CUMBRES VIOLENTOSAS


La polémica desatada en torno a los ataques contra algunos símbolos de la economía capitalista (bancos, grandes almacenes y sedes de empresas transnacionales) y los enfrentamientos de algunos grupos de manifestantes con la policía, coincidentes con las periódicas reuniones del FMI, BM, G-8,etc., ha asfixiado prácticamente cualquier posibilidad de reflexión sobre la contestación anticapitalista a las Cumbres.

Tanto los detractores del Black Block, que se rasgan hipócritamente las vestiduras por la rotura de unos cuantos escaparates, como quienes han querido ver en la rotura de esos mismos escaparates un signo de violencia revolucionaria han contribuido a reducir el debate sobre la dominación transnacional del capital a una mera cuestión antirrepresiva. Que haya sido así es significativo de la debilidad intrínseca del denominado movimiento antiglobalización. Un movimiento que aparece como efímera agregación de subjetividades variopintas a remolque de las representaciones mediáticas de la élite gestora capitalista. El movimiento antiglobalización no tiene mucha más entidad de la que le pueda conferir su dimensión mediática pues, aunque sea un epifenómeno del malestar difuso que existe en el mundo, su falta de articulación dentro de un proceso real de contestación anticapitalista lo convierte en una representación eminentemente simbólico-festiva. Y las agresiones contra los templos del capitalismo tienen ese mismo carácter simbólico, como se puso de manifiesto en Seattle y, posteriormente en Gotemburgo, Barcelona y Génova.

De todos modos, los actos de destrucción simbólica coincidentes con las cumbres sugieren algunas consideraciones más allá de quienes buscan el reconocimiento de los amos señalando a los "violentos", y de la complacencia espectacular de una destrucción anecdótica de mobiliario urbano. En el primer caso, la cuestión es clara: los residuos de la izquierda socialdemócrata y leninista busca la definición de un espacio de representación ante las instituciones del capitalismo transnacional distanciándose y criminalizando la contestación anticapitalista.

Pero en el segundo caso son muchos los interrogantes que se plantean a la hora de poner los actos de destrucción simbólica en la perspectiva de las tendencias anticapitalistas actualmente existentes y su eventual constitución como movimiento. En este punto, y en las actuales circunstancias, caben serias dudas acerca de la función que cumple la destrucción simbólico-festiva a la hora de potenciar la articulación de una base social práctica anticapitalista.

El hecho de que la acción de destrucción simbólica sea fácilmente recuperada como mercancía mediática, dice mucho de la inconsistencia política de la acción misma, cuya significación radical es inmediatamente usurpada por el valor (de cambio) mediático. Bien distinto, por ejemplo, de las acciones de los trabajadores de Cellatex o Moulinex, donde la amenaza de volar la fábrica respondía a una confrontación real -no simbólica y ritualizada, como la de las Cumbres-, en torno a unos objetivos concretos e, incluso, prosaicamente sindicalistas (indemnizaciones), pero con un potencial de agregación en una socialidad antagonista.

Ahora bien, la radicalización espectacular dictada por el calendario de los amos, ¿denota fuerza y vitalidad del movimiento o, por el contrario, es la expresión marginal de una vía muerta a la que el propio sistema represivo del Estado lleva a algunos anticapitalistas? Dicho de otro modo, ¿hasta qué punto la intervención simbólica, y el falso debate sobre la violencia, no son una maniobra dilatoria para no abordar la cuestión de la intervención real sobre el proceso de reproducción del capital?