Gran Hermano
O un ensayo de crítica cultural
La sociedad se retrata en sus programas. Para que vean que aquí no
exageramos y como prueba de un materialismo sin prejuicios, nada
"apocalíptico", les ofrecemos a continuación un comentario a la emisión del
jueves 11 de mayo del programa de éxito Gran Hermano:
El juego (el suyo, el nuestro, el único) está claro: convivir en
condiciones de absoluto control. Que, en efecto, el control sea absoluto,
total, no significa sólo ser filmados o representados de pies a cabeza,
objetivamente, por alguien que nos vigile las veinticuatro horas del día.
Por principio, semejante fantasía paranoica y emocionante sobre el poder (y
que ha contado en Mátrix, por cierto, con una nueva y brillante edición)
ubica en la conciencia, en la lucidez de las personas, un límite, un
castillo, un ámbito sustraído al ojo del vigilante. En rigor, el control no
es total: el prisionero puede saber, abandonar la caverna, resistir.
Es este límite y la crítica fatalmente caduca que aún sostiene (estamos
dominados por los media, alienados en el espectáculo) lo que
Gran Hermano
supera, y con éxito. Y es que, por decirlo de una vez, ahora el otro
lo
somos todos, todos nosotros, presentes a uno y otro lado del televisor,
objetos y a la vez sujetos de una representación que, por eso mismo, deviene
absoluta. Ser vistos, de entrada y sin interrupción, en la pantalla que
estamos mirando: tal es el círculo del control total y en eso mismo
consiste, como saben, el juego de Gran Hermano. Sólo que entonces la
televisión ni somete ni aliena: es el elemento propio de una realidad que,
al fin, se asume de forma esencial (en el arte, en el amor, en la política)
bajo el régimen de la imagen, soberana ante la conciencia y su esfuerzo de
lucidez y palabras.
En tales condiciones, nuestro castillo, la interioridad, se reducen a un
simulacro, y la admirable impudicia del juego, su literal falta de límites,
prueba esa reducción de forma cabal, irrebatible. En efecto, y pasado el
primer momento, no hay morbosidad en la forma de mostrarnos y de mirar lo
que somos, tal vez porque, en el fondo, no hay nada que exhibir ni que
ocultar. Bien mirado, no hay fondo ninguno, y justo esa evidencia, nuestra
perfecta superficialidad, la cancelación de todo "misterio" sobre el alma
humana, es, sin duda, otro de los méritos, de las verdades de Gran Hermano.
Faltos de interior, el resto de facultades más o menos vinculadas al dominio
de la subjetividad (memoria, voluntad, potencia) se vuelven asimismo un
simulacro, reduciéndose las relaciones -y, por tanto, el espectáculo- a una
sola posibilidad, a un argumento único: soportarnos. También en eso el juego
resulta claro (el suyo, el nuestro): no se decide qué es lo que quiere; se
escoge sólo la forma de adaptarse.
Vencida la resistencia, agotada la raíz de todo proyecto, común o personal,
los sujetos se reducen a nodos de una red transparente y autorregulada,
fieles al único principio que de verdad nos permite convivir: colaborar en
la representación. En este sentido, que la actividad eminente de un grupo de
diez personas adultas sea la escenificación de estandars televisivos más o
menos conocidos (West Side Story, peregrinos a Santiago, etc.)
confirma,
sin duda, el vigor de nuestra creatividad social (aquella institución
imaginaria de la que habla Castoriadis) así como la madurez requerida por
nuestro modelo de convivencia. (Que además, y como es el caso, un equipo de
psicólogos certifique la excelencia de tales individuos para tomar parte en
el juego, no hace sino añadir una nueva confirmación, a saber, la del valor
de una psicología dispuesta, en efecto, a garantizar el modelo).
Pero en Gran Hermano también ligan, sí señor, y se enamoran.
Y eso prueba,
por cierto, que deseo y control no son incompatibles y que, como nos enseña
el Evangelio y la publicidad recuerda, el amor no tiene, en verdad, ninguna
fuerza política. No libera a nadie.
Cuando Mercedes Milá anuncia, voz en off, que una de las personas
ha de
dejar la casa, el programa entra en un clímax inesperado. Como en una escena
bíblica, los concursantes, dispuestos en círculo, se agarran de las manos
mientras esperan, tensos y en silencio, el nombre del elegido. Preguntados
por su actitud, ciertamente insólita, los diez responden casi al unísono que
se cogen así porque se quieren. Y es verdad: se quieren, se abrazan, se
emocionan. Pero, tal vez por eso, hay algo que no harán nunca: ser amigos. Y
es que la amistad, lectores nuestros, eso sí que no entra en los planes del
Gran Hermano.
Si de verdad fueran amigos descubrirían, terrible, la experiencia de lo que
pueden por ser amigos, la fuerza que tienen por estar juntos, la potencia de
ser: la política, acaso. Si de verdad fueran amigos verían que aún es
posible otra relación, que todavía hay espacio para otro juego: romper la
reglas, sustraerse a la representación, interrumpir el control. Si de verdad
fuesen amigos se marcharían todos con la amiga que han expulsado y tal vez
así provocarían de nuevo la aventura de la vida y los misterios del alma. Si
de verdad fuesen amigos afirmarían sin miedo que quieren vivir, y al
declararlo así descubrirían qué es, de verdad, la resistencia. Si de verdad
fueran amigos, en fin, no colaborarían más.
¿Por qué no lo hacen? Romperían el pacto, claro, el contrato por el
capital (interminable: un mundo entero se asienta en él) firmado con el
Gran Hermano. Por donde advertimos, una vez más, a qué instancia se acaba
ordenando todo, qué se juega a fin de cuentas en este juego. Pero
tranquilos. Esa nota es la cuarta y no va aquí.
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