Huelga General:
la autosatisfacción de la impotencia

   Los gestores sindicales, después de varios meses llenando titulares y amagando el golpe con una nueva convocatoria de Huelga General, acabaron por decidir el 28 de mayo para que los trabajadores realizáramos un simulacro de intervención en la vida social y política nacional.
   Amenazan con un nuevo 14 de diciembre, como si aquella convocatoria hubiera tenido alguna repercusión sobre los planes del Gobierno, que siguieron adelante con paso inexorable en la nueva fase de reestructuración (minas de León y Asturias, siderúrgia).
   La Huelga del 14 de diciembre  no sirvió absolutamente para nada, a no ser para evidenciar la inutilidad del planteamiento sindical consistente en una Huelga que, vaciada de su contenido político y ofensivo, quedó convertida en una jornada de protesta ritualizada o, si se prefiere, en una «victoria moral» sin ningún resultado práctico. Y es que las victorias morales y los actos cívicos testimoniales son la única oferta que nos hacen los sindicatos y partidos en las actuales condiciones de autoritarismo democrático.

Totalitarismo democrático

   Vivimos en la euforia neoliberal y, consecuentemente, una era de totalitarismo democrático. Se gobierna a golpe de Decreto (Ley de Seguridad Ciudadana, de Extranjería, de Huelga, recorte de las prestaciones del desempleo). Ni en el plano social cabe negociación, ya que todo lo que concierne a la gobernabilidad de los súbditos se decide en el Consejo de Ministros, ni en la realidad laboral queda espacio para reivindicación alguna: todo viene predeterminado por la tasa de inflación, la productividad y demás principios absolutos de la lógica del mercado.
   Cada vez que el Estado, la Confederación Empresarial o cualquier otra institución gestora de la población asalariada emprende una iniciativa (acuerdos de Maastricht) se presenta con el carácter de urgencia e inevitabilidad que tiene todo aquello que se considera indiscutible.
   De ahí que en el sistema democrático se vaya acentuando cada vez más la desviación entre el discurso ideológico, plagado de de referencias a un democratismo tan necio como vacío, y la práctica real de la administración de las gentes por medio de mecanismos abiertamente totalitarios (leyes para el control social informatizado, regulación desde el Estado del poder adquisitivo de la población asalariada, etc.).

Tocando fondo

   Sin embargo, la extraordinaria ofensiva propagandística que persigue adoctrinamos sobre la necesidad de realizar nuevos sacrificios para continuar viviendo en lo que se nos presenta como el mejor de los mundos posible, no puede ocultar la ingobernabilidad real existente (criminalización de las actitudes de disenso, incremento de la población reclusa y del aparato represivo, estallidos puntuales de violencia, producto de un malestar social difuso, etc.) y el desbarajuste económico (recesión).
   Todo ello nos ha llevado a una situación de absoluta rigidez en las relaciones sociales dentro del Estado Capitalista, que exige como condición de su estabilidad, la unanimidad social pasiva (consenso), ritualizada en actos simbólicos y «victorias morales», y la participación activa, o sea, productiva, de manera que se consiga una mejora continuada en las cotas de rentabilidad económica.
   Por eso, cuando se plantea la intervención puntual ante cualquiera de las cotidianas agresiones a que nos somete la Administración Capitalista, es inevitable tener la sensación de que estamos tocando fondo. Precisamente, ante cualquier reivindicación siempre chocamos con la razón de Estado y la Economía; en fin, tenemos la impresión de que nuestros administradores no tienen nada que ofrecernos.
   La sensación de hallarnos en un callejón sin salida es constante y da igual cuál sea la cuestión que se aborde. Tanto da que se trate de las grandes cuestiones (ecología, miseria mundial, corrientes migratorias, xenofobia), como de los aspectos más prosaicos e inmediatos (por ejemplo, la raquítica subida salarial de cada año), el caso es que siempre nos encontramos con que no hay nada que negociar.
   Las negociaciones sindicales, como los decadentes espectáculos electorales, no son más que lamentables representaciones donde se sancionan y legitiman las medidas de intervención sobre los asalariados dictadas por la tasa de inflación y demás florituras de la retórica economicista.
   De hecho, la estabilidad del sistema en que vivimos impone el abandono de la reivindicación. Después del 68, la crítica moralizante a la sociedad de consumo nos orientó hacia las reivindicaciones cualitativas hasta consolidarse en la consigna de la «calidad de vida». Pero la realidad es que nada se puede negociar.
   El capitalismo expansivo de la segunda postguerra mundial dejaba un margen en donde era posible negociar las condiciones de vida dentro del sistema; pero las actuales condiciones, con un mercado mundial en recesión desde hace dos décadas, ha reducido ese margen al mínimo.
   Es como si hubiéramos llegado a un punto límite dentro de este gran Supermercado que es Europa Occidental y los países capitalistas desarrollados. Las propias leyes del Supermercado nos imponen, si queremos continuar viviendo en él, renunciar a las reivindicaciones porque el mantenimiento del Supermercado, su regeneración y estabilidad, son objetivos que imponen una sumisión y renuncia generalizadas.
   Por eso no es extraño que nos falte la convicción suficiente, incluso para plantear las más elementales reivindicaciones. Hemos asumido el papel que nos corresponde como sujetos productivos y, aunque en ocasiones -cada vez menos- nos soliviantemos contra nuestros administradores y representemos la pantomima cívica de la protesta, la verdad es que tampoco creemos en ninguna receta que remedie nuestra situación.
   Al fin y al cabo, hemos aceptado las leyes del juego democrático y de la economía de mercado como única posibilidad para desarrollar nuestra existencia, y es la lógica del mercado la que impone cierres de empresas, reestructuraciones y recortes de plantilla, reducciones en las prestaciones sociales, etc.
   De ahí que seamos totalmente consecuentes cuando nos desfogamos con rituales de protesta; porque en el fondo sabemos que si nos obcecamos con reivindicaciones que no respeten la tasa de inflación, la reducción del déficit público y la productividad de las empresas, sería como un acto de sabotage en el Supermercado. Somos conscientes de que no podemos ir más allá de los rituales, porque de lo contrario aceleraríamos la ruina del mundo que nosotros mismos contribuimos a construir cada día: el Supermercado que nos cobija.
   Por eso mismo tenemos la sensación de estar tocando fondo, aunque un reflejo de miedo al vacío nos haga cerrar los ojos ante la evidencia de un sistema social, político, económico e ideológico cuyas constantes convulsiones ya no sabemos si apuntan hacia su propia transformación o hacia su desmoronamiento.