Oir el grito de vida de los suburbios
Extracto del artículo "Entendre le hurlement de vie des
banlieus", publicado por Roland Laffitte en el número 6 de
"Futur Antérieur", acerca de los motines ocurridos en
otoño de 1990 en Vaux-en-Velin. Localidad próxima a Lyon
que -con un censo de 15.000 habitantes, la mitad de los cuales viven en
al miseria, y un índice de paro (17%) muy por encima de la media
francesa- constituye un ejemplo ilustrativo de la situación de
los suburbios en aquel país.
Los motines de Vaulx-en-Velin centraron esta vez la atención
de los tecnócratas. Salieron a relucir los que reventaron las
manifestaciones
de estudiantes de Instituto y la loca noche de pillaje en Argenteuil. Se
sucedieron a un ritmo infernal los debates en los medios de comunicación.
Los "cimientos de los suburbios del 89" recibieron una publicidad
particular.
Y el gobierno pudo hacer mucho ruido con la preparación de una
ley "anti-ghettos". Pero, después, de nuevo el silencio.
No obstante, un hecho ha pasado desapercibido: el hilo conductor que
conecta las revueltas de los suburbios, desde las de Vitry y Nanterre
de fines de los 70, hasta las de Vaulx-en-Velin, pasando por las de las
Minguettes y de los barrios del norte de Marsella, un hilo oculto que las
recorre con terca insistencia.
Los objetivos de la revuelta son siempre los mismos, los comercios,
la escuela y, naturalmente, la policía; en resumen: los símbolos
del tener, del saber y del poder. Un mismo grito sale del pecho de los
jóvenes de los suburbios ayer y hoy, aquí y en todas partes:
"¡sentimos odio!". Para entender el sentido de este grito
absoluto,
es preciso salir de las trampas de la ciudad, de sus encierros justificatorios.
Es preciso intentar comprender, en su diferenciación, la pareja
inseparable ciudad/periferia, y seguirla en sus evoluciones dramáticas.
Apresada en el torbellino del mercado, la prosperidad se concentra
en la ciudad, mientras que fuera de ella se acumula la falta de las más
elementales condiciones para la vida social. La prosperidad llama a la
prosperidad, la indigencia a la indigencia. Las dos son inseparables,
como caras de una misma moneda. La prosperidad está, en efecto,
ahí, presente en el corazón mismo de la indigencia. Y lo
está gracias a la televisión, cuyo universo consumista y
publicitario recuerda cotidianamente a los hogares indigentes su
carácter
inaccesible,, engrosando continuamente la carga de frustraciones. Donde
la insolencia provocadora de las mercancías justifica la precariedad,
que atribuye a la ineptitud para vivir en sociedad. Está presente,
por otra parte, en la red de organizaciones sociales, a través
de las cuales llegan subsidios insuficientes y el excluido se transforma
en asistido, objeto constante de un paternalismo humillante. Es así
como la presencia de la prosperidad prohibida se muda en rencor.
Recíprocamente, la presencia de la indigencia es también
patente en el corazón de la prosperidad. La mitad de él mismo,
arrancado al excluido, deriva en polo de atracción y fascinación,
lugar de paso del marginado y de sus rencores. Ella se muda así
en miedo a la miseria.
La ciudad, que concentra el poder y el tener, levanta barreras para
defenderse de la miseria que la rodea, y en ellas monta guardia el
policí.
Es verdad que las ciudades del Norte rico pueden aceptar en
su seno, con ciertas condiciones, las inteligencias de la periferia. En
cambio, los brazos son implacablemente arrojados fuera de los muros de
la ciudad -por el mismo torbellino que les atrae- hacia los suburbios.
Como en los EEUU -en que el desterrado tiene los rasgos del Negro
deportado, del Indio de la reserva o del Hispano-Americano inmigrado-
y en Inglaterra, donde aparece con los del Jamaicano o del
Indo-Paquistaní,
siguiendo las lineas de fuerza históricas de las concentraciones
humanas, en Francia presenta los rasgos del antiguo colonizado, el Negro
sin duda, pero, sobre todo, elMagrebí, el Arabe, el Musulmán.
Miembros de un cuerpo social desgarrado. Desterrados de una ciudad
que pretende la imagen exclusiva de este cuerpo mutilado, desterrados
de la plaza pública, ¡desterrados de la civilización!.
Como extrañarse de este grito: "¡sentimos odio!".
El excluido, que coincidía ya en el imaginario de la ciudad
con el inmigrante, se convierte en delincuente. Que la ciudad se entregue
a la droga para escapar de la angustia del futuro, que las falsas facturas
y el bandidismo a lo grande sean fenó-menos institucionales, ella,
la ciudad, se purifica periódicamente por auto-amnistía,
mientras que, en su delirio por la seguridad, declara al pequeño
delincuente enemigo número uno. El control de los indocumentados,
la lucha contra el fraude, la droga,... se convierten, por tanto, en
pretexto para las expediciones policiales desde los muros de la ciudad.
De este modo, para todos sus habitantes, estén o no metidos en el
torbellino de la delincuencia, los suburbios constituyen la cárcel.
Destrozada por los efectos de fascinación de la ciudad y por
la rabia de la disociación, la periferia añade un nuevo
ingrediente a su universo, el de las reclusiones comunitarias y del racismo
patológico.
Y la ciudad, que se contempla en el espejo del universalismo y la tolerancia
encuentra en este fenómeno una razón piadosa para expulsar
de su Cosmos la etnicidad y el racismo que ella misma alimenta, y no los
concibe más que como irrupción bárbara del Caos de
las periferias. Para ella, la periferia es asunto de la policía.
A su vez, del otro lado del muro, la existencia de la ciudad se resume
en la presencia de la policía. ¿Recordáis como, desde
fines de los 70, proliferaron en las paredes de los suburbios:
"¡Policía fuera de las ciudades!"?
Los motines de Vaulx-en-Velin, el otoño de los suburbios, no
son un incidente aislado. En todos los suburbios, el mismo incendio puede
prender con una pequeña chispa. Por todas partes los materiales
inflamables están recalentados. Nadie ha dejado de pensar que el
abandono de los suburbios se agrava cada día, sin esperanza de un
cambio próximo.
"¡Sentimos odio!". Jamás este grito ha sido tan
estridente.
Nunca como ahora la policía ha representado para los jóvenes
de la periferia el símbolo de todas las humillaciones de la ciudad,
blanco de todas las revueltas. Y, hete aquí, que un ministro acaba
de sacar esta lección:
"es necesario suscitar la comprensión, el diálogo entre
los jóvenes y la policía!". ¡Fantástica
lección,
enorme estupidez!. ¿Cómo van a dialogar el joven de los
barrios y la policía
si su enfrentamiento es justamente signo de la imposibilidad
del diálogo entre la ciudad y la periferia?.
Hundiéndose bajo el peso de sus propias defensas, el hombre
de la ciudad pierde agilidad. Atomizado por el torbellino social,
se convierte en prisionero de sus propios medios; inmovilizado en el
aislamiento
como individuo. El miedo al otro, la angustia de la soledad y la
pérdida
del futuro, le impulsan a buscar la salud en el mismo torbellino que le
CADAVERIZA; a huir de la muerte que le apresa como un sucedáneo
de vida, artificial, aséptico, sin dolor pero también sin
alegría. Harto ya, el hombre de la ciudad
acaba por destruir en símismo la pizca de vida que le queda.
El grito de los suburbios es el alarido de dolor del cuerpo social
desgarrado,
del cuerpo del que el cerebro frío pretende erradicar el sufrimiento
arrancado del corazón torturado.
La revuelta que estalla en los suburbios y la angustia que oprime
a la ciudad, son síntomas gemelos de la misma enfermedad del cuerpo
social. La curación vendrá del rechazo
-tanto en la ciudad como en el mundo- de la separación mutilante
ciudad/suburbio, mediante la integración recíproca de estas
dos partes inseparables, uniendo la voluntad de vivir y las condiciones
de vida.
Oir el grito de vida de los suburbios, entender que el grito que
surgió
allí expresa la duplicidad de la ciudad prisionera de sí
misma, es ya romper el primer muro. Es, también, comenzar a encontrar,
oculta en el pliegue de nuestras angustias, la fuerza para derribar el
resto de los muros.
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