El orden de la creación
Las redes creativas, es decir, los grupos e instituciones sociales
dedicadas únicamente al negocio del culto por el espectáculo, más
allá de los centros de creación publicitaria, son espacios de manufactura
de lo real-único. Según esto, todo lo que cae bajo el
término creativo mutila y deforma dentro de las redes
humanas el querer vivir de las individualidades.
Las redes humanas son sistemas socializados de correspondencias y
contracorrespondencias fuertemente ligados entre sí vertical y oblicuamente,
e incluso horizontalmente, y cuyo fundamento es la continua desestructuración
de los lugares del anonimato. Contrariamente a como ha funcionado en el
imaginario social, la creación a la que alude el término
creativo no es expresión de ninguna libertad, y mucho menos de
la Libertad. Las redes humanas de la metrópoli son creativas, pero
precisamente porque producen hastío, tedio, miedo, sometimiento, dominación,
en una palabra, metrópoli. Las redes humanas son también eso que entendemos
por cultura, subcultura o contracultura; son la telaraña difusa de un sistema
de convenciones por el que se fijan los hilos en la red y por el que
discurren los tejedores o creativos, solos o agrupados. Con esto
no nos adherimos a ningún tipo de pesimismo estético ni, consecuentemente,
a ninguna clase de optimismo. Ambos son instrumentos creativos.
La miseria de la redes humanas se mide por el grado de optimismo y/o
pesimismo que son capaces de generar, como si de una competición se tratase.
Por eso, la función creativa es la meta de toda competición. Desde el
trabajo, que nos sobra, hasta los instantes de ocio -y quién sabe si de vida
también-, pasando por las cervezas compartidas en algún bar, lo
creativo se torna el fondo insistente de la nada, del vacío desde el
que resuena sin descanso la letanía de que hay que seguir haciendo que el mundo
funcione, -pero ¿para qué?- y seguir cumpliendo con la exigencia de
creer en algo, -pero ¿por qué?- y seguir alimentando el sufrimiento en
las entrañas desde las máscaras de lo obvio, -pero ¿por quién?-
El creativo transforma las iluminaciones de la vida en vías
de dirección única. El creativo puede ser -y en cierta manera
es ya de hecho-, en cierta manera, cada uno de nosotros. Es aquel que
reinvierte porciones de mundo real, entre el querer vivir de las
individualidades, mediante mecanismos de enmascaramiento que tienen como
consecuencia el miedo y el asco, y que son resultado del feedback
que genera la producción de mundo. El tedio y el miedo, en y desde la
metrópoli, son formas de enlace que atraviesan las redes humanas, sometiendo
la creatividad de las individualidades a lo puramente creativo, en
el sentido que venimos diciendo.
El hombre anónimo, ese que articula su individualidad con el querer
vivir, asume su papel de consumidor (potencial o actual) de cultura, de mundo
o de dinero. El hombre anónimo sabe, además, lo que (le) sobra desde su
indigencia creativa: el orden de la creación -los espacios
del miedo, el tiempo de la espera, el mundo que se crea-.
Ya sabemos que no hay salida. La noche nos envuelve. Pero también sabemos,
como lo sabe el hombre anónimo, que las iluminaciones pertenecen
a los espacios ocultos. Y ¿qué es la noche sino el velo de todo lo oculto?
El deseo está siempre presente en las distintas redes, oculto. Un deseo que
quiere querer y, por eso, un deseo múltiple y complejo, difuso. Unas veces
es querer comprar, querer tener dinero para comprar, otras veces, que nos
dejen en paz, y la mayoría, ambas cosas a la vez. El Sol está fuera de la
caverna, y el deseo dentro, por eso podemos decir que fuera de la caverna no
hay nada, ni siquiera el desierto. Y el deseo y el querer están dentro, en el
entramado reticular de la metrópoli, como elementos de la función
creativa que devienen, a su vez, mecanismos de dominación/sumisión en relación
con lo que es fugaz y múltiple, en relación con el hombre anónimo.
La transformación o reinversión elemental de los valores adscritos al deseo,
en y por cada red, que realiza la función creativa tiene su razón
de ser en la agonía del mundo en derredor. Un mundo totalmente degradado que
es sustentado por el Capital, ya sea mediante las viejas formas
superestructurales de occidente que aún conforman la cultura que nos venden,
ya sea a través de las continuas reactualizaciones del mito, como los
nacionalismos o la amenaza del pleno empleo. Y es esta una agonía del mundo
capitalizado que no acaba nunca: una máquina de producir miedo; una agonía
en apariencia estática, pero que en realidad es un elemento de primer orden
en el engranaje de la función creativa.
El creativo -y cualquiera puede serlo, como ya se ha
dicho-, esa pieza fundamental en el engranaje de la metrópoli, y que
no consiste más que en la función creativa, se multiplica imparable
en el seno del ciclo diurno del Capital en el que las redes humanas se
aferran al miedo a la creación fuera del orden de lo Mismo. La
función creativa engendra, así, buena parte de la falsa realidad
del todos-nosotros en la que estamos inmersos: ese espacio falsamente
multidimensional en el que la participación ciudadana se convierte en puro
gregarismo mercantilista con pretensiones de solidaridad sujetada
desde las distintas redes humanas (como ocurre, por ejemplo, con las ONG's
que reciben subvenciones estatales). Pero el creativo, que no es
sólo el insignificante publicitario de turno (como se viene observando desde
el principio), también incluye al publicista, al penalista, al político,
al economista, al sindicalista, al empresario, al obrero y, en general,
a todo el que se afana en la tarea de crear máquinas
productoras de miedo y tedio, lanzándose de este modo a la conquista de los
espacios nocturnos. Porque éstos son, además del medio en el que nos movemos
todos y cada uno de nosotros en las redes humanas, lugar de alumbramiento de
nuevas iluminaciones, que no están -o, por lo menos, no pretenden estar-
sujetas al orden de la creación impuesto por las reglas del mercado,
las filosofías de empresa, las reformas socio-políticas, la fea
costumbre de comprar cada día el diario, de ver los informativos a la hora
de la cena, de discutir acerca de lo que dicen -o dicen que dicen- los
políticos, y, en fin, el hábito de opinar de todo y por encima de todo.
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