1.- DE LA SOCIEDAD-FABRICA A LA METROPOLI, O DE LA DISCIPLINA AL CONTROL
Mediante esa distinción queremos indicar el conjunto
de transformaciones que han tenido lugar en la esfera de la producción,
de la política, de la cultura..., y cuya consecuencia más visible
ha sido la desarticulación y pérdida de centralidad de la clase
obrera. Reconocer esa crisis de la identidad "trabajo" implica
también admitir que en la metrópoli las relaciones de poder ni
derivan por entero -ni se agotan por tanto- en las relaciones de
producción.
Decir que la fábrica es un lugar de secuestro del tiempo de
vida es cierto aunque todavía insuficiente. En la sociedad-fábrica
la política de la relación mediante la cual el sistema
social se reproducía, se concentraba y ejecutaba en las diferentes
instituciones (fábrica, cárcel, escuela, familia...) encargadas
de imponer la norma.
En la metrópoli, en cambio, debido al carácter difuso
de la producción y a la propia crisis de las instituciones normativas,
dicha política de la relación se ha extendido a todo el
territorio.
Así, poco a poco, se ha ido construyendo una red de dominio
posibilitada gracias al desarrollo informático, telemático, etc.
sobre la que se configura una nueva sociedad de control.
Una sociedad de control cuya gestión de la gobernabilidad pasa
por imponer:
1.- Una movilización para la colaboración en todos los
ámbitos de la sociedad, desde la aceptación de la flexibilidad
del mercado de trabajo, y la consiguiente precarización, hasta
esa obligatoriedad de la participación ciudadana que incluso acaba
en la delación.
2.- La sustitución de un sistema rígido de normas por
una red variable decreencias, por un bricolage de «estilos de vida»
que aparentemente permite al sujeto movilizado/colaborador hacer «su
propia» vida.
En realidad, esta gestión de la gobernabilidad se presenta
problemática ya que debe desarrollarse en el interior del marco definido
por el desequilibrio que causa un uso simultáneo de neo-corporativismo
(todos somos un equipo, todos somos ciudadanos, todos...) y
de dualización de la sociedad. Por esa razón, y porque
la racionalidad sístémica que rige la metrópoli no
tiene un centro consciente, la gestión de la complejidad por parte
del Estado es cada vez más una gestión de riesgos, en la
que la esperanza y el miedo se convierten en armas esenciales de control.
2.- EXPERIMENTAR CONTRA, DESDE, PARA, POR, SEGUN
Ante esta realidad de la metrópoli que sólo la complejidad
unifica, es absurdo sostener la existencia de procesos centrales
u horizontes generales de inteligibilidad. Tan poco válido es afirmar
«la realidad se ha convertido en simulacro» como que «la
lucha de clases sigue siendo el motor de la historia». Lo único
cierto es que el pensamiento crítico hoy, si quiere estar a la altura
de la época en que estamos, debe abandonar la metáfora
luz/oscuridad o, en otras palabras, debe dejar a un lado la estrecha
concepción de la crítica como denuncia, como desvelamiento de lo
oculto, como contra-información.
Porque no hay ya nada que desvelar cuando el capitalismo se ha desplegado
en toda su plenitud obscena, y todo desvelamiento no sería más
que reducción de la complejidad. Justamente, al contrario, el pensamiento
crítico debe multiplicar la complejidad, abriéndose a lo
que la racionalidad del sistema cierra: la imprevisibilidad.
Hoy sólo nos queda experimentar. Y experimentar es tratar con
lo imprevisible sabiendo que ya no podemos hacerlo desde la seguridad
que daba el punto de vista de clase -pues con la crisis de la identidad
trabajo se ha venido abajo- y también, que esta imprevisibilidad
no comporta necesariamente vulnerabilidad. En la crítica práctica
se confunden la acción de llevar el pensamiento hasta su propio
límite con el hecho mismo del vivir. Por eso, pensar radicalmente
nuestra situación actual y, a la vez, seguir viviendo es ya enfrentarse
al poder. O dicho más claramente: pensar, vivir y resistirse
al poder son una y la misma cosa: interferir los mecanismos de
comunicación significativa que autoestabilizan al sistema social y
cortocircuitar la dialéctica dentro/fuera
(inclusión/exclusión) a partir de la cual se constituye todo
sistema.
Experimentar contra, desde, para, por, según consiste en impulsar
este pensar-hacer que eludiendo la fácil tentación del caos
creador, sabe arrancar del interminable juego del orden/desorden los espacios
vacíos desde donde levantar la unilateralidad.
3.- NO LEVANTAR NINGUNA BANDERA
Detrás de la unilateralidad que el experimentar construye no
hay discurso político alguno. Desprenderse de la identidad, de
las identidades. Tanto de las construidas a través de la disciplina
de fábrica, de la escuela, del estadio de fútbol, de la discoteca,
como de los prototipos de ciudadanía impulsados por
la sociedad de control. No hay nada que salvar. La senda del Estado
(España, Europa...), de los nacionalismos o de las afirmaciones
grupusculares a modo de tribu es, en todos los casos, la misma. Todas esas
versiones del reconocimiento son puntos de enganche, telares donde tejer
alguna bandera que levantar.
Dejarse de trapos, de insignias, de indumentarias, nos hace más
impenetrables, menos reconocibles. Sin identidades el poder no sabe a
quienes mirar, a quienes hablar, a quienes contar. Las multitudes, las
multiplicidades confusas asustan porque desbaratan cualquier tentativa
de representación donde anclar el dominio, la
domesticación de la vida. Sin identidades los mesías
de la redención, todos aquellos que prometen un Happy End en este
mundo se colapsan, se quedan huérfanos, a solas. Además,
sin las ficciones de las identidades podemos andar sueltos, a nuestro aire,
sin perdernos en escaramuzas que sólo acaban reforzando el control
de unos o de otros sobre nosotros.
4.- UN NOSOTROS QUE ES UN ESTAR (VIVOS)
Echadas las identidades por la borda nos queda agarrarnos a la
obstinación
del querer vivir. Y trazar un nosotros, utilizar el plural en este mar
abierto, es sólo la contraseña de la complicidad de quienes
nos encontramos en el resistirnos al orden que se nos cae encima.
Nos hemos negado a ser huéspedes de cualquier retazo de identidad,
a habitar entre los nudos de las seguridades que aprietan hasta ahogar.
Ese nosotros que hacemos y rehacemos está, por tanto, preñado
de provisionalidad y es escurridizo frente a cualquier pretensión de
solidificar la
enemicidad. Y no es un mero capricho. Fundamentar las bases de las resistencias
como si éstas fueran los materiales del edificio del futuro nos
devolvería a aquellos páramos de los que queríamos
alejarnos. Peor todavía:
levantar cimientos es dejar huellas, dar pistas a ese orden móvil
que se renueva a costa del enemigo. Apostamos por un nosotros renqueante,
hecho sobre la marcha y nutriéndose de la improvisación.
5.- LA ALTERNATIVA ES QUE NO HAY ALTERNATIVA
Las ilusiones para los ilusionistas. No estamos dispuestos a hacer
del querer vivir una profesión, de la vida un empleo. Nuestro querer
vivir es alérgico a las metas, a los tramos, aborrece la estructura
de la espera; tampoco se deja escrutar a base de debes y haberes como hacen
todos los contables. Al contrario, romper la cotidianidad es un ejercicio
incierto que no se resume en los manuales de la alternativa como tampoco
se deja arrastrar por el cómodo «Todo vale».
Decíamos que podemos experimentar contra, desde, para, por,
según porque así somos capaces de enriquecer y hacer más
incisivos los recorridos del antagonismo social.
Nuestra presencia para llegara ser incompatible con el orden debe abusar
de la sorpresa, hacer estallar siempre que pueda lo imprevisible, retomar
resquicios e intervalos: estamos en nuestras casas ocupadas, estamos contra
el trabajo, estamos.... sólo estamos vivos cuando nos atrevemos
a experimentar aquí y allá la insumisión.
La alternativa es que no hay alternativa. La prisión del futuro
se derrumba. Y al acecho de la coyuntura tenemos que aprender a ser lentos
y rápidos, a estarnos quietos y a desplazarnos. Como gotas de agua
somos muchos cada uno que, donde sea y como sea, todavía apostamos
por el querer vivir.