Bill Gross se lo monta en el piso de enfrente
Nota de urgencia sobre el placer en la ciudad empresa
Cierto, hay quienes no han sido expuestos a las recompensas de
convertirse en emprendedores y no saben lo que se pierden. Pero están
empezando a oír hablar de ello y a querer experimentarlo por sí mismos. Es
como si estuviesen sentados frente a una ventana-espejo, viendo a gente
haciendo el amor al otro lado y deseando poder participar de ello.
Bill Gross, directivo de Idealab!
Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla
y como la fresa espera hilando su cristal,
así el otoño en que su labio muere, así el granizo
en blando espejo destroza la mirada que le ciñe.
José Lezama Lima, Muerte de Narciso
Los empresarios de antaño, los de frac y leontina, ¡eso sí que era
una raza de hombres! Tan arrojados, tan emprendedores, qué se yo...
¡tan marxistas!
Capitanes de empresa, les llamaban, y es verdad, uno se los imagina abriendo
mercados, cruzando territorios, sometiendo el mundo al imperio inexorable de
la mercancía. ¡Ah, liberar todo ese ingente capital de las vetas de la
historia, de la entraña de los continentes! ¡Ah, sojuzgar pueblos, rendir
civilizaciones, alienar la humanidad en vastos ejércitos de trabajo! Qué
emoción reflejarse así sobre la Tierra, dueños de su destino, Sujetos al fin
y para siempre del Objeto cósmico y total...
Una vida excitante, sí señor, la de aquellos empresarios, con sus pistoleros
a sueldo, sus fuerzas de orden público, ¡sus guerras mundiales! Una vida
enfrentada con la vida, librada al encuentro terrible de otras vidas, al
dominio de fuerzas colosales, de magníficas resistencias. Y es que, en
efecto, los obreros de antaño, los de adoquín y alpargata, ¡eso sí que era
una raza de hombres!
No extraña entonces que toda esa emoción redundase en libido, estímulo
sexual, lujuria a la que ningún cuerpo saciaba. ¡Qué audaces comunidades de
esposas y maridos, de queridas y admiradores! ¡Qué ambiente de citas y
aventuras, de parques y trastiendas, de fugas de escándalo a París! ¡Qué
profusión de prostíbulos, pisitos y salones! ¡Qué liaison
de amantes y
bastardos en primero, segundo y tercer grado! Una fiesta, desde luego, una
gozada, pero discreta, íntima, tras la cortina, con las ventanas cerradas,
que los demas no tienen por qué vernos...
"Ninguem chora uma lágrima sobre un e-mail", dice el poeta, y es verdad.
En la ciudad empresa la aventura se llama rafting
y es una charlotada donde
las almas pierden su honor; y los cuerpos, su compostura. Vencida la
resistencia, puesta la vida toda, todas las vidas, a rendir en su beneficio,
el capital habita la Tierra como el feto la matriz. Solo. Un ritmo altísono
y creciente en el seno del universo. Fuerte-débil. Sístole-diástole. Un
latido que retumba en las paredes intrauterinas del mundo y a cuyos golpes,
uno tras otro, crece y se hincha ese cuerpo solo... tum-tum...
tum-tum...
¿Qué deseo le mueve? ¿Qué placer hay en él? Satisfacción, aplacimiento
constante de sí mismo, nirvana fetal en el retorno sobre sí de todo, marcado
en aquel único compás y en cuya repetición idéntica se inscribe, mudo, el
más antiguo recuerdo, el más lejano suceso por venir: no ser...
nada... paz.
Narcisismo adolescente en las naves de bakalao, tiempo máquina,
fuerte-débil, sístole-diástole, cámara uterina ya angustiada por el abismo
de ser solo un cuerpo solo, un mundo solo, repetición frenética abocada al
paroxismo de sí misma, tum-tum, tum-tum, al colapso final, a la resolución
del ritmo en el zumbido inalterable -¡por fin!- del cardiograma plano,
de la infinita línea de luz blanca: silencio... nada... paz. El
deseo de
muerte, eso es lo que le mueve. El goce del poder, eso es lo que le
satisface.
Así que ahí enfrente hay un empresario no como aquellos de Grosz, Berlín,
sino como estos de Gross, Pasadena, monstruo que crece devorándose, feto que
reabsorbe su miconio, onanista que se goza, compulsivo, sobre la imagen que
de sí le devuelve la ciudad, el mundo mismo, y que crece y se hincha, cada
vez más rápido, en cada espasmo impaciente, buscador ansioso de orgasmos
que
no pudo desnudarse nunca... que jamás ha podido entrar en otros brazos y
sentir -aunque sea nada más que un momento- el deslumbramiento que tuvimos
a los veinte años... Cierra la ventana, amor mío, que no quiero ver a
semejante monstruo, que no quiero verme nunca reflejado en él...
Es verdad, me había olvidado, no hay ventanas... ¡y las paredes
son de
cristal! ¡Edificios modernos...! Nada se interpone entonces entre Bill
Gross y nosotros, nada se oculta a su mirada mortal como el contacto de
Midas, nada por detrás, más allá del espejo "donde la perfección muere de
rodillas", donde el ser y el poder cierran, parásita del universo, su
alianza estéril, su pacto de no vida.
Y así, ¿cómo vernos el uno al otro, cómo hallarnos el uno al otro,
mirarnos, tocarnos, encendernos el uno al otro bajo la luz que cae, impúdica
y blanca, sobre el azogue del mundo? Justo así, sin mostrarnos ni
ocultarnos, sin público ni intimidad, ya reducidos, suspensos en el hombre
anónimo, en el hombre sin atributos, sin nada en particular, invisibles a
los ojos blancos, vueltos sobre sí, ciegos, de Narciso. Sin velarnos del
enemigo. Sin refugiarnos en el amigo. Pero turbados, sí, por el gesto
generoso, abiertos a la mirada que se ofrece cálida, profunda, mientras
avanza el otoño y cuaja la nieve caída como granizo, y se oye al fin el
ruido del espejo resquebrajándose...
¿Qué decía aquel sabio? ¿Te acuerdas, amor mío? Se llamaba Benjamin y
había algo en su historia tan terrible, tan hermoso... Cómo nos había
emocionado... Estaba ahí, junto a los poemas de Lezama...
Aquí... Déjame que
te lo lea, otra vez: "Y es que asegurar la vida privada contra
la moral en
una sociedad que ha emprendido el examen político radioscópico de la
sexualidad y la familia, en una sociedad dispuesta a levantar casas con
paredes de cristal cuyos balcones se introducen hasta el interior de las
habitaciones, que dejan así de ser habitaciones... En semejante
sociedad tal
consigna resultaría de lo más reaccionaria si no se tratara de la vida
privada que, en oposición a la burguesa, es un fiel reflejo de esa
transformación social; o sea, en una palabra, si no fuera la vida privada que
se desmonta y se construye a sí misma de manera abierta, la de los pobres
como Peter Altenberg, la de los agitadores como Adolf Loos... "
Qué bien está, sí señor... Venga, vámonos ya a la habitación, aunque sea de
cristal... anónimos, transparentes, que los demás al fin no pueden
vernos...
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