FUMIGANDO EN EL DESIERTO


Que un gesto nos devuelva súbitamente a la realidad no es razón suficiente para que el imposible nosotros deje de malsoñar la noche del nihilismo. El Estado-guerra sigue haciendo la guerra según el principio de evidencia de seguridad que define la existencia misma del Imperio: hacer vivir sin dejar morir. Pero prosigue esta política inmerso en un escenario en el que el aparato de autoaplicación de la forma estado se ha visto modificado a niveles profundos: la disuasión ha quedado, por el momento, fuera de juego y la persuasión ha sido recalibrada para dedicar todos los recursos de movilización ideológica hacia el alineamiento interior que reclama la circunstancia misma de la seguridad en tiempo de guerra.

Afrontar la nueva articulación estratégica del poder, el Estado-guerra, la realidad en la que el acontecimiento 11 de septiembre nos sitúa, exige el rastreo y descifrado de los desplazamientos y redisposiciones que esta transformación ha causado, tanto en el movimiento de las piezas y los engarces dispositivos de esta nueva maquinaria, como en la cresta de violencia en la que el poder puede cristalizar desarrollándose como fuerza militar.

La guerra que se despliega en el interior del Estado-guerra prolonga una tradición bélica a la vez que la lleva a su punto de fractura. Como proceso efectivo, como desarrollo de violencia militarmente organizada, no está cualificada prioritariamente por el enemigo, esto es, no define su estructura y composición a partir de las características del oponente, antes bien, cualifica a su enemigo en virtud de la certeza de las propias armas.

Siguiendo la lógica de la guerra de bloques, que depositaba en la pura presencia del armamento la condición de posibilidad de continuar la guerra en paz reterritorializando el campo de batalla gracias a la promesa de los megatones desencadenables, la nueva guerra ha dado un paso más allá, permaneciendo fiel a la esencia de la doctrina, pero rompiendo con los restrictivos esquematismos de uso a los que la ceñía la disciplina nuclear. En el formalismo de la guerra en curso, las armas siguen monopolizando la realidad de la guerra, pero se reterritorializa la paz por otros medios: en cada uno de los usos efectivos, de los estallidos y operaciones que confirman que la guerra sigue conforme a la naturaleza desterritorializada que confiere el uso de las armas.

Sin detenerse en los inventarios y catálogos de la fuerza armada, hablar de armamento desterritorializado-desterritorializante, es decir, abstraído de los factores físicos de la guerra convencional y de los frenos políticos de la nuclear a la vez que dotado de poder suficiente para abstraer al enemigo de territorio y condición, ya no resulta, como hace tan sólo unos años atrás, de novela de ficción científica.

La tecnología bélica ha erradicado todo anclaje comparativo a nivel onto-belo-político con el enemigo; ya no modifica la instrumentación de las armas para medirse con él, ni amplía su potencia o alcance para asegurar la suicida pero disuasoria destrucción mutua, sino que compite con la propia naturaleza para coincidir mecánicamente con ella, hasta que construir un entorno propio y una naturaleza autónoma deviene la posibilidad de recualificación unilateral del enemigo.

La naturaleza, que había sido, desde Lao Tse y Sun Tzu, modelo metafórico de la acción estratégica en guerra, ha llegado a ser hoy la potencia real, la réplica material correspondiente a las imágenes del río, la montaña o el viento que el poder del ecosistema de armamentos es capaz de darse a sí mismo con la máxima eficacia. La replicación es efectuada con la mayor de las precisiones; al sistema complejo de comunicaciones, inteligencia, fuerza destructiva y de contramedidas que diseña y articula la ingeniería de batalla corresponde la configuración de un verdadero mundo, y, con ella, la capacidad de alcanzar un grado superlativo en lo que al poder de las armas se refiere. El sistema de armas se convierte así en un factor de la guerra tan inmutable e insoslayable como la geografía: invocación de un infierno inhabitable para aquello que no comparte su condición lógica, evocación del hogar para aquél que ha sido investido con la especificación apropiada.

Hacer mundo de un sistema de armamento significa dar a la guerra el momento de la muerte como único momento, llegar a la esencia inmóvil de la guerra total sin detenerse en razón de su propio desencadenamiento. Si asumimos que en toda guerra el momento de la muerte es el momento de la experiencia de pertenecer al movimiento de la muerte, es decir, abatir al enemigo, descartando como aledaños, por un lado, el momento de la muerte del enemigo, que pertenece a otro momento de la guerra, el momento de la victoria, y, por el otro, la muerte propia, que se radica genéricamente en el territorio de la propia vida, encontramos que, en la nueva guerra, el momento de la muerte no es acontecimiento (guerra heroica), ni culminación alguna (guerra moderna), ni siquiera es válvula reguladora del sentido de todas las cosas (guerra industrial): es el único momento del que está hecho la guerra; una muerte continua en todos los momentos haciéndose presente de inmediato, y sin cesar en su desencadenamiento.

Un poder matar, en definitiva, que nunca acaba de cumplirse, de cerrarse sobre sí mismo, porque en su uso consiste la invocación de un mundo en el que el enemigo no es posible, un matar que es el matar del que desbroza un jardín de mala hierba. Una actividad desprovista que desprovee a su objeto para hacerlo puro obstáculo, puro fastidio, maleza.

Ésta es la cualificación adscrita al enemigo en la guerra del Estado-guerra por la certeza del uso de las armas: ser obstáculo, maleza, ya no alteridad racial, religiosa o política. El enemigo como maraña vegetal: viva, presente, local, espinosa, inmóvil, no sentiente, no pensante. Un ente biológico vivo en un presente accesible, ostensiblemente visible, con capacidad de plantear volumen de obstáculo, específicamente ajeno, de comparación cultural impracticable y que no poseerá nunca las características ontológicas que definen la figura enemigo: ser consciente, actuante, deseante, potencialmente móvil, potencialmente sorpresivo, específicamente próximo, culturalmente ajeno.

El enemigo del Estado-guerra es otra línea encontrada que la línea en el plano que configura la línea imperial, una línea que corta el camino momentáneamente y, a la vez, por la fuerza y uso de las armas, flora a exterminar: una línea vegetal. Pero &iques;cómo conjugar en el seno de un movimiento de poder más amplio, el enemigo como alteridad que reclama para sí mismo el Estado-guerra "en su actividad que le es propia, la política en tanto que guerra" y la reducción ontológica del enemigo que ejerce su autonomizado aparato militar de exterminio?

Nuevas anomalías del Imperio o nuevas opacidades para un análisis demasiado reciente. Aventurando respuestas, podríamos argumentar, forzando más aún la esquelética ensayada, que la pirotecnia del ejercicio bélico se inserta en un plan estratégico de reconstrucción del mecanismo de disuasión por el terror desmedido, a la vez que se refuerza la elaborada estructura de los medios de persuasión haciendo de la guerra una actividad espectacular que toma como paradigma concreto la simulación de la matanza en el videojuego. Pero, nuevamente ¿la invocación de un mundo en el que no es posible la figura del enemigo significa tomar una medida real para afrontarlo, situando este paso táctico en una estrategia de guerra? ¿o es una sustracción más a la que el Estado-guerra se somete en su fuga hacia delante?