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CARTA POPULAR
21 de Junio de 2002


CARCELES:
El infierno de los «depósitos humanos»

Corrección o corrupción

Guillermo Chifflet

Pedro Kropotkin, figura del anarquismo que, como revolucionario, conoció muchas cárceles, conmovió a su tiempo con la revelación de la realidad de los establecimientos carcelarios. En sus conferencias -editadas luego en libros- comenzó por plantear: ¿quién se ocupa en la actualidad de los resultados que se van obteniendo en las cárceles? Y observa que de las prisiones el tema estalla en la prensa «a consecuencia de revelaciones más o menos escandalosas». En esos casos, por espacio de quince o veinte días se grita y, pasado algún tiempo, todo sigue igual o se hace peor. Lo permanente es la indiferencia completa, cuando no el odio, o la idea de que «nunca serán tratados tan mal como se merecen».
El texto de Kropotkin (y todas sus denuncias) son de 1890, fines del siglo XIX. Más de un siglo después, en nuestros días, la situación es más grave.
En Uruguay, como en la mayor parte de los países de América Latina, la realidad carcelaria es -sin exagerar en los términos- la de depósitos de seres humanos. Hemos denunciado (textualmente) en el Parlamento que se trata de verdaderos «campos de concentración». El Parlamento Latinoamericano, al denunciar esa realidad (que incluye, por cierto, a Uruguay) ha dicho, con error de término, que la utopía (en realidad no se refiere a algo inalcanzable sino al ideal consagrado en las normas y que debe aplicarse) es «cumplir con la Constitución y la ley».
Quien se informa sobre el asombroso hacinamiento que padecen los presos en Uruguay; quien conoce la violencia y arbitrariedad que impera en las cárceles; o se informa sobre las requisas, con frecuencia arbitrarias, humillantes, vejatorias de la dignidad de cualquier ser humano, o acerca del ocio deformante al que se ven obligados los presos, sobre el infierno carcelario para expresar la realidad en síntesis, encontrará que tampoco allí se cumple con los derechos humanos. Más: ante la propia Comisión de Derechos Humanos, una abogada de oficio (defensores en su mayoría, porque no conozco a todos, con real vocación y espíritu de sacrificio) declaró que la realidad en las cárceles ha llegado a esos extremos porque durante décadas no ha existido, en el país, voluntad política para que se cumplan, allí, las normas legales.
Y aquí importa una primera precisión que resulta imprescindible cuando se consideran estos temas. Reclamar el respeto de los derechos de los presos significa defender los derechos humanos de todos los uruguayos. Porque hay quienes, con falta de honradez y notoria demagogia, al proclamarse defensores «de los derechos humanos de la mayoría» intentan presentar a quienes denunciamos los campos de concentración carcelarios, como defensores de los derechos humanos de una minoría.
Si quienes simplifican de esa manera razonaran deberían saber que incurren en lo que se llama paralogismo de falsa oposición; vicio de razonamiento en que los politiqueros suelen incurrir. Porque es necesario comprender, además, que todo recluso (por grave que haya sido el delito cometido) cumplirá una pena. Y el tiempo de la misma (así sea de veinte años, o más) llegará un instante en que se habrá cumplido. Y si las cárceles son establecimientos de corrupción en lugar de ser de corrección; si a los presos en general (y en particular a los jóvenes) se los envía a universidades del delito; si el país no prepara, en sus cárceles, como muchos reclusos reclaman, a personas que puedan reintegrarse al medio familiar y social, si se retorna a la sociedad a quienes no tienen ni oficio, ni medios, ni valores «para ganarse la vida», si sólo se fomenta el resentimiento entre aquellos a quienes se obligará a volver a un entorno de exclusión, si las cárceles sólo ofrecen la posibilidad de perfeccionarse en el «oficio del delito» sólo se atentará contra la seguridad de los ciudadanos.
Quienes se despreocupan de la realidad carcelaria, quienes han hecho que las prisiones sean sólo depósitos de seres humanos, quienes ante la menor protesta piensan ( y algunos hasta lo dicen) que «a esos hay que matarlos a todos», tienen responsabilidad en la inseguridad ciudadana. Inseguridad que afecta, sin duda, la mayoría de las veces a sectores de trabajo, porque los que más tienen pueden disponer de guardias especiales, instalar alarmas, rejas o policías especiales. El país -dicho sea de paso- invierte más de 90 millones anuales en policías privadas.
Pero en el análisis de estos temas hay que ir, también, al análisis de las causas del delito. Y en eso hay mucho que aprender, por cierto, del marxismo y de los aportes de la izquierda. Por el momento, para no extendernos hoy, sobre este grave problema nacional es bueno comenzar señalando que si lo que se pretende, realmente, es disminuir los delitos, habrá que comenzar por cambiar una política que es una verdadera fábrica de excluidos. Ya no desocupados, sino de excluidos.
Importa aclarar, al respecto, que por suerte entre los pobres, la inmensa mayoría de los excluidos son honrados. Porque si no fuera así las rejas y las alarmas, ya no serían suficientes.
Pero sobre estos temas (gracias a la generosidad de la Carta) vamos a volver.

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