SOBRE LA COMUNIDAD DE LUCHA

Este texto pretende profundizar los debates que se están dando en Barcelona en el seno de la comunidad de lucha contra el Estado y el capital. Usamos esta denominación para escapar de otras, como movimiento alternativo, okupa o libertario. Creemos también que el concepto de comunidad de lucha es mejor que el de movimiento autónomo porque, entre otras cosas, prefigura las relaciones sociales por las que luchamos. En las siguientes líneas se recogen algunas reflexiones entorno a diversas discusiones y escritos de la experiencia okupa, la resistencia anticapitalista-Barcelona tremola y otras luchas al margen de sindicatos y ongs. Dentro de estos debates, algunas posiciones se han centrado en la crítica de aspectos que se cruzan o pretenden canalizar nuestro "accionar", como el ciudadanismo, el asistencialismo, el corporativismo, el nacionalismo, el antifascismo o el pacifismo. Todos ellos son aspectos distintos del universo reformista, de las políticas de integración y "alternativización" del Estado.

Pero hay otros fenómenos típicos de la democracia y de la sociedad de clases y que, a pesar de nuestra repulsa, siguen manifestándose en nuestros ámbitos de lucha, son: la discriminación de género (sexismo), la separación entre actores y espectadores (especialistas y público), la poca comunicación, la falta de continuidad en la militancia y el individualismo. La democracia es el reino del individuo, la confirmación de la no existencia de la comunidad y el intento de maquillar los antagonismos de clase. Por eso la comunidad de lucha es su contrario, lo opuesto a una suma de individuos. Es una fuerza histórica y mundial que trata de coordinarse y de extenderse con el objetivo de subvertir el orden del capital. No entiende la política como "la capacidad que tienen los individuos de..." ni considera rupturistas las posiciones que parten de individuo y acaban en él: "a mí no me interesa...", "yo no pienso ir a...". Cuando aparece lo común y se aparca el yo-Estado de cada uno, las ganas y las fuerzas de vivir también se multiplican. El partido del orden sabe bien cómo apaciguar al rebelde solitario, al mero anticiudadano, pero tiene serias complicaciones cuando miles de compañer@s se coordinan en una misma ciudad para atacar los símbolos y fuerzas de orden del sistema, o cuando un puñado de ell@s expropian comida o libros; cuando bloquean, con cualquier excusa, las cajas de un supermercado el día de Navidad, ocupan una casa abandonada, interrumpen las clases de un instituto con mensajes "escuela = domesticación"; cuando realizan publicaciones subversivas e idean adhesivos con la verdadera definición de Attac (Acciones Tórico-Tácticas de Ayuda al Capital); cuando conviven con otros "sin-" en el Forat de la Vergonya (de Barcelona) defendiéndose conjuntamente de posibles desalojos y denunciando la especulación, cuando ponen en evidencia a los sindicatos y ongs en sus propios edificios o, simplemente, practican "la gimnasia revolucionaria" coordinándose, por ejemplo, para inundar El Corte Inglés de olor fétido o boicotear la Feria del Automóvil.

Todas estas expresiones subversivas, aunque discontinuas y momentáneas, niegan el orden del capitalismo. Sus prácticas exigen que nos planteemos la siguiente cuestión: la rabia que, a los que participamos en ellas, nos dan los apagafuegos, los individuos temerosos que intentan apaciguar y moderar las movilizaciones, por miedo a incrementar los enfrentamientos que están lejos del control de su gueto. No queremos el permiso del Estado para existir ni sus migajas para sobrevivir. Sobre todo, no queremos pedir perdón a nadie, ni maquillar nuestros deseos: los que pasan por destruir el sistema capitalista. La lucha callejera no pertenece a los sindicatos ni a nadie, ni siquiera a los organizadores de una mani radical. El problema está sobre la mesa: es injusto <<estropear>> algo que había sido organizado con la previsión de que no ocurran incidentes. Igualmente, es injusto reprimir a los que luchan, se compartan o no sus métodos. Es un error llamarles, como hacen los pacifistas, provocadores o policías encapuchados. Claro que hay infiltrados, y hay que ir con mucho cuidado, pero atribuirles toda la acción refuerza la división, buscada por el poder, entre una crítica no violenta "legítima" y la violencia radical. Se camufla, así, el antagonismo entre ciudadanismo y subversión que, lejos de pasar por el uso o no de la violencia, se manifiesta en los gestos-mensajes y en el proyecto social que hay detrás de ellos. La mayoría de las veces se trata jóvenes sin grupo de afinidad que le informe del carácter de la mani, jóvenes que sufren humillaciones cuando los pescan sin billete o los pillan robando. Pretenden descargar la rabia cuando el balance de fuerzas les parece favorable. Se trata, también, de compañeros que piensan que, en momentos concretos es bueno radicalizar las luchas realizando actos de sabotaje en las calles y en los símbolos del capital. La cuestión es compleja, pero no reproduzcamos entre nosotros la contradicción entre controladores e incontrolados.

Este texto, lejos de abogar por el activismo y el militarismo primarios, quiere remarcar la importancia de producir, sin miedo, mensajes como los que en los últimos años han acompañado muchas de nuestras prácticas: "trabajo-paro: fábricas de tristeza", "el capitalisme no se'l reforma, se'l destrueix", "somos los sin sindicato", "trabajar es ensayar la muerte" o "paremos el mundo, otra guerra es posible".

Por último, hay que decir que vemos imprescindibles la creación y coordinación de núcleos subversivos e internacionales, para estar mejor preparados, luchar contra el reformismo y extender los movimientos de insurrección como el de Argentina por todo el planeta. Por eso es importante evitar el aparatismo (enfrentamiento al Estado de aparato a aparato) y generar espacios que integren a aquellos que no pertenezcan a grupos y puedan quedar más aislados.