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nº
34 abril 03
Las
multitudinarias y espontáneas movilizaciones generalizan un clima
de contestación y rebeldía
Paremos
el mundo si no paran la guerra
¡Quién
iba a decir que pasarían estas cosas! Ni los más veteranos
recuerdan movilizaciones tan nutridas, tan continuadas, tan generalizadas.
Un clamor de descontento e indignación recorre las calles, trastoca
el ambiente y nos hace sentir que algo está cambiando. Las movilizaciones
que se han sucedido tras el inicio de la guerra, caracterizadas por una
gran espontaneidad, han roto la normalidad y el orden imperantes durante
los últimos años y han recuperado, con alegría y
naturalidad, libertades maltechas desde hacía tiempo.
La libertad de manifestación, de hecho, ha sido la característica
fundamental de unas protestas protagonizadas por una multitud que, desafiando
los recorridos programados, ha inventado sus propios trayectos y ha improvisado
todo tipo de acciones -cortes de carretera, escraches a representantes
del PP, sentadas, etc.-. Así, la desobediencia -por lo menos en
lo que respecta a las leyes de reunión y manifestación-
se ha opuesto a un poder que no se pliega a la voluntad general.
La indignación contra la guerra en Iraq es el desencadenante de
las movilizaciones, pero estas han ido más allá y se han
convertido en auténticos actos contra el partido en el gobierno.
Incluso, han hecho suyas consginas que hasta la fecha eran del exclusivo
patrimonio de los movimientos sociales alternativos: los gritos de lo
llaman democracia y no lo es y que no, que no, que no nos
representan, por ejemplo, han sido de los más escuchados.
El gobierno del PP, desbordado ante la magnitud de la protesta, ha decidido
hacerle frente adoptando una estrategia de tensión y provocación
que se ha desplegado, fundamentalmente, en Madrid. La impresión
general es que José María Ansuátegui, delegado del
gobierno, ha aplicado a las manifestaciones antibelicistas la doctrina
de consternación y pavor que guía a las tropas
aliadas en Iraq. Durante los tres primeros días de movilizaciones
los antidisturbios produjeron centenares de heridos en la capital, en
actuaciones en las que el lanzamiento de pelotas de goma ha sido una constante
y la utilización de botes de humo no ha quedado marginada. Pese
a todo, la ciudadanía no se echó atrás y redobló
su participación; así lo evidenció la manifestación
del sábado 22, que, pese a la represión durante las jornadas
precedentes, recordó en asistencia a la del 15 de febrero.
Tal vez por ello, los medios de comunicación más afines
al gobierno, han dado un signifiativo eco a la acusación de violentos
que desde el PP se lanza contra los que dan vida al movimiento contra
la guerra. Este intento de criminalización no parece estar teniendo
mucho éxito a la hora de atajar la movilización, pero parece
calar en lo que respecta a la generalización de una
representación dicotómica de quienes asisten a las protestas:
por un lado la enorme masa pacífica y ordenada y, por otra, los
violentos alboratadores que instrumentalizan los actos con oscuros objetivos.
Este relato, común tanto a los medios que jalean la
movilización -Tele 5, El País, SER- como algunas voces que
tratan de contrarrestar el intento de criminalización, apenas resiste
el confronto con una realidad mucho más compleja. Quienes han puesto
sus cuerpos ante una policía reventadora han sido much@s
más que un grupusculo y los métodos para intentar evitar
la disolución de las protestas a manos de los antidisturbios no
han sido el patrimonio de determinados sectores ni el fruto de una previa
planificación.
Pero se quiera o no ese discurso se está generalizando. Por eso
ahora toca reflexionar y, tal vez, tratar de responder a una pregunta
que, parafraseando a los zaptistas, dice así: ¿cómo
organizar la resistencia, la rebeldía y la oposición a la
guerra, en tiempos de provocación y represión, sin caer
en la propia lógica de guerra?.
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