Desde hace ya unos años y
concomitantemente con el aumento de la actividad delictiva, se viene denunciando la
situación de nuestras cárceles y las terribles condiciones de reclusión imperantes.
Cada tanto tiempo, los medios deben ocuparse de alguna noticia vinculada a la realidad
penitenciaria, y reaparece la realidad trágica de un sistema que se aparta cada vez más
del precepto constitucional consagrado en el artículo 26 de nuestra Carta Magna, según
el cual las cárceles no servirán "para mortificar, y sí sólo para asegurar a los
procesados y penados, persiguiendo su rehabilitación, la aptitud para el trabajo y la
profilaxis del delito".
Cada vez que estalla un motín, es una forma de recordarnos a todos que con el aumento de
la violencia delictiva, ha aumentado la población carcelaria tornando insuficientes las
instalaciones previstas para albergar a los infractores. Si a esas condiciones materiales
absolutamente inapropiadas e inhumanas agregamos la proliferación de prácticas de
corrupción que involucran a reclusos y funcionarios, tendremos entonces una mezcla
explosiva capaz de generar las situaciones de violencia que todos conocemos: hacinamiento,
falta de higiene, tráfico de drogas y de armas, etcétera.
El reciente procesamiento de funcionarios policiales (altos jerarcas de la Dirección de
Cárceles) puede ser el punto de partida para la imprescindible e impostergable
depuración de esa repartición. La sociedad necesita urgentemente señales positivas
desde el aparato estatal que le permitan volver a creer en las instituciones. Una
escandalosa serie de irregularidades se fue entronizando en el funcionamiento de los
establecimientos de reclusión, donde se mezclaron atropellos a los derechos humanos de
los reclusos y la tolerancia --e incluso el fomento-- de actividades ilícitas como el
ingreso de armas y de drogas en las prisiones; porque ese tráfico ilícito sólo es
posible con la complicidad de los funcionarios encargados de la gestión y la custodia de
las prisiones.
La sociedad, que experimenta una lógica sensación de inseguridad por la multiplicación
de hechos de violencia, reclama mayor rigor punitivo para los delincuentes, pero advierte
al mismo tiempo que las cárceles no sólo no cumplen su papel educativo sino que se han
convertido en depósitos de infractores y en escuelas de delincuencia.
No se trata de sacrificar chivos expiatorios; no se trata de encontrar un culpable sea
como sea para dejar conforme a la opinión pública y calmar su lógica alarma. De lo que
se trata es de que se echen a andar todos los mecanismos legales y administrativos que
coadyuven a corregir las irregularidades y castigar a los culpables. La Justicia debe
actuar, pero para ello necesita la colaboración de cada ciudadano, de cada jerarca, de
cada oficina. La comunidad debe percibir una postura clara de parte de las autoridades
así como una actitud firme y decidida en cuanto a su disposición a sanear el instituto
policial y a depurarlo de aquellos elementos que lo desprestigian. Desde que el escribano
Stirling se halla al frente del Ministerio del Interior, ha sido palpable su preocupación
en ese sentido, y desde estas páginas así lo hemos resaltado cada vez que una
resolución de su cartera así lo merece. Esperemos que en esta circunstancia el ministro
vuelva a exhibir su responsabilidad y su sensibilidad.
La Justicia ha dado un primer paso auspicioso. Es menester que prosiga sus actuaciones sin
que nadie entorpezca su labor. * |