Editorial

En el anterior número de A/PARTE nos referíamos a la instrumentalización de la guerra del Golfo para el establecimiento de lo que Bush llamó "un nuevo orden mundial".
Los acontecimientos de finales de agosto en la URSS han significado, entre otras cosas, la confirmación de que los perfiles diseñados para este nuevo viejo orden son los del capitalismo neoliberal aderezado con aspectos propios de la revolución tecnológica que vivimos en este fin de siglo.
Del mismo modo que la postguerra del Golfo nos la quisieron hacer vivir como una derrota a quienes estuvimos en la calle diciendo no a la guerra y cuestionando la legitimidad de la actitud cómplice del Estado, ahora quieren aprovechar la caída del capitalismo de estado en la URSS para arrastrar con él hacia el mismo agujero negro del fracaso histórico a todos aquellos que mantenemos actitudes en contra del poder. El fin de la historia sentenciado por Fukuyama hace dos años cobra de nuevo actualidad. Según Fukuyama, director adjunto de la Oficina de Planificación Política del Departamento de Estado de los EEUU, "no existen contradicciones fundamentales en la vida humana que no puedan resolverse en el contexto del liberalismo moderno". Otro ideólogo del sistema, K. Popper manifestaba recientemente: "Pienso que, a pesar de todas las cosas que puedan ocurrir y que ocurren, la humanidad vive en Europa, en América, en Australia... un período de grandes logros, de logros magníficos respecto, por ejemplo, a la justicia y en general a la libertad".
Todo vale en esta caza de brujas ideológica que se ha desatado. La tergiversación y la simplificación interesada son prácticas habituales en los medios de comunicación al tratar el tema de moda: la hegemonía del liberalismo. La competitividad y el libre mercado dejan de ser los fantasmas del capitalismo salvaje para convertirse en la panacea que resolverá todos los males económicos de la URSS y sus, hasta hace poco tiempo, estados afines, para llevarlos a la sociedad del "bienestar" y el "consumo".
Poco importa que el resultado de la última etapa neoliberal en los países occidentales haya sido la profundización de las desigualdades sociales y la aparición del fenómeno del desarraigo, una situación peor que la de la explotación tradicional, a la que se ven abocados los cada vez más numerosos marginados desprovistos de tradición de lucha y memoria colectiva. Es el caso de las recientes revueltas juveniles en Inglaterra, a las que el gobierno conservador ha respondido con planes para la "identificación de criminales en potencia desde la edad de 5 ó 6 años" por medio del control de la policía (una "brigada infantil") y los asistentes sociales.
Poco importa que el Tercer Mundo se hunda en la miseria y que aquellos que intentan emigrar al Norte encuentren fronteras cada vez más cerradas y un trato explotador y racista para los que consiguen pasar.
Los intelectuales del sistema asumen su papel de elaborar esperanzas colectivas y simplificaciones emocionalmente eficaces para contribuir a la fabricación del consenso. Es el momento de arremeter contra todo aquél que ponga en cuestión las formas vacías de la democracia parlamentaria. Ya ni siquiera esgrimen el tópico vergonzante de que "la democracia es el menos malo de los sistemas políticos" cuando se cuestiona la legitimidad de los procesos electorales: los programas repletos de falsas promesas, los enfrentamientos dialécticos simulados en torno a cuestiones banales, los asesores de imagen, el hecho mismo de basar todo el sistema en el acto delegatorio de depositar un voto cada 4 años, después de estar sometidos a un intenso bombardeo propagandístico previo.
En una ceremonia del olvido sin precedentes pretenden borrar de un plumazo, como si cerraran para siempre un viejo e inservible libro, la memoria histórica de cientos de luchas contra la opresión y la explotación, el recuerdo de todos aquellos que durante años han plantado cara al poder, sea este liberal, soviético o fascista, muriendo muchos de ellos en el camino. Todo cabe en el mismo saco donde se han arrojado las banderas rojas, los bustos de Lenin, el marxismo...
Corren malos tiempos para los anticapitalistas. Sin embargo, y aunque nuestra reflexión queda atrapada muchas veces en los lugares comunes de las relaciones de poder que atraviesan nuestra vida cotidiana, todavía podemos indignarnos y negarnos a tragar tanta porquería endulzada con falsas esperanzas de futuro y ponernos A/parte asumiendo como formas de vida la negación radical de lo que nos ofrecen.