logo
volver a página pricipal

 

nº 35 mayo 03


La inseguridad,lema de campaña electoral

RAMÓN SÁEZ VALCÁRCEL*
>> Nuestras sociedades parecen atravesadas por el miedo. Los ciudadanos viven en permanente estado de alerta. La inseguridad ciudadana crece: una ola de criminalidad nos invade, dicen unos. Vamos a barrer las calles, prometen los otros. Mientras tanto, el espectáculo que nos sirven los medios se parece a un film de Stallone o Schwartzeneger. Nadie conoce los hechos, la información se ha convertido en propaganda. Son los tiempos de la guerra contra el terrorismo internacional, islámico por supuesto. Del cierre de fronteras. El lenguaje vehicula nuestros sentimientos. Los inmigrantes nos invaden, en oleadas continuas.

El ciclo autoritario en el que vivimos coincide con el desmantelamiento del Estado de Bienestar. Aparente paradoja, los que demandan menos Estado, menos impuestos, menos gastos público y más libertad de mercado, piden a su vez más Estado, otro tipo de Estado: más prisiones, más policías y con mayor poder, más penas. El último período se caracteriza por la transición de una forma de Estado social a un Estado penal.

Durante el año 2002, según los barómetros de opinión del GIS, la inseguridad ciudadana se ha convertido en el tercer problema sentido por los españoles, después del paro y el terrorismo y antes que la inmigración y las drogas. Hace dos años, aparecía en décimo lugar.

Un problema es una cuestión que crea inquietud y que convoca a resolverlo. Resulta interesante analizar cómo se ha elaborado el problema entre nosotros.
Primero fue la prensa escrita. A la vuelta del año se vino hablando del incremento de la criminalidad, con base en la publicación de las estadísticas policiales del período, trimestrales en algunos casos.

La oposición creyó detectar una trinchera abierta en la confrontación con el contrario por el mercado de los votos. Los términos del debate eran conocidos. Seguramente, una escaramuza en la lucha por el centro político. La responsabilidad era de los inmigrantes, respondieron los portavoces gubernamentales. Al final el lema de la precampaña de las municipales, en versión centroderecha, puso las cosas en su sitio: más seguridad y menos impuestos. “Vamos a barrer, con la ley en la mano, a los pequeños delincuentes de las calles españolas”, anunció su jefe de filas.

Suciedad y orden
El discurso público trata la delincuencia como si fuera un fenómeno natural. La crecida de las aguas. Nos hablan de olas y de capturas. De basura y de limpieza. La ley sería la escoba.

Metáforas adecuadas, porque el vicio es basura. La suciedad es desorden y el ideal, la pureza. Cada época produce su propia basura, sus propios fantasmas que justifican el miedo. Durante la Guerra Fría, la basura fue protagonizada por el revolucionario, el comunista. Una vez en declive esa imagen, se identificó al drogadicto (que motivó en la primera era Reagan nada menos que una guerra contra las drogas) y al extranjero. Ahora, al integrista musulmán. El extraño, el otro, es el prototipo de basura. Por eso el inmigrante que pasea por nuestras calles, identificable por su aspecto físico, personifica la basura.
La metáfora de la limpieza es adecuada porque toda la actividad que se realice frente a ella es positiva: barrer a los desviados, neutralizarlos mediante su encierro, expulsar a los extraños.

El criterio de pureza de la posmodernidad, sugiere Bauman, es la capacidad de intervenir en el juego consumista. Somos una sociedad de consumidores que ha arrinconado la ética del trabajo, que sirvió para disciplinar a los pobres y miserables, y convertirlos en productores no sólo en la primera época de la era industrial, también bajo el Estado del Bienestar, que precisaba una reserva de mano de obra para los momentos de crecimiento económico.

Hoy, el incremento de la rentabilidad de las empresas va unido a estrategias de “racionalización” que se desenvuelven mediante despidos masivos y abaratamiento de costes. No hay trabajo. Desapareció la demanda. Nuestra economía solo precisa una fuerza laboral limitada, flexible y poco especializada (adaptada al cambio, maleable, en contratos temporales o a tiempo parcial). La tecnología ha permitido que la población empleada en la industria haya descendido en la Unión Europea del 30% al 20% entre 1970 y 1994, en EE.UU. al 16%, mientras la productividad aumentó año tras año.

Los pobres no tienen capacidad de juego. No poseen tarjeta de crédito. No pueden amoldarse al único estilo de vida posible. Son consumidores defectuosos, como define con precisión el sociólogo Zygmunt Bauman, expulsados del supermercado que domina nuestras vidas. Utilidad cero, tolerancia cero con ellos.

Las políticas sociales, algo así como el reciclaje de la basura, son caras. Los empresarios no las necesitan. Las clases medias no quieren pagar impuestos para que de ellos vivan los que han elegido la asistencia pública, las prestaciones, como el subsidio agrario que ha sido enterrado en la última reforma laboral, sólo crean parásitos. La pobreza es una elección libre. Ya no hay responsabilidades colectivas, sólo responsabilidades individuales. La basura, cuando no tiene aprovechamiento, se destruye. La metáfora tiene un significado claro, la cárcel y la expulsión del territorio.

La sociedad disciplinaria, que se basaba en las instituciones panópticas, ha dado paso a un nuevo tipo de sociedad donde los medios de dominación se realizan por formas más “democráticas”, con el consenso de las gentes, que se logra mediante la seducción del consumo. Las personas interiorizan las conductas de integración y exclusión social adecuadas a ese dominio, como señalan Hardt y Negri.

Las cuentas del crimen
El crimen es una construcción social. El miedo y la inseguridad son sensaciones, de difícil traducción. La sociologia criminal ha diferenciado entre inseguridad objetiva e inseguridad subjetiva en un intento de categorizar el problema. ¿Qué información les ha permitido a periodistas y políticos elaborar esa imagen de una sociedad cercada, como nunca en la historia, por la delincuencia? Los datos suministrados por la policía, las estadísticas policiales.

Los periodistas que trabajan en lo que antes se llamó la crónica negra (que ahora se ha expandido por las diversas secciones) tienen especiales relaciones con fuentes policiales al margen de los cauces institucionales, a través de contactos personales e interlocutores sindicales. En alguna medida, esa contaminación ha propiciado que estimaran noticia de primera lo que, en principio, era una mera reivindicación corporativa, según la ecuación más delito, más policía, más salario. Los efectivos de los cuerpos de seguridad de ámbito estatal habían venido decreciendo en los últimos años. El rédito de esta campaña de prensa se encuentra en los programas electorales de los dos grandes partidos y en el plan del Gobierno contra la delincuencia: las plantillas de la policía nacional y de la guardia civil se van a incrementar de manera inmediata.

Pero esa reducción de agentes policiales no podía leerse de manera sectaria. Al mismo tiempo, se han incrementado las plantillas de las policías locales, de las autonómicas (ertzainas y mossos d’esquadra) y, sobre todo, de las policías privadas. En 1996 contábamos con casi diez mil vigilantes jurados. Este año se encuentran registrados 90.247, más 9.898 escoltas y 4.069 vigilantes de explosivos. España es uno de los países de Europa con mayor relación de policías por habitante. Sin embargo, esos datos no fluían por los canales de información de los periodistas, o si acaso iban sumergidos en el caudal de la marea de criminalidad que nos invade.

A pesar de los éxitos alcanzados, la campaña persiste. El 15 de octubre, El País titulaba “España es el país de la UE con mayor tasa de homicidios, según un estudio comparado”. En el texto se encontraba la fuente informativa, un gabinete de estudios de un sindicato policial. La afirmación choca con opiniones imparciales, es decir, sin intereses corporativos en el asunto, reiteradas en el reducido ámbito de nuestra criminología. “La tasa de criminalidad española sigue siendo una de las más bajas de Europa, con un perfil estable desde hace muchos años” (Diego Valenzuela, Boletín del Instituto Andaluz Interuniversitario de Criminología).

Así se construye la realidad del crimen, en función de los datos que se seleccionen. La estadística policial, que supone un instrumento fiable, no da cuenta directamente de la delincuencia, sino de la actividad policial. Es una visión institucional, por lo tanto unilateral, que encubre otras dimensiones del problema de la inseguridad (la precariedad, la inseguridad social).

La estadística policial recuenta el delito aparente, en general por denuncia de las personas. Hay que señalar, además, la criminalidad legal, es decir, la que se registra en las sentencias condenatorias (dato que puede confrontarse en su evolución) y la criminalidad desconocida, la cifra negra.

Por otro lado, los movimientos al alza en las estadísticas policiales deben analizarse con cuidado, por categorías de tipo delictivo y por períodos largos. Ahora es más fácil denunciar (teléfono, cita previa, internet). Las pólizas de seguro de riesgos del hogar se han generalizado, hasta una gotera se denuncia con la finalidad de servir de apoyo a la declaración de siniestro ante la aseguradora.
Estrategias de esa naturaleza, que los anglosajones denominan campañas de ley y orden, sirven para definir las políticas públicas, aparte de atemorizar a la ciudadanía. En función del punto de vista que se elija, se promoverá un proyecto represivo o un conjunto de acciones sociales. Un ejemplo paradigmático: un barrio marginal. La opinión de los responsables policiales será que se trata de un distrito con un muy alto índice de delitos y violencia: una comunidad sin ley. Los educadores y trabajadores sociales, los activistas del movimiento vecinal, relatarán las privaciones, la falta de prestaciones, el desempleo masivo, la ausencia de expectativas, el fracaso escolar: una comunidad sin derechos.

Todos los actores públicos han extraído la misma conclusión, durante este año: más policías, más medios para su actividad, reformas legales para que no salgan de la cárcel los reincidentes y juicios rápidos para que entren inmediatamente. Sin embargo, los datos de conjunto permitían construir otra realidad. Entre nosotros se han incrementado las medidas de control. Vigilantes privados en los establecimientos mercantiles, en los metros, en las estaciones, en los edificios públicos, en las urbanizaciones de las clases medias. Cámaras de videovigilancia en las calles y por todos lados, hasta en el estrecho de Gibraltar. Tratamiento automatizado de las bases de datos. Las detenciones en el año 2001 afectaron a 313.956 personas, un 3,52% más que el periodo anterior. Y, sobre todo el dato estrella. La población penitenciaria se ha incrementado en una cuarta parte. Ya que la proporción de reclusos preventivos se ha reducido, estaríamos ante una consecuencia del código penal de 1995, un código de máximos, con sanciones de prisión muy largas (los condenados permanecen recluidos más tiempo) y con unos mecanismos alternativos que han fracasado.

Es decir, el sistema penal se ha incrementado. Hay más control y la respuesta penal es más dura. La población penitenciaria, eso sí, es la más alta de nuestra historia, excluyendo el período del primer franquismo en el que se inventó la redención de penas por el trabajo, para aliviar la saturación.

La inseguridad, lema de la campaña
La inseguridad que produce el delito es un problema que viene atrayendo la atención de los políticos y las campañas electorales.

Bauman avanza algunas hipótesis. La inseguridad engloba aspectos diversos de la vida de las personas. La precariedad en el trabajo, los contratos a tiempo parcial, incluso por días o semanas, la falta de protección por desempleo, la pérdida del derecho a vacaciones o a remuneraciones extraordinarias. Todo ello, que se denomina flexibilidad en el lenguaje aséptico de las organizaciones, crea ansiedad en las personas que la sufren. Si una empresa multinacional, o incluso nacional, decide deslocalizar una de sus fábricas, causando múltiples daños en la comunidad afectada por la pérdida masiva de puestos de trabajo, ¿qué puede hacer el Gobierno? Muy poco o casi nada.

Ante esa incapacidad, unida a todos los procesos de descentralización hacia arriba, hacia instancias internacionales, públicas o privadas (el mercado global), los gobiernos de los Estados nación se han visto reducidos a grandes comisarías locales. Lo único que pueden ofrecer a sus votantes es más seguridad, más rigor en las penas, más cárceles, más policías. Si además, los pobres ya no son necesarios, porque la economía y la rentabilidad de las empresas crecen destruyendo trabajo asalariado, precisamos mucho más Estado penal para absorber los desechos de la sociedad de consumo.

Esa hipótesis podría explicar la expansión de la industria del control de delito en los EEUU, donde albergan la tasa más alta de reclusión del planeta, junto a la mayor tasa de pobres en el primer mundo (dos millones de presos y treinta cinco millones de pobres), que con precisión han estudiado Nils Christie y Loïc Wacquan. Y las políticas de tolerancia cero que triunfan en Europa.

La tolerancia cero, de la que tanto hablan los profesionales de la política, consiste en estrategias públicas variadas para el control de la marginación. Unas, como las desarrolladas por Willian Bratton, el primer jefe de policía de la ciudad de Nueva York bajo el mandato del alcalde Giuliani, se basaban en técnicas de management, reingeniería de procesos y dirección por objetivos, aplicadas a las comisarías de distrito como si fueran empresas de servicios. Esas técnicas han generado la normalización de los abusos policiales y de las detenciones masivas. Según estimaciones, un 80% de la población de jóvenes negros y latinos habría sido objeto de detención o cacheo, y la mitad de las detenciones policiales en el año 1998 fueron anuladas por el fiscal o por los jueces (Wacquant).

La idea que sostiene esa ideología es que si se combaten (siempre el lenguaje militar) los pequeños desórdenes cotidianos, se hará retroceder el crimen. En su origen se encontraba la teoría del “cristal destrozado”, que se basaba en un experimento efectuado por el criminólogo conservador James Wilson. Aparquemos dos coches sin matrículas en distintos barrios de la ciudad. En el barrio marginal, el auto será desguazado de manera inmediata. En la zona residencial, será respetado. Pero si fracturamos uno de sus cristales, también resultará objeto de un despiece sistemático. Su conclusión: las incivilidades, los pequeños desórdenes, son una invitación al crimen.

Tolerancia cero. Bajo ese lema se hostiga y persigue a quienes viven en las calles. A los jóvenes, a los mendigos, a las prostitutas, a los inmigrantes, a los que carecen de privacidad. Se les somete a controles rutinarios de identidad, a cacheos, al registro de sus papeles y objetos personales, se verifican redadas periódicas en sus lugares de encuentro, se les conduce a comisaría, se los detiene atribuyéndoles desobediencias a las órdenes de los agentes, se les desplaza a ciertos espacios urbanos donde son fáciles de vigilar. Formas diversas del uso de la fuerza pública, violencia institucional que se despliega con contundencia sobre esos sectores de población. Los abusos no preocupan ni son desvelados, es un diálogo en soledad entre el marginado y el guardián del orden.
El modelo se expande. En ese panorama, lo que se espera de los jueces y Tribunales nos lo anticipaba Charles Murray, el ideólogo de las estrategias de tolerancia cero: “un sistema judicial no tiene que preocuparse de las razones que empujan a cualquiera a cometer un delito. La justicia está para castigar a los culpables, indemnizar a los inocentes y defender los intereses de los ciudadanos respetuosos con la ley”.

Castigar y barrer. Ninguna comprensión.

* Titular del juzgado nº 20 de primera instancia de Madrid. Este artículo fue publicado en la revista de Jueces para la Democracia.

subir