Darnos Dinero
El dinero es también un límite.
La experiencia del dinero es, en este sentido, la de un límite,
la de nuestro límite: hasta dónde llegamos (o nos llega), hasta dónde podemos
(o se puede), etc. El problema de la "liberación del dinero" es así
también el de la relación política con el límite, con
nuestro límite: sufrirlo o disfrutarlo, negarlo o aceptarlo, etc. Eso aclara
la paradoja sobre "lo otro" del dinero (tener tanto que ya no hubiese
necesidad, relación o referencia a él) y su estatuto necesariamente escaso
(nunca hay, sin embargo, suficiente). Nos parece que constituye la paradoja
de todo lo que, como el dinero, es medio, relación, término: podría
dilatarse al infinito y seguiría apareciendo como un límite; y expresa, a
fin de cuentas, la experiencia misma del ser, la de la finitud de lo que se
da (luego volvemos sobre esto), y en la que se envuelve, como sabemos, el
momento -oscuro y problemático- de lo absoluto, lo indeterminado, etc.
(Dejémoslo apuntado: en la medida en que "todo es dinero", ese momento sería
el espacio irrepresentable del no dinero, la disolución de los límites
-insoportables- del mundo, el retorno a la unidad de la naturaleza, etc.,
bajo la forma del horticultor autosuficiente, p.ej., y otras fantasías de
lotería de navidad...).
Pues bien, el capitalismo propone (o impone, más bien) una relación concreta
con ese límite: dominio total, en orden al crecimiento y la disponibilidad
infinitas de dinero. Los mecanismos políticos de la Ciudad Empresa (desde el
ciclo de las tres R, del que retenemos ahora lo de que todo gasto es una
inversión, hasta el modelo de relaciones sociales que asegura el flujo
ininterrumpido de dinero) consiguen, como hemos visto, que semejante
relación de dominio sea no solo aceptable sino, de hecho, plenamente
aceptada, en la figura del ciudadano cliente y de su nuevo pacto social,
que, a este respecto, funciona como un auténtico "contrato por el dinero".
La cuestión es, ¿por qué rechaza esa relación? ¿por qué se opone a
ella? Lo hemos visto también: porque advierte que semejante dominio se
efectúa solo a costa de la vida. Y eso en un doble sentido:
- Porque es la vida misma (y ya no el trabajo) lo que se pone como fuente de
valor, en un proceso de rentabilización total (del saber, de la imaginación:
de la existencia) que agota, en efecto, toda posibilidad. Creo que esa
experiencia nuestra de una vida bloqueada ("así es imposible vivir")
proviene, en efecto, de que todo "gasto" se resuelva en "inversión", de que
nada sobre o se pierda para siempre, política ésta que permite a la Ciudad
Empresa eludir la experiencia de la muerte y, en el mismo sentido, la de la
posibilidad, o sea, la de la vida. Por no morir no vive. (Consecuencia de
que todo sea dinero es que "morir" haya desaparecido, por cierto, del
imaginario social... ).
-
Porque bajo esa política la vida se reduce, sin embargo, al deseo
(reprimido) de muerte, de disolución, de absoluta "incontinencia":
dilatarse, crecer hasta reventar (de dinero). El dominio de las relaciones
en orden a la producción y disponibilidad infinitas de dinero convierten
entonces a la Ciudad Empresa en una administración gozosa del morir, una
especie de dosificación placentera, orgásmica (qué dulce veneno... ) del
apocalipsis al que tiende infinitamente. (El orgasmo final y sin vuelta.
Sitúo aquí, en el imaginario de la muerte, el chorro de luz blanca que
atraviesa y acopla la cadena infinita de individuos... ). En cierto modo,
esta lógica progresiva y creciente del yonqui, abocada al salto final -y
abismal- que satisfaga su pulsión mortífera, ilustra nuestra relación con el
dinero y la única y paradójica experiencia que tenemos, me parece, del
capitalismo como economía: la administración de lo infinito, su
dosificación.
Frente a todo esto afirma que quiere vivir. ¿Qué relación con el
dinero implica entonces su afirmación? ¿Qué pasa con el querer vivir y el
dinero? De entrada, dos cosas parecen, por contraste, claras:
-
Hay gasto sin retribución, donación sin retorno: regalo, sobra...
"mierda",
en una palabra. El despilfarro indica, tal vez, su extremo gozoso, su
exceso, su clímax pero aquí nos referimos
a una práctica común, a una relación habitual con el dinero. El efecto de
esa "pérdida absoluta" e irrecuperable, ajena a toda rentabilidad, y sin la
cual es imposible la experiencia de la vida, se reconoce al menos en dos
marcas del querer vivir: su disposición a desgastarse en una resistencia que
no espera nada y su cumplimiento del duelo (cfr. la declaración de la
derrota) hasta la última y más terrible consecuencia: olvidar a los muertos.
- Hay, por lo mismo, economía en sentido general, producción de bienes con
escasez de recursos, tiempo que aprovechar porque se agota, vida por decidir
porque se acaba. Justo por eso hablamos, bien mirado, de derroche: el bien
que queremos es limitado, no infinito.
Pero, ¿Cómo pensar esa tensión entre economía y regalo, entre pérdida y
provecho, si no partiendo de lo que se da para que se gaste, para que se
disfrute? ¿Y no es esta del don la experiencia griega del ser -a fortiori,
la del mundo-, la nuestra de la vida y su procreación, la del deseo (Eros:
hijo de la Abundancia y la Penuria) y su quantum de energía? Y al fin, ¿no
corresponde el dinero gratis -se da dinero- a este mismo horizonte, a esta
experiencia? ¿Ofrecen entonces el proceso de la vida o la economía del
placer paradigmas alternativos al de la acumulación infinita ? (Pero
sospechamos algo anticuado, precapitalista, y no sé si reaccionario en este
camino: ¿No nos lleva de cabeza al ecosocialismo?)
Y entonces, ¿cómo acceder -por qué vía, no sólo teórica sino política- a
semejante presupuesto? ¿Cómo lanzarse a por el corazón del imperio? ¿Cómo
darse dinero? Y, sobre todo, ¿Cómo cuidar de ese don para que se reproduzca?
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