Cada una de las diferencias existentes

No es preciso ser un entendido en la psique humana para observar que nuestras mentes occidentales están encerradas en una lucha de contrarios y que el hecho de elegir parece suponer una opción clara y distinta entre ambos. Es considerado como lo más racional que, entre los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro -entre las mayúsculas y las minúsculas del pensamiento- se produzca un debate que implica siempre una medición y un rechazo.
Pero, una vez más, ¿quién marca la pauta? ¿Quién establece esos límites en los que dichas opciones creen hallar un terreno sólido, un lugar privilegiado desde el que discriminar entre lo curvo y lo recto, lo par y lo impar? En cierta ocasión leímos que Dios había muerto, e incluso se pregona que ya nadie tiene la razón. Entonces, ¿por qué empeñarnos en hablar en términos de medición entre lo bueno y lo malo, lo femenino y lo masculino, lo blanco y lo negro cuando ya todo tiene una tonalidad más bien grisácea, o incluso neutra como el jabón? ¿Por qué forzar nuestra vista cansada buscando la Luz durante el día y no atender a los ritmos sordos que pueden aparecer en la noche?
Sorda a lo que no quiere escuchar, la cultura occidental continúa aferrándose a una opción, una voluntad de verdad que alimenta toda una serie de procedimientos de exclusión y separación, que sitúa en lo más alto de la pirámide a lo mismo, la identidad y el orden; frente a lo otro, a la vez interno y extraño que debe conjurar. Inmerso en esta racionalidad, el género femenino, conceptualizado como lo no-masculino, ha sufrido de la exclusión y el dominio por parte del "sexo fuerte". En consecuencia, la mujer ha visto cómo se le negaba la palabra en tanto que sujeto normalizado del discurso; apartándola así de cualquier existencia política.
De este modo, buena parte del discurso que ha dado en llamarse "discurso feminista", surgido de "ese estar hartas de ser representadas como hombre castrado e inferior", pretende liberarse de esta exclusión elevando su grito al grave tono de la lógica dominante:

-¡Determinémonos! Construyamos ese sujeto capaz de elevar un discurso con el que reclamar la igualdad respecto al hombre.

Buscando una igualdad normalizada, es como el grueso del discurso feminista ha incidido sobre la realidad, consiguiendo cierta equivalencia en lo fáctico: salarios, derechos, reconocimiento social e intelectual... No es éste un botín que tengamos que menospreciar, pero sí parece oportuno observar que un discurso de la igualdad, que se erige sobre un victimismo fundamental, preconiza siempre un acceso a lo mismo. Los mismos salarios basura, los mismos trabajos de esclavo, la misma muerte. La mujer anhela llegar a ser, con este discurso, igual al hombre, adquirir los mismos valores, pisar los mismos suelos, ocupar los mismos lugares. Más de lo mismo. Este discurso es potente en cuanto que reclama y exige aquello que a la mujer le ha sido vedado, pero se limita al encerrarse en las mismas prisiones: la exigencia de igualdad. Los etiquetajes marcan todas las zonas.
Por otro lado, en la era de la diversidad, de la pluralidad y el multiculturalismo, no ha faltado quién izara la bandera de una diferencia en pro de un feminismo exaltado e intransigente frente al género opuesto:

-¡Determinémonos! Construyamos ese sujeto capaz de elevar un discurso con el que afirmar y delimitar la diferencia respecto al hombre y a su discurso dominante, reivindiquemos una identidad para esta diferencia y hablemos desde ella.

En este caso, no se tiene suficientemente en cuenta que lo femenino es antónimo de lo masculino solamente dentro de un sistema de signos que se organiza mediante una estructura binaria de pensamiento; y se pasa por alto que la diferencia no es representable, que no se puede hablar desde ella porque no es un lugar, porque no es una meta sino un tránsito: un ir hacia, un ir haciendo. Un feminismo que pretende afirmar la diferencia desde una identidad otra es fruto siempre de un deseo de radicalidad antagónica que no escapa a la confrontación, que abre más líneas de muerte que de fuga.
Sin ánimo de trivializar, pero sí simplificando un mucho las cosas, podríamos afirmar que un discurso que reivindica la igualdad entre sexos o que afirma su diferencia respecto del hombre, busca siempre, y en cualquiera de sus multiples expresiones, determinar una identidad midiéndose con su opuesto. No sale pues de esa lógica binaria: construye el discurso, una vez más, sobre esa música de fondo que es el antagonismo marcado. Dichas voces quedan atrapadas de nuevo en una dinámica jerarquizante.
Quizás buena parte del feminismo, al igual que la mayoría de discursos que se quieren antagónicos a la lógica imperante, no ha explorado suficientemente su silencio antes de hablar. Todos ellos parecen no haber caído en la cuenta de que "el silencio es más fuerte que la palabra. El silencio aprueba o desaprueba. La palabra siempre justifica". Explorar el silencio no para callarse, sino para pasar a la acción haciendo, no buscando una identidad predeterminada y medida con lo mismo sino, ahora sí, afirmando cada una de las diferencias existentes. Este gesto, no es tan solo para la mujer, sino para todo aquél que quiera desentenderse de esa simbología que marca un límite entre lo uno y lo otro, entre lo masculino y lo femenino, entre el "los" y el "las". Si estos determinantes dejasen de referirse a sujetos perfectamente etiquetados, es más, si dejaran de determinar a sujetos cualesquiera, estaría de más la instauración de un los/as que normalizase el discurso. Un gesto no se afirma únicamente en las palabras, se hace, se gesta.

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