logo
volver a página pricipal

 

nº 35 mayo 03

Puchero: agitar el debate contra la guerra


Autocelebración de la impotencia
Observaciones a pie de calle sobre la guerra y la paz

Corsino Vela*
Tan simplista sería decir que nada ha sucedido, como que ha habido un salto cualitativo en la expresión del antagonismo social. De hecho, lo que la movilización antiguerra ha expresado mayormente, aunque no sólo, ha sido más una discrepancia formal con las instancias gobernantes que un antagonismo real contra las estructuras del poder capitalista y belicista. Ni el discurso que se haya podido articular en torno a la oposición a la guerra, emocional y más cercano al lenguaje publicitario y a la simplificación impactante de las consignas (No a la guerra, Paremos la guerra, Bush=Hitler, etc.) que a una semántica realmente orientada a ampliar el horizonte de comprensión crítica de lo que acontece; ni las formas de la movilización (predominancia de lo lúdico, festivo, “cultural”), por sí mismas, permiten pensar en mucho más que expresiones de un antagonismo simulado (calculado).

No obstante, son muchos los interrogantes que la reciente experiencia de movilización pone en el primer plano y de forma cada vez más urgente. La percepción de que la civilización capitalista se desmorona es más que una simple sensación, aunque ello no significa, necesariamente, la apertura de unas perspectivas halagüeñas. Al contrario, un reflejo conservador se abre paso entre los despojos de la izquierda que cierra filas en torno al sistema democrático-capitalista como “el mal menor”.

Este replegamiento hacia el pensamiento reaccionario es propio de la nueva clase media surgida de la reestructuración capitalista de las dos décadas pasadas y que comprende amplios sectores de la población asalariada de los países capitalistas desarrollados. Es el consenso productivo que se asienta sobre la expoliación creciente de la periferia y la explotación despiadada de los nuevos segmentos proletarizados en el centro capitalista (inmigrantes). Ha sido esa clase media la que ha protagonizado mayoritariamente la campaña contra la guerra y es a partir de esta constatación que hay que sacar conclusiones acerca de sus logros, limitaciones y perspectivas futuras, sin olvidar el peligro de la eventual deriva hacia un discurso nacionalista paneuropeo que extiende el consenso hasta los sectores neofascistas.

Sin duda, el sistema de representación no funcionó o, más concretamente, no lo hizo en la forma que tradicionalmente lo ha hecho. Los aparatos de representación no han hegemonizado el movimiento (por incapacidad y quizás también por táctica), pero no por ello el movimiento antiguerra fue capaz de generar un espacio político alternativo, sino que lo alternativo se agotó en las formas de la contestación, mientras que se subordinó políticamente a la retórica del ciudadanismo administrado por lo que aquí denominamos el Frente del Orden por un capitalismo sostenible (la oposición institucional, incluida Izquierda Unida, las ONG, sindicatos y los grandes grupos de comunicación). Está por ver, en cualquier caso, en qué medida se ha resentido la gobernabilidad y la deslegitimación del actual sistema de representación, toda vez que se ha evidenciado como un equilibrio de gangs de intereses entrecruzados (la votación del PP en el congreso, el oportunismo del PSOE, la actitud de los sindicatos, etc.).

La movilización ha sido una eclosión espontánea de sentimientos y emociones de la multitud, pero con muy escasos atisbos de constitución política como subjetividad activa (y activadora). De ahí que quepa hablar de un consenso tácito, estructural, entre el movimiento y la estructura de poder capitalista. Un consenso real y práctico que explica las dificultades para conseguir una huelga generalizada o un proceso de desestabilización económica contra la economía de guerra. Sólo de forma muy tangencial y por fracciones minoritarias del movimiento se propugnó la paralización de la maquinaria económica que, a fin de cuentas, es quien sostiene la guerra.

Estudiantes, artistas, y ciudadanos que ejercitaron su derecho de protesta fuera del horario laboral, constituyeron el grueso del movimiento contra la guerra, y fue también lo que definió el carácter periférico, meramente subsidiario al proceso de reproducción del capital, de la movilización, que no enfrentó la realidad de la guerra sino en su dimensión espectacular y emocional, y no como un elemento funcional del proceso de acumulación capitalista que inaugura un nuevo ciclo de negocio en torno a la expropiación del petróleo y la “reconstrucción” de Irak. A pesar de la obscenidad de su actitud, el presidente del gobierno sabía a quien se dirigía cuando manifestó que “nuestra participación” en la invasión abría oportunidades de negocio para las empresas españolas en la reconstrucción, y que eso significaba puestos de trabajo.

La prevalencia de lo simbólico –como ocurriera, en buena parte, del movimiento antiglobalización- ha mostrado los límites reales de la movilización y de la intervención política de la multitud constituida en ciudadanía. El nivel del antagonismo expresado en el conjunto de la movilización no sobrepasó el nivel de lo tolerable (ni siquiera se forzó la dimisión del Gobierno).

Las acciones que se salieron del orden meramente simbólico y de la gestión mediática de la denuncia de la guerra, encontraron una represión sin contemplaciones. Así, por ejemplo, dos iniciativas de ocupación pacífica de locales, propiedad del Ayuntamiento, largo tiempo abandonados, con la intención de abrir un “Espacio Liberado contra la Guerra” en el centro de Barcelona, se saldaron con sendos desalojos por parte de la policía municipal; el segundo de los cuales con una violencia policial tanto más agresiva cuanto pasiva fue la resistencia de quienes ocuparon los inmuebles, y se saldó con varios heridos.

La intervención del Frente del Orden a lo largo de la movilización ha sido estratégicamente convergente con el Gobierno en el sentido de que ha propiciado la desactivación del movimiento, con el fin de inducir la impotencia entre la gente y demostrar que nada se puede cambiar, que la acción de masas ya nada puede en el mundo globalizado, etc., y que la política, en fin, es cosa de profesionales, especialistas y gestores como los que se encuentran al frente de los gangs que operan en el sistema de representación y que son, asimismo, las agencias de distribución de empleos, cargos y prebendas.

Como ocurre con el denominado movimiento antiglobalización, congratularse del éxito de convocatoria y participación, por el mero hecho de ver multitudes representando de forma programada una opinión contraria a la agresión militar sobre Irak, incurre en una grave simplificación e irresponsabilidad política. ¿O acaso hay que creer que la casta guerrera aglutinada en torno al complejo militar-industrial hegemonizado por los EE.UU. necesita del respaldo popular para emprender sus aventuras de guerra y exterminio? Pero eso empañaría la celebración y evidenciaría, sobre todo, la debilidad real que se esconde tras la supuesta manifestación de fuerza que se quiere atribuir a las movilizaciones del 15 de febrero. Y no se trata tampoco de minimizar la importancia y significado de que millones de personas se hayan echado a la calle en todo el mundo contra la invasión de Irak por las tropas norteamericanas. Nadie puede negar que existe una sensibilidad y un malestar ante una situación inaceptable, sí, ¿pero qué más?

La escenificación de la contestación como antagonismo virtual está adoptando formas propias de un activismo autojustificador en el que la movilización tiene como objetivo, precisamente, simular la acción, “hacer que hacemos” y orientar la intervención hacia la representación simbólica y la socialidad espectacularizada en la multitud que clama contra la guerra (como contra la globalización) pero que evita ponerse en cuestión a sí misma adoptando iniciativas que en ningún momento ponen en peligro su statu quo. La pregunta no es, por tanto, si estamos o no a favor de la guerra, que es una obviedad, sino qué estamos dispuesto a poner en juego para evitarla o, al menos, para intentar socavar práctica y realmente el consenso con quienes llevan a cabo una política belicista no sólo en nuestro nombre sino, sobre todo, por garantizar la gobernabilidad y seguridad de nuestro bienestar de ciudadanos atrincherados en la fortaleza del supermercado.

Está por ver hasta dónde alcanzará la resaca del movimiento; si entraremos en una nueva depresión de la contestación como la que siguió al referéndum por la entrada en la OTAN, o si el atisbo de repolitización entre la joven generación, la más castigada por la precarización, se materializará en algo más que formas simbólicas de contestación.

Aunque algunos intelectuales, proclives a extrapolar su situación profesional en el sector de producción cultural en el capitalismo desarrollado, privilegian la inteligencia y la cooperación afectiva como la nueva fuerza productiva en el capitalismo post-industrial, etc., sin embargo, la realidad es que el mundo sigue moviéndose a punta de pistola; es decir, por la coerción y el chantaje cuya expresión real (cuya realización, en fin) es la producción de mercancías (la coerción asalariada). Esa es la piedra angular del proceso de reproducción social y, por tanto, también del sistema de representación democrática. Si atendemos a la composición del movimiento, la parte más dinámica del mismo estuvo formada por segmentos de la inteligencia y la producción inmaterial (profesorado, estudiantes, artistas, periodistas, figuras mediáticas, etc.); los límites de su movilización estuvieron precisamente en el hecho de que apenas pudo incidir sobre el proceso de producción y circulación de mercancías y servicios (salvo en algunos servicios subsidiarios, periféricos al proceso de reproducción del capital), ni inducir una ruptura del consenso productivo.

De la subjetividad predominante en la movilización contra la guerra puede dar una indicación indirecta su receptividad a las consignas ciudadanistas emanadas desde las diversas instancias del poder, incluidas las del Frente del Orden. Así, el alcalde de Barcelona (la “ciudad de la paz”, según el departamento de marketing del ayuntamiento), represor sistemático de las okupaciones, tuvo la desvergüenza de pedir que las manifestaciones no perturbaran el tráfico, etc. Lo significativo no es el deterioro mental y moral de quienes lo dicen, sino que semejante basura propagandística llegue a calar entre la población.

Es una muestra de cómo el discurso ciudadanista intenta recuperar a los sectores más reaccionarios de la población e instrumentalizar los sentimientos más miserables para legitimar y sostener el actual orden social. Del mismo modo que el productor era la figura central del discurso capitalista en su fase de acumulación nazifascista, el ciudadano es la coartada retórica de la fase de acumulación de capital bajo la forma del totalitarismo democrático.

*De la editorial Alicornio (Barcelona).

subir