Estado de emergencia
Fuimos ingenuos cuando en nuestra función de agoreros -parece que
hoy día al pensamiento crítico no le queda otra opción-
anunciábamos que los fuegos fatuos del 92, el «año
mágico de España», nos costarían caros. No ha
hecho falta esperar el nuevo año para que toda la euforia, ante
la impotencia del Gobierno, se disolviera tan deprisa como se había
originado. La Renfe suprime drásticamente vías férreas
para enjuagar el déficit de 315.000 millones de pesetas que el AVE
ahora medio vacío contribuyó a crear, a la previsión
de medio millón más de parados se une la amenaza del despido
libre,
y el pasado mes de julio se alcanzó el record histórico de
suspensiones de pagos: más de 126.000 millones de pesetas, un 740,5%
más que en julio de 1991. Podríamos añadir muchos
más datos. Y tendríamos también que referirnos a la
situación de los demás países comunitarios. Un botón
de muestra: en Inglaterra cada minuto hay un nuevo parado, y el número
de personas sin hogar es de 400.000. Eso sin hablar de las decenas de miles
que mueren de hambre en el llamado Tercer Mundo.
El final de la guerra fría ha concluido indudablemente con
el triunfo del capitalismo. Y, sin embargo, esta victoria viene
acompañada
de una situación que para rehuir de las posiciones apocalípticas,
bien podríamos definir como de crisis generalizada. Decir que esa
crisis, que afecta tanto a las estructuras políticas como las sociales
y económicas, nos pone frente al abismo no es exagerado. El triunfo
del capitalismo y de la democracia representativa como límite
insuperable,
es justamente su abismarse en la crisis. Por eso no es nada extraño
que la victoria del capital coincida con su crisis generalizada. En su
máximo desarrollo es cuando se desvela mejor cual es su esencia:
el capital es una relación inestable sobredeterminada
políticamente cuya fuerza
está en el uso de la propia inestabilidad. En otras palabras: la
reproducción de la sociedad capitalista se confunde con la gestión
política de la crisis. El Estado-crisis coincide finalmente con
el gobierno de emergencia. Lo que significa que se cierra todo espacio
político para la crítica radical. El Sistema
de Partidos en su asentarse sólo nos deja ser marginalidad: tribu
urbana o sindicalismo radicalizado. Pero la marginalídad siempre
está controlada con un tratamiento político de choque diferente
en cada caso. A los que defienden en su práctica un modo otro de
vivir (okupas, insumisos...) se les amenaza constantemente mediante la
criminalización, mediante su simple identificación como
tribu
urbana. A los que pretenden «extremizar» los pactos sociales
se le ofrece ahora el espejismo de lo posible, la posibilidad de una
práctica
sindical reivindicativa. .No nos engañemos. Ni el grupo que se reclama
de una moda, ni la actividad sindical abren un espacio de crítica
subversiva. Sólo la ilegalidad de masas y la autoorganización
pueden hacerlo. Sucede, sin embargo, que cuando el capital muestra su rostro
victorioso y, a la vez, desencajado, la gente, los que son muchos, sienten
un miedo terrible y se encierran en sus casas. Lo colectivo muere poco
a poco, mientras se vienen abajo los horizontes emancipatorios. ¿Hay
que sacarse de la manga alternativas que animen al personal cuando nosotros
somos los primeros que no nos las creemos? O quizá hay que ahondar
el vacío.., aunque entonces sólo podamos vivir en la
intemperie
sin refugio alguno, y sin ni tan siquiera saber quienes somos.
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