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Act Up-Paris
"Nos podéis desalojar, pero no nos haréis
desaparecer": algo se inventa aquí, que parece un Pride, un
"orgullo".
Una Orgullo Precario, por retomar las palabras del colectivo de ocupación
de la calle Vicq D'Azir, el julio pasado. Gentes en cólera toman
la palabra en su propio nombre, salen de la marginalidad a la que los han
reducido años de resignación gubernamental, de hipocresía
caritativa y de discursos acompasados. Todo ello nos remite a nuestra propia
historia política: la visibilidad contra las llamadas a la discreción,
la cólera de la urgencia contra la razón de los expertos,
la conquista de derechos contra la espera de los dones. No es de extrañar,
pues, que todo esto nos guste .
Pero este movimiento hace algo más que
gustarnos; es nuestro movimiento. Luchar contra el SIDA, lo repetiremos
sin parar, es luchar contra las discriminaciones, las dominaciones y las
desigualdades de todo tipo que lo alimentan. Porque la precariedad sirve
a los propósitos de la epidemia, al igual que la homofobia, el sexismo,
la prohibición de las drogas o el control de las migraciones. En
el primer trimestre de 1997, el 69% de los casos de SIDA declarados, afectaban
a personas que no se beneficiaban de un seguimiento médico, de las
cuales un 41% ignoraban su estatuto serológico: personas alejadas
del sistema de curas médicas por la falta de dinero, por la ausencia
de derechos o por la presión policial - por todas esas imposibilidades
y urgencias de la supervivencia precaria que relegan a un segundo
plano la atención que le prestamos al cuerpo. A cada avance
de la investigación, esta desigualdad aparece de manera más
escandalosa: las famosas "triterapias", costosas y apremiantes, son socialmente
selectivas; para ser eficaces requieren una información minuciosa,
un seguimiento médico riguroso y unas tomas regulares, por lo tanto
condiciones de vida estables. La precariedad aumenta los riesgos de fracaso
terapéutico y favorece el desarrollo de resistencias irremediables.
"Con el SIDA, la precariedad mata": la primera razón de nuestro
compromiso con la lucha de los parados, es el vínculo, que el Estado
se obstina en ignorar, entre el estado del cuerpo y las condiciones sociales.
Si este movimiento es el nuestro, es también porque amplifica una
de nuestras reivindicaciones más antiguas: la revalorización
del subsidio para los adultos con minusvalías (AAH). Asustado por
el aumento del número de beneficiarios de una ayuda inicialmente
destinada a los disminuidos físicos y mentales, enloquecido por
la generalización de una renta desconectada del trabajo, el Estado
ha dejado que este subsidio se degradara: en el momento de su creación,
en 1975, representaba un 80% del SMIC; hoy, no representa más de
un 51%. Por otra parte, el importe de la AAH está sometido a la
aritmética decreciente debido a una diferenciación administrativa
de cada caso por separado: 3470 francos por subsidio completa, 2500 por
media, 584 en caso de hospitalización durante más de dos
meses, 517 en caso de encarcelamiento. Además, para conseguirlo,
debemos aceptar un examen suspicaz de nuestros cuerpos y de nuestras vidas:
cuando la deficiencia inmunitaria no es considerada suficiente, se nos
obliga a explicar nuestras fatigas o nuestros "problemas de comportamiento,
anímicos, de vida emocional y afectiva", para poder alcanzar el
umbral de invalidez fijado por la COTOREP; y a mentir sobre nuestras parejas
para no sobrepasar el límite de renta más allá del
cual la CAF ya no da nada. Tipos, racionamiento, control: aquello que produce
la violencia de los mínimas sociales es sin lugar a dudas su carácter
insoportablemente minimalista; y es también el ejercicio de un tipo
de poder particularmente riguroso y molesto. Reivindicar la revalorización
del AAH y de todos los mínimas sociales es todo lo contrario a pedir
limosna: es resistirse a las microfísicas contables, médicas
o administrativas; es una exigencia de autonomía, muy simple y muy
política. Queremos recursos no solamente decentes, sino también
incondicionales, continuos y liberados de toda vigilancia social. Queremos
el control total y exclusivo de nuestras vidas.
Con el movimiento de parados y precarios, la perspectiva
de una liberación de estas características se ha abierto
como muy pocas veces. Sin duda esto se debe a que cuestiona radicalmente
el patrón sagrado del trabajo, con el cual intentan obstinadamente
medirnos. Para el Estado no hay enfermos, sólo hay trabajadores
impotentes o simuladores perezosos. Desde 1994, la obtención de
la AAH depende de un certificado de inaptitud para el trabajo que redobla
los criterios médicos: "sólo escapareis al trabajo si estáis
verdaderamente mal". Al contrario, el beneficio de una triterapia puede
comprometer la renovación del trabajo a tiempo parcial por razones
terapéuticas: "ya que estáis mejor, podéis volver
al trabajo". Dos mandamientos simétricos, que constituyen las dos
caras de una suerte de bio-política salarial, de un sueño
de Estado, laborioso en los dos sentidos del término. Desafortunadamente,
nuestros cuerpos no cuadran con ello. El VIH conlleva una vida intermitente,
un vaivén entre el hospital y la empresa, entre la energía
y la fatiga, reacia a la pesadez del tiempo de trabajo; hay también
una actividad del seropositivo que escapa a la medición que marca
el trabajo: obtener las moléculas, informarse de los tratamientos,
resistir al poder médico, hacer valer sus derechos. Otras tantas
actividades que, colectivamente, producen riquezas políticas y sociales,
aunque éstas sean al taylorismo aquello que el queer (el
"marica")
es a la heterosexualidad: información a los enfermos, contra-peritaje
terapéutico, denuncia de las discriminaciones, etc. Quizás
sea esta nuestra contribución más profunda al movimiento
de los precarios: el seropositivo en lucha es una de las figuras sociales
que ponen en crisis la bella centralidad del trabajo, que obligan a pensar
y actuar fuera del trabajo. ¿De veras se nos puede oponer seriamente
el fantasma de una "sociedad de la asistencia" mientras que nos pasamos
el tiempo practicando el self-empowerment? ¿Cómo se nos puede
alabar sin ironía la "sociedad de trabajo", mientras nuestro estado
de salud nos sitúa fuera del trabajo asalariado tradicional? Lionel
Jospin espera quizás oponer la impaciencia de los parados a la prudencia
de los contribuyentes, y la pereza de los que reciben un subsidio al trabajo
a los que cobran "sueldos bajos". En cuanto a nosotros, la enfermedad nos
impide escoger entre la miseria y la explotación, y la duración
de nuestras vidas no nos permite esperar mejores presupuestos. Dico sea
de paso, nuestros deseos tampoco nos lo permiten.
Lo que nos trae aquí es algo muy distinto
y algo más que la simple solidaridad; es la necesidad de derechos
que se expresa y que nosotros compartimos- unos derechos garantizados,
incondicionales e inmediatos, contra las concesiones, otorgadas a cuentagotas,
las pruebas que exigen y los llamamientos a la paciencia. Hoy, la izquierda
institucional promete el pleno empleo a los parados como se prometía
una vacuna a los seropositivos, y les suelta unos millones como cuando
nos daban aspirinas. Esta izquierda sin duda no ha llegado al poder para
tan poca cosa. Parece que Lionel Jospin está sólo de paso.
Nosotros también. Juntos, se lo vamos a recordar.
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