impedir cortocircuitos e inundaciones por la rotura de las instalaciones eléctricas
y de los caños de desagüe. Sin agua, sin luz y sin comida, los presos comieron palomas y
durmieron entre los escombros. Afuera, el perímetro de la cárcel, cuya vigilancia -por
un decreto del Poder Ejecutivo de octubre de 1997- está a cargo del Ejército, fue
reforzado con tanquetas que se apostaron cerca de los alambrados.
Al comienzo parecía que la táctica sería ganar
por sed y hambre. "Cuando les falten fuerzas se van a ir amoldando", comentó el
director de Cárceles, Carlos de Ávila. Sin embargo, el ministro Stirling y el presidente
de la Corte, Guillot, prefirieron intentar una negociación. Con un megáfono, Guillot
inició el diálogo, desde las canchas de básquetbol. Quedó claro, desde el comienzo,
que el único objetivo de los presos era abandonar la cárcel de Libertad. Pero encauzar
las conversaciones era difícil: cuando los presos, desde las rejas, reclamaron agua, un
jerarca policial dijo: "De ninguna manera". El ministro Stirling, que oyó la
respuesta, ordenó, tajante, que trajeran bidones con agua.
El presidente de la Corte, por su parte, era
plenamente consciente de que el equilibro era muy precario: el equilibro que hacían los
policías rehenes en el pretil, allá arriba, y el equilibrio emocional de los policías,
abajo. "Si llega a caerse un funcionario aquí hay una masacre", le advirtieron,
con mucho respeto, y no para presionarlo, según comentó en entrevistas radiales.
Cuando los presos aceptaron que las autoridades se
acercaran hasta las rejas de la entrada, el diputado Chifflet tomó la iniciativa y pidió
para hablar con el recluso Roberto Pierri Fernández. "Yo lo había visitado varias
veces como miembro de la Comisión de Derechos Humanos; podía ser una referencia para
entender qué pasaba. Preso por rapiña, Pierri había participado en huelgas de hambre
por reivindicaciones y se había fugado, en una oportunidad, en ocasión del nacimiento de
un hijo. Él me había confesado que su primer delito había sido nacer en un
cantegril." En el diálogo, rejas por medio, el preso le explicó al diputado que él
no participaba de la movilización, pero que estaba dispuesto a interceder para una
negociación.
Guillot, Stirling y Chifflet fueron extremadamente
sinceros con los voceros de los reclusos: no había posibilidades reales de trasladar a
todos los presos hacia otros centros de reclusión, es decir, no podían acceder al único
reclamo que generaba los disturbios. Una propuesta de encerrar a los presos en los
cuarteles fue desechada por el propio ministro de Defensa Nacional, Luis Brezzo. Después
de prolongadas deliberaciones, los presos y las autoridades llegaron a un compromiso: se
liberaba a los siete rehenes y a cambio se daba la palabra de honor de que no habría
represalias ni castigos físicos contra nadie, ni colectiva ni individualmente, nadie
sería "picado": se permitiría el ingreso de los periodistas de la televisión,
se entregaría agua y comida y se nombraría una comisión especial, integrada por el
Ministerio del Interior, la Suprema Corte de Justicia y la Comisión de Derechos Humanos
de la Cámara baja, para analizar la situación y proponer soluciones, inmediatas y de
mediano plazo. Los términos del acuerdo fueron explicados, con detalles, a las
autoridades carcelarias. De Ávila no ocultó su malestar porque el compromiso
implícitamente admitía que lo habitual era que los presos fueran "picados" es
decir, brutalmente castigados.
Los siete policías fueron liberados: fueron bajando
de a uno, algunos con el torso descubierto, para mostrar que no estaban heridos ni
golpeados. Fue entonces que se pudo saber que durante los días en que la cárcel estuvo
bajo control exclusivo de los presos, no hubo actos de violencia con los policías ni
entre los presos; no hubo rencillas ni ajustes de cuentas, ni enfrentamientos entre
bandas. Hubo un unánime acuerdo en romper las instalaciones, destruir todo lo destruible,
como para que esa cárcel, ese campo de concentración, ese instrumento de martirio y foco
de la más desenfrenada corrupción, no pudiera ser utilizada nunca más.
Los presos pernoctaron entre los escombros y a la
tarde del domingo 3 accedieron a entregar el penal. Salieron del celdario en grupos de a
tres. Fueron esposados y registrados. Aunque no hubo ningún intento de fuga, las cuentas
no daban: había un preso que no aparecía. Finalmente fue ubicado entre los escombros; el
recluso tiene serias alteraciones mentales. A la mañana siguiente era aguardada la
presencia del juez departamental de San José, Oscar Núñez, quien deberá determinar si
los incidentes configuran delito; hubo una especial intención de calificar los hechos
como "motín", lo que obligaría a un reprocesamiento, por lo menos de aquellos
identificados como responsables. Aunque el diputado Chifflet tiene la convicción de que
se trató esencialmente de un movimiento general sin una organización previa, el director
de Cárceles sostuvo que este "motín" venía siendo organizado desde hace meses
y que hubo coordinación con los presos de otras cárceles, mediante teléfonos celulares.
Veintiséis presos fueron segregados del resto de
los 350, identificados como cabecillas. Fueron engrillados y aislados en el sótano del
penal, a la espera de ser conducidos ante el juez, que los interrogará. Entre ellos está
Roberto Pierri, quien expresamente le aclaró a Chifflet que él no participaba del
movimiento y que sólo accedía a interceder por pedido del diputado: al parecer Pierri
goza de la especial antipatía de las autoridades del penal, entre otras cosas porque se
resiste a someterse a la arbitrariedad y, quizás, porque le gusta leer a Benedetti. Otros
40 reclusos, también esposados, pernoctaban en el llamado "patio chico" es
decir, en el espacio entre columnas del edificio, y unos 200 permanecían en las barracas,
a la espera de que se complete el traslado al Comcar. Los planes de las autoridades son
habilitar el centro de La Tablada, del Iname, vacío desde hace un año, donde serán
confinados unos 200 presos del Comcar. La solución que se baraja para el resto consiste
en la adquisición de unas celdas transportables, especie de contenedores métalicos, cuyo
costo ascendería a no menos de dos millones de dólares.
De todas formas, el objetivo de los presos al
iniciar la revuelta parece haberse cumplido. El edificio carcelario de Libertad ya fue. |