Un sistema corrupto de individuos corruptos
Que la corrupción está presente a lo largo de la Historia
de la humanidad es indudable. Pero también es cierto que tanto sus
formas como su extensión e intensidad, están históricamente
determinadas. Es obvio, y ni haría falta recordarlo a no ser que
con ello se pretenda exculpar sin más la democracia vigente, que
durante la dictadura franquista la corrupción alcanzó niveles
muy superiores a los actuales. La novedad histórica reside en que
dicho fenómeno ya no es sólo atributo de países
dictatoriales o tercermundistas, sino que alcanza con una fuerza renovada e
intensificada -basta ver la juridificación de la esfera política-
a la mayoría de las democracias «avanzadas»: Francia,
Italia, para no hablar de USA donde desde siempre la vida política
ha encontrado en la novela negra su mejor expresión. Porque
efectivamente, el famoso gangster Al Capone tenía toda la razón
cuando afirmaba: «Somos importantes hombres de negocios, pero sin
sombrero de copa». Trabajo negro, declaraciones de renta falseadas
mediante facturas inexistentes, sobornos para conseguir permisos o
adjudicaciones... las empresas han recurrido desde siempre a prácticas
ilegales. O dicho de otra manera, el sistema capitalista en su búsqueda
del máximo beneficio no ha dejado nunca de impulsar esas luchas
«mafiosas» por el reparto de la plusvalía.
Con la interpenetración cada vez creciente entre sistema
político y sistema productivo, con el hacerse el Estado sistema, cambia
el contenido y la finalidad de la política. La política ya nada
tiene que ver con la representación porque se ha convertido en una mera
técnica administrativa del dominio -una actividad atributiva de
dinero- dirigida a estabilizar el sistema, es decir, dirigida a intentar
absorber el grado de desilusión que toda decisión comporta.
Con esta transformación de la sociedad capitalista no desaparece
la antigua corrupción individualizada del sistema sino que ahora
se junta a la corrupción institucional. De esta manera la
corrupción que anida en todas las instituciones democráticas no
lo hace como algo pasajero y exterior.
Si gobernar es cada vez más una gestión de riesgos, la
corrupción es un riesgo más con el que hay que contar, aunque
de él también pueda extraerse un provecho para el sistema.
Los mismos defensores de la democracia reconocen que si en USA no se
«compraran» los votos en los barrios pobres, la abstención
alcanzaría cuotas escandalosas (la abstención actualmente
es «sólo» del 40%), o que la corrupción es como
un «mercado negro burocrático» con importantes funciones,
por ejemplo, ser un buen sustituto cuando la burocratización es
deficiente... En estas circunstancias apelar a los principios éticos,
querer oponer un discurso moral a la corrupción, es mala fe o, peor,
estupidez. ¿Debemos gritar entonces: «¡Viva la
corrupción generalizada!»? No, porque no hay alternativa (global)
desde una posición crítica y subversiva a la corrupción.
Sólo podemos recordar lo que ya hemos dicho: que la corrupción
es esencial al sistema en que vivimos y que, en última instancia, dicha
corrupción -igual que el Sistema en su generalidad- se sostiene porque
cada día nos dejamos comprar mediante un salario, vendemos nuestro
tiempo de vida, y soportamos lo que con toda evidencia es intolerable.
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