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LA REPUBLICA
2 de Julio de 2002


EDITORIAL

Un duro golpe a la corrupción

Desde hace ya unos años y concomitantemente con el aumento de la actividad delictiva, se viene denunciando la situación de nuestras cárceles y las terribles condiciones de reclusión imperantes.

Cada tanto tiempo, los medios deben ocuparse de alguna noticia vinculada a la realidad penitenciaria, y reaparece la realidad trágica de un sistema que se aparta cada vez más del precepto constitucional consagrado en el artículo 26 de nuestra Carta Magna, según el cual las cárceles no servirán "para mortificar, y sí sólo para asegurar a los procesados y penados, persiguiendo su rehabilitación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito".



Cada vez que estalla un motín, es una forma de recordarnos a todos que con el aumento de la violencia delictiva, ha aumentado la población carcelaria tornando insuficientes las instalaciones previstas para albergar a los infractores. Si a esas condiciones materiales absolutamente inapropiadas e inhumanas agregamos la proliferación de prácticas de corrupción que involucran a reclusos y funcionarios, tendremos entonces una mezcla explosiva capaz de generar las situaciones de violencia que todos conocemos: hacinamiento, falta de higiene, tráfico de drogas y de armas, etcétera.

El reciente procesamiento de funcionarios policiales (altos jerarcas de la Dirección de Cárceles) puede ser el punto de partida para la imprescindible e impostergable depuración de esa repartición. La sociedad necesita urgentemente señales positivas desde el aparato estatal que le permitan volver a creer en las instituciones. Una escandalosa serie de irregularidades se fue entronizando en el funcionamiento de los establecimientos de reclusión, donde se mezclaron atropellos a los derechos humanos de los reclusos y la tolerancia --e incluso el fomento-- de actividades ilícitas como el ingreso de armas y de drogas en las prisiones; porque ese tráfico ilícito sólo es posible con la complicidad de los funcionarios encargados de la gestión y la custodia de las prisiones.

La sociedad, que experimenta una lógica sensación de inseguridad por la multiplicación de hechos de violencia, reclama mayor rigor punitivo para los delincuentes, pero advierte al mismo tiempo que las cárceles no sólo no cumplen su papel educativo sino que se han convertido en depósitos de infractores y en escuelas de delincuencia.

No se trata de sacrificar chivos expiatorios; no se trata de encontrar un culpable sea como sea para dejar conforme a la opinión pública y calmar su lógica alarma. De lo que se trata es de que se echen a andar todos los mecanismos legales y administrativos que coadyuven a corregir las irregularidades y castigar a los culpables. La Justicia debe actuar, pero para ello necesita la colaboración de cada ciudadano, de cada jerarca, de cada oficina. La comunidad debe percibir una postura clara de parte de las autoridades así como una actitud firme y decidida en cuanto a su disposición a sanear el instituto policial y a depurarlo de aquellos elementos que lo desprestigian. Desde que el escribano Stirling se halla al frente del Ministerio del Interior, ha sido palpable su preocupación en ese sentido, y desde estas páginas así lo hemos resaltado cada vez que una resolución de su cartera así lo merece. Esperemos que en esta circunstancia el ministro vuelva a exhibir su responsabilidad y su sensibilidad.

La Justicia ha dado un primer paso auspicioso. Es menester que prosiga sus actuaciones sin que nadie entorpezca su labor. *


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