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  nº 37 julio 03

Urnas transparentes y votos opacos (o viceversa,
que tanto da...)

Corsino Vela, del colectivo editorial Etcétera, Barcelona
Las elecciones municipales dejaron el teatrillo de la representación política más a menos como estaba, sin que se sintieran los efectos de unas movilizaciones cuantitativamente importantes y que, precisamente por haber obtenido un gran eco mediático, quizás fueron sobredimensionadas no sólo por los analistas de los partidos, sino también por parte de quienes cargaron las tintas sobre un antagonismo más deseado que real.

Los resultados de las elecciones estuvieron en consonancia con la lógica imperante en el sistema de representación que no se corresponde, precisamente, con la que rige en las movilizaciones sociales. Se trata, si se quiere, de dos planos de intervención (el de la representación política institucional y el de la práctica social cotidiana) que no son necesariamente congruentes entre sí. (..) En este punto conviene señalar un dato: en la calle hubo unos tres millones de personas y los votantes de la izquierda institucional (PSOE+IU) fueron algo más de nueve millones; es decir, en los meses anteriores ni siquiera se había movilizado toda su clientela. Un aspecto positivo fue que, al menos, por esta vez la calculada estrategia del PSOE consistente en hacer una oposición verbal y desmovilizadora con el fin de obtener su rentabilidad en votos durante las elecciones municipales, no le salió bien.

Pero, ¿qué había en juego en esas elecciones? ¿Qué hay en juego en las elecciones que tenga que ver realmente con las posibilidades de cambio en las condiciones de nuestras vidas? Cada vez en mayor medida las elecciones son una mera coartada para legitimar negocios inconfesables o mercadeos explícitos y patéticos. (..)

Pero eso concierne a los profesionales de la representación. Sin embargo, lo que nos concierne a quienes no compartimos la reducción profesional de lo político es plantearnos la cuestión de la democracia sobre otro plano, teniendo en cuenta que estamos hablando hoy; es decir, en un determinado grado de desarrollo del sistema capitalista en el que –y es una obviedad decirlo- la mediación de los grandes grupos económicos transnacionales tienen un papel decisivo sobre la vida y la conciencia de las gentes. ¿O acaso alguien cree posible que un partido pueda ostentar representación alguna, aunque sea minoritaria, sin la aquiescencia, cuando no el apoyo directo, de bancos y empresas?

Si bien la democracia es la forma política del capitalismo concurrencial, en la actualidad ha sido arrumbada en el rincón de la retórica periodística. De hecho, el desarrollo histórico de la lógica del capital (de esa relación social fundada en el sometimiento asalariado) o, si se quiere, los imperativos de la acumulación de capital ha subsumido la política (y lo ha hecho hasta en sus expresiones más grotescas del negocio, como se pone de manifiesto en la Comunidad de Madrid). Aunque la esfera de la representación política democrática aún cumple funciones de legitimación en la gestión de la dominación (...) se ha revelado como algo completamente residual en cuanto a las posibilidades de transformación de las relaciones sociales, ni siquiera en los aspectos más intranscendentes. (...) En un momento, pues, en que la Empresa (la industria de la reproducción social) ha extendido su influencia a todas las esferas de la reproducción social mercantilizada, ¿qué pinta la democracia?

(...) La democracia se convierte, así, en una especie de dogma político encaminado a excluir y criminalizar la disidencia política en casa o cualquier tropelía exterior; es lo que se puede denominar totalitarismo democrático.
Hay que abordar inexcusablemente el fetichismo de la democracia como un prejuicio que opera en la mentalidad conservadora (“es el sistema menos malo”) y que no se resuelve con meros recursos simplificadores que equiparen dictadura con democracia. (...)

Las pasadas movilizaciones sociales y los resultados electorales de mayo evidenciaron, una vez más, las limitaciones de la intervención política en el plano de lo simbólico-sentimental, y su carácter funcional y, por tanto, fácilmente reconducible al sistema de representación. (...) Observamos que la intervención activa de cientos de miles de personas ha sido fácilmente neutralizada por el contrapeso de la pasividad representada por millones de votantes que se alinean indefectiblemente con el poder establecido. Ese lastre social conservador, esa inercia del votante que otorga total impunidad a los gangs gestores de la vida pública, nos pone delante la cuestión del significado de la intervención política sobre la base de mayorías y minorías. Habrá que interrogarse, entonces, ¿qué es eso de mayorías y minorías y si al circunscribir la cuestión a estos términos, no continuaremos atrapados en la lógica de la representación política que se materializa en la práctica autoritaria del actual estado de derecho?

Entre la abundancia de sandeces que pronuncia el jefe del gobierno español hay una que pone en un brete a los demócratas, “no se gobierna desde la calle, sino desde el Parlamento”. Y no le falta razón, solamente que -nosotros debemos añadir- las conquistas reales, los logros sociales sólo se obtienen mediante las movilizaciones que, en la medida que atentan contra la gobernabilidad, determinan las decisiones del Parlamento. Por supuesto, el alcance de esto va mucho más allá de las veleidades de la izquierda institucional que concibe la intervención política de la “calle” bajo una consideración meramente instrumental y oportunista. Esa táctica de la izquierda es lo que ha ido vaciando de contenido y credibilidad a las movilizaciones.

Por el contrario desplazamos la problemática para plantearla en términos de correlación de fuerzas, un enfoque que se basa en la profundización de la autonomía de la subjetividad proletarizada en el conflicto, que no persigue participación en las instancias del poder ajeno (enajenado) sino el ejercicio del poder real que redunda en logros tangibles concernientes a nuestras condiciones de vida. Entonces, la dicotomía mayoría/minoría pasa a segundo plano, ya que lo importante es “ser suficientes” y con suficiente capacidad de presión para imponer las propias reivindicaciones. Deja, por tanto, de ser una cuestión numérica y técnica para ser una realidad práctica, que se resuelve en términos de confrontación.

Lo dicho es una conclusión a la luz de la experiencia cotidiana de la conflictividad. (...) La articulación de lealtades y mecanismos de compensación de la precarización social y de gestión de la gobernabilidad, así como las tensiones y contradicciones que subyacen al clientelismo democrático aporta cierta transparencia a las urnas y los votos. Quizás sea ésta una vía, entre otras, para superar el prejuicio generalizado, según el cual el límite de la intervención política queda circunscrito al marco de la democracia representativa tal como la conocemos.

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