LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO-GUERRA

De la guerra al Estado-guerra.

Hace tiempo que el pensamiento crítico está completamente desarbolado. Preso del miedo por no poder imponer un horizonte a lo que se avecina; temblando porque los asideros del pasado se hunden, uno tras otro, en una Historia que ya no es la suya. Seattle, Génova... han sido espléndidos gritos precisamente porque no decían nada. Y lo decían con rabia, con unas inmensas ganas de vivir, con la violencia del asco... Este decir sin palabras es lo que se ha escuchado y ha hecho realmente daño. No el conocido discurso crítico y su triste cantinela "otro mundo es posible". El fuego del 11 de Septiembre no sólo destruyó las Torres gemelas sino también las ilusiones y esperanzas puestas en acercar un nuevo futuro. "Paremos la guerra, otro mundo es posible" ya no es triste, es simplemente patético. ¿Tanto autoengaño necesitamos para poder seguir viviendo?

El acontecimiento 11 de Septiembre y sus repercusiones han sido analizados desde múltiples puntos de vista. Nos interesan especialmente los dos enfoques que, de un modo u otro, se reclaman de lo que sería un pensamiento crítico. Llamémosles, por comodidad, socialdemócrata e izquierdista. Para la posición socialdemócrata, el atentado del 11 de Septiembre supone la constatación de cómo el terrorismo se ha introducido en las sociedades abiertas, de cómo un nuevo tipo de guerra se ha hecho presente. El reconocimiento del derecho de legítima defensa, por parte de USA, se acompaña del apoyo a compartir soberanía y responsabilidad en la lucha contra este nuevo enemigo. Finalmente, se añade la recomendación de que la globalización debe ser compatible con la justicia, junto con una encendida defensa del Estado de Derecho.

Para la posición izquierdista, la novedad no es tan grande ya que la guerra siempre ha estado asociada al capitalismo. Santa para unos, de civilización para otros. La desconstrucción del discurso de la guerra revela, una vez más, que por debajo está la economía en la forma de petróleo. Ni con unos ni con otros. La apelación a combatir las verdaderas causas (hambre, pobreza...) y a globalizar los derechos se acompaña de una denuncia de la militarización. Y, con distintos nombres y de modo más o menos encubierto, se acaba defendiendo la democracia.

Ambas posiciones políticas parten de una misma constatación: la guerra. Y, aunque la valoración de la misma no sea igual, el punto de llegada es, sorprendentemente, el mismo: la salvaguardia de la democracia. J. L. Cebrián (El País), después de sostener que el Estado de Derecho atacado puede recurrir a la fuerza, concluye:

"La única forma de preservar la pervivencia de la democracia es más democracia, más diálogo, más cooperación".

Como ejemplo de la posición que hemos denominado izquierdista tomemos la Declaración del Volksbad de Munich, firmada por numerosos grupos de distintos países. Después de desmarcarse tanto del "capitalismo extremo" como de "los clones fundamentalistas", termina con estas palabras:

"Necesitamos más autonomía, más democracia y menos capitalismo y leyes del mercado en todo el mundo."

En la misma línea Luca Casarini (Tute Bianche) puede defender simultáneamente una llamada a "¡Desobedecer y desertar!" y que:

"Debemos combatir por la democracia y contra el Imperio y sus masacres. No será fácil."

Esta convergencia entre la posición socialdemócrata y la posición izquierdista da realmente que pensar. Evidentemente, no tiene ningún interés, a estas alturas de la Historia, formular una acusación de traición o de reformismo. Sería cómodo y gratificante, pero escamotearíamos lo esencial: la dificultad de construir un pensamiento capaz de subvertir la realidad. Y eso es lo que verdaderamente nos interesa. ¿Por qué, partiendo de un análisis distinto de la guerra - que establece necesariamente una posición distinta como hemos visto - se termina en el mismo lugar? Parece que cualquier otra vía sea impensable por insensata. Con razón, el portavoz de los Tute Bianche nos asegura:

"(por la democracia y contra el Imperio) es el único camino posible... para no ser devorados por una oscuridad en la que ya no se pueda ver estrella alguna".

¿Y si esta creencia en la luz que ilumina fuera el obstáculo que nos impide pensar radicalmente la situación en la que nos encontramos? Cuando nos desembarazamos de esta ilusión se inicia obligatoriamente una política nocturna. Una política nocturna es aquella que no rehuye la cuestión del nihilismo. Pero no nos precipitemos adelantando una respuesta demasiado general a lo que era todavía una pregunta concreta: ¿por qué siendo los análisis de la guerra diferentes, ambas posiciones desembocan finalmente en una misma defensa de la democracia?

Podemos ensayar una respuesta: lo que ocurre es que tanto la posición socialdemóacrata como la posición izquierdista desconocen - y no es para nada casual - la verdadera novedad que el 11 de Septiembre comporta. Esta novedad esencial consiste en que el Estado, y nos referimos especialmente al Estado Mundial que nace con la coalición antiterrorista, nace debilitado. Este debilitamiento ha sido causado porque en su origen hay un acontecimiento ("el acontecimiento 11 de Septiembre") que es una derrota. El Estado, el Estado coaligado, surge habiendo sufrido una derrota que es absolutamente insuperable. Es una derrota insuperable porque nada, ni la misma victoria militar si pudiese existir algo así, podrá borrar la humillación marcada en él. Más exactamente: la estrategia de asimetrización empleada por el débil ha puesto en suspenso la verdad sobre la que el Estado americano creía alzarse: "que la invencibilidad depende de nosotros, mientras que la vulnerabilidad depende del enemigo". Esta superioridad esencial se ha venido estrepitosamente abajo. La vulnerabilidad está puesta ahora en el corazón del propio Estado. Y es una vulnerabilidad asociada no a una inestabilidad que podría, en última instancia, ser gestionada sino una vulnerabilidad asociada a la imprevisibilidad.

El Estado se ha convertido en cautivo de la imprevisibilidad. De esta manera se han establecido las condiciones para que el Estado, este Estado Mundial, no pueda vencer jamás: ni conoce a su enemigo, ni se conoce sí mismo. Al Estado sólo le queda entonces emprender una fuga hacia adelante: transformarse en Estado-guerra. No es, pues, de extrañar que la operación de castigo se llamase inicialmente "Justicia infinita". Es lo que mejor correspondía al carácter absoluto del acontecimiento 11 de Septiembre. De esta manera, sin embargo, el problema planteado no hacía más que agudizarse. Porque cumplir una venganza infinita o perseguir la "Libertad duradera" - el cambio de nombre, evidentemente, es lo de menos aunque es sumamente indicativo - no hace más que ahondar la derrota que, justamente, se quiere suprimir.

Decíamos que las posiciones socialdemócrata e izquierdista desconocían ese debilitamiento del Estado. Ahora podemos ser más precisos. Lo desconocían porque su error común residía en poner la guerra en el centro en vez del Estado-guerra. Definirse en relación a la guerra, o discutir si la libertad se ve más o menos amenazada por las nuevas medidas jurídicas, no es ciertamente tomar en cuenta al Estado-guerra. Únicamente realizando un desplazamiento efectivo de la guerra al Estado-guerra estaremos en condiciones de poder deshacernos de las ilusiones que nos hipotecan.


LA GÉNESIS DEL ESTADO-GUERRA

Plantear seriamente la centralidad política del Estado-guerra supone resolver, antes que nada, el problema de su propia formación. Y, a este respecto, no cabe confundirse. Se ha dicho que el atentado del 11 de Septiembre suponía la crisis del neoliberalismo y el retorno del Estado. Al priorizarse la seguridad nacional frente a las amenazas terroristas, la misma demanda de más seguridad, la necesidad inherente a la mundialización económica... todo ello comportaría dos consecuencias: por un lado, el Estado nacional debería entrar a formar parte de un poder de cooperación interestatal; por otro lado, la globalización atemperaría sus injusticias porque se sabría en su seguridad interna dependiente de los sectores más excluidos. En definitiva, el acontecimiento 11 de Septiembre nos retornaría un Estado cada vez más cosmopolita y una globalización a menor ritmo y un poco más justa. Como cuento de hadas no está mal.

Bastante más ajustada sería la lectura jurídica de las transformaciones que han tenido lugar en el Estado americano y, en general, en los Estados europeos. En este caso se hablaría también de que después del 11 de Septiembre hay "más" Estado. Sin embargo, el análisis no sería engañoso como en la explicación precedente. Retornaría sí el Estado, pero un Estado fuerte que conjuga una cultura de la emergencia y de la excepcionalidad penal. Desde esta perspectiva, no parece que la globalización tenga que adoptar un rostro más amable. A la "tolerancia cero", a la guerra contra los pobres en casa, corresponde más bien una globalización armada.

Este enfoque, evidentemente más adecuado y veraz, es con todo insuficiente. Insuficiente, porque concibe todavía el Estado-guerra como una respuesta ante la provocación de una situación. Esta concepción al encarar el Estado-guerra como efecto de una causa (o conjunto de causas, incluso interrelacionadas) construye un modelo que nos impide considerar el Estado-guerra en sí mismo, y a partir de sí mismo. Como si el desplazamiento propuesto no se hubiese terminado de efectuar.

Según lo dicho, la génesis del Estado-guerra sólo puede ser su propia autocreación. En otras palabras: nada preexiste (ontológica, y por tanto, políticamente) al Estado-guerra. Podemos empezar diciendo que esta afirmación se sostiene a condición de que en el Estado-guerra se produzca una doble inversión. 1) Contra Hobbes: el Estado-guerra no nace para poner fin a la guerra sino para desplegarla. 2) Contra Clausewitz: la guerra no es la prolongación de la política mediante otros medios, sino que la política misma es guerra. Realizada esta doble inversión, se clarifica el porqué de la primacía del Estado-guerra. El Estado-guerra en su actividad que le es propia, la política en tanto que guerra, escoge quién es su enemigo y crea su pueblo.

Esto es lo que ha sucedido poco después del 11 de Septiembre. El enemigo es, por supuesto, el terrorismo. El pueblo son todos los que admiten que, un poco menos de libertad, es el precio que hay que pagar a cambio de una mayor seguridad. En la fiesta de fin de año celebrada en Times Square, miles y miles de banderas americanas ondearon al viento como una sola y gigantesca ola patriótica.


EL ESTADO-GUERRA Y EL FASCISMO POSTMODERNO

Hemos analizado la génesis del Estado-guerra y, en la medida que su explicitación avanzaba, quedaba claro también que no tiene sentido plantear la pregunta ¿Qué es el Estado-guerra? Esta pregunta es errónea porque substancializa lo que es el proceso de una estructura estructurándose. Ahora bien, este proceso de génesis no se reduce a una militarización, a un aumento de sus disposiciones represivas, aunque eso sea verdad. Para entenderlo es necesario poner en relación el Estado-guerra con el fascismo postmoderno. La tesis que trataremos de defender puede resumirse así: el Estado-guerra no es más que una readecuación interna al fascismo postmoderno.

Para introducir el concepto clave de fascismo postmoderno, tenemos que remontarnos al postfordismo. Usualmente se conoce como postfordismo la etapa en la que el capitalismo se dispersa y se flexibiliza. Para describirlo mejor es fundamental hacer referencia a la política de la relación que lo estructura. La política de la relación vigente en esta etapa puede centrarse en el principio de identidad. Cuando el principio de identidad funciona hacia adentro genera una cultura de la empresa. Por el contrario, cuando funciona hacia afuera genera una cultura de la emergencia.

La cultura de la empresa, aunque sumamente diversa, tiene en el toyotismo su expresión más acabada. El toyotismo organiza la producción a partir de equipos de trabajo y funciona incorporando el lenguaje del deporte competitivo (equipos, paso del testigo...). Lo que nos interesa resaltar es que esta organización persigue la creación de un nosotros en el lugar de trabajo. Un nosotros o neocorporativismo a pequeña escala que, sin embargo, requiere de una cultura de la emergencia y de la excepcionalidad penal para controlar el afuera, al Otro. La cultura de la emergencia emplea la cárcel como su dispositivo fundamental. Pero no sólo. Existe una amplísima legislación, con todos sus aparatos, que complementan y extienden ese control normalizador.

Con razón se discute si el postfordismo es una nueva estabilización del fordismo o una crisis más avanzada. Utilizando la terminología introducida, podríamos afirmar que esa ambigüedad deriva de que entre la cultura de empresa y la cultura de la emergencia no existe un isomorfismo. Por eso el postfordismo tiene que tender obligatoriamente hacia la sociedad red. En la sociedad red el principio de identidad funciona en el interior del principio de razón suficiente, lo que permite una reformulación de las dos culturas que facilita su máxima convergencia.

La sociedad red conectará entre sí los segmentos más dinámicos de la sociedad, a la vez que desconectará y marginará. La sociedad-red ofrece un modo nuevo de resolver el hundimiento de la tríada democracia-Estado-capitalismo. Este nuevo modo que implica un verdadero salto respecto a la mera convergencia de la cultura de la empresa y de la emergencia, consistirá en una movilización total (autónoma y heterónoma) de la vida por lo obvio. Pues bien, porque esa es la verdad de la sociedad red, a esta etapa a la que la sociedad tiende la llamamos fascismo postmoderno.

El "acontecimiento 11 de Septiembre" ha sido, por encima de todo, una imprevisibilidad absoluta. Es más. Esta imprevisibilidad ha actuado inmediatamente como un auténtico impensado. Un impensado que, chocando directamente contra el principio de razón suficiente, lo ha puesto en crisis. El "todo está ligado por razones" y el "nada hay sin razón" que era como se plasmaba la nueva política de la relación en la sociedad red, ha saltado por los aires. El Estado-guerra será, entonces, la readecuación interna al fascismo postmoderno que éste necesitaba. Esta readecuación tiene que posibilitar algo que define en negativo al fascismo postmoderno: poder matar.

El fascismo postmoderno, en tanto que movilización total de la vida, tiene como horizonte la vida y no la muerte. Ésta era justamente una de las diferencias respecto al fascismo clásico. Por eso la readecuación empieza con una redefinición de la noción de obviedad para que matar se haga posible. Lo obvio será, a partir de ahora, la propia Vida como opuesta a la Muerte. ¿Quién, estando en sus cabales, no defiende la Vida y condena causar la Muerte? En este punto empieza la readecuación de la que hablábamos. Es paradójico pero es así: cuando la movilización total de la vida es por la Vida el Estado puede matar. Es el Estado-guerra. Pero el Estado-guerra sólo puede fundar esta tautología que es la del propio poder - "el poder es el poder" - si se reteologiza. Mediante la reteologización el Estado recupera la decisión soberana y devuelve la seguridad perdida. Detrás del Estado-guerra está el Uno. El Uno, el Uno que tiene la decisión soberana de poder matar, en definitiva, Dios. O sea Bush subido en su avión "Air Force One" sobrevolando USA para que no pudiese ser alcanzado por ningún terrorista, conectado con todos los centros de operaciones habidos y por haber, teniendo la decisión última. Bush que es el Bien, impulsando una cruzada contra el Mal. "Lo quiero vivo o muerto". "O con nosotros o contra nosotros"...

La reteologización del Estado tiene, además, un efecto sobre la misma realidad. La homonimia de la realidad que caracteriza a la época postmoderna se ve sacudida en sus cimientos. No, la realidad no se dice de muchas manera sino de una sola, es unívoca. Aunque de esta realidad única se pueda hablar de dos modos: como la realidad visible (o normal) y como la realidad invisible (o secreta). Esta demarcación va a ser en la que deberemos acostumbrarnos a vivir. Con el Estado-guerra vuelve la teología y el sentido común. El fascismo postmoderno no desaparece sino que en él se reinstalan elementos del fascismo clásico: un Presidente, el pueblo, la guerra y la muerte.