Del hablar acerca de la
guerra
(El Poder es, en definitiva, poder matar)
Después de la explosión informativa del primer día
en el que se nos mostraba a un Irak incapaz de hacer frente al diluvio
de bombas caídas del cielo, el presagio de una rápida
rendición
pronto se desvaneció. Paralelamente, y de modo continuado, la gran
reacción pacifista de las primeras semanas que había llenado
las calles, se fue retirando ante la ausencia de resultados concretos
y frente a la inevitabilidad de una guerra que, si al principio horrorizaba,
pronto se convirtió en algo habitual. La guerra acabó apareciendo
en la televisión con la misma facilidad que el agua al abrir el
grifo.
Que se haya aceptado la monotonía del espanto -rota tan sólo
por las escasas protestas generadas ante los "errores trágicos"
del ejercito de las multinacionales- prueba hasta qué punto el pacifismo
(y la izquierda tradicional) con sus consignas: "Contra la guerra: una
sonrisa"; "Entre todos pararemos la guerra", etc. estaba
preparando
directa y aceleradamente el camino hacia el desánimo y el agotamiento.
En este artículo no vamos a analizar ese proceso, cosa que ya se
hace en "Desaliados", sino que consideraremos esta monotonía
vivida como impotencia en tanto que síntoma de algo más profundo.
No es muy original afirmar que el Diari de la Pau o publicaciones
semejantes son extraordinariamente aburridas (Aviso: es difícil que
ésta sea una excepción). O que
las conferencias, asambleas, etc. contra la guerra son tan pesadas que
únicamente una elevada reserva de disposición ética
permite soportarlas. La pregunta ¿Por qué hablar acerca
de la guerra se nos hace tan aburrido? parece no estar en absoluto fuera
de lugar. La respuesta inmediata contiene gran parte de verdad: de la guerra
lo sabemos todo. O lo que es igual: acerca de ella no
se puede decir nada nuevo. Y esta constatación sería aplicable
tanto a las posiciones que hablan desde la paz como a las que, siendo
revolucionarias, desmitifican la paz como una forma encubridora de la
guerra social presente en la sociedad. Sea como sea, la guerra que la radio
o la televisión nos cuenta -es la única que conocemos y
que para nosotros verdaderamente existe- se nos aparece inevitable como
redundante. Dicho brutalmente en términos periodísticos:
ha habido muchos días en que el enfrentamiento armado casi ha dejado
de ser noticia. Porque el hablar de la guerra en su repetirse fastidioso
nos repele, y a la vez, nos fascina
Nos repele porque nos recuerda continuamente la muerte aunque sea
precisamente
por su ocultación premeditada y, como es sabido, la cultura occidental
la ha exorcizado como algo de mal gusto y escandaloso. Por otro lado,
la innovación tecnológica, la precisión de las bombas
inteligentes, etc. nos fascina.
Esta redundancia que acompaña al hablar de la guerra y que promueve
una ambivalencia, es encarada de dos maneras diferentes aunque complementarias.
Para el discurso militarista hay que dar sentido a la guerra, y con este
fin se recurre casi siempre a Clausewitz. La guerra se convierte en la
prolongación de la política, mientras se intenta justificar
su necesidad y legitimidad. De esta manera, pueden existir perfectamente
la defensa de la paz en general, y la defensa de una guerra en concreto.
El caso que nos ocupa es ejemplar desde este punto de vista. El ejército
multinacional legitimado por la ONU interviene exclusivamente para que
se cumpla el derecho internacional socavado por las pretensiones de un
dictador. Para el discurso pacifista, en cambio, hay que quitar el sentido
a la guerra. Con la absolutización del valor vida, todas las guerras
se transforman en iguales, evidentemente, se hace inexcusable la condena de
toda forma
de violencia. Ante el enfrentamiento contra Irak no cabe sino situarse
por encima de las partes, e ignorar, por ejemplo, lo que supone la identidad
política y cultural árabe en relación a Occidente.
Pacifismo y militarismo no se oponen, muy al contrario, se necesitan
mutuamente para esconder mediante un mismo proceso de abstracción
el impensado, la cara oculta de la guerra. Sun Tzu, uno de los primeros
teóricos de la lucha armada, la definía como el arte del
engaño. Pues bien, tanto el discurso militarista como el pacifista
prolongan de manera cómplice este engaño. Cuando hablan de
la guerra es como si con el dedo señalaran la luna pero pretendieran
que, en vez de mirarla, observáramos el dedo que la apunta. Ocurre,
sin embargo, que la misma guerra en su realizarse hace saltar por los
aires el discurso militarista/pacifista que con ella se funde, y
entonces se desvela su impensado. Esto es lo que está sucediendo
estos días ante nuestros ojos. Esta cara oculta que quisieran ocultarnos
es sencillamente: 1) Que el orden es impuesto siempre mediante la guerra.
2) que el garante o principio del orden es el Estado. El increíble
discurso de Bush en el que aseguraba que los Estados Unidos son "la
única
nación con talla moral y potencia militar capaz de liderar la guerra
y establecer un nuevo orden mundial" recoge perfectamente nuestras
afirmaciones
y hace superfluo todo comentario. Con todo hay que precisar algunas
consecuencias de crucial importancia.
El orden resultante al final del enfrentamiento armado, y esto es
válido también para el orden social en el que se desarrolla
nuestra actividad diaria, no tiene legitimación alguna. Es más,
el Estado en tanto que garante, al ser rechazado en su forma Estado-guerra
por todos los que se niegan a sacrificar su vida, queda en el mismo instante
también deslegitimado. De aquí la importancia central de
la figura del insumiso. La deserción muy apoyada en el Estado
español
es, hoy por hoy, la crítica política más radical.
Gracias a ella, el Estado de los Partidos convertido en Estado-guerra
frente y contra la vida afirmada, aparece más aislado que nunca.
Pacifismoy militarismo son incapaces de llevar hasta el final el proceso
de abstracción en el que la guerra se define constitutivamente.
Por eso no pueden comprender la redundancia inscrita en el hablar acerca
de ella, y lo único que hacen es contribuir a multiplicarla hasta
el infinito extendiendo, a la vez, la sensación de impotencia.
Así se esconde que el discurso sobre la guerra siempre dice lo Mismo: que
el poder es, en definitiva, poder matar; y que el Estado concentra dicho
poder. Hace años que esta lógica nos es conocida, así
como que la única forma de acabar con ella es destruyendo al Estado.
Lo que sucede es que toda guerra y más en concreto esta guerra ya
del siglo XXI -por las nuevas características y reacciones que
ha promovido- al desfondar abiertamente el orden y su funcionamiento,
lo ha mostrado en su transparencia máxima.
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