Algo que resulta patente, de un tiempo a esta parte, es la proliferación de ciertas actuaciones racistas y xenófobas a cargo de determinados grupos y Estados. Este fenómeno no es ajeno al respaldo electoral recibido por partidos ultraderechistas o fascistas como el FN de Le Pen en Francia, los Republicanos de Baden-Württemberg o los neonazis de la Unión Popular Alemana. Pero tampoco lo es a que en la tierra de los «wasp» (blanco, anglosajón y protestante), un mulato , el general Collin Powell, ostente la máxima jerarquía en el ejército de los EEUU. Si bien, en la otra cara de la moneda, están los negros del Harlem neoyorquino con una «esperanza de vida» aproximadamente igual a la de los habitantes de Bangladesh. Por tanto, si tenemos en cuenta estos y otros hechos, lo que se vislumbra es una problemática compleja que sobrepasa, englobándola, la mera cuestión de pigmentación Racismo doctrinario Para abordar la cuestión, hay que destacar, en primer lugar, la existencia de un «racismo doctrinario», histórico, basado en la discriminación por razones étnicas, raciales de : gitanos, magrebíes, turcos, semitas, etc.. que, en su fase paroxística, se ha dedicado al exterminio sistemático. Basándose, en algunos casos, en una teoria racial, que categoriza a determinados grupos humanos como gérmenes patógenos o escoría de la que hay que desembarazarse para purificar la raza. Este racismo doctrinario, moderno, siempre estuvo vinculado a posiciones nacionalistas y xenófobas. De este modo, los tintes étnicos que impregnaron los problemas sociales en que se combinan pasiones y elementos ideológicos, justfícaron la aniquilación de la población extranjera, considerada inasimílable y nociva. El «otro» fluctuante. Hay que hablar, sin embargo, de otro tipo de racismo y xenofobia, practicados, en este caso, por los Estados de las democracias neoliberales. Basado en leyes, acuerdos y convenios multinacionales: grupo de Schengen, leyes de extranjeria, refuerzo de fronteras exteriores de la CEE y militarización del control migratorio. Generando situaciones que, tanto por sus referentes socioculturales como por sus repercusiones concretas, van más allá de la simple trama legislativa y de los múltiples obstáculos administrativas para conseguir la regularización; por ejemplo: permiso de residencia y contrato de trabajo como requisitos que se necesitan el uno al otro. Apuntan a la figura de ese «otro» fluctuante, difuso y funcional que, operando a modo de constructo político-cultural, permite articular tácticas y estrategias de intervención en determinados sectores de lo social. Posibilitando su instrumentalización en función de los requerimientos del mercado y del consenso. El antiracismo legitima.
En esta tesitura, el discurso antirracista, como respuesta a
esta problemática,
queda atrapado en los aspectos puramente fenoménicos. Escamotea lo
que hay detrás del tema del color de la piel. Al situar la raíz
de la problemática básicamente en el ámbito
biológico
y étnico (que sin duda existe), elude ciertos componentes de suma
importancia como el trasfondo socioeconómico y político que
alienta estas formas de discriminación. Por otra parte, al describir
al racismo como la encarnación del Mal absoluto , lo mitifica. De
acuerdo con este esquema, la categorización del racismo por el
antirracismo
aparece como un presupuesto absoluto, indiscutible. Es algo que se da por
sentado. Una premisa que, por resultar tan obvía, no merece ser
revisada o cuestionada. En cualquier caso, el resultado de todo ello es un
refuerzo de la dimensión
legitimadora del Estado constitucional -principal baluarte de la
discriminación- que puede mostrarse ante la platea como instancia por
encima del bien
y del mal; defensor idóneo de la «sociedad multiracial».
Arbitro y mediador en la «sociedad civil». De tal manera
que, como si de un efecto perverso se tratara, el antiracismo,
en lugar de potenciar las luchas contra el racismo y la xenofobia, al
tergiversar los términos del problema, se despliega como un artefacto
relativamente novedoso de la política consensual del Estado de los
partidos. Ello explicaría la presencia en las movilizaciones contra
el racismo en París de Mitterrand -al que recordamos por su beligerancia
legalista y en el terreno militar en la masacre de Irak- junto a la militancia
antiracista. En Barcelona también hemos sido testigos de
una manifestación parecida , que contó con una nutrida
representación
del arco parlamentario, incluyendo desde la derecha de Aleix Vidal
Quadras (PP) hasta la izquierda de Rafael Ribó (IC). O la
campaña montada por el Ministerio de Asuntos Sociales llamando a
combatir el racismo.
Estado de los partidos y gobierno de las poblaciones.
Es preciso, por consiguiente, situar la crítica del
racismo y
la xenofobia en una perspectiva que ponga de relieve aquello que resulta
más significativo y que marca la pauta de las actuaciones en este
tema. Que no son las consabidas prácticas racistas de siempre (Mancha
Real, Lérida, ...), las cuales , sin duda, hay que rechazar. Se trata,
más bien, del diseño de ese «otro»
funcional, ejemplificado por la figura del emigrante magrebí,
latinoamericano, turco, rumano, búlgaro, o bien del refugiado. Vistos
como un peligro real o latente en el que se mezclan varios ingredientes. En lo
económico, destacan
los efectos del caos neoliberal (sociedad dual, flexibilización
extrema del mercado de trabajo, inducción de actitudes segregacionistas
en parcelas de la fuerza de trabajo ...). Sin embargo, conviene destacar
otros elementos, que inciden en esta problemática de un modo tanto
o más acusado, afectando al imaginario social. Tal es el caso de
la representación de una ilusoria comunidad -llámese país,
nación, pueblo o sociedad civil- repleta de caracteristícas
étnicas y fobias que operan con relativa eficacia.
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